–¿Puedo confiar en vos, Lord August?
Lord August de las Llanuras lumateranas se despertó con una mano que le tapaba la boca y un puñal en la garganta. El rostro que apareció encima de él parecía medio salvaje, sin aquella suavidad que una vez le había dado a Finnikin de la Roca una inocencia juvenil. Con pesar, sabía que si el hijo de Trevanion se atrevía a ponerle un dedo encima a su familia, lo mataría al instante. Pero entonces se dio cuenta de que no estaba tan solo a merced del puñal de Finnikin. Bajo la tenue luz de la luna que entraba por la cámara colindante, pudo distinguir el perfil de al menos tres hombres más. Aparte de él, su esposa dormía ajena a todo.
—Ay, Finnikin —masculló—. ¿Qué has hecho?
—Aún nada. Contestad a mi pregunta.
Lord August cogió a Finnikin por la maraña de pelo enredado y le obligó a acercarse.
—Metes a estos animales en mi casa —dijo con los dientes apretados— y me pones un puñal en la garganta mientras yazgo con mi mujer al lado y mis hijos duermen en la otra habitación, ¿y me pides que confíe en ti?
—¿Puedo tomar eso como un sí? —preguntó Finnikin y se encogió para soltarse.
Lord August salió de la cama para intentar echar un vistazo a los hombres de la cámara colindante.
—Me maldigo por haber fallado a tu padre y no haberte traído a mi casa. Si el capitán te viera ahora, sería como si le clavaran un puñal.
Lord August era un hombre bajo, pero no dejaba que aquello se pusiera en su camino. Derrotaría a aquellos hombres del modo en que pudiera. Unas imágenes le pasaron por la mente de lo que le harían a su familia si él muriera primero. Siempre había creído que si les llegaba la desgracia, sería por parte de los charynitas o los belegonianos. No de un hijo de Lumatere.
—¿Qué le has hecho a Sir Topher? —preguntó al ver nuevas cicatrices y un alma más vieja en los ojos grises del chico.
—Envejecerle un poco —murmuró Finnikin, que caminó hasta la ventana y se asomó a la noche—. Necesitamos un lugar donde quedarnos a pasar una o dos noches. Y comida. Lo que significa que tendréis que decirles a vuestros sirvientes que se marchen. Cuando nos vayamos, necesitaremos más caballos, y si me permitís el atrevimiento, unas cuantas monedas de plata no nos irían mal.
—¿Algo más? —dijo Lord August, que miró de nuevo a los tres hombres en la cámara de al lado—. ¿Mi primer hijo varón?
Afuera se oyó un ruido y entonces apareció una mano por los barrotes del balcón. Lord August observó cómo Finnikin salía para ayudar al cuarto hombre. En cuanto vio su cara, Lord August se relajó.
—Buenas noches, Lord Augie —dijo Sir Topher casi sin aliento, que alzó la cabeza un instante antes de doblarse por el dolor. Finnikin colocó una mano en su hombro hasta que se recuperó—. ¿Le has pedido las armas? —logró decir Sir Topher entre jadeos.
—No. Me ha ofrecido su primer hijo varón y me ha distraído un poco —dijo Finnikin—. Ahora que habéis visto que Sir Topher está a salvo, ¿podemos confiar en vos? Tenemos que estar seguros. Sed sincero y echadnos de aquí si no podéis ayudarnos.
—¿Está la vida de mi familia en peligro? —preguntó el duque, con otra mirada de soslayo a los gigantes de la cámara contigua.
Finnikin se colocó delante de él para interceptarle la visión. Lord August advirtió una expresión de vaga disculpa en la cara del muchacho, como si considerase que estaba usando su altura como signo de falta de respeto.
—En ese caso, Finnikin, te mataré.
—Deja de amenazar a mi hijo, Augie —oyó que decía una voz detrás de Finnikin cuando uno de los hombres salió de entre las sombras— o serás tú el que mueras, y Lumatere no puede permitirse más niños sin padre.
—¡Dulce Lagrami! —exclamó August entre dientes.
Sus ojos se movieron de Trevanion a Perri y Musgo, que también habían avanzado, y volvió a mirar a Trevanion. Estupefacto, estalló en una risa tranquila. Cogió a Trevanion para darle un abrazo muy fuerte, mientras le daba palmadas en la espalda y les conducía a todos a la cámara colindante. Señaló a Finnikin, sonriendo abiertamente.
