Finnikin vio la tormenta cuando llegaron a la colina que se alzaba sobre el Valle de la Tranquilidad. Era imposible acercarse al Valle sin ver las oscuras nubes que cubrían como un sudario el reino que se extendía al otro lado. Pero lo que les dejó sin aliento fue lo que vieron ante ellos. No era un valle, sino un mar. De gente. Decenas de miles de personas esperaban para volver al hogar. Finnikin oyó a la reina sollozar a su espalda.
—Quiero caminar —le dijo ella con impaciencia mientras se bajaba del caballo.
Él la siguió con la mano apoyada en la empuñadura de la espada, preparado para cualquier posible peligro. Había demasiada gente. Cualquiera de ellos podía representar una amenaza para la reina. Estaba acostumbrado a los pequeños campamentos de exiliados, no a medio reino apiñado en el mismo lugar.
Cuando llegaron al borde exterior de la masa de gente, se dio cuenta de la energía que la rodeaba. En el otro extremo del campamento se veía un campo de entrenamiento, donde estaban forjando armas y los hombres se dedicaban a prácticas de tiro. En otras zonas, la gente se apiñaba en grupos para hablar y discutir. Reconoció a Lord August y a Lady Abian con los de las Llanuras, que en esos momentos estaban repartiendo comida a los de su grupo.
Finnikin atisbó a lo lejos a Trevanion y a varios miembros de la Guardia patrullando a caballo los límites del campamento. Se sintió aliviado por primera vez desde hacía varios días. Como si Trevanion los hubiera percibido, se dio la vuelta hacia la ladera donde se encontraban Finnikin y Evanjalin. Les dijo algo a sus hombres y la Guardia procedió a dirigirse hacia ellos. Finnikin se sintió como si tuviera nueve años de nuevo, cuando el pecho le reventaba de orgullo porque jamás vería algo tan grandioso como su padre a caballo al frente de sus guerreros.
Trevanion desmontó y levantó una mano para agarrarle del hombro a Finnikin. Este supo que no se trataba tan solo de un saludo. Era un reconocimiento de lo que ocurriría a lo largo de los días siguientes al otro lado de la puerta principal. Los hombres de Trevanion también desmontaron y los grupos de exiliados que había alrededor se detuvieron para ver lo que ocurría.
Fue entonces cuando el capitán de la Guardia llegó a la altura de la reina. Se arrodilló y se quedó postrado en el camino delante de ella. Sus hombres hicieron lo mismo y todo el campamento se fue quedando en silencio.
Finnikin vio las lágrimas que asomaron a los ojos de la joven cuando bajó la vista hacia sus soldados. Parecía pequeña y vulnerable, y temió por ella, pero luego recordó que Isaboe, la menor de todos los hijos del rey y de la reina de Lumatere, había recorrido miles de kilómetros a lo largo de diez años para llegar hasta ese lugar. Supo que ese era precisamente el motivo por el que su padre se inclinaba ante ella, más que por su sangre real. Sin duda, la familia real lumaterana descendía de los dioses. Finnikin jamás creyó con más fuerza en aquello que en ese momento, con su padre postrado ante la reina.
Trevanion se puso en pie tras unos instantes. Finnikin le ofreció una mano a la reina. Evanjalin la tomó en silencio y, vacilante, empezó a caminar por la senda que se abría entre los exiliados. Todo estaba en silencio, pero Finnikin sabía que aquella gente estaba asombrada. Una mano cruzó el aire en dirección a la reina y Finnikin se interpuso de inmediato con la espada empuñada, pero la reina le tocó con suavidad el brazo y le rodeó. Finnikin se mantuvo pegado a ella, pero eso no impidió que la multitud acabara envolviéndola por completo. A pesar de todo, la reina la atravesó y se convirtió en una más de ellos.
—Que no se te vaya, Finnikin —oyó que le decía Trevanion.
Los zarandearon de un lado a otro, mientras las manos intentaban tocarla para ver si era de verdad, para convencerse a sí mismos de que realmente volvían a casa. Sin embargo, la reina pareció tomárselo todo con calma, como si hubiera nacido para aquello. Como si lo llevara en la sangre. Fue entonces cuando Finnikin comprendió por fin por qué se había sentido tan apesadumbrado y había estado tan callado a lo largo de los últimos días.
Sabía cómo ser Finnikin de la Roca con Evanjalin de los Montes, pero no tenía ni idea de cómo ser con la reina Isaboe.
Finnikin vio que Lord August y su familia se acercaban a ellos y, un momento después, la reina quedó rodeada por las mujeres. Vio al embajador Corden y a todo su séquito detrás de Lord August. Parecía nervioso. Por instinto, Finnikin tiró de la reina hacia él.
