Capítulo 23

Finnikin la despertó con las manos temblorosas después de que el sol apareciera en el cielo. Los exiliados habían partido al amanecer hacia el Valle con los hombres de Saro. Froi y Evanjalin seguían exhaustos, por lo que le suplicaron dormir un poco más, pero Finnikin meneó la cabeza en un gesto negativo. Estaba impaciente, lo mismo que Lucian, por llevarla hasta la yata.

—Está muy cerca —les dijo en voz baja.

Saro de los Montes estaba a poca distancia de ellos, hablando con algunos de sus hombres. Pareció sorprendido al ver a Finnikin y a Lucian en la falda de la colina. Se acercó a ellos con una expresión inquisitiva en la cara. Hasta que la vio a ella.

—Ahora es cuando empieza todo —le susurró Lucian.

En el rostro de Saro apareció una expresión de asombro absoluto. Al percatarse, Evanjalin levantó la vista desde donde estaba en cuclillas, atándose las botas. Cuando terminó, se puso en pie y caminó hacia él. Al llegar a su altura, se inclinó para arrodillarse en una muestra de respeto hacia el cabeza de familia de los monteses. Horrorizado, Saro se apresuró a interrumpirla y la hizo incorporarse. Era la misma reacción que Sir Topher había tenido cuando Evanjalin había intentado arrodillarse ante Trevanion. Finnikin se dio cuenta de que Sir Topher lo sabía, de que siempre lo había sabido. Una reina no se arrodilla ante su gente.

Saro de los Montes alargó una mano y ella la tomó con calma. Finnikin la observó mientras caminaba junto a su tío. Cuanto más alto subían, más apresuraba ella sus pasos. No dejaba de abrir y cerrar las manos mientras caminaba. Saro la miró, y los hombros del líder de los monteses se estremecieron al superarle la intensidad de sus sentimientos.

Pero cuando llegaron al campamento, Evanjalin se detuvo para darse la vuelta. Su mirada se cruzó con la de Finnikin. Quería desesperadamente protegerla, esconderla, llevársela lejos, a un sitio donde pudieran fingir que no era más que una novicia llamada Evanjalin. Los dos se quedaron así unos instantes, hasta que ella se dio media vuelta y comenzó a caminar hacia la yata, que estaba un poco más lejos, riéndose de algo con Sir Topher mientras ambos realizaban sus tareas matutinas. Al cabo de un instante, la reina de Lumatere se soltó de la mano de su tío y se le escapó un sollozo cuando comenzó a correr hacia su abuela, quien la miró fijamente como si fuera una aparición.

¡Yata!

El grito de angustia de Isaboe resonó en las colinas. Apretó el cuerpo contra el de su yata y se derrumbó bajo el peso de los recuerdos y de la pena a medida que iba pronunciando nombres. Los nombres de sus hermanas y su hermano, de su padre y su madre, todos cargados con un dolor que parecía que nunca terminaría.

La tienda de Yata, donde se alojó la reina, estaba muy protegida esa noche. Finnikin se había mantenido lejos por respeto a la familia y por la necesidad que sentía de estar solo. Sin embargo, el deseo de verla era más poderoso. La necesidad de tumbarse a su lado y de abrazarla era tan intensa que le hizo sentirse débil.

Cuatro de los primos de la reina se interpusieron en su camino cuando se dirigió hacia la entrada de la tienda. Llevaban las espadas en la mano.

—Estoy con la reina —les dijo con firmeza.

El montés que estaba al mando negó con la cabeza.

—Está con su familia y con el Primer Caballero de la reina —le respondió—. ¿Qué relación tienes tú con ella?

¿Qué relación tenía él con la reina de Lumatere?

Lucian apareció antes de que tuviera tiempo de contestar.

—Está con nosotros, muchachos —les aclaró antes de echarse a un lado para que Finnikin entrara.

No lograba verla desde donde se encontraba. Saro, sus hermanos, sus esposas y sus hijos estaban apiñados alrededor de la parte central de la tienda. Sí vio a Sir Topher, que estaba junto a Saro, con la cabeza inclinada hacia él mientras los dos conversaban.

—Atraparon al lobo plateado —le susurró Lucian mientras se sentaban en un extremo de la tienda—. En el agujero que excavamos y cubrimos con hojas.

—¿Quién?

—Balthazar e Isaboe. Esa noche. Cuando el asesino les persiguió, Balthazar escondió a Isaboe en una madriguera y lo condujo hasta la trampa.