—Sabía que entrarías en razón la última vez que hablamos.
—Intenta no atribuirte el mérito —replicó Finnikin.
—Se va a armar la gorda cuando se descubra que falta un prisionero político de la nación.
—¿Estamos a salvo aquí, señor? —preguntó Finnikin.
—Lo último que querríamos hacer es poneros a ti y a tu familia en peligro —dijo Trevanion en voz baja.
—Cuanta menos gente lo sepa, mejor —aconsejó Sir Topher.
—¿Augie?
Los cinco hombres se dieron la vuelta. Lady Abian estaba en la puerta, agarrada a su chal de noche, con una expresión de terror en la cara. Cuando vio a Trevanion contuvo un grito y a continuación se arrojó en sus brazos.
—Abie —la reprendió con dulzura su marido—. Recuerda tu sitio. Vas a ponerme los cuernos.
Cuando vio a Finnikin rompió a llorar y se cubrió la boca con la mano.
—¿Doy tanto miedo? —preguntó.
La mujer negó con la cabeza, abrumada por la emoción, y entonces lo abrazó.
—Aparte del mío, no he vuelto a abrazar a un bebé tan guapo.
—Un cumplido halagador para cualquier hombre —dijo Trevanion y se rio.
—¿Adónde os dirigís? —preguntó. Nadie respondió y Lady Abian apartó la mirada de Trevanion para posarla sobre su marido—. ¡Oh, dulce Diosa, nos vamos a casa!
—Lady Abian, puede que no haya nada a lo que regresar —dijo Finnikin con delicadeza.
Un grito, fuerte y penetrante, retumbó en la casa y Lord August se apresuró hacia la puerta, seguido de cerca por el resto. Corrieron escaleras abajo, hacia lo que al principio pareció ser un armario, pero resultó una diminuta alcoba. Finnikin vio a Evanjalin al instante. A su lado Lady Celie volvió a gritar, pues esta vez la habían asustado Perri y Trevanion. En los pequeños confines de la habitación, empujó a Evanjalin detrás de ella.
Lady Abian llegó la última al dormitorio y cogió a su hija en brazos, pero se quedó inmóvil al ver a Evanjalin.
—Augie —ordenó en voz baja—, ve a despertar a los demás niños y a nuestra gente, si es que no están ya despiertos, y llévalos a todos al salón.
Dio un paso hacia delante y cogió el rostro de Evanjalin entre sus manos, como si estuviera hipnotizada por la suciedad y el desaliño que tenía ante ella.
—Celie, ve a despertar a Sebastina y pídele que prepare un baño.
—Abie —dijo Trevanion—, no podemos permitir que tus sirvientes belegonios sepan que estamos aquí.
—Sebastina es de los nuestros. Todos los de esta residencia pertenecen a Lumatere.
Los ojos de Finnikin estaban clavados en Evanjalin y recordaba la reacción de Celie la primera vez que visitaron la casa. Pero la novicia se fijaba en la madre y la hija. Fuera de los campamentos de exiliados, no la había visto en presencia de mujeres, y en aquel momento supo que no le habría importado si él y los demás hombres hubieran desaparecido para siempre.
Lord August estaba mirando fijamente a los dos que se hallaban medio escondidos en un rincón.
—¿Bendito barakah? —preguntó, atónito, mientras caminaba hacia él y se apoyaba sobre una rodilla.
Lady Abian parecía avergonzada y les lanzó a los hombres una mirada mordaz.
—¿Cómo habéis dejado que el sacerdote real trepe por el enrejado del exterior de nuestra casa? —Besó al hombre sagrado—. Las bendiciones para más tarde —dijo con dulzura—. Parecéis extenuados y quiero que estéis cómodos. Pasad todos al salón, por favor. Yo me encargaré de las chicas.
Mientras bajaban las escaleras, Lord August llamó a todas las puertas por las que pasaban. Llegaron al salón y el duque les hizo señas para que se sentaran. Poco después, la hermana de Lord August y su familia, y al menos quince personas más, entraron y llenaron la habitación hasta los topes. Finnikin se quedó mirando a su alrededor, asombrado. De repente, entendió por qué la habitación de Lady Celie era tan minúscula. En realidad sí era un armario, como había pensado al principio. Todas las habitaciones de la casa, incluido el desván, el sótano e incluso la despensa debían de estar usándose como dependencias para hospedar a tanta gente.
—¿Quiénes son todas estas personas? —preguntó Finnikin.
