Capítulo 16

No descansaron mucho a la semana siguiente. Trevanion no perdió el tiempo preparando a sus hombres, aunque había tanto ánimo y energía entre los miembros de la Guardia que ni siquiera el entrenamiento más agotador les podría machacar. Eran hombres de sabiduría y experiencia, pero nadie podía negar la necesidad de la juventud y la resistencia física, sobre todo si la batalla para reclamar Lumatere se alargaba. En el patio de la posada, Trevanion y Perri daban órdenes a gritos, poniendo a sus hombres al límite de su resistencia, y a veces de su mal genio.

—¡Protégete la muñeca, Callum!

—¡Tus pies son la primera línea de defensa, Finnikin!

—¡Si tuviéramos un hacha, estarías ya sobre tus muñones, Aldron!

—¡Venga, Froi! ¡Haz algo útil y busca alguna sujeción!

Finnikin luchó con ganas para conseguir su aprobación, algo que no había necesitado trabajar durante los últimos diez años. La admiración de Sir Topher siempre había sido inmediata, desde el asombro por la capacidad de Finnikin para recordar cada detalle de una conversación hasta los elogios por las ansias de aprender que tenía su discípulo. Pero ahora Finnikin tenía la necesidad de convencer a la Guardia de que merecía ser un miembro más. Estaba deseando su aceptación, no solo porque su padre fuera el capitán, sino porque le vieran como guerrero por derecho propio.

Así que estuvo entrenando desde mucho antes de que llegaran los demás al amanecer y le sangraban los dedos por el constante uso del arco y la flecha. Durante el día rara vez paraba a comer o beber, siempre preparado para el siguiente oponente, a pesar del dolor en sus articulaciones. Trabajó duro durante mucho rato con la espada, pues sabía que era su debilidad, e ignoró a sus contrincantes mientras se estremecían cada vez que hacían entrechocar las armas. Escuchaba con atención las críticas y después se esforzaba el doble para asegurarse de que no repetía los errores.

A finales de la primera semana, le dolía todo el cuerpo y no quería nada más que tirarse en su saco para dormir. A su lado, Froi recogía las espadas del entrenamiento y refunfuñaba.

—¡Haz algo útil, Froi! —le imitaba—. ¡Recógelo, Froi! ¡Esclavo!

Finnikin estaba empezando a arrepentirse de las lecciones de lengua que le daba al muchacho, que ahora incluían cualquier improperio, cortesía de la Guardia. Alzó la vista hacia donde Evanjalin estaba sentada en el balcón, con las piernas dobladas debajo de ella y la cabeza en los barrotes.

—Usad algo más que el arma para combatir —ordenó Trevanion—. Luchad con el corazón, chavales.

—Entrenad vuestro cuerpo para que haga el movimiento —gritó Perri.

—Finnikin, demasiado fuerte —dijo Musgo—. Sujeta la espada como si una mujer te aguantara la…

Finnikin oyó a uno de los hombres aclararse la garganta mientras señalaba hacia arriba, hacia el balcón, con la cabeza.

—Perdona, Evanjalin —dijo Musgo dócilmente, saludándola con la mano.

La muchacha pasó casi todos los días observando, no se le permitía participar. A pesar de los recursos que había demostrado tener durante los últimos meses, Sir Topher le había ordenado que evitara hacerse daño. A veces Finnikin tenía la sensación de que Sir Topher la trataba como si fuera una posesión de gran valor y no solo la Evanjalin que cuidaba de sí misma. Había advertido que siempre que miraba desde el balcón, la agresión de los hombres se intensificaba y la competición se hacía más violenta, sobre todo entre los guardias jóvenes. Finnikin había recibido una gran satisfacción aquella mañana al golpear a Aldron del Río delante de ella, con el escudo en las orejas. Cuando tuvo lugar la cuarta herida seria del día, Trevanion intervino.

—Froi, haz algo útil y dile a Evanjalin que Sir Topher quiere que se reúna con él para ir a dar un paseo. Uno muy largo.