—Todo el mundo debe retroceder ahora mismo —declaró el embajador Corden, lleno de engreimiento—. Finnikin, ¿eres tú el que está detrás de tanto cabello? No es correcto tocar a la reina. ¡Apártate! Lady Celie, por favor, ¿seríais tan amable de encontrarle un atuendo adecuado a su majestad?
Lord August no pareció impresionado por todo aquello. Se puso al lado de Finnikin mientras seguían a todo aquel séquito hasta la tienda principal.
—Supongo que también vos sabíais todo esto desde el principio —le comentó Finnikin mientras contemplaba la facilidad con la que las mujeres conversaban.
—Por supuesto que no —le replicó el duque con voz irritada—. Porque no estoy casado con una obediente novicia de Lagrami, ¿verdad? Estoy casado con alguien que solo tuvo a bien hablarme de la reina cuando entramos en este valle.
—¿Suponéis que la reina le contó algo cuando estuvimos en vuestro hogar el mes pasado?
Lord August hizo un gesto de asentimiento.
—Abie se dio cuenta de inmediato. Conocía muy bien a la anterior reina. Evanjalin les confirmó a mi esposa y a mi hija quién era.
Un grupo de nobles ataviados con vestidos de seda se dirigió hacia ellos mientras se acercaban a la tienda principal.
—Lord Castian y su pandilla. Intenta no dormirte mientras habla —le susurró Lord August.
A aquello le siguieron unos largos días de espera. Habían regresado dos mil ciento veinte exiliados y llegaban más grupos cada día que pasaba. Finnikin no pudo evitar pensar en cómo había sido el Valle diez años atrás, el día de la maldición, cuando no tenía ni idea de lo que le deparaba el futuro, tan solo el recuerdo vívido de lo que dejaban atrás. Los años transcurridos habían dejado adormecida a la gente, que se mantenía en silencio mientras esperaban de nuevo a lo desconocido. Estaban demasiado atemorizados para tener otra esperanza que no fuera la de tener a una reina entre ellos, pero nadie sabía cuándo se intentaría atravesar la puerta principal, y a ella se la veía poco.
Finnikin pasó el tiempo con su padre y con la Guardia preparando los planes para el ataque.
—Una vez atravesemos la puerta principal, les atacaremos con como mínimo más de mil proyectiles en el primer minuto —informó Trevanion a sus hombres, que se apretujaban apiñados en la abarrotada tienda—. Quiero a ese rey impostor y a sus hombres diezmados por el enorme número de nuestras flechas y quiero que tengamos pocas bajas. Luego la Guardia tomará el palacio junto a los mejores arqueros y espadachines de entre los exiliados.
—¿Pero cómo cruzaremos la puerta principal? —preguntó uno de los guardias.
—La reina sabrá lo que debe hacerse —le respondió Trevanion con firmeza y desafiando así a que cualquiera se lo discutiera. Miró a Saro, que se había reunido con ellos, Lucian y unos cuantos monteses—. En el momento en que esos cabrones sepan que hemos entrado, cabalgarán hacia las montañas e intentarán cruzar la frontera con Charyn. Los charynitas quizás estarán esperando allí para invadir el reino en cuanto vean que la maldición ha desaparecido. Querrán ver muerto al rey impostor casi tanto como nosotros, aunque solo sea para evitar que hable. Saro, cabalgarás hacia tus montañas en cuanto entremos. Llévate a todos tus guerreros. —Trevanion se giró hacia los miembros de su Guardia—. Todos aquellos de vosotros que formáis equipo con un grupo de exiliados aseguraos de explicarles bien cuál será su cometido antes de que comience la batalla.
—¿Cuándo entraremos en el reino? —quiso saber Saro.
Trevanion cruzó la mirada con la de Finnikin, que estaba situado al otro lado de la tienda abarrotada.
—Esa decisión la tomará la reina. Está esperando una señal —le contestó.
Finnikin instruyó a Sefton y a los muchachos del poblado que formaban parte del grupo de exiliados que los charynitas habían tomado como rehenes. Tenían la misma edad que Finnikin. Eran unos jóvenes fuertes y resistentes. Le habían reconocido cuando entró en el Valle y se dedicaron a seguirle, ansiosos por tomar parte en la batalla que se avecinaba. Froi solía estar cerca. El ladrón pasaba la mayor parte del tiempo actuando como mensajero y corriendo de un extremo a otro del Valle para asegurarse de que la comunicación entre la Guardia, la nobleza, el Primer Caballero de la reina, la propia reina y el sacerdote real se mantenía fluida. El chico no se quejó en ningún momento y Finnikin albergaba un intenso sentimiento de protección hacia él. Era evidente que el muchacho procedía de una estirpe fuerte, pero eso sería lo único que se llegaría a saber de él. No había ninguna señal de a qué rama familiar pertenecía. Tampoco tenía recuerdos de nada relacionado con Lumatere antes de sus primeros días en Sarnak. Froi era uno de los huérfanos de su tierra cuya vida como lumaterano comenzaría a la edad que tenía en ese momento.