—¡Vaya! Es mi aldea de Sayles, Finnikin —respondió Lord August—. A un duque se le ofrece la riqueza de una ciudad y su casa tiene derecho de santuario.
Finnikin miró al duque a los ojos. Le avergonzaba pensar en todas las veces que había expresado su desdén por los lujos de los que disfrutaba la nobleza lumaterana en el exilio, sobre todo Lord August.
El miedo y el entusiasmo iluminaron las caras de aquellos que estaban a su alrededor. Hubo una celebración en silencio cuando el pueblo de Sayles reconoció a los recién llegados; las mujeres sollozaban, los hombres se limpiaban enseguida las lágrimas de los ojos y contenían sus emociones estrechando las manos que temblaban.
Cuando Lady Abian y las chicas se unieron a ellos, Evanjalin estaba limpia y vestía un vestido blanco idéntico al de Lady Celie. Finnikin podía oler el sándalo, y la piel olivácea de Evanjalin estaba tan lisa y clara como la miel. Había poco espacio en el salón y Lady Abian estaba sentada en el regazo de su marido.
—¡Abian —la reprendió su cuñada—, recuerda tu sitio!
—Soy la hija de un pescadero —dijo Lady Abian—. ¿Qué esperas?
Hubo mucho regocijo aquella noche. A Finnikin le encantaba verlos a todos. Había una generación de hombres y mujeres que habían sufrido mucho; la pérdida de su mundo había tenido lugar en la flor de la vida.
Froi estaba sentado en el rincón con los chicos más jóvenes, metido en una guerra de nudillos. El que hacía correr primero la sangre era el ganador. Finnikin advirtió la brutalidad del juego de Froi y vio que los muchachos hacían un gesto de dolor incluso cuando trataban de no reaccionar, así que le dio un sopapo como advertencia.
Pasaron la noche discutiendo apasionadamente sobre asuntos lumateranos; las opiniones volaban, las voces murmuraban, enfadadas, mientras otros hacían gestos con las manos por la emoción.
—¿Podría haberse evitado? ¿Debería el rey haber prohibido el paso a cualquiera que hubiese querido entrar en Lumatere? ¿Debería haber roto los lazos con los charynitas?
—Nadie sabía que tal cosa fuera a suceder, Matin —dijo Trevanion con firmeza—. Nadie podía predecir que los asesinos entrarían en palacio. Todas las entradas estaban vigiladas.
—Entonces fue un miembro de la Guardia. Hay un traidor que trabaja para Charyn —dijo Lord August.
Finnikin buscó una reacción. Toda la semana había estado esperando que uno de los hombres de Trevanion hiciera una sugerencia semejante.
—No —dijo Perri rotundamente—. No.
—Entonces, ¿cómo? —insistió Lord August.
—Atacaron por detrás a los hombres que vigilaban el puente levadizo de palacio. Lo supimos por la ubicación de las heridas en su cuerpo. Tenía que haber otra entrada que ni siquiera el rey conocía —dijo Trevanion.
—¿Cómo iba a haber una entrada que conocieran los asesinos pero no el rey? —preguntó el cuñado de Lord August.
—Tal vez porque el rey impostor era el antiguo capitán de la Guardia y el primo del rey. Puede que la descubriera —sugirió Finnikin.
Su padre negó con la cabeza.
—Conocía cada rincón de aquel palacio. A menos que cavaran un túnel desde dentro, me habría enterado.
Los argumentos más amargos se centraron en las circunstancias que llevaron a la matanza de los Habitantes del Bosque.
—El rey debería haber ofrecido más protección a los adoradores de Sagrami. Eran minoría —dijo Lady Abian con firmeza.
—¡Abie! —la reprendió un coro de voces—. Está mal hablar así de los muertos.
—Quería a nuestro rey igual que todos vosotros, pero no entraba en razón con los Habitantes del Bosque. Si hubiera sido más abierto y hubiera aprobado las costumbres y las prácticas de los que adoraban a Sagrami, nunca habríamos tomado parte en los días de lo innombrable.
—El rey no tenía por qué saber que su pueblo se iba a volver contra los Habitantes del Bosque en cuanto muriera. Según él, los lumateranos vivían en paz —dijo una de las mujeres.
—Es lo que quería el rey que creyéramos. Lo que todos queríamos creer —mantuvo Lady Abian.
Se hizo el silencio por un momento.
