Capítulo 20

Resurdus.

Finnikin se despertó en el altillo del granero con una
palabra en los labios. A su lado, Evanjalin dormía tranquilamente, con una piel más pálida de lo habitual pero una respiración regular. Nunca olvidaría las palabras de Froi en la posada. Nunca jamás olvidaría cuando la vio en el prado y le devolvió la vida a su corazón muerto.

Evanjalin y él durmieron apartados del resto, que se agitaban y roncaban, salvo Perri que yacía con los ojos muy abiertos, siempre alerta. Finnikin sabía que si Sir Topher hubiera estado allí, habría insistido en que no durmiera junto a la chica; lo consideraba inaceptable de un modo que el sacerdote real no parecía cuestionar. Finnikin la meció y se estremeció ante las confusas imágenes que le vinieron a la mente. La fosa común que había visto la noche anterior en la frontera de Sendecane. Su cuerpo entre los muertos. Evanjalin estiró de su brazo para que la apretara con más fuerza y se agarró a él para detener los temblores.

—No es más que una pesadilla —murmuró ella suavemente.

—¿Perteneces al rey? —preguntó con voz ronca.

Con cuidado, la chica colocó la mano de Finnikin contra los palpitantes latidos de su corazón. Siempre, siempre latía fuera de control y el chico se colocó la mano en el pecho hasta que notó que recuperaba el ritmo.

—Sí, Finnikin —dijo—, pertenezco al rey. Siempre le perteneceré.

Y ambos sintieron la desesperación agridulce de lo que les esperaba en el Valle.

Querido rival. Amigo maldito.

Se preguntó qué se dirían después de todos aquellos años. Si le reconocería entre la multitud. Balthazar se parecía a su padre. Los de las Llanuras afirmaban que el rey descendía de su pueblo.

—El pelo como castaños y los ojos como el cielo —decían.

Hasta oyó a Trevanion susurrárselo tiernamente a Beatriss. Eran las palabras preferidas de la reina hacia sus hijos e hijas mayores, aunque a Balthazar le mortificaba cada vez que lo decían en presencia de Finnikin y Lucian.

—¿Y yo? —preguntaba Isaboe, que odiaba no ser el centro del universo.

—Tú eres nuestra preciosa niña montesa —respondía la reina.

Se preguntó si los primos habrían estado juntos todo aquel tiempo. Tuvo una pizca de envidia al pensar en el príncipe con Lucian y los monteses. Habían sido un trío, a pesar de la fuerte competición entre Finnikin y Lucian. Habían luchado como hermanos y habían hecho una promesa tras otra desde que habían aprendido a hablar. Los echaba de menos a ambos. Pero aquí, en el prado, tan cerca de su patria, notaba tanto la presencia de Balthazar y Lucian que sabía con certeza que los vería pronto.

A la mañana siguiente, Trevanion anunció que se marcharían a mediodía. Finnikin y Evanjalin se escabulleron para tumbarse en la hierba, frente con frente, mientras reflexionaban y hacían hipótesis.

—¿Recuerdas la aldea más importante de Lumatere? Había un puente que te llevaba a la herrería, donde empezaban las Llanuras, ¿no? —dijo Finnikin—. Mi padre herraba allí al caballo y yo le esperaba, colgado en el costado, mientras observaba el agua y la seguía en mi mente río abajo. Solía imaginar que salía del reino, donde el río fluía fuera de nuestro territorio.

—Imagínate que haya alguien allí ahora. ¿Qué estarán haciendo? —se preguntó la muchacha—. En este preciso instante. ¿Sabrán que estamos cerca?

—A lo mejor viven totalmente tranquilos —respondió—. ¿Crees que tal vez nos hayamos equivocado? ¿Crees que podrían ser felices y no importarles nuestro regreso?

La chica negó con la cabeza.

—Sé que sufren —dijo en voz baja.

—¿Más que los exiliados?

