Capítulo 15

El sendero que llevaba a Pietrodore estaba bordeado de un espeso bosque a un lado y un empinado descenso que daba al camino de debajo por el otro. Las piedras que pisaban se hacían más peligrosas conforme avanzaban. Estaba claro que Pietrodore era un pueblo al que no quería que llegaran con facilidad y, a pesar de su entusiasmo anterior, Finnikin no podía dejar de pensar en la posibilidad del fracaso. Intentó ignorar los interminables quejidos de Froi sobre que tenía hambre y los resoplidos que indicaban el agotamiento de Sir Topher. En cambio se vio animado por la esperanza de Trevanion; era como si su padre estuviera deseando que sus hombres estuviesen en el último puesto antes de la frontera. A pesar del amor que sentía por su hijo y Beatriss, Trevanion no estaba nunca completo sin su guardia, y Finnikin sabía que su padre no estaría totalmente tranquilo hasta que estuviera de nuevo entre ellos.

Como muchos lugares que habían visto en Yutlind, el pueblo estaba muy bien vigilado. No obstante, Pietrodore no se hallaba alineado ni con el norte ni con el sur, eran hostiles tanto con los extranjeros como con los yuts. No había entrado en guerra desde hacía décadas, debido a su localización y porque carecía de valor estratégico. Finnikin podía oír a los soldados en la puerta hablando yut común, y recibió, contento, el sonido de la lengua, aliviado. Después de la impotencia que había sentido con los guerreros de espíritu y los de la aldea rocosa, volvía a tener una pequeña cantidad de orgullo.

Pero los dos soldados que hacían guardia les negaron la entrada. Su hostilidad era palpable y su decisión final. Finnikin dio un paso hacia delante para tratar de razonar con ellos, pero enseguida se echaron las manos a las espadas. No se atrevió a preguntar por la Guardia Lumaterana y se dio cuenta con un mal presentimiento de que habían hecho el viaje en balde. Entonces notó que Evanjalin se había puesto a su lado.

—Este es mi novio —le dijo a los soldados con expresión inmutable—. Vamos a celebrar nuestro enlace.

No hubo respuesta.

—Nuestro guía espiritual —continuó Evanjalin, señalando a Sir Topher—. El padre y el hermano pequeño de mi prometido serán los testigos.

Uno de los soldados le echó un vistazo a Froi, Trevanion y Sir Topher, quienes asintieron, a pesar de que no tenían ni idea de lo que había dicho.

—Nos han perseguido por nuestra unión en todas las regiones de este reino.

Evanjalin se volvió hacia Finnikin y con cuidado le levantó la camisa para señalar la herida roja que tenía en el costado. Los soldados se quedaron mirando la herida, pero sus expresiones no cambiaron. Miró a Finnikin con tal tristeza que él casi se creyó aquella historia lamentable.

—Encontraremos un modo —dijo con dulzura.

—Vinimos en busca de refugio —continuó la chica y se volvió hacia los hombres— porque hemos oído que en este pueblo nadie me llamaría la escoria de la nación. —Les dejó ver su hombro izquierdo—. Ni me marcarían como a un animal.

Finnikin se esforzó por ocultar su sorpresa. La marca era de hecho como las que les ponían al ganado: unos números estampados a fuego vivo en la piel. Vio que Trevanion se estremecía y de los ojos de Sir Topher brotaron unas lágrimas de rabia.

«Oh, Evanjalin, ¿qué más nos has ocultado?».

—Nos han dicho que ningún otro pueblo puede igualar a Pietrodore en pureza e integridad —continuó Finnikin—. Los demás están contaminados de sangre y pena, pero por el amor a esta mujer atravesaría la nación… no, la tierra para encontrar un lugar donde nunca más volvieran a marcarla.

Evanjalin se arrodilló a los pies del soldado más grande, que se movió, incómodo. Finnikin no conocía la historia de aquellas gentes. Tal vez habían soportado miles de años de persecución por su posición en una frontera devastada por la guerra. Tal vez aquellos soldados habían heredado el dolor de sus antepasados. Pero arrodillada a sus pies había alguien a quien habían marcado como una esclava, y ningún otro reino había perdido a tantos hijos en la esclavitud como Yutlind. El hombre corpulento extendió la mano para tapar el hombro de Evanjalin y entonces la ayudó a ponerse de pie. Con un movimiento de cabeza en dirección al pueblo, los dejó entrar.

Atravesaron las puertas con semblante grave. Finnikin no apartó los ojos de Evanjalin mientras caminaba delante de él entre Sir Topher y Froi. Cuando tropezó, la mano de Trevanion la sostuvo y meció con cuidado su nuca en su mano durante unos instantes antes de soltarla.

