Capítulo 21

Viajaron de noche y al amanecer alcanzaron el túnel que separaba Belegonia de la vecina Osteria. Era un paso abierto en el interior de una de las montañas, cortado en el granito hacía siglos. Finnikin fue el primero en atravesar con su caballo la estrecha y baja entrada, colocando las manos en la piedra alrededor de su cabeza para guiarlo. El suelo estaba repleto de roca desprendida y el tobillo se le torcía continuamente en los ángulos incómodos. Cuando la luz le dio en los ojos al salir por el otro extremo, el dolor fue intenso, pero el aire que tragó con ansia le produjo una profunda sensación de alivio.

La capital osteriana era la más cercana a Lumatere. Ambos reinos eran los más pequeños de la nación y estaba a menos de un día a caballo el uno del otro. Mientras avanzaban por las montañas del oeste, Finnikin alcanzó a ver a lo lejos una de las torrecillas del palacio osteriano. El edificio estaba situado en un valle en el centro del reino, rodeado de seis colinas que le servían para protegerse de Belegonia al oeste, de Sorel al sur y de Charyn al norte y este. Finnikin sabía que las colinas osterianas eran el hogar de varias comunidades étnicas que habían gozado de autonomía desde el tiempo de los dioses. Los vigilaban un número de centinelas cuyo trabajo era mantener la paz dentro de la nación, pero Finnikin sospechaba que los centinelas también estaban allí para echarle un ojo a Charyn, que estaba más allá de un estrecho río al norte.

—¿Dónde debes de estar, Evanjalin? —preguntó Sir Topher mientras sus caballos descansaban en uno de los valles.

A Finnikin le había sorprendido encontrarse a su mentor esperando con Trevanion, Perri y Musgo la noche anterior. Como nuevo líder de Lumatere, habría estado mejor protegido en el Valle por la Guardia. Pero Sir Topher estaba decidido a encontrar a Evanjalin y Froi, y a veces, durante su corto viaje a Osteria, Finnikin había visto la censura en los ojos de su mentor.

—Mintió sobre el rey —dijo en voz baja mientras los demás se separaban para ver lo que descubrían más allá de las colinas del norte.

Sir Topher no habló durante un rato. Habían cambiado muchas cosas desde que habían subido por la roca hasta el monasterio en Sendecane hacía meses. Habían sucedido demasiadas cosas; había más emociones de las que habían sentido entre los dos en los últimos diez años.

—Querías que Balthazar estuviera vivo, Finnikin —dijo con tacto—. Era un amigo querido y en la mente del niño que fuiste en el pasado te parecía un poderoso guerrero que podría conquistar cualquier cosa.

Finnikin se sentía tonto e ingenuo.

—Sé que no parece posible que alguien tan joven haya vivido acontecimientos tan terribles, Sir Topher. Pero Evanjalin y Froi, e incluso yo, hemos pasado por situaciones de grave peligro, y hemos sobrevivido. Creía que ese también sería su caso. Que de algún modo había soportado lo que fuera que le pasara en el Bosque de Lumatere aquella noche.

—¿Sabes qué creo? —preguntó Sir Topher con lágrimas en los ojos—. Creo que el príncipe Balthazar tomó una decisión aquella noche. Creo que era un guerrero de los dioses. Quería que viviera por buenas razones, hijo mío. Pero sobre todo, necesitabas que viviera porque temías lo inevitable.

Finnikin estaba callado cuando Trevanion y sus hombres volvieron. Por la expresión adusta de su padre, supo que lo que habían divisado desde la cima de la colina era más que el paisaje de Osteria.

—Danos buenas noticias, Trevanion —imploró Sir Topher.

Trevanion negó con la cabeza y su boca describió una línea recta.

—Desde nuestra posición ventajosa teníamos una vista clara del río y Charyn. Hay soldados en esa zona. Al menos quince. Con espadas en las manos y exiliados a los pies.

