Capítulo 22

En la entrada de la tienda de Yata, Lucian le dio a Finnikin un empujón y le echó una mirada de reprimenda.

—No le menciones a mis primos —dijo con brusquedad—. Puede que parezca fuerte, pero nunca se recuperará de su pérdida.

Finnikin asintió y, cuando Lucian saludó, ambos entraron en la enorme tienda. Las velas ardían con intensidad y las flores perfumaban el ambiente. La matriarca de los monteses estaba sentada, tejiendo; tenía largos tirabuzones grises y unos ojos oscuros y perspicaces. Era la yata simbólica de todos los monteses, y la abuela de Lucian y sus primos. Sonrió a su nieto y luego a Finnikin. Aún podía ver la hermosa mujer que había sido cuando él era un niño. En aquella época su pelo era casi todo negro y estaba más regordeta, pero la fuerza de sus ojos no había disminuido.

—Finnikin de la Roca —dijo con voz ronca.

¿Qué le pasaba con aquellos monteses?, pensó. Tenía sesenta y cinco años y él aún se ruborizaba al oír su voz.

Se inclinó para besarla en la mejilla tres veces, siguiendo la costumbre montesa. Uno para el que recibe, otro para el que da y otro para la Diosa que era parte de la unión.

—Mi padre y sus hombres y Sir Topher viajan conmigo.

—¿Así que por fin volvemos a casa? —preguntó.

Cortó un hilo con los dientes y dejó su trabajo a un lado. Les hizo una seña para que se sentaran con ella en una manta de lana y les sirvió té frío con bollos.

—Volveremos antes al Valle de la Tranquilidad —la informó Finnikin.

—Han encontrado a otra montesa, yata —dijo Lucian—. Se llama Evanjalin y camina por los sueños de los que están en el interior de Lumatere. Finnikin nos la ha traído.

—No, ella me ha traído a mí —le corrigió Finnikin.

Los ojos oscuros de Yata se abrieron de par en par por la sorpresa.

—¿Dentro de Lumatere? ¡Qué poder! —exclamó, negando con la cabeza.

—Eso creo —respondió Finnikin—. Jura que Lady Beatriss de las Llanuras vive, como las novicias del monasterio de Sagrami y Tesadora de los Habitantes del Bosque.

Yata le puso una mano temblorosa en los labios.

—¿Cómo se salvaron las novicias? ¿Y Lady Beatriss? ¿Y su bebé?

—Está segura de que el hijo de mi padre y Lady Beatriss murió —dijo Finnikin con tristeza—. En cuanto a las novicias de Sagrami, se escondieron durante los cinco días de lo innombrable. Sospecho que las ayudó Perri el Salvaje. —Advirtió cómo Yata temblaba, a pesar del calor en la tienda—. ¿Podría contarme algo más sobre el don de caminar en los sueños?

—Empezó con Seranonna de los Habitantes del Bosque —dijo en voz baja—. Estaba dando a luz a mi quinto hijo. Seranonna vivía lejos de los Montes, pero juró haber oído mis gritos de dolor, así que hizo el viaje por el bosque, hacia la aldea, cruzó las Llanuras, pasó el río y se dirigió a las montañas. Asistió al parto de mi hija, una hermosa niña que crecería para ser reina.

Suspiró y Finnikin vio que Lucian estaba sentado hacia delante, preparado a saltar si ella le necesitaba.

—Estuve enferma durante una larga temporada después de dar a luz, así que Seranonna se quedó conmigo. Acababa de tener un niño que había vivido una semana y sus pechos estaban llenos de leche, así que mi hija se alimentó de alguien que rendía culto a Lagrami y de otra que veneraba a Sagrami. Todas las niñas que Seranonna ayudó a nacer desde entonces mientras estuvo con nosotros tuvieron el don de caminar por los sueños.

—A lo mejor Evanjalin y la niña que camina con ella también nacieron con la ayuda de Seranonna —comentó Lucian.

—No es posible —replicó Finnikin—. La niña nació tras la muerte de Seranonna.

—¿Evanjalin viaja con otra? —preguntó Yata, intrigada.

—¿Es algo raro? —quiso saber Finnikin.

Ella asintió.