La calle principal era lo bastante amplia para un carro y un caballo, y estaba bordeada de tiendas llenas de botas, armaduras y gremios pintorescos. Unos senderos a izquierda y derecha llevaban a casas decoradas con flores. Desde todas las direcciones, Finnikin alcanzaba a ver el muro bajo de piedra que rodeaba el pueblo y, más allá, las vistas arrolladoras de Yutlind.

Al final de la calle llegaron a la plaza del pueblo. Allí, las paredes de arenisca en las casas estaban cubiertas de rosales que trepaban, desbordando color y fragancia. Finnikin observó cómo Evanjalin se detenía y se quedaba contemplando las rosas, llena de asombro. El muchacho se había acostumbrado a la sencillez de su vestido y apariencia. Le sorprendía que se maravillara de los colores a su alrededor y se preguntó sobre la chica que una vez fue. ¿Habría soñado con colocarse flores en el pelo o en perfumar su piel con la delicada fragancia de la madreselva?

Continuaron hacia el punto más alto del pueblo, desde el que podían ver las cuatro aldeas rocosas de Yutlind Sur. Justo debajo estaba el río que rodeaba las llanuras, y a lo lejos otro pueblo rocoso. El paisaje era exuberante: había diez tonos distintos de verde, algunos del color del musgo brillante, otros del color de las hojas bajo la luz del sol, todo en contraste con el suelo oscuro de la tierra arada.

—Están aquí —murmuró Trevanion—. Lo sé.

—¿Porque es casi una réplica de Lumatere? —preguntó Sir Topher.

—Tan fácil como eso. —Hubo una ligera sonrisa en el rostro de Trevanion—. Mi guardia era una panda de sentimentales. Nunca me los imaginé en un campamento.

—A lo mejor tendríamos que conseguir esta zona para nuestros exiliados —dijo Finnikin en broma— y añadir más color a la guerra de este reino.

Trevanion le echó otro vistazo a la pequeña Lumatere que veía a sus pies.

—¿Qué plan tienes? —preguntó Sir Topher.

—Finnikin y yo iremos a buscar unas habitaciones para pasar la noche —respondió Trevanion—. Evanjalin, ve con Sir Topher para encontrar comida y provisiones. Habla yut, no lumaterano. Froi, quédate aquí y no te metas en problemas. Volveremos pronto.

—Le pido a Lagrami que tengamos buenas noticias de tus hombres, Trevanion —dijo Sir Topher.

Finnikin siguió a su padre hasta una posada. Los pocos hombres que estaban sentados allí bebiendo se los quedaron mirando fijamente durante un buen rato. De la cocina salía un olor a carne asada y el estómago de Finnikin respondió con avidez.

—Estamos buscando a unos amigos nuestros que se han instalado aquí —dijo Finnikin en yut mientras observaba al posadero limpiar los cristales detrás de la barra—. Son extranjeros.

—Aquí no están —respondió el hombre, sin levantar la vista.

Finnikin intercambió una mirada con Trevanion, quien no pareció necesitar traducción.

—Pues entonces tal vez podamos descansar nosotros —continuó Finnikin—. Hemos venido desde lejos.

Uno de los jugadores de cartas de las mesas del fondo caminó hacia la barra y se colocó tan cerca de Finnikin que Trevanion le fulminó con la mirada.

—Está lleno —repitió el posadero.

—¿Lleno, dices? —Finnikin echó un vistazo al espacio casi vacío y luego volvió a mirar al hombre—. No somos una amenaza para vosotros —dijo en voz baja.

El posadero se inclinó sobre el mostrador con la cara a un suspiro de la de Finnikin. Había algo desagradable en su sonrisa y, al hablar, le dio un codazo a Finnikin para causar más efecto.

—Y sigue estando lleno.

Al instante, Trevanion agarró al hombre por el cuello y le golpeó la cara contra el banco que había entre ellos. Su mirada asesina no desapareció hasta que Finnikin le colocó una mano en el brazo para contenerlo. El jugador de cartas que se había unido a ellos se apartó un poco cuando Trevanion empujó al posadero detrás de la barra.

Fuera, Evanjalin y Sir Topher les esperaban bajo el sol de la tarde que perdía intensidad. El rostro de Evanjalin reflejó anticipación y el de Sir Topher, decepción.

—Cerraron los postigos en cuanto nos acercamos —se quejó Sir Topher—. ¿Habéis conseguido algo?

Trevanion no habló mientras avanzaban hasta el límite de la plaza.

—No —masculló Finnikin, intercambiando una mirada con Evanjalin—. Creo que necesito hacer esto con mi prometida y no con mi padre —farfulló en yut.

Trevanion le lanzó una mirada furiosa.