—¡Dulce Diosa! —exclamó Sir Topher.

—He contado al menos cuarenta —dijo Musgo.

—¿Por qué estáis tan seguros de que los cautivos son lumateranos? —preguntó Finnikin—. ¿No podrían ser charynitas acampados junto al río?

—Son exiliados —declaró Musgo con firmeza.

—¿Evanjalin? ¿Froi? —preguntó Sir Topher.

Trevanion negó con la cabeza.

—¿Se mueven libremente? —preguntó Sir Topher—. ¿Estáis seguros de que están bajo vigilancia?

—Han separado a los hombres de las mujeres —informó Perri con amargura—. Eso nunca es buena señal.

—¿Desde cuándo tienen a los campamentos de exiliados bajo vigilancia? —preguntó Sir Topher.

—Desde que se ha extendido el rumor del regreso del rey —contestó Trevanion—. Si hay algo que amenaza la casa real de Charyn, es la comidilla de que la maldición de Lumatere va a romperse y que se revelará la verdad sobre el rey impostor. Charyn considera cualquier grupo de exiliados una amenaza.

—Propongo cruzar el río. Podemos cogerles por sorpresa —sugirió Perri—. Están débiles por la cerveza y el aburrimiento. Lo veo en sus lentos movimientos.

—Salvo porque tenemos un huésped. ¿Recuerdas? —dijo Musgo, señalando el pico de una de las colinas más pequeñas al este.

Finnikin siguió su línea de visión y distinguió una figura agachada.

—Puede que pertenezca a una de las comunidades autónomas —dijo Finnikin—, aunque sería extraño, porque no viajan por las montañas.

—No es un viajero, Finnikin. Está espiando. A los charynitas y al campamento de exiliados. Le importa bien poco si somos conscientes de su ubicación, pero no quiere que le vean los soldados del otro lado del río.

Finnikin suspiró, apartándose el sol de los ojos con la mano para intentar pensar. Volvió a mirar a la figura. El joven ahora estaba de pie. Era casi tan alto como Finnikin pero mucho más ancho e iba vestido con pieles de animales. Había agresividad en su mirada, una arrogancia que enseguida enfureció a Finnikin. Como si hubiera sentido su ira, el joven sacó una flecha de la aljaba que llevaba a la espalda y levantó el arco, sujetando la flecha a la altura de los ojos para apuntar directamente a Finnikin.

—Provócale, Finn —le ordenó Trevanion, apuntando con su ballesta en dirección al intruso—. Veamos lo que hace.

Finnikin cogió una flecha de punta roma de su aljaba.

—¿Quieres que la lance?

—No, eso déjanoslo a nosotros, si es que decide atacar. Parece concentrado en ti. Encuentra otro modo de provocarle.

Finnikin pensó unos instantes y luego levantó la mano para hacer un gesto con dos dedos. Señaló con ellos hacia el puente de su nariz y luego los tiró hacia delante con fuerza.

Los demás se lo quedaron mirando, asombrados. Trevanion y Perri incluso soltaron una extraña carcajada.

—Creo que esa es la forma simple de la gente del Río para decirle a alguien que haga algo bastante obsceno con su madre —dijo Musgo.

—Era lo que yo veía que solíais hacer cuando era pequeño —dijo Finnikin con una amplia sonrisa.

—Tendrás que probar otra cosa —le aconsejó Perri—. No funcionará como provocación. Es un insulto puramente lumaterano. No lo conoce el resto de la nación.

—Qué orgullosos debemos de sentirnos —dijo Sir Topher con brusquedad.

Los hombres volvieron a reírse, pero cuando una flecha cayó a los pies de Finnikin, retrocedieron de un salto, alarmados, y se dividieron para ponerse a cubierto detrás de un grupo de rocas, donde alzaron sus armas.

—¡Cabrón! —masculló Finnikin.

Con la espalda apoyada en la roca, todos se dieron cuenta en aquel instante de lo sucedido.