Finnikin lo miró fijamente, horrorizado.

—Isaboe volvió más tarde a la puerta principal —le siguió explicando Lucian mientras contemplaba la escena que se estaba desarrollando alrededor de la cama de Yata—. Pero ya habían descubierto los cuerpos de la familia real y la puerta estaba cerrada. Supo que algo terrible debía de haber pasado en el palacio, lo mismo que en el Bosque, así que regresó allí para buscar a Seranonna y llevarla hasta donde… Balthazar… —Lucian se estremeció— yacía muerto al lado del asesino en el refugio. Estaba hecho pedazos. El lobo seguía vivo.

—¿Enterraron al lobo vivo con Balthazar y el asesino? —le preguntó Finnikin con voz ronca.

Lucian negó con la cabeza.

—Isaboe no hubiera permitido que enterraran a su hermano junto al asesino. Temía que eso les impidiera a los dioses llevarse a Balthazar al sitio que por derecho le correspondía en la otra vida. Mató al lobo con la ballesta de Balthazar. Dijo que Finnikin de la Roca le había enseñado a disparar cuando era pequeña. Seranonna se llevó los cuerpos del animal y de Balthazar, y los enterró juntos. Luego comenzaron a sonar las campanas fúnebres del palacio. Seranonna se dio cuenta de que Isaboe debía ser la única superviviente de la familia real. Se aseguró de que fueran quienes fueran los asesinos, pensaran que había sido Isaboe quien había muerto, y no Balthazar, para que así nunca buscasen a una niña.

—Entonces, la ropa… los cabellos…

Finnikin tragó saliva, incapaz de continuar.

—Eran de Isaboe, pero los dedos… las orejas…

—Dioses.

La reina estaba durmiendo con la cabeza apoyada en el regazo de su yata, como si los diez años de viaje la hubieran dejado exhausta. Yata vio a Finnikin entre la gente que se arremolinaba y le hizo un gesto para que se acercara.

—Pregunta por ti cada vez que se despierta —le dijo sonriente al acercarse.

«¿Qué relación tienes tú con ella?».

Finnikin se arrodilló al lado de la cama. Deseó poder alargar la mano para acariciarle la piel suave y sonrojada.

—Todo este tiempo ansió volver a casa contigo —dijo en voz baja.

La yata movió la cabeza en un gesto negativo.

—No, Finnikin. Es mía durante estos pocos y valiosos momentos. Seré egoísta y aprovecharé todas las oportunidades que tenga de tenerla en mis brazos. Pero lo que ella necesitó todo este tiempo fue regresar a casa con su gente de Lumatere. —Le cogió la mano y la puso sobre la cara de la reina—. ¿Verdad que es igual que mi preciosa hija? —le preguntó con los ojos llenos de lágrimas—. Mis otras preciosidades eran la imagen del bueno de su padre, el rey, que trató a mi hija como una reina desde el primer momento que la vio. Pero Isaboe… Isaboe es nuestra niña montesa.

Finnikin alzó la mirada hacia Saro.

—Si me lo permites, Saro, quisiera pedirte, por favor, que enviaras a tu gente esta noche al Valle y que nuestro grupo de viaje siga siendo pequeño. Sería peligroso que llamáramos la atención tan cerca de Lumatere y la protección de la reina es la máxima prioridad. Debemos informar a Trevanion de que la reina regresa al Valle para llevar a su gente a su hogar.

Saro asintió.

—Los avisaremos a todos a través de mis hermanos.

—Nos marcharemos al alba —le informó Finnikin.

Abandonaron las colinas de Osteria a la mañana siguiente con los últimos de los monteses. La reina cabalgaba en el centro del grupo, en el mismo caballo que Finnikin. A veces, este sentía las lágrimas de la joven en la espalda y sabía que eran tanto por él como por ella. Lo que estaba a punto de ocurrir en el Valle fuera del reino era un misterio para todos ellos. Finnikin notaba el miedo que ella sentía cada vez que Evanjalin le apretaba con fuerza. Eran unas manos fuertes, tal y como él había observado cuando robaron el caballo en Sarnak. Tendrían que serlo para dirigir el reino. Para curar a la gente. Saro y Lucian cabalgaban junto a ellos, uno a cada lado, y delante iban Yata, Sir Topher y Froi. Todos permanecían en silencio. Sabían demasiado como para no hacerlo. La entrada en Lumatere le saldría muy cara a los monteses; si no era con la pérdida de su reina, lo sería con la pérdida de sus hombres. Después de diez años de mantener a salvo a su gente, Saro y los suyos serían los primeros en entrar por la puerta, detrás de la Guardia.