—La mayoría de nuestras mujeres que tienen el don caminan solas. Aunque a veces yo caminaba con mi hija, la reina. Tal vez haya una fuerte línea de sangre entre Evanjalin y la niña.

Señaló a la jarra cuando se dio cuenta de que su taza estaba vacía.

—Y no seas tímido con los bollos. Lucian está claro que no lo es.

Finnikin echó un vistazo a Lucian, que tenía la boca llena, pero los ojos oscuros estaban alertas por el interés.

—¿Cómo es Evanjalin de los Montes? —preguntó.

Finnikin se quedó pensando un rato.

—Fuerte. Aquí —dijo, golpeándose el pecho dos veces—. Humillante. Despiadada. Astuta. Puede amar a la gente con una pasión que no he visto antes. —Sonrió al darse cuenta de que estaba hablando demasiado—. Y tiene el aspecto de una montesa, así que por supuesto es muy guapa.

—¿Te pertenece, Finnikin? —preguntó Yata, con una mirada penetrante.

—No —contestó al cabo de un instante—. Pero pertenece a mi corazón. Notó muchísimo su ausencia y me… apena.

Miró a Lucian que hacía como si se secara una lágrima del ojo. Como ya había dicho suficiente, Finnikin se levantó para excusarse.

—Mi nieto te ha echado de menos todos estos años —dijo Yata.

—¿Balthazar?

Lucian le lanzó una mirada mordaz y Finnikin enseguida lamentó su estupidez.

—Lo siento…

—No —se rio, extendiendo una mano hacia su nieto para que la ayudara a ponerse de pie—. El que te ha echado de menos es Lucian.

—¡Es mentira!

Lucian parecía horrorizado.

Ella le estiró de la oreja.

—He caminado por tus sueños, tonto. No es un lugar donde tu yata quisiera pasar el rato, pero hay algunos momentos en los que me trae alegría.

Lucian se puso colorado. Les besó a los dos, y Finnikin sintió consuelo con el roce de sus manos en su cara. Lucian había perdido a su madre joven, pero siempre había tenido cerca a su yata. Era lo que echaba de menos Finnikin de su tía abuela Celestina e incluso de Lady Beatriss.

La matriarca de los Montes estudió con detenimiento el rostro de Finnikin, como si viera las cosas escritas en su mente y en su alma.

—Cómo calientas mi corazón, Finnikin de la Roca —dijo—. Tráenos a tu Evanjalin. Si te ha guiado hasta aquí, quiere estar con su gente.

Aquella noche, tras oír los fuertes ronquidos de Sir Topher y después de que el mundo de los monteses pareciera dormido, Finnikin salió de la tienda. Se abrazó con los dientes castañeteándole sin control mientras se acercaba a la tienda de Lucian. Sabía lo que tenía que hacer. También sabía que no podía hacerlo solo y que Lucian era su única opción. Aunque le molestaba tener que pedirle ayuda al montés, su deseo de encontrar a Evanjalin era mayor.

—¡Lucian! —dijo entre dientes—. Engendro. Vístete. Coge tu espada y tu arco. Te vienes conmigo. No hay discusión.

—Ya estoy vestido. Con la espada en la mano. Llegas tarde, troglodita.

Finnikin ocultó su sorpresa cuando Lucian se unió a él. El montés llevaba una gorra en la cabeza y su figura corpulenta iba cubierta con un jubón de lana y unos pantalones de piel de animal. Le lanzó a Finnikin un abrigo de lana y se agacharon en su tienda para observar a los tres monteses que hacían guardia. La luna estaba baja en el cielo y Finnikin le parecía que casi podía tocarla.

—¿Vamos a buscar antes a tu mujer o salvamos al chico?

—No es mi mujer, Lucian, y solo los engendros monteses van por ahí diciendo «tu mujer».

—¿No es tu mujer? Bien. Por lo que has contado puede que me interese esa chica montesa. ¿Entonces, me das permiso… Finnikin? ¿Me acabas de pinchar en la espalda? Si ha sido otra cosa la que me ha empujado… de verdad, no me interesan los trogloditas, pero puedo presentarte a un pariente mío, Torin.

—¡Hablas demasiado, montés! Cierra el pico y no vuelvas a pensar en ella como si fuera tuya.