Pero estaba de vuelta a última hora de la tarde, después de que el resto de la Guardia se hubiera marchado. Finnikin notó que le estaba mirando y advirtió su expresión de desagrado. Exasperado, al final dejó caer la espada de prácticas y saltó hacia el enrejado para trepar hasta el balcón, donde ella estaba sentada bajo la luz de la luna. Cuando llegó a la barandilla, se quedó sin respiración al verla; su piel dorada brillaba con aquella pálida luz.

Con los pies en el enrejado, se impulsó con ambos brazos sobre la barra de madera.

—¿Qué? —preguntó.

—¿Disculpa?

—Disculpas todas las que quieras, pero dime cuál es el problema.

Ella se le quedó mirando y suspiró.

—¿Qué quieres que te diga, Finnikin? Eres tan bueno como ellos. A lo mejor te conviertes algún día en el mejor luchador de Lumatere. Pero no estás hecho para pertenecer a la Guardia Real. Tienes que formar parte de la corte real.

Él negó con la cabeza.

—Te equivocas. Cuando éramos niños, Balthazar siempre soñaba con el mismo futuro. Él sería el rey y yo el capitán de la Guardia. Como nuestros padres antes que nosotros.

Le miró con tristeza. Estaba a tan solo unos centímetros de él y él se resistió a cogerle el rostro con sus manos.

—Pero en aquella época Balthazar creía que viviría para siempre —dijo la muchacha—. Fue antes de que asesinaran a sus padres y sus hermanas. Cuando aún creía que existían lobos plateados y unicornios en el Bosque de Lumatere y no había ninguna diferencia entre él y un campesino. Pero sí la había. Igual que la hay entre un gran guerrero y el gran Primer Caballero real. Tu padre es uno, Finnikin, y tú eres el otro.

—¿No crees que pueda ser un gran guerrero? —preguntó.

—Hoy este patio se ha llenado de grandes guerreros. ¿Qué más da uno más? Pero no se ha llenado de grandes hombres que tengan el corazón para gobernar un reino. Cualquier hombre es capaz de matar, Finnikin. Es un golpe, una acción con la mano. Pero no todos los hombres saben cómo ser un líder. Para eso hace falta lo que tienes aquí —dijo, señalándole la cabeza— y lo que hay aquí. —Le puso una mano en el pecho.

Oyeron que una puerta se abría detrás de ellos.

—¡Finnikin! —Trevanion entró a grandes zancadas en el patio—. ¿Dónde estás? Nos vamos a los baños. ¿Te vienes?

La mirada de Finnikin estaba clavada en la de Evanjalin.

—¿Vas a ir con ellos? —preguntó la chica en voz baja.

—Siempre.

—Pues ve —dijo con desdén y dramatismo—. Déjame en la jaula dorada.

Él sonrió abiertamente.

—Tan solo estás molesta porque te tratamos como a una chica.

—Soy una chica. Y si estoy molesta es porque un puñado de hombres que no se preocupan por su higiene van a permitirse el lujo de unos baños, y los que se mueren de ganas están aquí encerrados con diez capas de mugre en la cara.

Alargó la mano y le pasó el dorso de los dedos por el rostro.

—¡Qué mentira! Yo solo noto ocho capas.

—¡Finnikin! —volvió a llamarle su padre.

—Venga, vete, pequeño pinzón —se mofó ella—, a los baños, donde puedes sentarte a comparar la destreza y atributos de la clase guerrera.

Finnikin observó a Aldron del Río pavoneándose por los baños antes de acomodarse junto a Trevanion. El joven guardia le recordaba mucho a Lucian. A diferencia del cuerpo pálido y delgaducho de Finnikin, Aldron tenía el tono de piel de las gentes del Río y había perdido hacía ya tiempo su delgadez. Finnikin se esforzó por no compararse a ninguno de los miembros desnudos de la Guardia.

—He oído que tenemos que dividirnos para viajar a Lumatere, capitán Trevanion —dijo Aldron.

Trevanion asintió.

—Tenemos que recoger exiliados de otros reinos —explicó—. Trataré el tema esta noche.

—Y, por supuesto, Aldron será el primer voluntario para escoltar a los más jóvenes —bromeó uno de los guardias más viejos.

Finnikin se volvió hacia Aldron.

—Evanjalin y el chico viajarán conmigo —dijo con frialdad—. Es lo más sencillo.