La quinta tarde, mientras escogía a los arqueros más veloces de un grupo de exiliados, Finnikin notó que Sir Topher y el sacerdote real le estaban observando. Había mantenido las distancias respecto a su antiguo mentor desde el mismo día que habían entrado en el Valle. Saber que Sir Topher había conocido la verdadera identidad de Evanjalin le escocía como si se tratase de una traición.
—Señor —les saludó con educación—. Bendito barakah.
Finnikin sintió la aguda mirada del sacerdote real clavada en él.
—Responderé a tu pregunta, Finnikin —dijo Sir Topher.
—No he hecho ninguna pregunta —replicó con brusquedad.
—Pero quisiste hacérmela desde el mismo momento en el que te fue revelado quién era ella —insistió Sir Topher con suavidad.
Finnikin soltó un suspiro. Miró a su alrededor, al Valle, donde muchos de los exiliados estaban reencontrándose con sus vecinos, ya que sus nombres habían quedado registrados en el Libro de Lumatere.
—Sefton, ¿puedes seguir tú? —gritó, y luego se llevó a Sir Topher y al sacerdote real lejos del campo de entrenamiento, hacia el campamento.
—¿Os lo dijo ella o lo descubristeis vos mismo? —le preguntó con brusquedad mientras se acercaban a la zona vigilada donde se encontraba la reina.
—Ella sospechaba que yo lo sabía —contestó Sir Topher con toda sinceridad—. Pero yo jamás llegué a imaginarme que la descendiente más pequeña del rey y de la reina sobreviviría. Que esa diminuta criatura, eclipsada por unos hermanos tan brillantes e intrépidos, sería la que lograra sobrevivir. ¿Quién lo hubiera creído?
—¿Fue el anillo?
Sir Topher negó con la cabeza.
—No. El anillo lo robaron en Lumatere muchos años antes de lo innombrable. Al principio pensé que su padre debía de ser el ladrón. Trevanion me explicó lo que ella había contado sobre cómo lo recuperó en Sarnak. —Se calló un momento—. Comencé a sospechar cuando le miré bien a la cara en Sprie. Verás, estaba allí el día que el rey llevó a la reina a casa cuando no era más que una hermosa joven. Vi sus amados rostros todos los días durante veinte años. Conocía muy bien los gestos de la reina, las expresiones del rey, las peculiaridades de los demás niños. Pero en Sorel, cuando te metieron en prisión, me contestó algo que yo le había oído al rey decirle muchas veces a sus hijos: «Prepárate siempre para lo peor, cariño, porque vive al lado de lo mejor».
—Nunca me preguntasteis sobre el mensajero que nos llevó hasta el monasterio de Sendecane —le dijo Finnikin.
—No, por la tremenda convicción que había en tu voz. Confié en ti y mira hasta dónde nos ha traído esa confianza. Finnikin, hemos logrado lo que siempre quisimos. Todos nuestros exiliados en el mismo trozo de tierra. Eso ya es algo más que suficiente por lo que dar las gracias.
—Pero no confiasteis en mí lo suficiente para contarme lo que sospechabais —replicó Finnikin sin poder evitar hablar con un tono herido y rabia en la voz.
—Porque necesitaba que tú eligieras el camino que debíamos tomar, Finnikin. Estaba seguro de que en el momento que supieras que uno de los amados miembros de la familia real estaba vivo, la culpabilidad te haría retraerte. Una falsa idea de tu niñez te hace creer que tu ambición y tus deseos son los que provocaron sus muertes. Sin embargo, yo creo que naciste con el corazón de un rey. Eres un guerrero. El verdadero resurdus.
Finnikin negó con la cabeza.
—Pero sí que dudo de ti —añadió Sir Topher—. Porque dudas de ti mismo. Finnikin, Isaboe no es solo una reina. También es un recurso muy valioso. Una herramienta que debemos utilizar y ella lo sabe mejor que nadie en el reino. Nació sabiéndolo, lo mismo que sus hermanas. Si decides no ser su rey, entonces tendremos que asegurar el trono mediante alianzas con Osteria o con Belegonia.