Desde donde estaban agachados, Finnikin veía las hogueras de los exiliados bajo la vigilancia de Saro y sus hombres en la falda de la montaña. Se preguntó cómo dormirían después de un día que había comenzado en cautividad y había terminado con el consuelo y protección de su gente.

Lucian se colocó al frente mientras avanzaban medio a trompicones hacia los bosques que llevaban al río. Finnikin sabía que al montés le resultaría familiar cada centímetro de aquellas montañas. Después de ver a Lucian de juerga con sus primos aquel mismo día unas horas antes, sospechó que pasaba muchas noches haciendo maldades, lejos de los ojos atentos de sus mayores.

Atravesaron el río, sujetando las armas sobre sus cabezas. El único ruido que rompía el silencio era su respiración y el chapoteo del agua. Al llegar a la orilla de Charyn, Lucian le indicó a Finnikin que siguiera el rastro que los soldados habían dejado hasta el bosque. El follaje era tan espeso que muy poca luz de la luna penetraba y en ocasiones se agarraban por miedo a separarse. Las ramas les arañaban la cara y las raíces levantadas de los árboles les hacían tropezar. Entonces Lucian pareció desvanecerse en el aire y fue tan solo el ruido sordo de su cuerpo al tocar el duro suelo lo que hizo que Finnikin se parara de repente. Se arrodilló y dio unas palmaditas en la tierra delante de él para palpar dónde había caído.

—¡Lucian! —susurró—. ¿Estás ahí abajo?

—¿Dónde si no iba a estar? —respondió Lucian entre dientes.

—¡Shh! ¿Ves algo?

Finnikin apenas podía distinguir la figura de Lucian que se arrastraba en la oscuridad.

—No hay nada aquí abajo —dijo Lucian—. Tan solo un gran agujero vacío. Por cómo huele, lo han cavado hace poco. ¿Ves que te hago señales con la mano?

Finnikin oyó que se partía una ramita en los alrededores.

—¡No hables! —ordenó.

Pegó la cabeza al suelo y aguantó la respiración mientras estaba atento a los sonidos que les rodeaban.

—Habla —dijo al final Lucian en el silencio—. Seguiré tu voz para intentar subir.

Finnikin se acercó al borde, extendió un brazo y la mitad del cuerpo hacia el agujero para que Lucian pudiera agarrarse, cuando de repente una mano le sujetó la pierna. Giró para darle una patada al intruso en la barriga con todas sus fuerzas. Oyó un gruñido de sorpresa y se esforzó por coger su puñal, pero se lo quitaron de la mano. Al instante lo empujaron contra el tronco de un árbol con un puño en la garganta.

—¿Finn? —dijo su padre.

Se retorció para soltarse y apartar a Trevanion, furioso porque su padre hubiera planeado el rescate sin él. Perri estaba de pie junto a Trevanion, sin aliento por la patada en el estómago.

—Lucian está en el hoyo —masculló Finnikin.

Se apartó y volvió a tumbarse en el suelo para estirar el brazo en el espacio vacío. Su padre le sujetó los pies y, cuando vieron la cabeza de Lucian, Perri le sacó por el pescuezo.

Hubo un momento de tenso silencio.

—No tenéis derecho a dejarme atrás —dijo Finnikin lacónicamente.

Trevanion le agarró.

—¿Para qué crees que hemos salido, Finn? —preguntó—. ¿Para hablar con los animales? ¿Crees que quiero llevarte conmigo para ver en qué te supero? No hablo idiomas, Finnikin. Yo mato. Eso es lo que se me da mejor. Y si queremos volver a ver a aquel muchacho, eso es lo que tendremos que hacer.

—¿Y Evanjalin?

No hubo respuesta. Trevanion le hizo una seña a Perri para que se pusiera a la cabeza y le siguieron hasta la linde del bosque. A una corta distancia, vieron unos palos en llamas en las cuatro esquinas del cuartel de los soldados.

—Esperaremos aquí —dijo Trevanion con voz grave, guiándolos hacia el tronco hueco de un árbol.

Se sentaron juntos en el pequeño espacio. Un búho ululó y poco a poco los sonidos de las criaturas nocturnas, algunos movidos y acompasados, otros rápidos, continuaron escuchándose a su alrededor.

—Si está… —empezó a decir Finnikin.