—La sencillez sería que viajaras con Perri y Musgo, y unos cuantos de los viejos para que puedan enseñarte un par de cosas sobre la defensa, Finnikin —dijo Aldron.

—Hace falta mucho carácter para manejar a Evanjalin y Froi —continuó el muchacho—. Deberías temerlos.

—¿Qué es lo peor que puede suceder? —se burló Aldron.

—Podría meterte en la prisión de las minas. O venderte a los traficantes de esclavos en Sorel —respondió Finnikin y se encogió de hombros.

—Estás intentando asustarme. ¿Es que acaso te pertenece, Finnikin? Si es así, me morderé la lengua y miraré hacia otro lado.

Los hombres se volvieron a Finnikin y esperaron una respuesta.

¿Evanjalin le pertenecía? Quería contestar que no, que pertenecía al futuro rey, al compañero de su niñez, a quien había querido como si fuera su hermano. Pero había momentos, mientras estaba tumbado con ella al lado en la oscuridad de la noche, que odiaba tenerle tanto aprecio a Balthazar. Que deseaba codiciarlo todo.

—Creo que os debéis buscar vuestras propias esposas —dijo Finnikin.

Los hombres se rieron.

—Bueno, ahí está nuestro dilema —empezó a decir Musgo—. Están los que se niegan a traicionar sus votos de lazos afectivos y se consideran todavía unidos a sus mujeres de Lumatere, y luego están los que son libres y pueden hacer lo que les viene en gana. Salvo que la primera norma de Pietrodore es que sus jóvenes están fuera de nuestro alcance.

—Tomas y yo estamos juntos —dijo Bosco desde un peldaño más abajo.

—Lo que nos recordáis todas las noches.

—Mientras que el resto no tenemos nada —se enfurruñó Aldron.

—Puedes venir con nosotros cuando quieras, Aldron —bromeó Tomas.

Los demás se rieron.

—Bueno, todos los meses disfrutamos de un día o dos en Bilson —dijo Musgo con una sonrisa y su rostro se ruborizó al instante cuando descubrió la mirada de Sir Topher sobre él.

—¿Y qué hacéis allí, Musgo? —preguntó Sir Topher con educación.

Finnikin intercambió una mirada con su mentor, que trataba de ocultar una sonrisa.

—Ah, claro —dijo Sir Topher, como si se le acabara de ocurrir algo—. Con tantos sitios de adoración y los manjares más sabrosos seguro que es difícil mantenerse a distancia.

—Por no mencionar las salas de lectura —añadió Finnikin, que captó la sonrisa de Sir Topher—. Una vez pasé allí una semana entera leyendo sobre las técnicas de lucha de los leticianos en el siglo sexto. Puedo entender lo que te ha arrastrado a esa ciudad, Musgo.

Aldron resopló.

—¡Qué vida más interesante la que llevas, Finnikin!

—Gracias, Aldron. Disfruto mucho de las discusiones filosóficas que tengo con Evanjalin. La lectura y los idiomas son sus pasiones. ¿Y las tuyas?

—Oh, sí, Aldron y Musgo son grandes lectores —respondió Perri con sequedad—. Y, en cuanto a los idiomas, creo que saben insultar en al menos seis lenguas distintas.

Después de la cena, aquella noche se sentaron sobre los mapas de Skuldenore y combinaron sus conocimientos sobre los últimos diez años. Perri señaló un trozo de tierra en el mapa, en Yutlind Norte, cerca de la frontera con Sendecane.

—Un campo de exiliados. Cuarenta y siete hombres, mujeres y niños. La mayoría de las Llanuras.

Sir Topher negó con la cabeza.

—Creíamos conocerlos todos.

—Se mantuvieron escondidos en el norte. Si hay un reino en el que no les importa que seas lumaterano, ese es Yutlind. Los yuts ya tienen suficiente con sus propias desgracias.

—¿Cómo han sobrevivido nuestros exiliados en esa zona? —preguntó Finnikin.

—Enviamos un guardia cada semana. Lexor está ahora con ellos en estos momentos. Pero nos esforzamos por mantenerlos alimentados. Por suerte, algunos han encontrado trabajo en la nación con el paso del tiempo, aunque se niegan a formar parte de la aldea, lo que les habría facilitado la vida. Son fieles a sus principios y piensan que si se alejan demasiado de los otros lumateranos, los dejarán detrás.