—¿Cómo se mide eso, Finnikin? ¿Acaso sufre menos un hombre que ha perdido a su familia por el hambre que uno que los ha perdido asesinados por un cuchillo? ¿Es peor morir ahogado que pisoteado por otros? Si pierdes a tu mujer durante el parto, ¿es mejor que verla arder quemada en la hoguera? La muerte es la muerte y la pérdida es la pérdida. He sentido tanta desesperación en el sueño de aquellos que están dentro como lo he visto en los exiliados. Cuando vi las palabras pintadas en el cuerpo de la niña, percibí su urgencia, su angustia. «¿Ya viene la esperanza?».

—Pronto tendrán la respuesta.

—Si hay futuro en Lumatere y te nombran el Primer Caballero de Balthazar —dijo, más relajada—, ¿qué querrás hacer el resto de tu vida?

—Primero —dijo, apartando una mosca de su nariz—, si hay futuro en Lumatere, estaré en la guardia de mi padre. Y segundo, Sir Topher sería el Primer Caballero de Balthazar.

—Primero, no es la guardia de tu padre. Pertenece al rey. Y segundo, Sir Topher te querrá con él para aconsejar a Balthazar.

Se persignó sobre su cara y ella soltó una risita.

—¿Y si fuera un mero mortal en Lumatere? —Miró a su alrededor en el prado, reflexionando—. Pondría a mi nombre cuatro hectáreas de las Llanuras. Construiría allí una casita y con mi esposa…

—¿Dónde encontrarás esa esposa? —le interrumpió.

—Me bastaría con una novicia del monasterio de Lagrami —dijo con un tono presuntuoso—. Dócil y obediente.

—Y con la habilidad de soportarte hasta llorar, según Lady Abian.

—No tengo problema. Estaré tan cansado al final del día que lo único que tendré en mente será dormir.

La chica resopló.

—¿Tú?

Él se rio ante la expresión de su cara.

—¿A qué te refieres?

—Ayer por la noche dormiste pegado a mí, Finnikin. Noté… que en lo último que pensabas era en dormir.

—Qué poco femenino por tu parte mencionar tal cosa —dijo.

Se tocó las marcas de expresión alrededor de su boca.

—Estás encantador cuando ríes.

—¿Encantador? Justo el modo en que un hombre quiere que le describan. —Sonrió abiertamente—. Espero que algún día alguien me describa como describen a mi padre.

—Muy bien, silencioso barbudo de ceño fruncido, cuéntame algo más de tu tierra.

Se recostó para imaginarla.

—Me ocuparía de nuestra tierra desde que el sol saliera hasta que se pusiera y entonces tú… ella se ocuparía de mí.

Volvió a reírse al ver de nuevo su cara. El mundo de los campamentos de exiliados parecía muy lejos del Valle y quería quedarse allí para siempre.

—Déjame que te diga cómo será tu prometida —dijo Evanjalin, apoyándose sobre los codos—. Ambos podréis cultivar la tierra. Tú sostendrás el arado y ella caminará junto a ti con el buey, animando y cantando para seguir adelante. Con una vara en la mano, claro, por si tiene que mantener tanto al buey como a ti a raya.

—¿Qué cultivaremos… bueno, mi esposa y yo?

—Trigo y cebada.

—Y caléndulas.

Arrugó la nariz de manera inquisidora.

—Las recogería cuando florecieran —continuó— y cuando me llamara para ir a cenar, se las pondría en sus cabellos y el contraste me dejaría sin aliento.

—¿Cómo te llamaría? ¿Desde casa? ¿Gritaría «¡Finnikin!»?

—La enseñaría a silbar. De una manera para el día y de otra para la noche.

—Ah, claro, los silbidos. Me había olvidado.

Lo practicó con ella y se rieron en los primeros intentos hasta que supo imitarle a la perfección. Froi se acercó corriendo a ellos, con el entrecejo fruncido.

—El capitán me ha dicho que os venga a buscar. Nos marchamos.

—Habla en lumaterano, Froi. ¡No eres de Sarnak! —le ordenó Evanjalin y se puso de pie—. Y no me has devuelto el anillo de mi padre.

El chico puso mala cara.

—Forque dijiste que era mío.

—No seas absurdo —dijo ella, irritada—. Era tan solo porque creía que iba a morir. Tienes que devolvérmelo.

Corrió hasta colocarse delante de ellos y saltó sobre la alta hierba y los narcisos, con las piernas enredándosele en ocasiones, lo que le hacía tropezar.