—Ha reconocido el gesto.

—¿Es un exiliado, quizás?

—Pero ¿armado?

Finnikin se arrastró hasta el fardo de su silla y sacó una piedra de color ocre; después recuperó una flecha de su carcaj y se la pasó a su padre.

—Mantenla quieta mientras escribo.

En el astil de la flecha garabateó las palabras «Finnikin de la Roca» antes de ponerse a la intemperie y apuntar hacia la figura de la colina. Siguió el arco de su lanzamiento, satisfecho cuando el joven dio un salto hacia atrás. Por la postura del chico, supo que no estaba contento por la proximidad de la flecha entre sus piernas. Cogió la flecha y se quedó mirándola fijamente antes de desaparecer. Se desilusionaron cuando no reapareció.

—Vamos al río —dijo Trevanion al final— y pidámosles a los charynitas que tengan la bondad de dejar cruzar a los exiliados.

—No me pidas ser amable durante mucho rato —masculló Perri mientras comenzaban a subir la colina.

Estaban en la orilla del río a cinco pasos de distancia de donde los soldados charynitas tenían cautivos a los exiliados. Finnikin pensó que le parecía mal no cruzar el caudal para acabar con todo de una vez. Al llegar, los soldados ya se habían colocado en la otra orilla con total tranquilidad. Acurrucados detrás de ellos estaban los exiliados, divididos en tres grupos: las mujeres y los niños, los hombres mayores y, aparte, los jóvenes. Mientras que los chicos estaban sentados, las mujeres y los niños estaban de pie, abrazados los unos a los otros muertos de miedo. Una de las madres le tapaba la boca a su bebé que lloraba, con la cara afligida por el terror al pensar lo que le pasaría si no lograba que el niño se callara. Finnikin sabía lo que los guardias planeaban hacer con aquellas personas. Los exiliados también lo sabían, lo que era peor aún. Sabía que la mayoría eran del pueblo principal de Lumatere. Los aldeanos eran mercaderes y artesanos, y tenían una personalidad definida. Había tal humildad y dignidad en ellos que la reina animaba a sus hijos a emularla.

«Si no consigues lo que quieres en la vida, Balthazar —le oía Finnikin decir—, tómatela como un aldeano. Alza la cabeza y acepta lo inevitable».

Uno de los exiliados mayores levantó la cabeza desde donde descansaba sobre sus rodillas y los vio en la ribera. Finnikin observó cómo su expresión cambió de desespero a euforia al reconocerlos. Le dio un codazo a su vecino y un susurro de entusiasmo recorrió el grupo. No hubo la misma reacción por parte de los chavales lumateranos. A diferencia de sus padres y tíos, no tenían ni idea de quiénes eran Perri y Trevanion. Para ellos, los cinco hombres que tenían delante al otro lado del río osteriano podían molestar más que otra cosa. La muerte era inevitable. Finnikin lo veía reflejado en sus rostros.

Un soldado se acercó y su bota tocó el agua entre ellos.

—Volved a vigilar la basura —le ordenó a sus hombres—. Yo me ocupo de esto.

Finnikin se percató de que Sir Topher se ponía tenso a su lado y sintió alivio al ver que Trevanion, Musgo y Perri no entendían la lengua charynita. Como Perri había dicho, aquellos hombres estaban aburridos. Era su trabajo vigilar un cruce apenas transitado a dos días a caballo de la capital. El hecho de coger como rehenes a treinta exiliados desarmados y hacerles lo que les viniera en gana era una manera de mitigar su aburrimiento. En la prisión de las minas, Finnikin le había preguntado a su padre cómo podían los humanos tratarse así.

—Porque dejan de ver a sus víctimas como humanos —le había respondido Trevanion en voz baja.