—No hay pruebas de que fueran los charynitas —dijo el cuñado de Lord August, hablando de un argumento anterior.
—Por supuesto que fueron los charynitas —replicó Finnikin—. Y el rey debería haber tratado Charyn como una amenaza. En vez de eso, firmó tratados con el rey y se refugió en una vida doméstica.
Miró a Sir Topher. Sabía que su mentor estaba de acuerdo con él, pero no expresaría nunca sus opiniones en voz alta.
—Debería haber protegido a los adoradores de Sagrami —dijo tristemente el sacerdote real—, pero estaba demasiado ensimismado en la importancia de mi título. Culpo a mi orgullo desmedido por no ver lo que se estaba desarrollando ante mis narices.
—No deberían haber sido tan reservados con su forma de actuar —opinó una de las mujeres.
—¿Y eso nos daba permiso para echarlos de sus casas y perseguirlos? —protestó Lady Abian.
—En otros reinos veneran a más de un dios o diosa sin determinar muy bien qué divinidad es superior —añadió Finnikin.
—Está mal —espetó Lady Celie, ruborizada.
Era la primera vez que hablaba en toda la noche y quizá la primera vez que levantaba la voz en compañía de adultos.
—¿Qué pasa, cariño? —le preguntó su padre.
—Que nos empeñamos en hablar de la Diosa como si fueran dos. La culpa la tienen los hombres del pasado.
—¿Y las mujeres no? ¿Se debe echar la culpa de todo a los hombres, cariño? —preguntó con dulzura su padre—. Celie tiene pasión por la historia —añadió con orgullo—. Se ha aficionado a anotar las historias de nuestra aldea.
—Se debe echar la culpa a los hombres —continuó Lady Celie con voz temblorosa— porque son ellos los que escriben los libros. Les asustaba el poder de nuestra Diosa al completo.
Hubo un silencio incómodo.
—Así que la dividieron en dos —la apoyó Evanjalin, que colocó una mano en el hombro de Lady Celie—. La Diosa Lagrami y la Diosa Sagrami: luz y oscuridad. Pero lo único que consiguieron fue división y la creencia de que unos eran mejor que otros.
—Los que adoraban a Sagrami practicaban la magia negra —arguyó la hermana de Lord August—. Desempeñaron un papel decisivo en nuestro exilio.
—Sin embargo, es el trabajo de aquellos que están en el interior de los monasterios de Sagrami y Lagrami el que nos garantizará la vuelta a nuestro reino —dijo Evanjalin.
—Evanjalin puede caminar en los sueños de nuestra gente que está atrapada dentro de Lumatere —dijo Lady Celie con atrevimiento.
Al oír el comentario de su hija, Lord August miró a Evanjalin por primera vez desde que le había hablado de los charynitas. No podía olvidar su voz mientras estaba junto a Finnikin aquel día. Había descrito a su esposa con asombro el poder que percibía en ambos jóvenes. La voz de Lumatere había venido del sol y de la luna, decía; y Abie opinaba que era un soñador.
—Míralos juntos y verás una fuerza que te quitará la respiración —le había respondido.
—Cuando regresemos nada me gustaría más que formar parte del claustro —dijo la sobrina del duque.
Era una joven hermosa, más segura de sí misma que su prima Celie.
—¿Del monasterio de Lagrami? —preguntó Lady Abian—. ¿Por qué? Lo único que te enseñan allí es a ser la obediente esposa de un hombre rico y la adoración ciega de la mitad de una Diosa.
—Oh, la idea de una esposa sumisa —dijo Lord August con un suspiro—. ¿Por qué nadie me señaló ese monasterio?
Lady Abian levantó una ceja.
—Tienes suerte de que no me enseñara una sacerdotisa de Lagrami a aguantarte hasta llorar, Augie, o una sacerdotisa de Sagrami a envenenar a mi marido con las hierbas apropiadas. Yo, en cambio, recé a la Diosa entera para que trajera un hombre que me aceptara al completo y no en dos mitades, como los hombres han tratado a nuestra Diosa en los últimos mil años.
—Yo fui novicia de Lagrami —dijo la hermana de Lord August con desdén—. ¿Acaso aguanto a la gente hasta romper a llorar?
—Por supuesto que no, querida —respondió su marido, dándole unos golpecitos en la mano—. Ni tampoco eres una esposa sumisa.
Los demás se rieron.
—Eres dura con ambos monasterios, Abie —dijo Trevanion con aire de gravedad—. Lady Beatriss era una novicia de Lagrami y tenía mucha fuerza que ofrecer.
