Capítulo 19

A veces Froi de los Exiliados pensaba que había soñado lo que había sucedido en la encrucijada. Le parecía que había pasado muchísimo tiempo y no tan solo unos días, y que la diferencia entre izquierda y derecha y norte y oeste significaban todo y nada.

Cuando abandonaron la casa del duque hubo lágrimas. Su hija fue la peor, sollozaba como un bebé mientras abrazaba a Evanjalin, como si se conocieran desde siempre en vez de desde hacía tan solo dos noches. Lloró incluso más cuando Finnikin le dio el Libro de Lumatere para que lo mantuviera a buen recaudo. Eran así de tontos, estos lumateranos. No era que no le importara la casa del duque. La chimenea siempre parecía estar encendida y había mucha comida, pero también se tocaban y se besaban mucho. A veces la esposa del duque abrazaba a Froi y él intentaba no gruñir y apartarse porque cuando le envolvía con sus brazos y oía sus risas al oído, estaba tranquilo. Como si la sangre no bombeara constantemente con rapidez y le animara a luchar.

Luego se marcharon hacia el norte. Hacia las encrucijadas. Nadie se quejó porque pronto llegarían al valle de las afueras del reino de Lumatere, lo que no significaba en realidad nada para él porque aún decían «¡Froi, haz algo útil!» y Evanjalin seguía haciéndole practicar la pronunciación de las palabras con aquella expresión en la cara que le transmitía que ella estaba al mando. A veces se atrevía a mirar al capitán cuando no parecía enfadado o tan duro como normalmente. Aquella cara la ponía cuando miraba a Finnikin y Froi siempre se sentía raro cuando veía al capitán mirar a su hijo. Le hacía preguntarse si alguna vez alguien le había mirado así.

Pero las cosas cambiaron cuando encontraron uno de los campamentos de exiliados que buscaban y se toparon con un miembro de la Guardia que había viajado con Ced. Les estaba esperando y no sonreía como habían sonreído cuando estaban con los demás en Pietrodore. Froi oyó mucho de lo que estaba sucediendo, pero vio la expresión de los rostros de todos y oyó palabras como «las tumbas de Musgo», lo que era extraño porque Musgo estaba con ellos. Y entonces lo oyó otra vez y a lo mejor era «las tumbas de muchos», pero hablaban demasiado rápido para que los entendiera. El capitán se alejó con las manos en la nuca y después se agachó junto al río, aunque mantuvo las manos en la cabeza durante un buen rato. Cuando se levantó, no tenía lágrimas en los ojos porque el capitán no era uno de esos lloricas, pero parecía que quería matar a alguien, así que Froi se quitó de en medio, hizo algo útil y se fue a cuidar al sacerdote real. Sabía que el anciano no se encontraba muy bien y se alegró cuando Sir Topher dijo que tenían que encontrar un lugar seguro para él. A Froi le gustaba el sacerdote real porque le trataba como si fuera tan importante como los demás, y cuando le enseñaba palabras en Lumatere, no se reía por cómo las pronunciaba. Tan solo se limitaba a enseñarle cómo se decían bien.

Y siguió caminando, en silencio, y encontró un claro con al menos diez huellas que se dirigían en direcciones diferentes. Froi se acordó de algo al levantar la vista de los cuartos traseros del caballo de Perri y ver el letrero. Sabía que aquella era la encrucijada y Finnikin explicó que la frontera de Lumatere estaba a un día de allí. Había muchas flechas en aquel poste indicador, muchas palabras, que Sir Topher leía en voz alta porque estaban en belegoniano; al este, la frontera de Charyn/Osteria; al sur, Belegonia; al oeste, Sendecane; al norte, Lumatere, salvo porque alguien había tachado Lumatere como si no existiera, pero Finnikin sacó un palo de su fardo y volvió a escribir el nombre. El capitán escogió una de las flechas que no tenía palabras cerca y Froi no entendió por qué elegía una flecha que casi no tenía pista pero nadie cuestionó al capitán.

Viajaron durante lo que parecieron horas y Froi creyó que era de noche porque los árboles estaban tan juntos que no dejaban pasar la luz. Pero entonces vio el resplandor a lo lejos y el bosque se convirtió en un prado, esa fue la palabra que usó Sir Topher, y el prado tenía el césped tan alto con muchas flores tan amarillas que a Froi le dolían los ojos de mirarlo. Pero no apartó la vista porque era un dolor distinto, uno que no había sentido antes y se encontró caminando entre la larga hierba y las flores amarillas solo para ver cómo eran al tacto. Detrás del prado había un granero con unos postigos colgando, como si estuvieran muertos, de la habitación del rejado. Dentro olía a los animales que siempre habían estado allí y allí pusieron al sacerdote real, en el granero, y el capitán habló, había decidido que aquel era un lugar seguro para ellos, que nadie los encontraría allí. Froi y Evanjalin se quedarían con el sacerdote real mientras los demás viajaban hacia la posada donde estaba Ced, esperándoles, en el camino del oeste a Sendecane, donde estaba la tumba que pertenecía a Musgo o a otros muchos. Y todos aparentaron que todo iba bien.

