Tres días después, la Guardia Real se separó por primera vez en diez años. Trevanion ordenó que el grupo original, incluido Perri, permanecieran juntos hasta Belegonia. Habían adquirido más caballos, lo que garantizaría que el viaje por el camino costero fuera rápido. Mientras iba montado en su caballo, Finnikin percibió el entusiasmo y la incertidumbre entre los miembros de la Guardia. Vio las expresiones de esperanza en sus rostros. Y de duda. Pero tenían bastante fe en el capitán para confiar en su decisión. Y su decisión era permitir que aquella chica extraña les condujera a casa, a Lumatere.
Cabalgaron durante la mayor parte del día hasta que llegaron al camino costero, donde el océano separaba Belegonia de Sorel. Como el desventurado capitán del Myrinhall había sugerido, era la ruta más rápida entre Sorel y Yutlind. Sin embargo, la piratería en el golfo de Skuldenore se había llevado muchas vidas y, a pesar de su peligrosa travesía por el Yack, Finnikin sabía que había tomado el rumbo correcto.
Más avanzada la tarde, dejaron descansar sus caballos y se sentaron en las dunas para contemplar el océano. Nada le recordaba más a Finnikin la insignificancia de los humanos que el batir de las olas. Por un momento, miró a su padre a los ojos. Ambos sabían que no había vuelta atrás en la senda que estaban a punto de tomar. Aunque estaban reuniendo a su pueblo escindido, Finnikin no podía evitar pensar que también los estaban llevando a la guerra. La vuelta a Lumatere no sería fácil. Y si lograban la victoria, no tenía ni idea a qué regresarían. ¿La tierra de cinco pueblos se convertiría en un reino dividido en dos: los que estaban exiliados y los atrapados en el interior? De repente echó de menos la vida que habían dejado atrás, en Pietrodore. Allí, tenía a los que quería en el mismo sitio. Volver a Lumatere podría significar perderlos a todos.
De nuevo en el camino, Finnikin se subió a su caballo y luego se volvió para ayudar a Evanjalin a colocarse detrás de él. Pero Perri ya estaba allí con las manos dispuestas a ayudarla. Evanjalin se inclinó hacia delante para acariciar la cicatriz del rostro de Perri y él se estremeció ante aquel gesto.
—Fuiste tú —dijo, asombrada—. Llevas una corona permanente. Te la colocó ahí. —Evanjalin continuó con los dedos en la frente de Perri—. No lamenta lo que te hizo aquel día cuando erais niños, Perri. Nunca olvidará la violencia que los tuyos demostraron hacia ella. Pero a pesar de lo que piensas, creo que Tesadora siempre agradecerá que ocultaras a las novicias de Sagrami aquella noche.
Perri parecía atónito. Miró a Finnikin a los ojos, y Finnikin vio miles de emociones en la cara del guardia. Pero tan solo por un instante. ¿Qué había hecho el hombre de confianza de su padre durante los cinco días de lo innombrable para hacerle sentir tanto amor y orgullo, pero a la vez vergüenza? ¿Cuántas historias faltaban en el Libro de Lumatere de Finnikin?
Aquella mañana a primera hora pasaron por una señal que indicaba el camino a Lastaria, a medio día a caballo desde la capital de Belegonia. Musgo estaba sentado a horcajadas en el caballo, esperándolos.
—Tenemos un problema —dijo con seriedad mientras su montura daba vueltas alrededor de Trevanion.
—¿Se trata del sacerdote real? —preguntó Evanjalin.
—Está a salvo —les aseguró Musgo—, pero el viaje es terrible y han perdido al menos diez personas por el camino.
Finnikin notó el estremecimiento de Evanjalin mientras le tenía agarrado por la cintura.
—La situación empeora. Cuando llegaron aquí la semana pasada se toparon con un pequeño campamento de exiliados.
—¿Cómo es que no lo conocíamos? —exclamó Sir Topher.
—No querían que los encontraran. Son al menos treinta y se niegan a viajar con nosotros al Valle.
—Pues iremos sin ellos —dijo Trevanion rotundamente.
—Ahí es donde tenemos el problema. El sacerdote real no quiere marcharse sin ellos.
—¿Y el resto? —preguntó Evanjalin—. ¿Qué hay de los exiliados de Sorel?
—Están con Aldron de camino al Valle.
Trevanion maldijo e intercambió una mirada con Perri. El sol estaba empezando a ponerse y Finnikin conocía su plan para llegar hasta Belegonia antes de medianoche.
—No podemos dejarlo atrás, capitán —sostuvo Evanjalin.