—Un problema que se da en la mayoría de exiliados —dijo Sir Topher en voz baja.

Finnikin terminó el trabajo en su propio mapa y los hombres silbaron, sorprendidos, cuando vieron las marcas.

—¡Cuántos campamentos! —exclamó Perri con pesar.

—¿Habéis visto a mi padre y a mi madre en vuestros viajes, Sir Topher? —preguntó Ced de las Llanuras con una expresión de esperanza en el rostro—. Escaparon río arriba hacia Sarnak durante los cinco días de lo innombrable, pero no me he cruzado con ellos desde entonces ni he conocido a nadie que los haya visto.

Trevanion no dijo nada. Finnikin sabía que su padre había reclutado al joven Ced de su propio pueblo en el río. No cabía duda del destino de sus padres.

—Temo que hayan podido perecer en Sarnak o en los campamentos de la fiebre —continuó Ced en voz baja—. En todos estos años hemos visto a muchos morir de hambre.

Trevanion miraba al suelo.

—Nosotros también —dijo Sir Topher y se aclaró la garganta—. El Libro de Lumatere que ha escrito Finnikin está repleto de los nombres de los muertos.

—Aun así no podíamos hacer mucho —dijo Perri—. Cada vez que anunciábamos nuestra presencia, quién lo iba a decir, había un ataque en nuestra posada o en el campamento.

—¿Charynitas? —preguntó Trevanion.

Perri asintió.

—Es lo que siempre habías sospechado, Trevanion.

Finnikin les miró, lleno de confusión.

—¿Cómo conocías las sospechas de mi padre, Perri?

—Hablamos de este tema durante los primeros días de mi encarcelamiento en Belegonia —respondió Trevanion.

—¿Estabas allí? —le preguntó Sir Topher a Perri, sorprendido.

Perri miró enseguida a Trevanion, que asintió.

—Durante los primeros tres años de cautividad en Belegonia, consiguieron que les arrestaran varias veces en diferentes intervalos de tiempo para estar conmigo —dijo Trevanion cansinamente.

—Tú habrías hecho lo mismo. No hubieras dejado que nos pudriéramos en una prisión extranjera —masculló Perri.

—Casi logramos sacarle una o dos veces —dijo Musgo.

Trevanion les miró y su expresión se ablandó.

—Sí ayudó —admitió—. Aquellos primeros días fueron más soportables gracias a la noticia de que uno de los hombres más nobles de nuestro reino estaba cuidando a mi hijo.

Sir Topher sonrió con humildad.

—En Belegonia recibimos un aviso de que iban a trasladar a Trevanion y le seguimos al sur; luego, seis meses más tarde, fuimos a las minas —dijo Perri.

—¿Alguno de vosotros consiguió que lo arrestaran en Sorel? —preguntó Finnikin.

Los hombres se quedaron callados.

—Creímos que serían tan fácil como en Belegonia —dijo Perri finalmente, con una expresión de pena en el rostro—. Que nos enviarían a las minas por alteración del orden público y nos sacarían en una semana. Pero subestimamos la prisión de las minas y perdimos dos hombres en las primeras dos semanas. Entonces Trevanion no lo prohibió. Hizo que se lo prometiéramos. La decisión más difícil que he tomado en mi vida fue cumplir esa promesa. A tu padre debió de habérsele cortado la respiración de miedo al verte, Finnikin.

—¿Qué hombres fueron? —preguntó Finnikin en voz baja—. ¿A quién perdisteis?

Nadie respondió por un momento.

—Angas y Dorling —contestó Kitosh de la Roca.

Finnikin se quedó blanco. Los hermanos del Pueblo de la Roca. Ambos eran inseparables. Estaban entre los más jóvenes de la Guardia y las chicas de la Roca se derretían cuando hablaban de ellos. Algunos incluso decían que las princesas se ruborizaban en su presencia. Ahora tan solo serían unos años mayores que Finnikin. Tenían un tono de piel muy parecido al suyo. De pequeños, cuando no fingían ser el rey y el capitán de la Guardia, Balthazar y él se hacían pasar por Angas y Dorling de la Roca.