Aquella gente hacía mucho por aparentar.

Cuando Evanjalin no se quejó porque la dejaran atrás, Froi vio que Finnikin fingía que no le iba a importar el hecho de que Evanjalin pareciera pálida y cansada, y Froi se enfadó y deseó que alguien le dijera que hiciera algo útil para no tener que estar por allí aguantando las despedidas.

Finnikin continuaba diciendo que lo único que les hacía falta era descansar un poco, fingía que no le pasaba nada al sacerdote real, y Froi intentó decirles que parecía la fiebre, que había visto bastante fiebre como para reconocerla, pero entonces Perri le dijo que hiciera algo útil y que fuera a buscar agua del arroyo, así que Froi vio cumplido su deseo y casi se ahorró ver a Finnikin fingir que se inclinaba hacia delante para decirle a Evanjalin algo importante y luego se olvidó de lo que era que tenía que decir. Lo que significaba que ambos se quedaron juntos, con las cabezas casi rozándose, durante un buen rato.

Y entonces los otros se fueron y la situación empeoró.

La primera noche estaban tumbados en el granero, escuchando al sacerdote real hablar de Lumatere como si quisiera que recordaran todo porque sabía que iba a morir pronto. El sacerdote real le habló de la Canción de Lumatere y que la cantaba en el Festival de la Luna de Cosecha cuando todos en Lumatere dormían al aire libre y bailaban, cantaban y reían, y que daba mala suerte cantarla fuera del reino. Froi no veía mal que el sacerdote real la cantara en aquel momento porque no iba a utilizarse para dar mala suerte. Y por la noche Froi se quedó despierto e intentó sujetar al sacerdote real a aquel granero porque su cuerpo temblaba y saltaba, y Froi temía romperle al hombre sagrado las costillas porque el sacerdote real era más delgado que él. Y Evanjalin observó sentada, envolviéndose el cuerpo con los brazos para mantenerse caliente, y sabía por sus temblores que sería la próxima. Cuando la muchacha miraba a la cara de Froi no fingía. Tan solo se mordía el puño para evitar llorar y entonces el sacerdote real dejó de respirar un momento y algo en el interior de Froi le dolió de un modo que no pudo explicar.

—Freo que deberías usar magia.

Los labios de Evanjalin estaban secos y pelados, su piel tenía un tono gris extraño y el sudor que se extendía por toda la frente la hacía brillar. Parecía casi muerta, pero aún podía lanzarle una mirada tan malvada que le hizo estremecerse.

—Ya te lo he dicho antes, Froi. ¡No hago magia!

Tosió y sonó como si tuviera vómito en la garganta. El chico se puso enfermo al oírlo y se asustó más de lo que lo había estado en toda su vida.

—Estás maldita —dijo—. Y él también. Sobrefifió a los campamentos durante años y a todo lo de medio. Pero morís de la fiebre. A dos días a caballo de casa.

Y la muchacha lloró. La había visto gritar de rabia y había visto lágrimas en sus ojos una y otra vez, pero nunca la había visto llorar bien y era digna de lástima, se la veía indefensa mientras se inclinaba para colocar la cabeza entre las manos, mientras no dejaba de toser y sacar cosas por la boca.

—En Lumatere, las novicias de Sagrami mezclaban hierbas del Bosque y devolvían la vida a gente que estaba a punto de morir por la fiebre —le dijo.

—Pues faz algo.

—No sé cómo —gritó.

Y él no supo qué decir para que se sintiera bien, así que caminó hacia la otra parte del granero.

Y empezó a fingir.

Más tarde, ambos estaban sentados junto al sacerdote real, que cogía la mano de Froi con la suya, vieja, con las venas marcadas y la piel áspera.

—Ayer por la noche tuve un sueño, Froi —susurró el hombre con los labios resecos—, y tú sostenías el futuro de Lumatere en tus manos.

—Solo lo dices porque te estás muriendo.