—¡Hablamos lumaterano entre nosotros! —exclamó—. Lo que tengas que decirle a Evanjalin, dínoslo a todos.

—No es justo, Finnikin —dijo Sir Topher.

Finnikin negó con la cabeza, frustrado.

—A veces me es más fácil cuando no cambio continuamente de idioma —mintió.

Froi estaba levantado cuando se acercaron para ver qué traían.

—¿Dónde está comida? —preguntó.

—Me alegra saber que cada vez hablas mejor, Froi —le criticó Evanjalin—. Pero no recuerdo qué autoridad tienes para exigir tu parte.

—Hambre —masculló Froi.

—¿Y acaso nosotros no? —le soltó Finnikin.

—Es un crío que necesita comer —le amonestó Sir Topher—. Tú a su edad eras igual, Finnikin.

—No.

Sir Topher resopló, incrédulo.

—Quedaos aquí —ordenó Finnikin—. Os traeré comida. —Señaló con un dedo a su padre—. ¡No pelees con los del pueblo!

Trevanion tenía el ceño fruncido.

—Llévate mi espada y a la chica.

Mientras se alejaban, oyó que Sir Topher decía:

—A veces creía que me iba a comer en sueños, en serio.

Finnikin caminaba a grandes zancadas delante de Evanjalin hasta que ella le colocó la mano en el brazo. Señaló uno de los callejones más amplios, hacia un patio donde había una fuente exterior en el muro del pueblo.

—Al menos llenemos las cantimploras —dijo.

Mientras caminaban hacia el patio, los aromas de las cocinas de las casas cercanas hicieron que el estómago de Finnikin se quejara de nuevo y se lo agarró.

—Creo que ese ha sido mi estómago —dijo Evanjalin con una risa—. Esta noche cenan cerdo asado.

Pero Finnikin no quería pensar en el brazo derecho de Evanjalin y su marca de esclava.

—Pues esta noche tú también tendrás cerdo asado —anunció.

El patio era una versión más pequeña de la plaza principal, con casas que daban al oeste. Estaba vacío y Finnikin sospechó que el pueblo tenía un toque de queda, lo que significaba que les quedaba poco tiempo para organizar dónde comían y se alojaban. Llenó ambas cantimploras y luego se echó agua fría en la cara.

—Desde luego tendremos que robarlo —respondió, aún pensando en su cena.

—¿Me estás pidiendo que cometa un delito? —preguntó, fingiendo horror.

Él se rio.

—Esa no es manera de empezar nuestra vida de casados, pero el cerdo asado será mi regalo para ti.

—¿Y qué quieres a cambio?

—Un ganso no estaría mal —contestó—, pero no me importa si es potaje. Incluso pan duro me iría bien. Cualquier cosa para que Froi cierre el pico.

Estaba a punto de poner la cabeza debajo de la fuente para limpiarse la mugre, cuando el frío roce de una espada en su cuello le detuvo. Evanjalin se quedó tensa a su lado.

—Date la vuelta —dijo el agresor con una voz cavernosa.

De reojo vio la mirada de Evanjalin, pero antes de que pudiera hablar, el atacante la apartó de un empujón y ella cayó al suelo.

—¡Deja que esta lucha sea entre nosotros! —dijo Finnikin mientras blandía Piedad.

Se enfrentaba a un gigante. Era altísimo y corpulento, con una barba y un pelo oscuro muy cortos. Sujetaba dos espadas. Sus puños eran gruesos, el doble de grandes incluso que los de Trevanion, y defendió el primer golpe de Finnikin con gran destreza.

Evanjalin volvió a ponerse de pie y le tiró la cantimplora al gigante, pero no le afectó mucho mientras su espada chocaba con la de Finnikin.

—Estoy jugando con él —dijo el gigante con un tono poco amable—. Haz eso otra vez, niña, y le mato.

—Vuelve a empujarla, a amenazarla o a mirarla, ¡y el que morirás serás tú! —replicó Finnikin, que hizo retirarse al hombre por un breve instante.

—Te lo pondré más fácil.

El gigante dejó caer la espada que sostenía en la mano izquierda y levantó la derecha para indicar quién estaba al mando.

Finnikin se fijó entonces en quién era el hombre y se esforzó por reprimir una sonrisa.

—Ve a buscar a mi padre, Evanjalin —dijo, retirándose el pelo de la cara con un soplido.

Oyó cómo caminaba hacia atrás antes de echar a correr.

—Va a buscar a tu padre —dijo con desdén—. ¿Debería estar asustado?

—Probablemente. Eres lumaterano, ¿no? —le preguntó Finnikin en yut, intentando sonar como si tuviera aliento para luchar y hablar.

Una expresión lúgubre cruzó el rostro del hombre.

—Haces demasiadas preguntas, delgaducho.