—Estábamos hablando de los charynitas —dijo Perri.

Finnikin asintió con la cabeza, necesitaba un momento para volver a recobrar la voz.

—El rey impostor es débil, siempre ha sido débil, sobre todo en su papel como capitán de la Guardia Real antes que mi padre. No hay manera posible de que pudiera trazar un plan tan bueno como el golpe a Lumatere. Tan solo lo llevó a cabo.

—Pero eso era lo único que sabíamos hasta que apareció Evanjalin —dijo Sir Topher.

—¿Es amiga o enemiga? —preguntó Musgo—. Porque es una bestia jugando a cartas y a veces tengo la sensación de que el poder más fuerte de los dioses está en sus ojos.

—O es más oscuro que los espíritus —terció Perri.

Finnikin le miró. Perri sí conocía la oscuridad.

—Evanjalin es una superviviente de la masacre de Sarnak.

—Dulce y preciosa niña —suspiró Musgo.

—Y puede caminar por los sueños de aquellos que están atrapados en Lumatere —añadió Finnikin.

—Y en los de nuestro heredero —dijo Sir Topher.

Musgo silbó y Aldron se colocó entre ellos, con una expresión de incredulidad en el rostro.

—¿Es una mística? ¿Una Habitante del Bosque?

Trevanion negó con la cabeza.

—Es una montesa.

—Estaba conmigo cuando visité a Lord August en Belegonia —dijo Finnikin—. Y confirmó nuestra teoría de que los charynitas estaban involucrados en las muertes de nuestros seres queridos. Pero tenía una explicación. Lumatere era tan solo un medio para los charynitas de invadir Belegonia.

—Afirma que lo sabe por Balthazar —dijo Trevanion.

—¿Y tú la crees? —preguntó Perri, sin dar crédito.

Trevanion suspiró.

—Creo que sí.

—Tiene sentido —dijo Sir Topher—. Pusieron a un rey títere en Lumatere para tener vía libre a Belegonia, el reino más poderoso de la nación.

—Podían haber usado Osteria para eso —comentó Aldron.

—Osteria tiene a Sorel como aliado. Ni siquiera los charynitas serían tan estúpidos.

—No estoy cuestionando su teoría —apuntó Perry—. Estoy poniendo en duda la idea delirante de que puede caminar por el sueño de nuestro heredero.

—Entonces centrémonos en su teoría y no en su idea delirante —dijo Trevanion—. Los charynitas nos temen. Si liberamos Lumatere, tendremos al rey impostor y a sus hombres como prisioneros políticos; unos tipos débiles que enseguida podremos convencer para que nos revelen la verdad de los asesinatos de palacio, lo que implicaría al rey de Charyn. Los belegonianos estarán impacientes por las pruebas.

—¿Y provocar una guerra entre las dos partes más poderosas de Skuldenore? —preguntó Sir Topher con desolación—. ¿Una guerra que podría afectar a todos los reinos que rodean Lumatere?

Se hizo un silencio incómodo.

—¿Una guerra nacional?

Los hombres se volvieron hacia donde estaba Evanjalin.

—¿Es lo que conseguimos al regresar? ¿La aniquilación de toda Skuldenore?

La mayoría de la Guardia pareció de repente no fiarse de ella. Finnikin hizo espacio en el banco y ella se sentó pegada a su lado.

—Nos acaban de contar una historia fascinante, Evanjalin —dijo Perri con calma.

—¿Creéis en los dioses, señor? —preguntó la chica.

—Creo en él —dijo, señalando a Trevanion—. Y adonde él va, la Guardia le sigue. No me pidas creer en nada más.

Se le quedó mirando con expresión comprensiva.

—Tu familia vivía cerca de algunos Habitantes del Bosque, ¿no? —preguntó.

Finnikin se percató de que Perri se había sorprendido porque ella supiera aquel dato, pero no lo demostró.

—Preferiría no referirme a ellos como mi familia.

—Pero fuiste testigo de los dones que tenían algunos Habitantes del Bosque, ¿no?

Perri la miraba fríamente.