—Eso lo sé, Trevanion —dijo con dulzura—, pero el monasterio de Lagrami está ahí para las hijas de los ricos, como nuestra Celie y Beatriss la Amada. Pero ¿qué hay de las hijas de nuestros queridos amigos aquí presentes?
—El privilegio no lleva necesariamente a la libertad de nuestras jóvenes —afirmó Sir Topher—. Las princesas siempre se sacrificaban por el reino. Las mayores ya estaban prometidas a príncipes y duques extranjeros. Tarde o temprano, a Isaboe también le habría tocado sacrificarse de esa manera.
—¿Sacrificarse? —preguntó Finnikin.
—Pues claro —dijo una de las mujeres—. Separarse de su familia, de su patria. Ser una extranjera el resto de su vida sin ningún derecho auténtico sobre tus hijos. ¿No le ocurrió eso a la tía muerta del rey? ¿No la enviaron con un príncipe menor de Charyn, cuya semilla produjo el monstruo que gobierna ahora nuestro reino?
—No obstante, debemos ocuparnos de los que sucede ahora en el interior de Lumatere. Si las novicias se han unido, como creemos que han hecho, las de Sagrami nos enseñarán a sanar. Son médicos —dijo Evanjalin—. Y las de Lagrami nos enseñarán las costumbres de los antiguos y la belleza de la buena voluntad. Tal vez por la más funesta de las situaciones, las hijas de los campesinos estén a salvo en uno de los antiguos monasterios de Lumatere mientras estamos hablando.
—¿Cuándo regresaremos a Lumatere? —preguntó uno de los chicos más jóvenes—. ¿Cuando encuentren a Balthazar?
Sir Topher asintió, pero Finnikin reconoció la expresión de incertidumbre que siempre reflejaba el rostro de su mentor cuando mencionaban el nombre del heredero.
—¿Cómo podemos estar seguros de eso? —soltó el chico.
—Porque Seranonna lo decretó —respondió Lord August.
—Freía que maldijo el reino —terció Froi.
Los demás le miraron, incómodos.
—No consideramos que el reino esté maldito —dijo Lord August con educación—. Preferimos no utilizar esa palabra.
—¿Cómo lo llamaríais entonces, Lord August? —preguntó Finnikin—. ¿Una pizca de magia? ¿Una leve maldición? ¿Un poco de mala suerte?
—Finn —le advirtió su padre en tono grave.
—Por el bien de los niños… —empezó a decir el cuñado de Lord August.
—Tan solo unos pocos escogidos tienen el privilegio de haber tenido infancia —interrumpió Finnikin—. No han nacido muchos niños desde los días de lo innombrable. ¿Fuiste pequeña alguna vez, Evanjalin? ¿Y tú, Froi? ¿O la mitad de los huérfanos de Lumatere? ¿O incluso yo? ¿Fui alguna vez pequeño, Sir Topher?
—Aplaudo a cualquiera de los que habéis conseguido preservar la inocencia de vuestros hijos —dijo Evanjalin, volviéndose hacia los más pequeños—, pero nuestro reino está maldito. Maldito. Nos lo arrebataron porque la buena gente se quedó mientras el mal se hacía con el poder. Que esa sea nuestra lección.
—¿Se ha revelado? —preguntó Lady Abian—. ¿Qué se dijo aquel día? ¿Cuando Seranonna… nos maldijo?
Sir Topher asintió.
—Fue difícil de descifrar, puesto que oímos las palabras que pronunció tan solo una vez, en una lengua antigua, y hay muchas interpretaciones de cada palabra. En cada campamento buscamos a los que habían estado en la plaza el día en que murió Seranonna y reunimos unas cuantas palabras más, estudiando minuciosamente los libros de los antiguos, hasta que hace cuatro años Finnikin le dio sentido.
La atención de todo el mundo estaba centrada en Finnikin. Enfrente de él, vio a Evanjalin inspirando antes de que hablara.
—¿Finn? —le animó su padre.
Los ojos de Finnikin se encontraron con los del sacerdote real.
——«La oscuridad conducirá a la luz y nuestro resurdus se alzará. Y sostendrá las dos manos de aquel que se comprometió a salvar. Y entonces la puerta caerá, pero su dolor nunca cesará. Su semilla traerá reyes, pero nunca reinará».
—Balthazar.
Confirmó Lord August.