El soldado con un pie en el río era joven; Finnikin olía su ambición y vio la expresión de dogmatismo en sus ojos. Habría preferido tratar con un loco lleno de rabia que con alguien cegado por el engreimiento. El soldado charynita se quedó mirándolos. Finnikin se imaginó lo que estaba pensando. Cinco hombres, con espadas en el costado y arcos en las manos. Tenían suficientes flechas en sus aljabas para armar un buen lío entre los quince guardias inquietos.

—De parte del gobierno de Lumatere os ordenamos que liberéis a esa gente —dijo Sir Topher en el idioma de Charyn y Finnikin percibió cómo la voz le temblaba debido a la rabia que sentía.

Los charynitas se rieron, pero con poca gracia.

—¿El gobierno de Lumatere? Viejo, si estuvieras en este lado del río, te encarcelarían por traición a nuestro rey vecino ante tal afirmación.

Les habló como si estuviera reprimiendo a unos niños desobedientes. Finnikin lo tradujo para Trevanion, Musgo y Perri.

—Tradúceme palabra por palabra, Finnikin —le ordenó su padre sin apartar los ojos del charynita—. Dile que si estuviéramos en su lado del río, seríamos los únicos en pie. Dile que el actual rey de Lumatere es un impostor y un asesino, colocado en el trono falsamente por un ignorante.

Finnikin transmitió el mensaje de su padre.

—Decir que el rey de Lumatere es un impostor es una ofensa para todos los reinos de la nación —espetó el charynita, que cada vez estaba más enfadado.

—Ha habido peores ofensas perpetradas contra Lumatere por los reinos vecinos —le tradujo Finnikin a su padre.

—¿Y tú eres? —preguntó el soldado charynita. La pregunta iba dirigida a Trevanion.

Finnikin tradujo la respuesta, sabiendo lo inevitable. El soldado se aseguraría un ascenso en palacio si capturaba a Trevanion, pero Finnikin sabía que a su padre no le quedaba otra opción. Los exiliados vivirían si Trevanion ganaba y morirían si fracasaba. No había término medio.

—El capitán de la Guardia Real lumaterana —respondió Trevanion, mirando al hombre directamente a los ojos.

Las cabezas de los jóvenes exiliados se alzaron de repente con expresiones de asombro y los destellos de esperanza que aparecieron en sus ojos hicieron que Finnikin se sintiera como un dios. Uno o dos de los chavales extendieron los puños como muestra de solidaridad. Musgo y Perri alzaron los suyos en respuesta y los soldados charynitas comenzaron a impacientarse mientras esperaban la traducción. Con gran satisfacción, Finnikin observó cómo las gotas de sudor aparecían en sus rostros cuando habló.

—¿Qué pretendéis hacer con esta gente? —preguntó Finnikin de parte de Trevanion.

—En nuestro cuartel tenemos a un joven que afirma ser el heredero al trono de Lumatere —dijo el charynita—. Un trono que pertenece a otro. Aprobado por nuestro rey hace diez años. Imaginaos el insulto que es para nosotros cuando alguien considera nula y vacía una decisión de nuestro rey. Es obvio que esta gente estaba dando refugio al reclamante y, en cuanto determinemos la verdad, les dejaremos marchar, capitán.

—Y en cuanto dejéis marchar a mi gente —dijo Trevanion tras oír la traducción de Finnikin—, convenceré a mis hombres para que os dejen vivir, líder de pelotón.

—Teniente —le corrigió el hombre—. ¿Creéis que tenemos miedo de cruzar a vuestro lado? ¿Creéis que no harán la vista gorda a cualquier cosa que le hagamos en el culo del reino a un puñado de sucia escoria lumaterana? Sois cinco, capitán, y nosotros somos más. Hoy os habéis equivocado.