Froi frunció el entrecejo y Evanjalin le dio un codazo para que permaneciera en silencio. Entonces el sacerdote real cerró los ojos, y ella se llevó a Froi hasta un rincón del granero donde olía a boñiga de caballo, y supo que si el capitán, Finnikin o Perri hubieran estado allí, le habrían dicho que hiciera algo útil y lo limpiara.

—Cuando alguien se muere, no se lo dices —dijo entre dientes, enfadada.

—¿Qué hay de la ferdad de la que siempre habla Finnikin?

—Hay distintos tipos de verdad, Froi. Deja que el sacerdote real te cuente lo que quiera. Así que si te dice que te ve con el futuro de Lumatere en tus manos, asiente.

—Pronto todos estaremos muertos.

Se lo quedó mirando detenidamente. A veces pensaba que la odiaba más que a nadie porque era como si pudiera leerle la mente. Los otros fingían que en el fondo no era mal chico. Que no era malo. Pero ella lo sabía. Ella veía la maldad. Lo vio en aquel momento y tembló. Froi no supo si era por la fiebre o porque sabía que lo haría, pero su mirada era comprensiva.

—Vete —le dijo, cansada—. Sálvate. Es lo que quieres hacer. Y si tienes corazón, encuentra a Finnikin, al capitán Trevanion y Sir Topher. Camina hasta la encrucijada y espera a que alguien se acerque a caballo para que te lleve al oeste, a la posada del camino principal a Sendecane. No hay mucho más ahí fuera, así que los encontrarás. Diles que tenemos la fiebre. —Se metió la mano en el bolsillo y sacó un anillo—. Para que te ahorres robármelo.

La odiaba porque sabía que lo iba a hacer.

—Tengo un plan. Pero si fracaso, el sacerdote real y yo estaremos muertos cuando llegues. Asegúrate de que nos entierran. Y que haya un altar a la Diosa. Con su sangre esparcida sobre las rocas para que me custodie en mi muerte. ¿Me oyes, Froi? Es todo lo que te pido.

Regresó a trompicones junto al sacerdote real y le puso la mano en la frente.

—Sostenle —ordenó, mientras el muchacho se colocaba detrás de la cabeza del hombre.

—Qué suerte —murmuró el anciano—, morir en los brazos del futuro de Lumatere.

Froi asintió.

—Estoy de acuerdo.

Miró a Evanjalin para ver si había dicho lo correcto, pero ella se limitó a susurrarle al sacerdote real que tenía un plan y que debía mantenerse con vida.

Más tarde, contempló por la ventana cómo avanzaba a trompicones hacia los bosques con un puñal en la mano y después miró al sacerdote real que dormía con una respiración mortecina.

—Freo que me habría gustado oírte cantar esa canción —dijo, agachado junto al anciano.

Entonces se marchó. Y mientras atravesaba el prado donde la hierba crecía hasta las axilas, notó una extraña sensación en su interior que no había sentido antes. Como si alguien le diera un puñetazo en el estómago y estuviera molido por dentro.

No creía en el destino, en dioses ni guías. No creía en la gente ni en las divinidades, en el amor o en lo que estaba bien. Pero comprendía la supervivencia y en la encrucijada donde creyó que había visto el letrero hacia Belegonia supo que podría regresar a las ciudades por las que habían pasado, llenas de gente rica, descuidadas con sus monederos y sus bienes. Su vida volvería a como era antes de toparse con Evanjalin en aquel callejón en Sarnak, que parecía haber sido hacía tanto tiempo. Pero nadie le había enseñado a Froi la diferencia entre izquierda y derecha, sur y oeste, y más tarde cuando viajaba con el hombre desdentado en su carro de dos caballos y se dio cuenta de que se había equivocado de dirección, trató de convencerse a sí mismo de que quizás había tomado aquella decisión para encontrarse con los demás en el camino del oeste. Y cuando el destino hizo que el hombre desdentado se detuviera en la posada donde estaban el capitán, Finnikin, Sir Topher, Musgo, Perri y otros tres, mirándose como si lo que hubieran visto les matara por dentro, el chico soltó las siguientes palabras:

—Me pidió que viniera a buscaros. Para que los enterréis.