Trevanion dio la vuelta con el caballo a regañadientes.
—No, pero tendremos que convencerle para que deje a los otros.
Cabalgaron hacia Lastaria bajo la luz de una media luna. Musgo le pagó a un mozo de establos una moneda de plata para que cuidara de sus caballos, con la promesa de que le daría otra a la vuelta. Después les bajó por las calles adoquinadas hacia el centro de la ciudad. Finnikin oyó los sonidos del bazar nocturno antes de verlo. El aire estaba lleno de música y voces estruendosas; de las calles colgaban faroles. Lastaria parecía carecer del intelecto y la cultura de la capital belegoniana, pero había un colorido desatado por toda la ciudad que asaltaba sus sentidos.
En la plaza, los trovadores tocaban los violines y las gaitas, deleitando a la audiencia que bailaba desenfrenadamente. Los amantes se abrazaban. Un vendedor hacía malabarismos con la fruta. Pero había pesar en el corazón de Finnikin mientras seguía a Musgo hasta un prado más allá de la plaza en los límites de la ciudad. En el camino pasaron por un grupo de tiendas que vendían puñales y espadas decoradas. Los ojos de Froi se iluminaron al verlos, pero Perri tiró de él.
El campamento estaba hecho con tres grandes carros. Al menos treinta hombres, mujeres y niños estaban junto a la hoguera. Finnikin vio la consternación en los rostros de los exiliados ante la presencia de Trevanion y su grupo, pero sus ojos buscaron al sacerdote real. El hombre sagrado parecía más delgado y más débil que cuando le habían visto la última vez. Perri se arrodilló ante él y las manos del sacerdote real temblaron cuando sostuvo un pulgar en la frente de Perri.
—No puedo dejarlos —susurró cuando terminó las bendiciones—. No tienen Diosa, ni reino, ni pueblo propio.
—Tal vez con eso les baste —dijo Finnikin.
El sacerdote real negó con la cabeza.
—¿Habéis visto sus ojos? —Miró más allá de Finnikin, hacia Evanjalin—. Ahí no hay nada.
—Bendito barakah, nuestra gente nos espera en el Valle —argumentó la chica—. Os estamos esperando para guiarles junto al capitán, Sir Topher y el príncipe Balthazar.
—¿Cuáles son sus motivos para quedarse? —preguntó Finnikin.
El sacerdote real siguió su mirada hacia donde estaban los exiliados.
—Una vez vivieron en la aldea de Ignatoe, cerca de la puerta este de Lumatere. Durante los cinco días de lo innombrable, cuando los Habitantes del Bosque empezaron a entrar en su pueblo, la gente de Ignatoe les rechazó y les obligaron a salir de los muros del reino. —El sacerdote real suspiró—. Estas personas escucharon cómo los Habitantes del Bosque se quemaron hasta morir en sus casas. Es su culpa la que los retiene y no importa cuánto les supliquemos porque no se moverán.
Finnikin acompañó a Evanjalin mientras se acercaba al fuego donde había una joven con una sartén y la expresión helada por el miedo. Finnikin supuso que no tendría más de cinco años cuando tuvieron lugar los días de lo innombrable. Cuando Evanjalin se acercó, un hombre y una mujer mayores le interceptaron el paso; la mujer llevaba una niña agarrada a su falda. Desde cerca parecían más jóvenes de lo que Finnikin al principio había pensado, y se dio cuenta de que la vida más que los años era lo que había envejecido a aquellas personas.
Evanjalin se agachó para extender una mano hacia la niña. Parecía tener dos o tres años, tenía la piel morena y el pelo rubio claro.
—¿Cómo te llamas, pequeña? —preguntó Evanjalin con la voz ronca.
Habló en lumaterano, pero la niña se la quedó mirando sin comprender. Estaba tan ausente como los niños que había visto en el campamento de la fiebre, aunque en este caso no había ningún indicio de malnutrición o enfermedad. Evanjalin intentó coger a la niña en brazos, pero la apartó el hombre de un empujón, lo que la hizo tropezar.
Finnikin desenvainó la espada como advertencia. No fue lo bastante rápido para detener a Froi, que le escupió al hombre en la cara, pero Perri dio un paso al frente y se llevó al ladrón por el pelo. El hombre agarró a la niña al instante y Finnikin se encontró con el arma a tan solo unos centímetros de la cara de la pequeña. Evanjalin extendió la mano y con cuidado bajó la espada.
—No queremos haceros daño —dijo Finnikin en lumaterano.
Observó cómo los exiliados se estremecían ante el sonido de su lengua materna.