El teniente agarró a uno de los muchachos lumateranos del pelo, lo tiró a sus pies y sujetó la espada contra su garganta. Una mujer gimoteó; la madre, sospechó Finnikin, pero su atención se centró de nuevo en el rostro del chico que estaba ante él. Lo único que les separaba era una estrecha masa de agua. A lo largo de los años, Finnikin había visto a muchos lumateranos de su edad en tumbas sin nombre o que habían muerto por la fiebre o agobiados por la apatía del exilio. Pero aquel muchacho estaba vivo y tenía fuego en los ojos, rabia.

—Lo que haga falta —murmuró Trevanion.

Entonces se echó al río, a menos de un paso del charynita, con el arco apuntando directamente entre los ojos del hombre. En cuestión de segundos, Finnikin había sacado una flecha de su carcaj, levantado el arco y estaba junto a su padre, apuntando al mismo sitio. Podía notar las respiraciones del charynita y el muchacho lumaterano ante él. A su alrededor las espadas se desenvainaron y detrás se prepararon las flechas.

—Puede que seamos cinco, teniente —reconoció Finnikin, sin quitarle los ojos de encima al charynita—, pero tened clara una cosa: antes de que vuestros hombres alcen las armas, todos nosotros habremos disparado al menos cinco flechas. Y tú serás mi primer objetivo —dijo—. El segundo, tercero, cuarto y quinto disparos irán para los que vigilan a mi gente. Mi padre apuntará a los que amenazan a las mujeres de Lumatere con espadas y mis amigos terminarán con el resto con tiempo de sobra. Así hoy decidiréis si queréis vivir o morir.

El teniente miró a los ojos de Finnikin, luego apartó la vista un breve instante y de repente Finnikin notó a alguien a su lado. No le quitó el ojo de encima al charynita, pero vio la punta de un arco mientras la persona que tenía junto a él adoptaba la misma postura que él y su padre.

—¿Estamos hablando charynita? —oyó que preguntaba una voz áspera—. El mío es un poco malo, aunque está entre las reglas de mi padre aprender la lengua de tus vecinos. Puede resultar útil cuando vives en el culo del mundo junto a los más gilipollas de la nación.

Finnikin oyó que Sir Topher contenía una carcajada.

—Así que, por favor, perdona mi pobre acento —continuó la voz—. ¿Podría atraer tu atención hacia las colinas que tenemos detrás?

Finnikin vio que el teniente levantaba los ojos y se ponía cada vez más pálido.

—¿Tengo que recordaros que los cabreros osterianos no pueden declarar la guerra a Charyn? —dijo el teniente con malicia.

—Sí, claro. Y yo os informo de que no somos osterianos —continuó la voz—. Somos monteses. Lucian de los Montes, si sois tan amable, en lo referente a velocidad y precisión con una flecha, mi padre es mejor que este —dijo, señalando a Finnikin—. Así que si es miedo lo que veo en vuestro rostro, os elogio por ser tan inteligente como para reconocer mi amenaza.

Finnikin se sintió débil por el alivio. Su rival de la infancia estaba a su lado. Estaba lleno de esperanza. Si los monteses se hallaban en las colinas, entonces Evanjalin estaría con su gente. Pero aquella sensación no duró mucho. El teniente había empezado a soltar al muchacho y cuando alzó su mano izquierda, Finnikin vio el anillo de rubí en su dedo.

Se estremeció al darse cuenta de que el charynita se había cruzado con Froi. Intentó recordar lo que el soldado había dicho. Que en su cuartel tenía a alguien que reclamaba el trono.

—¿Sir Topher? —dijo en voz baja.

—Lo veo, Finnikin.

—No reaccionéis —les aconsejó Trevanion.

El charynita observó el intercambio.

—¿Teniente? —le llamó uno de los soldados, con miedo en la voz—. Están bajando por la colina. Son cientos.

Vio cómo el teniente tragaba saliva, sin apartar la vista de Trevanion.

—Dejad que nuestra gente se marche ilesa y os dejaremos vivir —dijo Sir Topher.