Perri se lo quedó mirando como si conociera la maldad que ocultaba Froi porque Perri también era oscuro. Pero fue a Finnikin al que intentó no mirar, salvo cuando oyó que emitía un sonido como un animal salvaje y luego pronunciaba el nombre de la chica. En toda su vida, Froi no había oído una palabra dicha con tal dolor y sabía que nunca más la oiría. El capitán le dijo a Musgo y Sir Topher y a los otros dos guardias, que se reunirían en el valle donde esperaba su gente, mientras Perri, Finnikin y Froi iban con él para enterrar al sacerdote real y a Evanjalin. A Froi le gustaba el modo en el que el capitán le incluía, así que siguió fingiendo. Evanjalin había dicho que existían distintos tipos de verdad, así que les mostró la verdad de lo que él habría sido en vez de lo que era. Subió al caballo de Finnikin y se agarró a él; a veces creía que Finnikin caería muerto porque era como si hubiera dejado de respirar. Oyó al chico rezarle a la Diosa y le dijo que si salvaba la vida de Evanjalin, siempre buscaría su orientación. Nunca volvería a dudar de ella. Que dirigía a Lumatere donde ella creía que tenía que ser dirigido. Finnikin llevaba la cabeza pegada al caballo y le daba patadas en la ijada. Froi nunca se había aferrado al cuerpo de alguien que sintiera tanto, pero le recordó a la época cuando había intentado tomar a Evanjalin en el granero. En ambas ocasiones el roce de sus cuerpos le había quemado, pero esta vez algo entró en su torrente sanguíneo.

Plantó una semilla.

Y así es como Froi de los Exiliados recordaba el momento en el que entraron en el prado dorado que le dañaba los ojos, pero le hacía soñar con cosas buenas. A un lado del sendero había una valla de piedra medio cubierta de maleza. Al otro, un olivar con un granado y manzanos. Y en medio estaba el sacerdote real como uno de esos fantasmas que se aparecen en los sueños, y Froi vio a Evanjalin entre la alta hierba, con la cara pálida, pero no por la muerte o la fiebre. Llevaba flores en el pelo y a Froi le gustó cómo los tallos se metían en los mechones que empezaban a salir de su cabeza. Y cuando Finnikin la agarró y hundió el rostro en su cuello, se inclinó y puso la boca en la suya, los demás hicieron como si estuviera pasando algo muy interesante en el prado. El sacerdote real incluso señaló a la nada que fingían ver. Pero Froi no. Se quedó mirando el modo en el que las manos de Finnikin descansaban en el cuello de Evanjalin y cómo le rozaba con el pulgar la mandíbula; la forma en que su lengua parecía desaparecer dentro de su boca como si necesitara una parte de ella para respirar. Y Froi se preguntó qué dijo Evanjalin en los labios de Finnikin cuando pararon porque, fueran cuales fueran aquellas palabras, empezaron otra vez y en esta ocasión el ansia por ambas partes daba tanto miedo que Froi apartó la vista.

Cuando Evanjalin casi se cayó por la debilidad, Finnikin la cogió y la llevó hasta el granero y allí la tumbó, con delicadeza. Después, escucharon el suave tono de la voz del sacerdote real, que siempre hacía soñar a Froi, y Evanjalin se quedó dormida. Froi mordió una granada y notó que el jugo le empapaba la barbilla mientras el sacerdote real le decía que algún día cantaría la nueva Canción de Lumatere. Su canción. De la que se llamaba Evanjalin, que caminaba en los sueños e iba de la mano de la niña. Al saber que la niña y ella no se oían hablar, Evanjalin rezó por que pudiera leer las palabras que había escrito en las paredes de la sala por la que caminaban: «¿Una cura para la fiebre?». Pero la niña no sabía leer y las palabras en la pared desaparecieron.

Así que usó las uñas para arañar las palabras en el brazo de la niña, que lloró por la traición de aquel dolor, y esperó todo un día para caminar en el sueño aquella noche en busca de una respuesta. Pero por un momento perdió toda esperanza. No había palabras junto a las que había escrito en el brazo de la niña y a Evanjalin se le cayó el alma a los pies porque supo que era el fin. El sacerdote real ya había empezado su camino hacia el reino entre el de ellos y el de los dioses. Pero cuando la niña le dio la espalda a Evanjalin, vio las marcas en el camisón y se lo levantó poco a poco para revelar un mundo pintado con instrucciones, nombres y dibujos de plantas. Y una pregunta de cuatro palabras.

«¿Ya viene la esperanza?».

Y Evanjalin le hizo una última crueldad a la niña que no se merecía aquel dolor. Le arañó una palabra más en el brazo.

Un nombre que traería la esperanza.

A veces Froi pensaba que nunca ocurrió y el modo en el que lo decía estaba mal, como si fuera un sueño. Pero los lumateranos ya tenían suficiente con sus historias de maldiciones, así que le pidió a Finnikin de la Roca que lo escribiera exactamente como él lo recordaba.

Para que un día lo pusiera en el Libro de Lumatere.

Muy lejos de las páginas de los muertos.