Perri se puso un dedo en los labios. Señaló al cuartel y luego arriba para indicar que los charynitas podían tener soldados en los árboles de allí cerca. Finnikin observó mientras Perri sacaba su puñal y tendía la mano para detenerle.

—Si está aquí y no está encerrada en el cuartel, lo sabré —dijo.

Inspiró profundamente y silbó.

—¿Os comunicáis silbando? —preguntó Trevanion sin dar crédito.

—¿Tienes algún problema? —quiso saber Finnikin.

—Yo a veces silbo —murmuró Lucian— y es muy confuso.

—Los silbidos son para el combate —dijo Trevanion—, no para cortejar a mujeres. Las mujeres no entienden los silbidos.

—¡Shh! ¡Shh! —Finnikin le dio un codazo a su padre—. ¿Habéis oído eso?

Finnikin volvió a silbar y alzó una mano para pedir silencio. Hasta las criaturas nocturnas parecieron obedecer. Esperaron. Nada.

Y entonces lo oyeron, a pesar de que era débil. Finnikin sintió como si pudiera respirar de nuevo. Sonrió abiertamente.

—¿No es la chica más inteligente de la nación?

—Y la más mentirosa e impredecible —masculló Perri. Finnikin salió a gatas del árbol, pero Perri ya estaba de pie—. Déjame hacer los honores —dijo y desapareció.

Finnikin esperó y pensó en todo lo que tenía que decirle. Que quizás él era el resurdus de la profecía de Seranonna; el que rompería el hechizo en la puerta principal. Y que ella, Evanjalin, era la luz que guiaría a su a veces muy oscuro corazón.

Entonces oyó el crujido de unas pisadas y ella apareció. Él abrió su abrigo y la envolvió dentro, estrechándola entre sus brazos hasta que el latido de sus corazones aminoró hasta ir al mismo ritmo y sus labios se posaron en la base de su cuello. Cuando se retiró vio que tenía los ojos muy abiertos y estaba agotada.

—Volved al árbol —ordenó Perri.

Lucian les hizo espacio mientras se apretujaban unos contra otros. El montés se quitó la gorra y con cuidado se la colocó a Evanjalin en la cabeza. Se lo quedó mirando un momento. Finnikin notó que la chica temblaba y la sentó en su regazo para darle calor.

—Ayer por la noche observé el cuartel desde lejos y también lo he estudiado hoy —susurró—. Hay un patio que está vigilado por tres hombres y un perro atado. Los muros son altos. El resto de los hombres duermen dentro del cuartel. Creo que allí es donde está Froi.

—¿Qué pasó, Evanjalin? ¿Cómo le cogieron? —preguntó Trevanion.

—Nos capturaron a ambos —dijo en voz baja—. Acabábamos de llegar y estábamos cruzando el bosque ayer por la tarde. Atravesamos el río para coger comida y los charynitas nos encontraron. Estaba claro que iban a matarnos porque éramos lumateranos. Les oí decirlo, pero no les dejé continuar. —Les miró, negando con la cabeza por la angustia—. Le dije a Froi que me inventaría una mentira para entretenerlos y en la confusión él echaría a correr y no pararía. Se lo ordené. Tenía que escuchar todo lo que dijera.

Empezó a temblar otra vez y Finnikin se acercó más a ella.

—Y me miró y me dijo… me dijo que la gente con magia tenía que vivir. Me dijo que él era prescindible. Habla nuestra lengua como un idiota —soltó entre lágrimas—, pero aun así conoce la palabra «prescindible». Todavía tenía mi anillo de rubí y antes de que pudiera detenerle ya había salido gritando que él era el heredero, Balthazar.

—Pero habrían sabido que no era él por la edad —dijo Perri.

—Todo sucedió demasiado deprisa. Froi agitó el anillo de rubí en el aire y gritó «¡Corre! ¡Corre!» y luego «Balthazar, Balthazar, Balthazar», repitió que él era Balthazar, el heredero al trono de Lumatere.

Finnikin notó que Lucian se estremecía cada vez que pronunciaban el nombre de su primo.

—Así que eché a correr y me escondí en una zanja hasta que consideré que era seguro trepar a un árbol. Y les observé. Hoy los soldados han salido y, al regresar, se pelearon a puñetazos entre ellos y le dieron patadas al pobre perro. Varias veces.