Cuando aparecieron más monteses con sus armas alzadas, Trevanion bajó su arco y avanzó hacia la orilla, con cuidado de no pisar el territorio charynita. Le ofreció una mano a las mujeres. Una de ellas dio un paso adelante, sollozando, y colocó en los brazos de Trevanion a sus dos hijos. Poco a poco todos fueron cruzando el río. Finnikin se quedó en su sitio junto a Lucian, con sus arcos apuntando al teniente, que aún agarraba con fuerza al prisionero. El charynita no empujó al chico hasta que la mitad de los exiliados cruzaron el río y después se retiró.

No tenían tiempo que perder, pero Lucian de los Montes se tomó un momento para evaluar a su antiguo amigo de la infancia, Finnikin. Había más que un toque de arrogancia en el modo de caminar del montés, como si él solo hubiera salvado el mundo. Pero estaba demasiado preocupado para reaccionar.

—¿Tienes a Evanjalin? —le preguntó a Lucian, apartándole de donde estaba seduciendo descaradamente a una de las chicas exiliadas.

—¿A quién? —preguntó Lucian.

—Es una montesa —insistió Finnikin.

—No tenemos a ninguna montesa que se llame así —respondió con desdén.

Finnikin dejó a Lucian y se fue a buscar a Saro, el líder de los monteses, el padre de Lucian. El hombre le dio un abrazo. Era al menos diez años más viejo que Trevanion, de constitución intimidante, pero tenía una sonrisa amable.

—¡Qué orgulloso debe de estar tu padre, Finnikin!

—Gracias, señor. Estamos buscando a una amiga que estaba viajando con nosotros. Es una montesa llamada Evanjalin. ¿Ha contactado con vosotros en estos últimos dos días?

Saro negó con la cabeza, con una expresión de confusión en el rostro.

—Es imposible que hayas viajado con una montesa, Finnikin. Tenemos a todos los nuestros. Los contamos a todos en el Valle aquel día terrible.

—Se llama Evanjalin —repitió Finnikin—. Dice que es montesa. Nos la confió la Suma Sacerdotisa del monasterio de Lagrami en Sendecane. De algún modo nos ha traído hasta aquí… con la creencia de que Balthazar estaba entre vosotros.

—¿Balthazar? —susurró Saro—. ¿Mi querido sobrino?

—Balthazar está muerto —dijo Lucian con dureza, detrás de su padre al tiempo que fulminaba a Finnikin con la mirada—. Eran tonterías las habladurías de que estaba vivo. Y también es una tontería que esos hombres afirmen tenerlo.

—Pero al menos sí tienen a uno de los nuestros —insistió Finnikin, buscando a su padre. Había un mar de caras a su alrededor, pero ninguna le resultaba familiar—. Hemos viajado con dos jóvenes lumateranos, un chico llamado Froi y una chica, Evanjalin. Una montesa —dijo con firmeza mientras miraba a Saro—. Nos separamos hace dos días y teníamos la esperanza de que Evanjalin se hubiera topado con vosotros. Dice que camina por el sueño de los que están dentro de Lumatere, acompañada de una niña —añadió.

Lucian y Saro parecían impresionados y Finnikin se sintió frustrado por tener que explicar otra vez lo del sueño.

—¿Tan lejos? —preguntó Saro.

—¿A qué te refieres con tan lejos? —inquirió Finnikin.

—Algunas de nuestras mujeres tienen el don de caminar —aclaró Saro—, pero tan solo pueden caminar por los sueños de aquellos de su comunidad. Cuando están cerca. Aquí en la colina o en la montaña donde vivimos. Nunca hemos tenido a nadie que fuera capaz de caminar por los sueños de los que están lejos.

—¿Vuestras mujeres caminan por los sueños de la gente? —preguntó Finnikin.

—Algunas, las que poseen el don —respondió Saro.

—Se llama «el don de caminar» —dijo Lucian mientras seguían fulminando con la mirada a Finnikin—. Parece que no le tienes mucho respeto.