Finnikin cerró con fuerza la mano y la flecha que tenía en ella se partió por la mitad con un chasquido seco. Sir Topher le miró con tal gesto de preocupación que Finnikin sintió que las lágrimas se le agolpaban en los ojos.
—Mientras tú te resistías a la posibilidad de llevar la corona, quizás otros se han estado preparando para ello —le dijo el sacerdote real.
—Una corona robada, bendito barakah. La corona de un niño muerto —replicó Finnikin con agresividad—. ¿Está más allá de mi control? ¿O del de ella? ¿Es que para ella no he sido todo este tiempo más que el cumplimiento de una profecía? —Sacudió la cabeza con un gesto de amargura—. Somos juguetes en manos de los dioses, pero me gustaría tener cierto control sobre lo que me pasa en la vida.
—¿Es que no has tomado decisiones basadas en tu propia y libre voluntad, Finnikin? —le preguntó el sacerdote real—. Porque hoy me han contado algo. Me han hablado de un chico de doce años que durante una visita a Osteria, como invitado de nuestro embajador, vio por primera vez un campamento de exiliados. Nada te prepara para una visión semejante, ¿verdad, muchacho? Te das cuenta de las cosas más raras. Ves niños en los que las rodillas son la parte más gruesa del cuerpo. Jamás llegué a comprender qué era lo que los mantenía en pie. Ese chico se volvió hacia su mentor y le pidió que le indicara cómo se decía «Alimentad a esta gente», pero ni el embajador ni su mentor le contestaron. Ambos eran huéspedes del rey de Osteria y, aunque sentían una enorme pena por el sufrimiento de su gente, eran incapaces de enmendarlo. ¿Cuántas veces se habían dicho aquellos individuos adultos «No puedo hacer nada para arreglarlo»? Sin embargo, el chico no cedió. Así que aprendió esas palabras de un sirviente osteriano y ese mismo día se dirigió hacia donde se encontraba el rey de Osteria a caballo. Le repitió las mismas palabras una y otra vez mientras se acercaba. Incluso le llegó a tirar una piedra al rey para atraer su atención. Por supuesto, la Guardia Real se llevó preso al chico. El embajador tardó treinta días en conseguir que lo liberaran. Treinta días encadenado a una pared de piedra en los calabozos del palacio. El castigo por humillar a un rey.
Finnikin bajó la mirada.
—Mírame, muchacho —le dijo el sacerdote real con firmeza—. A esa gente la alimentaron, ¿verdad, Finnikin? Porque a unos adultos, incluido un rey, los dejó en evidencia un chaval de doce años. Y, a partir de ese día, el Primer Caballero del rey le enseñó a su aprendiz a hablar la lengua de prácticamente todos los reinos de la tierra. ¿No es cierto?
Finnikin asintió a regañadientes.
—Somos juguetes en manos de los dioses —admitió el sacerdote real—. Pero somos los mortales los que les proporcionamos las herramientas para que nos conviertan en eso.
Finnikin se dirigió hacia la tienda de la reina. Vio que quien montaba guardia era Aldron.
—Tengo que verla —le dijo con frialdad.
—No estás en la lista de la gente que puede verla —replicó Aldron.
—¿Puedo preguntar dónde está esa lista?
Aldron se dio unos golpecitos con el dedo en la cabeza.
—Aquí dentro.
—Es bueno saber que hay algo ahí dentro.
Aldron no pudo evitar sonreír.
—Le avisaré de tu presencia y le preguntaré si está interesada en verte.
Le dio la espalda un momento y Finnikin le agarró del hombro para darle la vuelta con brusquedad. Le pegó la cara a la suya con todos los músculos del cuerpo poseídos por la rabia.
—Jamás, jamás le des la espalda a alguien que puede ser una amenaza para la reina —le gruñó—. Jamás vuelvas a ponerla en peligro de ese modo.
Lord August y Sir Topher aparecieron de repente y le apartaron.
—¿Qué está pasando aquí? —exigió saber Lord August.
Aldron miró fijamente a Finnikin y sacudió los hombros para colocarse bien las ropas que Finnikin había sacado de su sitio. Le hizo un gesto de asentimiento al joven, como si admitiera algo.
—Nada —dijo Aldron finalmente—. Ha sido culpa mía.
Evanjalin estaba en una de las esquinas de la tienda, con el cuerpo tenso. La esposa de uno de los duques, una mujer que se había autonombrado dama de compañía de la reina, miró a Finnikin con una expresión glacial. Evanjalin llevaba puesta la misma túnica de algodón estampado que su yata le había tejido. En su cara apareció una expresión de alivio ansioso al verle, al ver un rostro familiar.