—Por eso habían reunido a los exiliados —murmuró Lucian—. Sabrían que el chico estaba mintiendo y probablemente sospechaban que el auténtico heredero estaba con ellos en el río.

Evanjalin se volvió al oír la voz de Lucian.

—Te dije que los monteses estaban aquí —le dijo a Finnikin.

—No —la acusó él con dulzura—, tan solo señalaste y dijiste «me voy al este».

Lucian se la quedó mirando.

—Definitivamente es una montesa. Yata y mi padre estarán consternados por haber abandonado a uno de los nuestros.

Evanjalin extendió las manos para coger las de Lucian.

Yata —dijo con voz temblorosa.

Finnikin miró cómo Lucian seguía sujetándole las manos y entonces los dedos del montés subieron por su brazo y Finnikin vio que se estremecía.

—¡Lucian! —le advirtió con brusquedad.

Lucian suspiró sin soltarla.

—Mi padre y Yata se enfadarán mucho cuando sepan lo que has hecho, Evanjalin. Que te hayas cortado para sangrar y caminar por los sueños.

Finnikin no pudo distinguir las reacciones de Perri y su padre, pero le dio mucha pena cuando reveló las horrorosas cicatrices que ni siquiera se podían ocultar bajo la tenue luz de la luna.

—Me has dado una lección de humildad, Evanjalin —masculló Perri y se puso de pie—. Vamos a por nuestro chico.

Se dirigieron al árbol en el que Evanjalin había pasado la noche y el día escondida.

—Quedaos aquí —dijo Perri, que desapareció entre las ramas.

Trevanion se puso al mando.

—Perri y yo saltaremos el muro. Finn y Lucian, trepad al árbol y cubridnos. En cuanto veáis que Froi está a salvo, disparadle a cualquier cosa que se mueva. En cuanto esté al otro lado de los muros del patio, corred a la velocidad de los dioses. Evanjalin, quédate aquí, en el suelo. —La chica abrió la boca para hablar, pero la detuvo—. Quédate aquí, en el suelo.

Perri se dejó hacer con cuidado delante de ellos.

—¿Tres guardias y un perro atado? —preguntó Trevanion.

Perri negó con la cabeza.

—No es un perro —respondió; él y Trevanion desaparecieron.

—Quédate aquí —le repitió Finnikin a Evanjalin, antes de subir apresuradamente por el árbol con Lucian y de sentarse a horcajadas sobre una rama que le proporcionaba una buena vista y espacio para moverse con su arco.

Vio cómo Perri y Trevanion escalaban la pared del cuartel. Echaron un vistazo y luego desaparecieron por el lateral. El patio estaba iluminado con lámparas de aceite, lo que facilitaba la visión de lo que ocurría dentro. Finnikin se dio cuenta de por qué Trevanion quería que Evanjalin se quedara en el suelo en cuanto vio los rápidos movimientos de una hoja contra la garganta del primer soldado. Sin esfuerzo. La ejecución fue muy fría. Los soldados matan, se recordó. Para eso están entrenados. Se preguntó qué se les pasaría por la mente a su padre y a Perri. ¿Era satisfacción? ¿Les calmaba la sangre o les ponía enfermos?

—Los tres derrotados. Demasiado fácil —susurró Lucian—. Perri está desatando al chico que ella confundió con un perro. ¿Por qué está entrando tu padre al cuartel?

Porque su padre era un soldado, pensó Finnikin, y le hervía la sangre por la necesidad de vengar a cada uno de los exiliados que habían muerto por la espada.

—No hagas preguntas. En cuanto Perri esté fuera con Froi, salta y coge a Evanjalin. Yo cubriré el cuartel hasta que Trevanion haya salido.

—Eso no es lo que han dicho —dijo Lucian entre dientes—. En cuanto Perri salga, ambos echamos a correr. No me iré sin ti.

Finnikin mantuvo su objetivo en la entrada del cuartel.

—¿Seguirías sus órdenes si Saro estuviera allí dentro?

Lucian masculló una maldición y contemplaron cómo Perri levantaba a Froi en brazos para echar a correr hacia las puertas.

—¡Ya han salido!