—Lucian —le ordenó su padre—, lleva a Finnikin con tu yata. Ella querrá saber más cosas sobre esa chica. Necesito organizar a esta gente. Trevanion y Sir Topher quieren llevarlos al Valle de la Tranquilidad a primera hora de la mañana.

Lucian agarró a Finnikin, pero este se soltó. Necesitaba a Trevanion y Perri. Tendrían que cruzar el río para encontrar a Evanjalin y Froi, y no podían permitirse perder ni un instante. Finnikin se acercó al muchacho que había sido prisionero del charynita.

—Sefton —se presentó, agarrando el brazo de Finnikin.

—Cuéntame lo que han dicho del que reclama el trono, Sefton —dijo Finnikin.

—No entiendo su idioma —dijo Sefton— pero mi tía trabajó en el pueblo y sabe algo de charynita—. ¡Esta! —llamó a una de las mujeres—. ¡Esta! Finnikin necesita tu ayuda. —Se dio la vuelta hacia Finnikin—. Déjame ir contigo. Soy rápido con el arco.

Finnikin sonrió ante el entusiasmo del muchacho.

—Pues harás falta en el Valle, Sefton. La Guardia está allí, diles que te he enviado yo.

Una mujer de la edad de Trevanion extendió una mano hacia el rostro de Finnikin.

—Pregúntanos lo que quieras, chico.

—¿Qué sabe del que reclama el trono en su cuartel?

La mujer asintió.

—He oído hablar a los charynitas. Arrestaron a un chico en los bosques y creen que pertenece a nuestra comunidad. No sé qué pasa con ese chico, pero él fue la razón por la que vinieron a detenernos a nosotros.

—¿Mencionaron una chica? ¿Evanjalin? —preguntó Finnikin.

Negó con la cabeza.

—Tan solo un chico.

Le apretó la mano y se quedó de pie en medio del caos. Algunos de los exiliados estaban inmóviles, a punto de echarse a llorar. Musgo se ocupaba de ellos con calma mientras Saro daba instrucciones a su gente. Se decidió descansar aquella noche bajo la guardia de los monteses en la falda de la montaña y luego regresarían al Valle de la Tranquilidad al amanecer. Finnikin intentó respirar con normalidad, pero al hacerlo le dolió el pecho. Cuando vio que Lucian se acercaba con Sir Topher, y esa expresión de superioridad en la cara del montés, quiso arremeter contra su rival de la infancia.

—¿Dónde está mi padre, Sir Topher?

—Ve con los monteses, Finnikin —dijo Sir Topher sin alterarse—. Saro quiere que hables con yata, que tiene muchas ganas de oír hablar de Evanjalin.

Yata. La abuela de Balthazar y Lucian, la matriarca de los monteses, madre de la reina muerta.

—Tenemos que encontrarlos —insistió Finnikin—. Tenemos que cruzar el río. No me pidas que me quede aquí sin hacer nada.

—Ya has hecho suficiente, Finnikin. Tu padre y Perri se ocuparán de localizar a Evanjalin y Froi. Descansa. En los próximos días necesitarás todo lo que hay en tu interior. Todo.

Lucian de los Montes esperó, con los brazos cruzados. Señaló colina arriba y cuando Finnikin no se movió, le agarró del hombro y lo empujó para que avanzara.

No se dijeron gran cosa mientras caminaban entre los árboles y comenzaban a subir. El día estaba frío y borrascoso, y Finnikin envidiaba a Lucian por su largo abrigo de lana. Se envolvió en su chaqueta mientras subían por la ladera hacia donde se imaginaba que el resto de monteses se escondían.

—Caca de oveja —le advirtió Lucian un segundo después de que Finnikin la pisara.