—Encontraré otro modo —le dijo Finnikin con voz ronca—. Un modo de atravesar la puerta principal sin que tengas que arriesgarte a…
—Finnikin, ya basta —le interrumpió ella en voz baja.
«Su sangre se derramará para que tú seas rey».
—Encontraré otro modo —insistió Finnikin al mismo tiempo que la agarraba de los brazos—. Un modo de mantenerte a salvo.
—Esto es lo que siempre me temí —le contestó ella—. Que me pusieras en una torre de marfil y me mantuvieras escondida. Gracias a la Diosa que no te revelé la verdad hace seis meses. Seguiría en el monasterio de Sendecane o en alguna aburrida corte extranjera, donde me protegerían.
—No es apropiado que estés aquí, joven —le dijo la duquesa—. ¡Y menos aún tocar a la reina de ese modo!
Finnikin hizo caso omiso de la mujer y no apartó la mirada de Evanjalin. La reina era un recurso muy valioso. Un artículo con el que comerciar. Una mercancía a la que sacrificar si era necesario. Recordó las palabras que Sir Topher había pronunciado en la casa de Lord August: «Las princesas siempre se sacrificaban por el reino».
—Lady Milla, por favor, ¿seríais tan amable de dejarnos a solas?
Sabía ser tan fuerte como educada. Aquello había sido una orden y la mujer se marchó con una inspiración ofendida y una última mirada feroz a Finnikin.
—Ya te lo he dicho antes, Finnikin. No puedes completar este viaje sin mí a tu lado. Seranonna lo profetizó. Sostendrás las manos de aquella persona a la que juraste salvar. Mis manos —le dijo ella.
Recordó la conversación que habían tenido en aquel pueblo de Yutlind Sur, cuando le había preguntado sobre las posibilidades que tenía Balthazar de sobrevivir a una reentrada en Lumatere. Ella había albergado desde el comienzo el miedo a morir en la puerta principal, pero eso no la había detenido. El valor y el miedo de la reina le desgarraron el pecho a Finnikin.
Le pareció que había pasado toda una vida cuando recuperó la voz.
—¿Quién es la luz y quién la oscuridad? —le preguntó.
—Quizá los dos somos lo uno y lo otro.
—¿Y lo del «dolor que nunca cesará»?
A la reina se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Que tú debas sufrir dolor por mi causa es un pesar que no puedo soportar.
—¿Pero de qué dolor habla la maldición? —le volvió a preguntar él con delicadeza.
Ella guardó silencio durante unos momentos.
—El mío, Finnikin. Y el de toda Lumatere.
—Pues entonces, compartiré esa carga contigo. Ahora. En este mismo instante.
Ella se estremeció, como si hubiera estado conteniendo la respiración durante demasiado tiempo. Se veía en su rostro. La aceptación de su destino.
—¿Tienes que hablar con la Guardia? —le preguntó—. ¿Tienes que darle alguna orden antes de que te lleve a la puerta principal?
La reina asintió.
—Evanjalin, vamos a hacerlo ya, ahora.
—Isaboe. Me llamo Isaboe.
Se reunieron en su tienda justo antes del amanecer. La reina, el Primer Caballero de la reina, el sacerdote real, el capitán de la Guardia, el embajador, cinco duques y duquesas, Saro de los Montes y Finnikin de la Roca.
No había lugar para la ceremonia en un espacio tan pequeño, así que la reina se sentó en el suelo duro con todos los demás. Sir Topher le hizo un gesto de asentimiento para que comenzara a hablar, pero ella tardó un poco en hacerlo.
—Este es mi legado, con el testimonio de la corte en exilio de Lumatere y ante la presencia de la Diosa completa.
Lord Freychinat murmuró algo al oír la mención a la Diosa completa. Finnikin pensó con rabia que se trataba del mismo noble que había dejado atrás a su gente en Lumatere durante todos aquellos años sin pensárselo dos veces.
—Si es voluntad de la Diosa que entre hoy en el reino de los dioses y no en Lumatere, nombro a Sir Kristopher de las Llanuras mi sucesor para que dirija a mi gente. Si eso sucede, Sir Topher, tendréis que nombrar a un jefe por cada provincia. Mi tío gobernará a los monteses y Lord August las Llanuras. Sin embargo, aquellos que van a gobernar la Roca, el Bosque y el Río deben ser elegidos teniendo en cuenta la opinión de la gente que ha vivido dentro de los muros de Lumatere durante estos diez años.