Lucian empezó a bajar del árbol. Aliviado, Finnikin vio a su padre aparecer por la entrada. Fuera lo que fuera lo que Trevanion había hecho, había sido en silencio, puesto que nadie le seguía.

Finnikin esperó a que su padre saliera del patio. Esperó… esperó… esperó… entonces Trevanion salió y Finnikin bajó, saltó desde la última rama al suelo y cayó a los pies de Evanjalin. Los tres se agarraron y echaron a correr hacia el bosque. Apenas fueron conscientes de que Perri se aproximaba y luego Trevanion también se unió a ellos. Corrieron pisando fuerte con las botas sobre la tierra, la sangre golpeando sus cerebros; les hacía falta respirar, llegar al río con Froi en sus brazos y Evanjalin entre ellos. Tenían que llevarlos a casa.

Al cruzar al lado osteriano del río, se detuvieron un momento.

—Sagrami —maldijo Perri, cayendo de rodillas con Froi todavía en sus brazos.

Finnikin vio cómo Lucian se estremecía al ver lo que le habían hecho los soldados a Froi en la cara.

—Mi padre ha alertado a los soldados de Osteria, así que dudo mucho que los charynitas crucen, pero conozco un lugar donde parar a descansar antes de llegar a la falda de la montaña —dijo Lucian.

Siguieron al montés a través de una arboleda. Como Finnikin sospechaba, conocía su territorio y les guiaba muy bien por el barranco boscoso. Pronto se detuvo en una roca que sobresalía y se arrastraron por debajo.

—Froi, habla —dijo Evanjalin firmemente.

Pareció croar. Su rostro era un amasijo de moratones y tenía sangre seca en la nariz, la boca y las orejas.

—No vuelvas a hacer una estupidez tan grande como esa —susurró con furia—. Podrían haberte matado, idiota. Yo soy la que da las órdenes, no tú.

Froi habló entre dientes y Perri se acercó a él un poco más para escucharle.

—Eso es muy grosero, Froi. Además, no creo que pueda hacerlo.

Finnikin y Lucian rieron, aliviados. Trevanion extendió el brazo hacia Evanjalin y le puso algo en la mano. Ella se lo quedó mirando un buen rato antes de levantar la vista. Era el anillo.

—Mentí, ¿sabéis? —dijo en voz baja.

—¡Vaya, Evanjalin, no puedo creer que hayas mentido! —exclamó Trevanion, casi sonriendo.

Ella sonrió por él.

—Me lo encontré en el campamento de exiliados, hace más de dos años. Estaba mirando cómo jugaban a cartas. Había un ladrón, lleno de remordimientos ahora que el rey había muerto. Había robado el anillo un día que el rey, la reina y sus hijos viajaban desde las Montañas a las Llanuras, años antes de los días de lo innombrable. Pero, a pesar del arrepentimiento, había alarde en su voz. Así que le reté a una partida de cartas. El ganador se quedaría con el anillo. Tenía quince años y era una chica, de modo que nadie me tomaba en serio y dejaron que jugara.

—¿Qué tuviste que ofrecer? —preguntó Finnikin.

—Llevaba allí casi un año y todas las noches veía cómo una de las mujeres enterraba veinte monedas de plata en una bolsa cerca del tronco de un árbol. Así que se lo tomé prestado.

Oyó a Froi resoplar.

—Se fupone que yo soy el ladrón.

—¿No te habrías sentido culpable si hubieras perdido?

—Sabía que ganaría —respondió de forma pragmática.

—Pero…

—Lucian —le advirtió Finnikin—, confía en mí, sus apuestas valen la pena.

—Pero ¿devolviste las veinte monedas de plata? —insistió Lucian.

—No —contestó al tiempo que negaba con la cabeza.

Lucian parecía decepcionado. Los monteses no eran ladrones. Era lo peor de lo que te podían acusar.

—No me dio tiempo —dijo en voz baja—. A la mañana siguiente, un grupo de cazadores sarnak rodeó nuestro campamento.

Lucian tragó saliva.

—¿De Sarnak? Mi padre y algunos de sus hombres viajaron allí una vez para ver si quedaba alguien vivo.