Finnikin se detuvo antes de llegar al Valle. En ese momento viajaban por una estrecha senda entre unos campos de trigo que brillaban bajo el sol a cada lado.

—Necesito que vengas conmigo —le dijo en voz baja a Lucian—. Saro, ¿puedes ocuparte de la reina? No tardaremos mucho.

Ella le agarró de la mano.

—Déjame ir con vosotros, Finnikin.

—Estarás más segura aquí —le dijo él con voz amable.

Lucian le siguió hasta un lugar algo apartado entre las dos cosechas y Finnikin no perdió el tiempo hablando.

—Necesito que hagas un juramento —le dijo al montés cuando estuvo seguro de que nadie más podía oírles.

—Esta vez, no pienso hacérmelo en la parte alta del muslo.

—No tenemos tiempo para discutir. Solo sangra un poco y júralo por la Diosa.

—¿Por Lagrami o Sagrami?

—Por las dos Diosas.

Finnikin le ofreció la daga y Lucian la miró fijamente durante unos momentos antes de tomarla y hacerse una incisión en el brazo. Le devolvió la daga a Finnikin y esperó a que él hiciera lo mismo, pero este negó con la cabeza.

—Solo tú.

—Sea lo que sea, lo juraremos los dos, Finnikin —le dijo Lucian con firmeza.

—Jura que me matarás…

Lucian se apartó de él, furioso.

—Vas demasiado lejos.

Finnikin le agarró por la camisa.

—Júrame que me matarás si alguna vez represento una amenaza para la reina.

Lucian se soltó de un tirón.

—Mataré a cualquiera que represente una amenaza para mi reina.

—Júralo, Lucian. ¡Por favor!

—Hasta un ciego sería capaz de ver lo que ella siente por ti y lo que tú sientes por ella. Vuestras almas no están entrelazadas, están fusionadas. Esa es tu amenaza. ¿Por qué no le dices que la amas y fingís que tenéis una vida normal como los demás mortales?

—¡Júralo! Te lo pido como hermano de sangre.

Lucian trazó una línea en el brazo de Finnikin con su daga.

—El juramento de Balthazar —le dijo con energía—. Protegeré a la casa real de Lumatere. A la reina. —Miró a Finnikin—. Y a quien ella elija como rey.

Froi tenía la cabeza apoyada en el caballo de Finnikin, al lado de donde estaba sentada la reina. Estaba impaciente por ver al capitán, a Perri y a Musgo. Luego todo volvería a ser ceños fruncidos y órdenes a voz en grito, y sabría que todo había vuelto a la normalidad. La noche anterior había oído a los monteses hablar sobre Finnikin y la reina. Odiaba el modo en el que hablaban de Evanjalin como «la reina», como si ya no fuese una persona. Los jóvenes monteses hablaron de la fuerza que sería necesaria para romper la maldición en la puerta principal. Uno de ellos dijo que Finnikin era un troglodita flacucho y Froi tuvo ganas de decirles que había visto luchar a Finnikin y que era mejor que todos ellos juntos. Luego otro de los monteses susurró que Finnikin o la reina morirían en la puerta porque la maldición era demasiado fuerte y que lo más probable era que fuese Finnikin, porque él no estaba acostumbrado a la oscuridad. Froi sabía que el capitán no permitiría que Finnikin o Evanjalin hicieran nada que les pudiera provocar daño alguno, así que se alegró cuando Finnikin y Lucian regresaron para continuar la marcha hacia el Valle. De ese modo, el capitán estaría al mando y le prohibiría a Finnikin hacer cualquier cosa que pudiera provocarle la muerte.

Contempló cómo Finnikin se subía al caballo con la manga manchada de sangre. A Froi le gustó el modo en el que Finnikin alargó una mano hacia atrás para tomar la mano de Evanjalin y colocársela alrededor de la cintura. Aquello hacía que todo pareciese normal, porque Finnikin siempre quería tocarla.

—Vamos —dijo Finnikin en voz baja y, al igual que había ocurrido cada vez que había hablado a lo largo del día anterior, todo el mundo le escuchó y le obedeció.