Se oyeron más murmullos, pero, esta vez, Finnikin miró fijamente a quienes se atrevieron a musitar.
—Señor embajador, en cuanto recuperemos Lumatere debéis enviar un mensaje a todos los reyes y reinas de todos los reinos de Skuldenore. Decidle que el impostor ya no gobierna y que cualquier nación que decida no reconocer la soberanía de Lumatere, ya sea representada por mí o por mi sucesor, será nuestra enemiga.
»También debéis asegurar a Sarnak que no tendrán acceso a nuestro río si no llevan ante la justicia a aquellos que perpetraron la matanza de nuestra gente en su frontera sur hace dos años. Avíseles de que yo fui testigo de esa matanza. Asimismo debéis aseguraros de que el resto de la tierra sabe que el reino de Lumatere reconoce a los habitantes originales de Yutlind Sur y respeta el derecho del rey del sur al trono del sur, y al del actual rey del norte al trono del norte. —Se volvió hacia el sacerdote real—. Bendito barakah, cuando llegue el momento, y con la ayuda tanto de los adoradores de Lagrami como de los de Sagrami, la Diosa será reverenciada en su forma completa.
Todos se quedaron callados cuando la reina dejó de hablar. Finnikin vio que miraba a Sir Topher en busca de aprobación. El Primer Caballero de la reina se puso en pie y le ofreció la mano para ayudarla a hacer lo mismo.
—Que las bendiciones de la única Diosa estén con todos vosotros —dijo en voz baja antes de volverse hacia Finnikin—. Estoy lista.
—¿No debería la reina estar vestida de un modo más… apropiado? —le preguntó Lady Milla con un leve respingo altanero.
Isaboe bajó la mirada hacia lo que llevaba puesto, la túnica que le había regalado su yata.
—La reina estará vestida de un modo más apropiado el día de su coronación —replicó Finnikin—. Lady Milla, hoy es mejor que nos enfrentemos a la situación desde un punto de vista más práctico. Bueno, a menos que vos queráis tomar su puesto en la puerta principal y así la reina podrá vestirse de seda y quedarse tranquila en su tienda.
Se oyeron más murmullos entre los duques y las duquesas sobre la «insolencia». Lady Abian los miró enfurecida, pero Lord Artor se atrevió a hablar.
—Si la reina entra en Lumatere vestida…
—¡La reina entrará en Lumatere vestida tal y como está! —le interrumpió Sir Topher con voz firme—. Se acabó la discusión sobre la ropa de la reina.
Isaboe agarró con fuerza la mano de Finnikin mientras salían de la tienda.
—¿Es que no parezco una reina? —le preguntó con un susurro cargado de preocupación—. ¿Eso es lo que dice la gente?
Finnikin se inclinó sobre ella para hablarle al oído.
—Lo que dicen es que pareces una Diosa.
—Ha llegado el momento —declaró Trevanion.
Musgo y Perri les esperaban fuera.
—Solo llegamos hasta el foso. Una fuerza tremenda nos impide seguir. Siempre ha sido así —le informó Musgo.
—¿En todo el perímetro? —quiso saber Trevanion.
—En todo su recorrido —le confirmó Perri.
Trevanion miró a la tempestad y luego a Finnikin.
—Te veré al otro lado de la puerta principal. Haz lo que tengas que hacer y te veré al otro lado de los muros, donde lucharás a mi lado. ¿Entendido?
Finnikin asintió sin soltarle la mano a la reina. Isaboe tenía el rostro pálido y su miedo era tan fuerte que Finnikin sintió en su propia garganta una oleada de náuseas.
—Perri os acompañará todo lo lejos que pueda —les dijo Trevanion al tiempo que ponía con suavidad la mano debajo de la barbilla de Isaboe.
Se oyó un chasquido de lengua procedente de una de las duquesas y Finnikin tuvo que contenerse para no recriminarle por ello.
—Sir Topher, decidles que se aparten —le pidió Finnikin—. Están incomodando a la reina.
Finnikin y la reina, acompañados por la Guardia, se dirigieron hacia la tormenta, donde Lucian y Froi les esperaban. La reina abrazó con un gesto rápido a su primo y luego se quedó mirando a Froi. Finnikin vio las lágrimas de rabia en los ojos del muchacho.
—Él tenía un plan mejor —le dijo Froi señalando a Finnikin—. Una segunda Lumatere. Sin maldiciones de sangre ni hechizos y sin necesidad de saber si vas a vivir o morir. Nos podemos quedar aquí. A la gente le gusta el Valle. Lo han dicho. Solo quieren que te quedes aquí con fellos.