—No sabía mucho de sus prácticas místicas. El contacto que tuve con los Habitantes del Bosque no tiene nada que ver con que compartiéramos nuestras habilidades, sino con derramamientos de sangre. De la suya.

—Entonces me resultará difícil explicar lo que puedo hacer en el sueño —dijo la chica.

—Inténtalo —la animó Trevanion y le hizo un gesto con la cabeza.

—Es un hechizo de sangre —dijo Finnikin.

—Ah, ya veo. Ahora todo tiene sentido —el tono de Perri era seco.

—Y el hechizo de Seranonna fue una maldición de sangre —continuó Sir Topher.

—Y las jóvenes de Lumatere están protegidas porque los hombres del impostor creen que tienen una enfermedad en la sangre —añadió Trevanion.

—¿Puedes explicar el hechizo de sangre que te ha dado este… don, Evanjalin? —preguntó Musgo.

Evanjalin miró a Sir Topher como si buscara su permiso.

—Quizá si no das tantos detalles —dijo con las mejillas sonrosadas—. Yo explicaré el resto más tarde si es necesario.

La novicia asintió.

—Tenía doce años. Me acuerdo perfectamente porque me invadió una sensación maravillosa. Como si me fundiera con las almas de otros y sintiera una paz tal que de verdad creí que estaba en el cielo con nuestra Diosa. Aquella noche, caminé en mi primer sueño con un fardo en las manos. Un bebé.

—¿Te habló el bebé? —preguntó uno de los hombres.

Evanjalin parecía confundida.

—¿Cómo va a hablar un bebé?

—Del mismo modo que alguien camina por los sueños de otra persona. Con muy poca credibilidad —dijo Perri.

—Habría preferido que la Diosa me hubiera dado un don más creíble, señor. Quizá la habilidad de sanar o de hablar con los animales, de sostener una espada como le gusta a un hombre agarrar la suya, pero, ¡ay! estoy atrapada, caminando en los sueños de otros.

Perri tuvo la buena voluntad de parecer arrepentido y Finnikin oyó unas risas a su alrededor. Para entonces todos los miembros de la Guardia rodeaban su mesa.

—¿Entraste en el sueño de la niña? —preguntó Musgo.

Evanjalin negó con la cabeza.

—Aun así sabía que caminaba por el sueño de la madre de la niña, aunque nunca entramos en el sueño de la otra que a veces nos acompaña.

—¿La otra? —preguntó Perri.

—¿Cómo sabes adónde ir? —quiso saber Ced.

—No sé. Es como si ambos estuviéramos perdidos en esa escena onírica y de repente estamos dentro de los sueños de alguien. A veces es maravilloso, pero otras… no puedo deciros los demonios que visitan a los humanos en sus pesadillas. La culpa es el monstruo más terrible. El remordimiento, mortal. Pero lo peor son los recuerdos. Aun así, en ocasiones, son las únicas cosas que mantienen con vida a los nuestros.

—Debes de tenerle pavor a soñar —dijo Aldron.

—En absoluto. Cuando el sueño comienza al principio es hermoso. Siento alegría pura. Creo que experimenté la euforia de una mujer de gran valor que sostenía a su recién nacido en brazos. —Miró de manera significativa a Trevanion—. Era una mujer en cuyos sueños ya había caminado antes.

—¿Era Beatriss? —preguntó en voz baja—. ¿Beatriss dio a luz a un niño hace cinco años?

—¿Beatriss? —Se oyeron unos rumores entre ellos—. Trevanion, ¿qué dices? —preguntó Musgo—. Que Lady Beatriss está… está…

—A lo mejor está viva. A lo mejor está ayudando a aquellos responsables del debilitamiento del hechizo de Seranonna —dijo Trevanion con firmeza.

—¿Quiénes serían esas personas? —preguntó uno de los guardias—. Quedaron muy pocos de los que adoraban a la Diosa Sagrami durante los cinco días de lo innombrable.

—El monasterio de Sagrami —dijo Perri en voz baja—. Tan solo pueden ser las novicias.

—Las novicias morirían con el resto —insistió Musgo.

Evanjalin volvió a mirar a Perri.

—La otra que camina en los sueños con nosotras tiene mucho poder. La niña se ve atraída hacia ella como la atrae su propia madre. Creo que tiene luz pero también oscuridad en su interior.