Evanjalin dio un paso hacia la hoguera y después, otro. Cuando estuvo ante la joven de la sartén, extendió una mano.
—¿Puedo? —preguntó y cogió uno de los trocitos de carne que había en la sartén.
Antes de que la chica pudiera responder, Evanjalin se llevó la comida a la boca como si fuera lo más natural del mundo y gruñó como muestra de aprobación mientras se lo tragaba. La muchacha pareció ablandarse un poco.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Evanjalin.
La chica miró hacia donde estaba su padre y luego volvió a mirarla.
—Mi nombre no importa —respondió, hablando en un belegoniano malo.
—¡Uy, sí que importa! —dijo Evanjalin en voz baja.
Finnikin advirtió que la chica temblaba. Tras una vida de exilio con aquella gente, la esperanza que brillaba en los ojos de Evanjalin debía de ser hipnotizadora.
—Estamos de camino a casa —dijo Finnikin mientras miraba al resto del grupo—. A Lumatere. Esperamos que nuestra gente regrese con nosotros.
No hubo respuesta.
—Lo único que sugerimos es que nos acompañéis hasta el Valle de la Tranquilidad. Con la Guardia Real. El capitán. Nuestro bendito barakah. El Primer Caballero real —continuó Finnikin.
—¿Y qué nos ofrecéis si volvemos? —preguntó el hombre—. ¿Una celda? ¿Una vida de persecución?
—No habrá arrestos —dijo Trevanion—. ¿Acaso no hemos sufrido todos bastante?
—Ofrecemos lo que les pertenece a tus hijos. Nuestro reino —añadió Finnikin.
—Con esto les basta —replicó el hombre con amargura.
—Esto es un trozo de césped cubierto de barro —soltó Finnikin—. Eso —dijo señalando a uno de los carros— se construyó para transportar ganado y caballos, no para guarecer a humanos.
—Haremos lo que siempre hemos hecho —dijo la mujer—. Vete con tu Guardia, te lo rogamos.
—Son vuestra Guardia —la corrigió Finnikin—. Están aquí para protegeros a vosotros y a vuestros hijos.
—Nuestros hijos ya están protegidos —replicó—. Les alimentamos.
Finnikin advirtió rabia en los ojos de algunos de los jóvenes. ¿Adónde irían?, se preguntó. El hombre dio un paso amenazador hacia él.
—Da la vuelta y no mires atrás —dijo con una voz desagradable—. Te sugiero que cuides de los tuyos y nos dejes a nosotros ocuparnos de los nuestros, o habrá un ajuste de cuentas.
—Tenéis muchas sugerencias, señor —la voz de Evanjalin se alzó por el aire nocturno—. Bueno, aquí están las mías. Os sugiero que le deis a vuestro pueblo palabras, no silencio. Os sugiero que volváis hacia vuestras esposas, hacia vuestros maridos, hacia vuestros hijos, y les habléis de aquellos días. De lo poco que hicisteis cuando a vuestros vecinos les arrebataron las casas y los asesinaron. De la pena que habéis sentido todos estos años. Y os sugiero que os perdonéis. Pero por encima de todo, os sugiero que le roguéis a la verdadera Diosa que perdone el legado que le habéis pasado a vuestros hijos, puesto que llevan vuestra capa de descontento y dolor adherida a sus cuerpos, y este trozo de hierba libre de sangre en el que habéis escogido vivir será donde morirán con nada más que rabia en sus corazones. Os sugiero, señores, que no disfrutéis en el exilio. No hagáis de ello una insignia que llevar con honor.
Se dio la vuelta y caminó hacia el sacerdote real.
—Nos pertenecéis, bendito barakah —dijo con firmeza—. Debéis viajar con nosotros para estar con vuestro pueblo. Ahora.
El hombre sagrado empezó a derramar lágrimas. Finnikin no podía dejar de preguntarse qué era peor para él, si ver morir a su pueblo o sentirse como si los hubiera abandonado. Pero cuando Evanjalin alargó la mano, el sacerdote real no dudó en aceptarla.
Se alejaron y el diminuto reino de tres carros y unos niños sin nombre fue tragado por los sonidos del bazar nocturno. Finnikin observó cómo Evanjalin se volvía una vez más. Dos veces. Tres veces.
Más tarde, cuando viajaban por el camino costero en medio de la noche, con el sacerdote real cabalgando a la cabeza junto a Trevanion, Finnikin creyó oír susurrar a Evanjalin las mismas palabras una y otra vez.
«Llévame a casa, Finnikin. Te lo suplico, llévame a casa».