—Aquella noche caminé por el sueño de Lady Beatriss —continuó Evanjalin—. Soñó con el monasterio de Lagrami en Sendecane y supe que era una señal de que debía ir allí. Que después de ocho días debía dejar de viajar de reino en reino. Estaba harta y mi corazón cansado, y por primera vez desde los ocho años había perdido la esperanza. Pero en el monasterio de Lagrami, Finnikin vino a buscarme.

—Porque la sacerdotisa envió un mensajero que me despertó y susurró el nombre de Balthazar —dijo Finnikin.

La chica negó con la cabeza.

—No hubo ningún mensajero, Finnikin. Alguien me susurró tu nombre en mi sueño y me dijo que vendrías. Yo le dije a la Suma Sacerdotisa: «Finnikin de la Roca vendrá a por mí». Para guiarme. —Evanjalin sonrió y fue una expresión de pura alegría—. Hasta mi pueblo.

—Sigamos avanzando —dijo Perri.

Finnikin agarró el brazo de su padre mientras los demás corrían delante.

—Se equivoca. Hubo un mensajero —dijo con energía—. Lo sé. Me acuerdo porque estaba soñando con Beatriss y estaba enfadado porque me despertaron.

—¿Qué soñabas? —preguntó Trevanion.

—Que ponías a tu bebé en los brazos de Beatriss y ella lo sostenía contra el pecho para darle de comer con tanto amor que… que…

Finnikin parecía atónito al recordar cosas que había olvidado hacía tiempo.

Trevanion se detuvo y le cogió de la muñeca.

—Cuéntame más.

Casi era una súplica.

—Beatriss tenía el niño en el pecho —continuó Finnikin— y tú te burlabas del monasterio de Lagrami. Beatriss dijo: «Pequeño Finch, ¿tú qué dices? ¿La daremos al monasterio de Lagrami para que esté a salvo? ¿Como prometiste? ¿Como prometiste?». Siguió repitiendo. —Finnikin sacudió la cabeza para intentar dar sentido a sus pensamientos—. Y ahora parece que Evanjalin o Beatriss u otra persona me llamó para que fuera al monasterio de Lagrami aquella noche.

Trevanion se quedó callado un momento.

—¿Parecía… feliz? —preguntó en voz baja—. ¿En el sueño?

Finnikin sabía que se refería a Beatriss.

—Tan feliz como siempre estaba cuando estabais a su lado —dijo con honestidad—. Tan feliz que me hizo viajar al otro extremo de la tierra sin preguntar adónde me dirigía.

Cuando llegaron a trompicones a la falda de la montaña, donde dormían los exiliados, Trevanion dio las gracias a los monteses que hacían guardia.

—Quedaos un rato —le dijo a Finnikin y Lucian—. Dormid primero y mañana por la mañana llevad a Evanjalin y Froi con vuestra gente, Lucian. Perri y yo tenemos que volver al Valle esta noche. Saro sabrá seguirnos.

Lucian asintió y Finnikin esperó mientras Trevanion y Perri montaban en sus caballos.

—Descansa, Finn —dijo su padre—. Me temo que aún te queda mucho por hacer en el Valle de la Tranquilidad.

Y con una última mirada a Finnikin, Trevanion y Perri se dirigieron al oeste, donde les esperaban los exiliados.

En el borde del campamento, Finnikin y Lucian yacían cerca de una de las hogueras para secar sus ropas húmedas. Evanjalin y Froi ya estaban dormidos, y Finnikin les tapó con unos abrigos forrados de lana.

—Era mi héroe. Balthazar —dijo Lucian en voz baja mientras miraba a Finnikin por encima de la fogata.

—Creo que tú eras el suyo —admitió Finnikin.

—No. Creo que una mitad de él quería ser Trevanion del Río y la otra mitad Finnikin de la Roca. —Lucian se rio—. Yo, por supuesto, quería ser Perri el Salvaje, aunque después de esta noche, no creo que tuviera el estómago necesario.

—Perri es más que eso.

Lucian se inclinó hacia delante.

—Bueno, no estoy seguro de que Balthazar hubiera sido el mejor de los reyes.

—¿Por qué dices tal cosa? —preguntó Finnikin.

—Tal vez fuera mejor que su padre, pero no era como su madre. Mi familia dice que la reina se casó con un hombre inferior a ella.