—Tesadora —dijo Perri entre dientes.

—Parecéis estar muy convencido de que Tesadora y las novicias están vivas, señor —dijo Evanjalin.

Perri no respondió.

—¿Eso es bueno o malo? —preguntó otro de los guardias—. ¿Que esa Tesadora se haga cargo de Lumatere?

—Su madre era Seranonna —dijo Trevanion.

Finnikin vio las miradas de los guardias al mencionar el nombre de Seranonna.

—Su propia gente confiaba tan poco en Tesadora como el resto de Lumatere, así que digamos que no se crio en el seno de su pueblo. Es astuta y tiene un alma muy oscura —dijo Perri.

—Justo la persona indicada para romper el hechizo oscuro que lanzó su madre —dijo Evanjalin.

—Pero debes de equivocarte al decir que Lady Beatriss la está ayudando —discutió Perri—. Una era novicia de Lagrami y la otra de Sagrami. No hay modo de que Tesadora de los Habitantes del Bosque y Beatriss de las Llanuras estén relacionadas. No es posible que Beatriss le confiara su hijo a alguien de un espíritu tan oscuro. No subestimes el odio de Tesadora hacia el mundo.

—Confías a tus hijos a aquellos que tienen la fuerza para protegerlos —respondió Trevanion.

—La otra… quiero decir, Tesadora camina en el sueño con nosotras solo a veces —dijo Evanjalin—. Pero no percibo su maldad. Tan solo una fuerte voluntad. Sé que está ahí por la niña. Está allí cuando el sueño es oscuro y aterrador. Ayer por la noche en el sueño había mucho dolor, pero los poderes de Tesadora aseguraron que la niña no oyera ni viera nada que pudiera dañarla. La niña es inocente. No puedo pensar en el efecto que tiene sobre Tesadora.

—¿Y a ti? —preguntó Finnikin—. ¿Quién te protege a ti?

—La fe en mi Diosa, por supuesto.

Había una mezcla de intriga y escepticismo en los rostros de los guardias a su alrededor.

Perri se volvió hacia Trevanion.

—¿Y cuál es tu plan?

—Nos dividiremos. Cada grupo viajará a un reino distinto para recoger a nuestros exiliados. Nos reuniremos en el Valle de la Tranquilidad tan pronto como sea posible. Musgo y Aldron, quiero que vayáis a Lastaria esta noche. El sacerdote real está allí.

Los guardias tomaron aire.

—¿El bendito barakah? —preguntó uno en murmullos.

Trevanion asintió.

—Viaja con un gran número de exiliados. Traedlos al Valle de la Tranquilidad. El resto viajaréis en grupos de cuatro o cinco. Si os cruzáis con algún exiliado, haced lo que podáis para convencerles de que se unan a vosotros, pero bajo ninguna circunstancia quedaos con ellos en los campamentos o los asentamientos. Hay demasiados asediados por la fiebre y el miedo. En cuanto lleguéis al Valle, quiero que entrenéis a todos los hombres y las mujeres fuertes para que usen el arco. El ataque al impostor y sus hombres tiene que ser rápido y preciso, si no no conseguiremos tomar el palacio.

Hubo murmullos entre la Guardia.

—El rey impostor entró en Lumatere con seiscientos hombres. Nuestra propia gente ha podido ser reclutada como parte de su ejército. ¡Quién sabe!

—Pero ¿cómo vamos a entrar? —preguntó uno de los soldados.

Todos miraban a Evanjalin.

—Tenemos que encontrar a los monteses —dijo Trevanion—. Puede que tengan la llave.

Perri negó con la cabeza.

—No se les ha visto en diez años. Regreso al Valle con Musgo cada año en la época de la Luna de Cosecha y no les hemos visto el pelo.

Evanjalin se levantó y los hombres al instante se alzaron con ella, lo que agradeció con un gesto de la cabeza.

—Nuestro rey nos ayudará a cruzar la puerta principal —dijo la chica—. Eso se prometió en la maldición.

Y entonces se marchó y lo único que Finnikin pudo oír fue el nombre de Balthazar susurrado por toda la habitación.