—Espero que se caiga —masculló Froi—. Es la chica más mala que he conocido.

—Las he conocido peores —caviló—. Las chicas lumateranas de la Roca son bastante aterradoras y nunca le darías la espalda a una del Río. ¿Y la princesa Isaboe? Solía decirle a todo el mundo que podía doblar las extremidades de su gato, lo que desde luego hacía. Pero nadie sabía que se las rompía antes.

Cuando llegaron al granero, se pusieron a preparar los caballos con los demás.

—¿Perri? ¿Pasa algo? —oyó Finnikin que Evanjalin le preguntaba en voz baja.

Perri estaba callado y pareció ignorar la pregunta. O eso pensó Finnikin, hasta que le echó un vistazo a Evanjalin y vio que tenía los ojos clavados en los de Perri.

—¿Perri? —apremió Finnikin.

La mirada de Perri estaba cargada de hostilidad controlada.

—Miente —dijo de manera cortante.

Había confusión en el rostro de Evanjalin.

—Perri, deja en paz a la chica —murmuró Trevanion mientras agarraba la pata de su caballo por el espolón y sujetaba el peso de su casco en la rodilla.

No había maldad en la cara de Perri. Tan solo fría seguridad.

—No ha podido caminar por los sueños en las últimas dos noches. Ha hablado de caminar por Pietrodore y no le toca sangrar ahora.

De repente todos se volvieron hacia la muchacha. El rostro de Evanjalin se ruborizó.

—No importa cómo… —empezó a decir ella.

—¿En qué más nos has mentido? —la interrumpió Perri.

Esta vez se quedó callada.

—¿Mentiste sobre Lady Beatriss? —insistió Perri—. ¿Y Tesadora? ¿Mentiste sobre las jóvenes de Lumatere?

El sacerdote real y Froi miraban, impacientes. Trevanion bajó la pata del caballo al suelo y se acercó.

—Contéstale —dijo Finnikin en voz baja, pues quería que terminara con las sospechas de Perri.

Pero ella se negó a hablar, sin apartar los ojos de Finnikin.

—Contéstale —dijo con más energía.

Evanjalin negó con la cabeza tristemente.

—Siempre hay duda en tus ojos, Finnikin. ¿Cómo vas a llevarnos a casa con tanta duda?

—No estoy aquí para llevarnos a casa. Ese es el cometido de Balthazar —replicó.

El miedo que le recorrió el cuerpo cuando bajó la vista le dejó helado.

—¿Has mentido sobre Balthazar, Evanjalin? —preguntó con la garganta seca.

Era curiosa la calma con que había hecho esa pregunta. Pero sabía que si gritaba, solo significaría que él la creía capaz de tal engaño. Así que esperó que lo negara, que les volviera a contar el sueño para que le pudiera decir a Perri que cerrara el pico y luego la convencería de que no había duda en sus ojos. Tan solo una desesperada necesidad de respuestas.

Pero no hubo negación por parte de Evanjalin.

—¿Mentiste sobre el regreso del rey? —preguntó Perri subiendo el tono.

Finnikin se dio cuenta de que nunca había oído a Perri gritar. Nunca le había visto perder el control. Froi y el sacerdote real se quedaron esperando tranquilamente, como si quisieran que Evanjalin diera la respuesta correcta.

—Di no, Evanjalin —soltó Froi.

—Contéstale, Evanjalin —dijo Trevanion.

Finnikin lo vio en sus ojos antes de que respondiera. Lo vio porque ella eligió mirarle directamente. No le pedía que la entendiera.

—Balthazar está muerto.

Notó cómo se le revolvía el estómago y las piernas se le doblaban, pero aun así ella no apartó la mirada.

—Nunca habríais llegado tan lejos si hubieran pensado que estaba muerto —dijo con calma—. Ninguno de vosotros. Los exiliados. La Guardia. Nadie.

—¿Nos has mentido todo este tiempo?

Apenas podía reconocer su propia voz.

—Queríais un rey —contestó ella en voz baja.

—Mentiste.

—Os di un rey. Os di lo que queríais.

—Tú. Mentiste.