Finnikin resopló con cuidado de no despertar a Evanjalin ni a Froi.

—Tan solo vosotros las cabras montesas creeríais que son mejores que la realeza.

—No es presunción —dijo Lucian—. Ella tenía agallas. Tenía ansias de conocimiento y una falta de misericordia, que les transmitió a sus hijas, que muchos monteses envidiarían. La princesa mayor, la prima Vestie, habría sido una gran líder. Yata siempre decía que tenía la misma fuerza que su madre, la reina. El rey era… blando, sobre todo con su primo. Así que no nos sorprendió que aquella escoria detrás de nuestras botas encontrara su camino de vuelta a Lumatere como el rey impostor.

—El rey impostor fue un títere que puso el rey de Charyn en un intento de usar Lumatere como vía para invadir Belegonia.

Lucian se encogió de hombros.

—El rey fue débil con Charyn. Debió de enviar el ejército en cuanto Charyn detuvo el envío de mercancías al norte.

Miró a Froi y Evanjalin.

—¿Sabéis por qué estaba seguro de que Balthazar había muerto esa noche? —preguntó.

Finnikin suspiró pues quería dormir.

—¿Quizá porque te crees que lo sabes todo?

Lucian no estaba de humor para sus chistes.

—¿Te supura la herida?

Finnikin asintió.

—La mía también y así es como supe que estaba muerto y fue esa noche.

Finnikin no dijo nada.

—La herida vive porque la promesa fue real. Funcionó.

—Lucian…

—¿Qué juramos aquel día en la roca de las tres maravillas, Finnikin? —susurró con urgencia.

Aun así Finnikin no respondió. Había algo en el tono de voz de Lucian que estaba haciendo que su corazón le martilleara en el pecho.

—Balthazar prometió morir para proteger la casa real de Lumatere —dijo Lucian—. Tú prometiste ser su guía. Yo prometí ser su faro. Y diez años más tarde aquí estamos.

—No estamos todos.

Lucian se acercó más a él.

—La promesa de Balthazar fue que moriría protegiendo la casa real de Lumatere —repitió con lágrimas en los ojos—. Tres testigos le vieron correr por el bosque aquella noche. —Lucian sacudió la cabeza, incrédulo—. No es posible. Balthazar nunca se habría permitido vivir si Isaboe hubiera muerto. Esa es la diferencia entre el hijo del rey y las hijas de la reina. La primera prioridad del rey era la supervivencia de su esposa y sus hijos. Pero ¿la de la reina? La supervivencia de su gente. Porque la gente era Lumatere.

—¿Qué estás diciendo? —preguntó Finnikin.

—Balthazar lo heredó de su padre —dijo Lucian con energía—. Todos honramos nuestra promesa. Y Seranonna de los Habitantes del Bosque y otros dos, que no tenían motivos para mentir, declararon haber visto un niño corriendo por el Bosque aquella noche. El niño que dejó huellas sangrientas en los muros del reino. Yo vi esas huellas. Todos los monteses las vimos, la semana que nos quedamos en el Valle de la Tranquilidad. Mi padre y sus hermanos tuvieron que apartar a mi yata de allí.

Finnikin apenas pudo pronunciar una sola palabras. Lucian parecía trastornado mientras señalaba a la figura que yacía junto a este.

—Balthazar la protegió. Tú eras su guía. La trajiste aquí porque sentía a la gente. Yo era su faro.

—¿Isaboe? —dijo Finnikin con la voz ronca por la impresión.

Se quedó mirando su figura durmiente mientras Lucian se ponía en pie y desenvainaba la espada. El montés se puso en guardia al instante, pero Finnikin no pudo moverse. Isaboe. ¿Cómo no se había dado cuenta? ¿Cómo no la había reconocido? Lo que era peor aún, se preguntó con dolor y rabia, ¿por qué no había confiado en él? ¿Después de todo aquel tiempo que llevaban juntos? Sin embargo, se levantó de un salto junto a Lucian para hacer aquello por lo que había nacido. Proteger a la casa real de Lumatere.

—Tú empezaste esto cuando nos obligaste a cortarnos la carne de nuestros cuerpos, Finnikin —susurró Lucian—. Pero lo haría otras mil veces para ver cómo nuestra reina nos guía de vuelta a casa.