—La mitad de nuestra gente está ahí dentro, Froi —le dijo Lucian en voz baja—. Y esto no es forma de vivir.
Froi se volvió hacia Trevanion y Perri.
—No folferé a hacer nada malo si nos quedamos aquí. Nunca. Haré lo que queráis. ¿Cómo le dejáis que lo haga, capitán? Son Finnikin y Evanjalin. Creía que los amáfais más que nada en el mundo.
Trevanion no le respondió. Tenía el rostro tenso, pero sin una expresión clara.
La reina tomó la mano de Froi y le puso algo en ella. El muchacho bajó la mirada antes de abrir poco a poco la mano. El anillo de rubí.
—Lo vale todo, Froi. Un valor incalculable. Tanto si regreso como si no, esto te pertenecerá para toda la vida. No porque te lo merezcas, porque no sé medir la valía de alguien tan joven como tú y tampoco olvidaré lo que intentaste hacerme en aquel desván de Sorel. Pero cuando lo miro, pienso en lo mucho que me amó el propietario de este anillo, lo mismo que mi madre, mis maravillosas hermanas y mi amado hermano. Una vez me preguntaste cuál era mi magia. Esta es mi magia.
Froi sostuvo el anillo con gesto abatido en la mano y se agarró el cuerpo con la otra, como si sufriera un tremendo dolor.
Finnikin miró a su padre una última vez. Luego tomó a la reina de la mano y caminó hacia la puerta principal acompañado por Perri, hasta que el guardia se vio detenido por una fuerza que le hizo retroceder. Vio a la reina darse la vuelta un momento. Los guardias estaban montados a caballo, con las espadas en la mano. Detrás de ellos había desplegado un ejército de exiliados con los arcos apuntados hacia las murallas del reino. Un poco más lejos vio a Sir Topher y a la yata de la reina.
Dieron un paso hacia delante y, de repente, Finnikin notó bajo los pies el sendero que llevaba a la puerta principal.
Trevanion se encontraba en el montículo cubierto de hierba junto a sus hombres. Contenía la respiración. Un momento después, la reina y Finnikin desaparecieron al otro lado de la tormenta. De repente, se oyó un jadeo al unísono por todo el Valle de la Tranquilidad.
—Sagrami… Volvemos a casa —dijo Perri lleno de asombro.
Finnikin miró la puerta que tenían ante ellos, la intrincada belleza de las inscripciones que cubrían los bordes, escritas en el lenguaje de los antiguos. Cuando se giró, la reina dio un paso atrás con el cuerpo tembloroso.
—Debería ser valiente como los dioses —dijo en voz baja.
Él alargó una mano hacia ella.
—Cada vez que los dioses susurraban tu nombre, sus voces temblaban.
Isaboe mantuvo la mirada fija en la puerta.
—Nos escapábamos todas las noches porque quería ver el unicornio.
Finnikin recordó las mentiras que le contaban a Isaboe sobre el unicornio del bosque que solo aparecía en presencia de una princesa.
—¿Cómo lograbais evitar a los guardias de mi padre en la puerta?
—Balthazar y yo estábamos jugando una mañana en el jardín, a lo largo de ese trecho en el que las murallas del reino y los muros exteriores del palacio se convierten en un solo lienzo defensivo. Balthazar decidió que teníamos que grabar nuestros nombres en unas piedras de la muralla para que un día otro príncipe o princesa supiera que Balthazar e Isaboe habían vivido allí. Cuando empezamos a arañarla, descubrimos que la piedra había quedado desencajada. Quizás ocurrió durante el temblor que se produjo varios años atrás. Nos dedicamos durante meses a escaparnos del palacio en mitad de la noche a través de las estancias del cocinero y luego cruzábamos a rastras la muralla para llegar al bosque. —Le miró con los ojos llenos de pesar—. Porque yo quería ver el unicornio. Y, durante todo ese tiempo, el enemigo estuvo observándonos. Así fue cómo lograron entrar en mi hogar y mataron a mi familia. Porque yo quería ver el unicornio.
—No —le contradijo él con voz suave—. Balthazar quería atrapar al lobo plateado. No hablábamos de otra cosa.
Él extendió las dos manos hacia ella para que se cumplieran las palabras de la maldición. Isaboe las tomó y Finnikin empujó la puerta, con la esperanza de que se abriera de algún modo milagroso. No ocurrió nada.
—¿Y la sangre de tus manos esa noche? ¿Recuerdas de dónde salió? —le preguntó Finnikin.