—¡Dejad de decir eso! —gritó y los demás se encogieron ante la furia de su voz—. ¡Hay cosas peores que la mentira y hay cosas mejores que la verdad!

Se la quedó mirando, perplejo.

—¿Quién eres tú?

—¿Quién quieres que sea, Finnikin?

Había lágrimas en sus ojos y él quería arrancarse los suyos para no tener que verla. Para no ser testigo del engaño.

—Una vez te pedí que confiaras en mí.

Él negó con la cabeza, sin dar crédito.

—¿Eres charynita?

La muchacha apretó los puños y caminó hacia delante.

—¿O eres una de las oscuras adoradoras de Sagrami, empeñada en más destrucción?

—Si lo soy, quémame en la hoguera, Finnikin —gritó—. Como hicieron la última vez que descubrieron que el rey había muerto en Lumatere. Se tiene que culpar a alguien. Alguien tiene que morir. Porque eso es lo que ocurre cuando los hombres lógicos no pueden explicar por qué una anciana tiene las manos manchadas con la sangre de una inocente, o por qué otra puede caminar por los sueños de nuestra gente. Lo que no entendéis, lo destruís.

Perri hizo un sonido de disgusto y ella volvió a clavarle la mirada.

—Es lo que los tuyos le hicieron a Tesadora y a su gente todos aquellos años, Perri. Cómo tu pueblo te enseñó a odiar. Tu padre te hacía mirar. Te hizo cogerla de la mano y colocarla en aquel horno mientras observabas cómo se quemaba. Y lo hiciste, con lágrimas en los ojos porque eras un niño y creían en lo que tu padre decía. Es lo que te convirtió en un salvaje.

—¡Mentiste sobre el rey! —gritó Finnikin—. ¿Qué hay que entender? Tenemos gente esperando fuera del reino. Están esperando al rey.

Trevanion le puso una mano en el hombro para tranquilizarlo, pero Finnikin se apartó, con ojos de loco.

—Si les pasó algo malo, como Primer Caballero, según el poder que me ha sido concedido por Sir Topher, te culparé de sedición —la amenazó Finnikin con amargura y se subió a su caballo—. Maldeciré tu existencia si hemos llevado al reino entero en exilio a una fosa común en el Valle.

Cuando llegaron a la encrucijada, Finnikin notó que Froi temblaba mientras el ladrón se agarraba a él. Perri y Trevanion se pararon a su lado y vio el dolor y la desesperanza en sus rostros. El norte apuntaba a Lumatere, la palabra que había apuntado hacía no más de cinco días. Pero hacía cinco días el mundo era distinto y la profecía que prometía el retorno del rey podía cumplirse.

Había sentido la intensa mirada de Evanjalin durante todo el trayecto mientras cabalgaba detrás de él en la montura de Trevanion. Ahora se daba la vuelta para mirarla y ella no apartó la vista mientras se bajaba del caballo y desataba su saco de dormir. Parecía pequeña y vulnerable allí donde estaba, rodeada de los cinco, y entonces señaló al este con una mano temblorosa.

—Vuelve a subir al caballo, Evanjalin —dijo Trevanion, cansado.

Ella negó con la cabeza.

—Yo voy al este —dijo.

Nadie se movió ni habló.

—Iremos al norte hacia el Valle —dijo Finnikin con firmeza—. Y a ti no te queda otra opción. Súbete al caballo, Evanjalin.

Volvió a negar con la cabeza.

—Si me acusas de sedición, detenme con un puñal. Si no, iré al este. Los dioses me han susurrado palabras mientras dormía y nos han dicho que tomemos el sendero que tiene sentido solo para ellos. Yo me fío.

—¡Ah, el privilegio de que los dioses te susurren cosas al oído! —se mofó—. ¿Has tenido que sangrar para eso, Evanjalin?

El dolor en sus ojos era real.

—Los dioses te susurraron una vez a ti, Finnikin. Y les escuchaste. Pero son orgullosos y se niegan a hablar con aquellos que no creen que hay algo ahí fuera más poderoso que las mentes y los intelectos de los mortales.

Pero su corazón no se conmovía y le dio la espalda. Oyó el crujir de las hojas mientras ella caminaba y no se atrevió a moverse hasta que el sonido desapareció.