El montés iba delante. Finnikin le seguía, mascullando. El sendero se había hecho estrecho y empinado. Cuando pasaron por un abrevadero del camino, Finnikin olió enseguida a las ovejas. Aunque el valle a sus espaldas estaba bañado por la luz del sol, había poca protección ante los elementos allí arriba en la colina. Pero a los monteses nunca les habían interesado las comodidades. En las montañas había habido centinelas para la frontera con Charyn. Los niños monteses nacían para defenderse desde el momento en que aprendían a caminar. Era lo que Balthazar adoraba y envidiaba de su primo. Aunque Balthazar era el príncipe, la mayoría de las veces Lucian era el líder. El mejor cazador. El mejor luchador. El más fiero y leal de los aliados. Una vez llevó a Finnikin todo un día a la espalda cuando al chico le mordió una serpiente. Chupó el veneno y llevó a Finnikin hasta que vinieron a ayudarles. Como habría hecho un hermano.

—Pero no pueden controlar sus emociones —le susurró Balthazar a Finnikin, que, como el príncipe, no tenía ni idea de lo que significaba.

Hasta que presenció la pena de los monteses el primer día del exilio. Imperturbables, desvergonzados. A veces lo envidiaba; quería rugirle al mundo, morderse los nudillos, rechinar los dientes. Esparcir su furia por el aire. Pero Finnikin pertenecía al pueblo de la Roca; contenido, como los de las Llanuras.

—Caca de oveja.

«Cabrón».

Al final llegaron a una amplia cumbre. Por todo el césped había una gran variedad de tiendas, de bonitos colores, cada una bordeada de flores y guijarros. Los niños corrían entre las tiendas y las mujeres se sentaban en círculos, con las cabezas pegadas y los dedos ocupados, cosiendo. Cabras, vacas, caballos, burros, cerdos, pollos y huertos de verduras perfectamente alineadas salpicaban el asentamiento de la colina. Los monteses habían encontrado su rinconcito en el mundo, a un día a caballo de su hogar.

—¿Tiendas? —se burló Finnikin—. ¿Lleváis aquí diez años y no habéis construido casas?

—¿Y qué? —preguntó Lucian.

—Bueno, ¿no sería mejor hogar que esto?

—Estamos en la montaña, tonto. Somos monteses. Esto es nuestro hogar.

—Balthazar siempre decía…

Lucian le empujó.

—Y aquí no hablamos de Balthazar ni de las princesas, tampoco de la reina ni del rey. ¿Entiendes?

Finnikin negó con la cabeza, disgustado.

—Vivís en tiendas, no habláis del pasado. Los exiliados sois todos iguales —dijo—. Fingís que no ha pasado.

—¡No somos exiliados!

El puño de Lucian se estrelló contra la mejilla de Finnikin. El golpe desató algo en Finnikin; una necesidad de causar tanto dolor como fuera posible, de destruir. Le dio a Lucian con todas sus fuerzas por la rabia que se había ido acumulando en su interior. Cada puñetazo que daba en la cara o el cuerpo del montés aliviaba el entumecimiento que le había provocado la revelación de Perri en el prado. Pero Finnikin sabía que le guiaba algo más que la rabia. Percibía la misma emoción en Lucian, que ahora le tenía atrapado con un codo por la garganta y una rodilla en el muslo exactamente donde estaba la herida de la promesa.

—Hemos estado con nuestra gente desde el principio —le soltó Lucian—, así que no estamos exiliados de ninguna parte. Y nuestra yata perdió a cinco nietos y a su hija aquella noche. Eso es sufrimiento de verdad, troglodita, no teatro.

Y entonces volvieron a pegarse, a propinarse puñetazos hasta que al final agotaron su rabia y, agarrados el uno al otro, se desplomaron en el suelo.

Finnikin no tenía ni idea de cuánto tiempo habían estado boca arriba, mirando el cielo, el uno junto al otro, aunque negándose a admitir la presencia del otro.

—Ven —dijo Lucian al final con la voz ronca. Se puso de pie y le ofreció una mano a Finnikin—. Tenemos que lavarnos. Mi yata me despellejará vivo si nos ve así.