—Nuestro resurdus —dijo Finnikin, asintiendo—. El rey.
—Creo que se refería al resurdus de ella —dijo Sir Topher.
El sacerdote real asintió.
—Ella es nuestro reino de Lumatere.
—No entiendo lo de las dos manos —dijo Perri.
—¿Crees que Balthazar puede… sobrevivir a tal entrada de condenación? «Su dolor nunca cesará» —dijo Lady Abian— y «nunca reinará».
—Viva o no —dijo el sacerdote real—, la puerta principal del reino se abrirá.
Se hizo el silencio hasta que Lord August le levantó.
—Entonces tenemos que promulgar un decreto. Aquí. Esta noche. En presencia del sacerdote real, Trevanion, capitán de la Guardia Real, y de mí mismo, Lord August, duque de Sayles. —Se dio la vuelta hacia el Primer Caballero del rey—. Que Sir Kristopher de las Llanuras, como regente de nuestro rey muerto, gobierne si nuestro querido heredero no sobrevive.
Asimiló las caras de todos los presentes.
—Entraremos a Lumatere con un rey —continuó con energía—. No permitiremos a los líderes de otros reinos que vuelvan a coronar a un rey suyo en nuestra tierra.
Finnikin sintió los ojos de su padre clavados en él. Se volvió hacia Sir Topher y vio que el Primer Caballero del rey le estaba mirando con la misma intensidad. Era un hijo bendecido con dos padres; uno un guerrero y el otro un líder.
—Entraremos a Lumatere con un rey —reconoció Trevanion.
—¿Sir Topher? —dijo el sacerdote real.
Sir Topher se levantó y miró a Finnikin y después al sacerdote real.
—Rezo a la Diosa… a la Diosa al completo, para que nuestro heredero viva para ver la nueva era de Lumatere, pero si no tiene que ser así, nuestro reino tendrá un líder y ese líder tendrá un Primer Caballero. —Posó la mirada en Finnikin—. Acepto.
Hubo una gran ovación en la sala y la gente empezó a repetir el nombre de Balthazar. Finnikin sintió como si le hubieran extraído el aliento del cuerpo.
«Su sangre se derramará para que tú seas rey».
No había vuelto a rezar desde aquel día en el Valle de la Tranquilidad, pero mientras los demás celebraban, él empezó a recitar: «Vive, Balthazar. Vive para siempre, Sir Topher». Echó un vistazo hacia donde su padre estaba hablando con uno de los hombres de Lord August, Matin. El mayordomo estaba enseñando algo a Trevanion que se había sacado del bolsillo, y Trevanion, con una extraña muestra de emoción, arrastró al hombre hacia él para abrazarlo.
Con las piernas temblorosas, Finnikin cruzó el salón hacia donde Evanjalin estaba con lágrimas en los ojos.
—Resurdus —le susurró.
Sus labios temblaron y se sostuvo la cara con las manos. De repente, Sir Topher se levantó entre ellos.
—Evanjalin está cansada, Finnikin —dijo con firmeza—. Necesita dormir. Que Lady Abian se la lleve.
Más tarde, los sonidos de Lord August haciendo el amor con su esposa retumbaron por toda la casa. Sus gritos era primitivos y salvajes, y las paredes delgadísimas se aseguraron de que sus invitados oyeran cada murmullo y gemido.
—¿Qué pasa con la nobleza? —masculló Sir Topher, poniéndose una almohada sobre la cara—. La reina y el rey siempre lo estaban haciendo, parecían conejos.
Musgo gruñó.
—Si hay que aguantar esto todas las noches, antes me entrego a la prisión del rey.
Froi cambió de posición bajo la ventana.
—Froi, si oigo algún sonido… —le advirtió Trevanion.
—¿Debo recordaros que tenemos al sacerdote real entre nosotros? —dijo Sir Topher.
El sacerdote real se rio.
—Estoy acostumbrado a oír a la gente morir, Sir Topher. ¿Por qué debería sentirme amenazado por los sonidos de la gente que vive?
Pero en lo único que podía pensar Finnikin era en el perfume a jabón de sándalo y en un rostro bien limpio; a cada empujón que oía se imaginaba dentro de ella hasta que su cuerpo le dolió al desatarse. Y con el mal de su interior que deseaba la muerte de Balthazar y la comprensión de la profecía que le habían revelado en el bosque junto a la princesa condenada, decidió que si tenía que ser rey, la convertiría a ella en su reina.