—De aquí y de aquí —le explicó ella tocándose los nudillos y la palma de las manos—. De llamar a…
Ambos se dieron cuenta al mismo tiempo. Finnikin tomó una de sus manos y la llevó a lo largo del muro pasando los dedos por cualquier señal. Unos momentos después las vio. Muy pequeñas y borradas por el tiempo. La huella sangrienta de la mano de Isaboe.
Ella alargó una mano con lentitud y la colocó sobre la huella. Apretó la palma contra la piedra fría. Finnikin desenvainó su cuchillo con mano temblorosa.
—Voy a tener que cortarte la mano aquí —le dijo antes de besarle la palma—. ¿La sangre vino de alguna otra herida?
Ella negó con la cabeza.
—No estaba muy manchada de sangre hasta que regresé para enterrar a Balthazar. ¿Qué clase de persona deja atrás a su amado hermano para que lo destroce un animal?
—Una inteligente, mi reina.
Isaboe tomó el rostro de Finnikin en sus manos.
—¿Sabes qué fue lo último que me dijo Balthazar? Encuentra a Finnikin de la Roca. Él sabrá lo que hay que hacer. Pero no fui capaz de encontrarte, Finnikin. No fui capaz durante mucho tiempo.
Finnikin le enjugó las lágrimas con suavidad.
—Cuando todo comience, no apartes la mirada de mí. Mantén los ojos fijos en los míos. Recuerda mi cara cuando no te encuentres ni aquí ni allí. Que sea tu guía para regresar de donde quiera que la Diosa nos lleve.
La reina asintió.
—Quiero oírte decir mi nombre —le pidió ella en voz baja.
—Isaboe. Isaboe —le respondió Finnikin en un susurro con la boca pegada a la suya.
—Finnikin, no desesperes en la oscuridad. Será mi desesperación la que sientas, pero jamás le he permitido que me venza, así que no dejes que te consuma.
El joven apretó la punta de la daga con toda la delicadeza que pudo contra las palmas de la mano de la reina antes de hacer lo mismo con las suyas.
—Háblame de la granja —le pidió ella mientras comenzaban a aparecerle gotas de sangre en las heridas.
—¿La granja?
—La granja en la que Finnikin el campesino habría vivido con su prometida.
—Evanjalin. Así se llamaba. ¿Te lo dije alguna vez?
Ella se echó a reír entre sollozos.
—No, no lo hiciste.
—Iban a plantar campos y campos de trigo y cebada. Cada noche se sentarían bajo las estrellas para admirar lo que tenían. Ah, y discutirían. Ella estaría convencida de que sería mejor gastar el dinero en un caballo, pero él diría que lo que les hace falta es un granero nuevo. Pero luego se olvidarían de la pelea y él la abrazaría con fuerza y no la soltaría jamás.
—¿Y le pondría caléndulas en el pelo? —le preguntó la reina.
Finnikin entrelazó sus manos con las de ella y contempló cómo la sangre de la reina se deslizaba por las arrugas de su propia piel.
—Y la amaría hasta que a él le llegara su hora final —le respondió.
Finnikin puso sus manos sobre las huellas impresas para toda la eternidad en las murallas del reino.
Jamás habían hablado sobre lo que ocurriría en ese momento. Si la puerta se abría y Lumatere quedara a la vista. Si la oscuridad desapareciera por completo y un cielo azul y limpio les diera la bienvenida a su hogar. Pero Finnikin apenas tuvo un momento para imaginarse lo que sería antes de que el suelo comenzara a temblarle bajo los pies y la tormenta se fundió con él. Aquella nube turbia entró en su cuerpo y le mancilló. Así fue cómo oyó los gritos de todos los que habían muerto durante los cinco días que duró lo innombrable y de los que murieron en Sarnak y de los que murieron en los campamentos. Recorrió todos y cada uno de los sueños que había tenido la novicia Evanjalin. No solo los de los inocentes, sino también los de sus enemigos al otro lado de las murallas: los asesinos, los violadores y los torturadores. Hasta que los recuerdos de la joven destrozaron los fragmentos de su mente, llena de rabia, y cuando Finnikin creyó que ya no podría soportarlo más, allí estaba ella. La sintió. En su interior. Absorbiendo toda la oscuridad hasta que la consumió y cayó a los pies de Finnikin.
En ese momento, la tierra dejó de moverse y la puerta quedó abierta. Oyó los gritos de guerra de la Guardia cuando pasaron cabalgando a su lado, pero Lumatere ya estaba envuelta en llamas. El silencio que Finnikin se había imaginado en su interior era en realidad un rugido que le asaltó los sentidos mientras avanzaba tambaleante con ella en brazos hacia un infierno abrasador.