Froi se bajó del caballo de Finnikin, alzó la vista para mirarlo tranquilamente y luego miró a los demás antes de volverse hacia la dirección que Evanjalin había tomado. Cogió su saco de dormir de la silla y se lo puso al hombro.

—¿Ella y yo? Fomos lo mismo en algunas cosas. Vivimos. Los otros, los huérfanos, murieron. Porque ella y yo queremos vivir y faríamos cualquier cosa para conseguirlo. Esa es la diferencia entre nosotros y el resto. Los visto. He visto morir lumateranos. ¿Y sabéis qué hice para fivir? Nada. ¿Me oís? No fice nada. Como ella.

Froi se dio la vuelta y siguió a Evanjalin, y esta vez pareció entender exactamente el camino que estaba tomando.

A un kilómetro de su tierra, Finnikin se detuvo. Delante de él estaba la cadena montañosa. Desde allí sería posible ver el Valle de la Tranquilidad, que una vez pareció una alfombra de exuberancia que conducía a la puerta principal de Lumatere. Se imaginó cómo sería ver el interior del reino, ir hasta la roca de las tres maravillas, donde un día hizo una promesa con sus dos amigos, al creer en su omnipotencia. Que podía salvar el mundo. Su cicatriz latía por el dolor como si la sangre que había sacrificado hacía diez años se hubiera filtrado en la tierra y le estuviera dando la bienvenida a casa.

«A casa».

—¿Finn? Está al otro lado de la cordillera —dijo Trevanion.

Finnikin se bajó del caballo y clavó la vista en el último sitio donde había venerado a la Diosa.

—Llévate al sacerdote real —dijo en voz baja—. Nuestra gente lo necesita en el Valle.

—¿Y tú? —preguntó Trevanion.

Finnikin negó con la cabeza.

—Tan solo quiero quedarme aquí sentado un rato.

Trevanion se acercó a él.

—Me sentaré contigo.

—No. —Negó con la cabeza enfáticamente—. La gente querrá ver al capitán de la Guardia. Necesitan esperanza si ya han vuelto.

Finnikin se volvió hacia el sacerdote real que estaba sentado a horcajadas sobre el caballo de Perri. Había una expresión de intensa tristeza en el rostro del anciano.

—Bendito barakah, ¿qué significa la palabra resurdus en la antigua lengua? —preguntó, aunque ya conocía la respuesta.

—Rey —contestó el anciano.

Finnikin asintió.

Trevanion volvió a montar en su caballo.

—Trepa por la roca, Finn —dijo con firmeza—. Cuando regreses, te estaré esperando aquí.

Finnikin se dirigió a la cordillera y se detuvo cuando Perri habló.

—Guerrero. Guía.

Finnikin se dio la vuelta y miró a Perri a los ojos.

—Una vez… tuve una amiga que conocía el idioma de los antiguos —dijo con el rostro impasible—. Le pregunté cuál era la palabra que usaban para «guerrero» y fue la única que me preocupé por aprender, resurdus. Cuando los dioses caminaban por la tierra, un rey era un guerrero. Pero en otros dialectos significaba «guía».

Finnikin se los quedó mirando mientras se alejaban. Entonces empezó a subir. Le había prometido a la Diosa un sacrificio si le salvaba la vida a Evanjalin y, allí en la cordillera, pinchó su antigua herida y la observó mientras sangraba, con la mente más clara.

«La oscuridad conducirá a la luz y nuestro resurdus se alzará».

Hizo una promesa para honrar la profecía que siempre se había referido a él.

Pero no hubo visiones, ni tampoco una sensación de paz o euforia.

La Diosa estaba enfadada.

Su mensaje era claro.

No bastaba.

Ya era casi de noche cuando bajó de la montaña. Junto a su padre, le esperaban Perri, Musgo y Sir Topher. Finnikin se subió a su caballo. Sin mediar palabra, apartó la cabeza del Valle de la Tranquilidad y tomó el camino que el sacerdote real había dicho que sería su salvación allanada con sangre.

El camino hacia la novicia Evanjalin.

Y, sin cuestionar su decisión, los otros le siguieron.