—¿Delgaducho? ¿Es el insulto más fuerte que tienes?

Los ojos del gigante se entrecerraron y aceleró hasta que el brazo de Finnikin empezó a dolerle y las piernas a torcérsele.

—Tienes pinta de ser del Río —se burló Finnikin—. De los que van en segundo lugar, después de los lumateranos de la Roca, he oído.

El gigante apretó los dientes y Finnikin quiso reírse al ver lo fácil que era provocarle.

Musgo del Río.

La Guardia siempre se había mofado de él por su nombre. Era el mayor bribón entre los hombres del rey, pero Balthazar e Isaboe le habían adorado y él quería a los príncipes como si fueran sus propios hijos. La angustia que sufrió al descubrir en el bosque los cabellos y la ropa de Isaboe empapados de sangre aquella mañana había sido tan grande que Trevanion tuvo que retenerle para evitar que se machacara el cuerpo con las piedras.

—Hablas demasiado —soltó Musgo—. Y por lo que sé de Lumatere, los hombres del Río van primero.

—¿Ah, sí?

Con un gruñido, Finnikin le empujó y luego tiró su propia arma a un lado.

Musgo del Río se quedó mirándole, confuso, con la espada aún bien agarrada.

Finnikin fue enumerando con los dedos.

—La Roca. El Río. Los Montes. Las Llanuras. El Bosque. Por orden de fuerza —le provocó.

—Quieres morir, amigo, ¿no? Mi padre solía decir que cualquier tonto que pensara que podía ser mejor que un lumaterano del Río no merecía vivir.

—Y mi padre diría que muy pocos hombres quedan bien con la nariz rota.

Al decir eso, Finnikin se dio la vuelta para darle una patada a Musgo en la cara. El grandullón retrocedió a trompicones, sorprendido, y entonces un destello de algún tipo de satisfacción apareció en sus ojos. Tiró la espada a un lado y arremetió contra Finnikin.

—Cuerpo a cuerpo —dijo, asintiendo con aprobación—. Intenta no gritar como una chica.

Trevanion corrió hacia el patio, seguido de Sir Topher, Evanjalin y Froi. Llegaron justo a tiempo de ver a Finnikin atrapado en una llave de cabeza por un hombre que doblaba su tamaño.

—¿Qué están haciendo? —preguntó Sir Topher, alarmado.

—Están demostrando su hombría —respondió Evanjalin con aburrimiento—. Supongo que es uno de los vuestros, ¿verdad, capitán Trevanion?

Evanjalin y Sir Topher se dieron la vuelta para mirarle y Trevanion no pudo contener su alegría. Notó cómo los labios se le movían hasta esbozar una sonrisa.

—Sí —respondió—. Los dos son míos.

Finnikin salió volando por los aires y aterrizó a sus pies con un quejido.

—Tiene el lado izquierdo más débil —consiguió chivarle Trevanion antes de que Finnikin volviera a ponerse de pie.

—¡Dulce Diosa, es Musgo del Río! —exclamó Sir Topher y le dio un golpe a Trevanion en el hombro con regocijo—. Es muchísimo más grande que Finnikin —añadió—. Le podría hacer daño.

—Dice que solo está jugando con él —les informó Evanjalin cuando uno de los aldeanos se asomó al balcón para ver la pelea que había abajo.

Finnikin danzó y se agachó alrededor del gigante, dando puñetazos ante cualquier oportunidad que se le brindaba.

—Mi padre dice que tienes más débil el lado izquierdo —dijo.

Le dolía la cabeza por el constante movimiento.

Musgo le atacó con la izquierda y Finnikin volvió a agacharse, pero luego saltó sobre la espalda del grandullón para tirarle de las orejas.

—Y mi padre lo sabría. —Por el rabillo del ojo, vio que Evanjalin se acercaba—. ¡Apártate, Evanjalin, o te lastimarás!

—¿Cuánto tiempo va a durar esto, Finnikin? Pregúntale si tiene comida. Me has prometido cerdo asado.

Finnikin puso los ojos en blanco mientras Musgo se balanceaba de un lado a otro, intentando sacárselo de la espada.

—¡Mujer, estoy intentando luchar! ¿O es que no te has dado cuenta?

Musgo alargó el brazo para coger a Finnikin de su jubón y lo subió por encima de su cabeza. Pero entonces se detuvo de repente, dejó al chico en el suelo y se le quedó mirando.

—¿Finnikin? ¿Ha dicho Finnikin?

El muchacho estaba algo mareado, el mundo daba vueltas sin control.

—¿Finn? —volvió a preguntar Musgo y entonces se le pasó otra cosa por la mente—. ¿Le has dicho que fuera a buscar a tu…?

Se dio la vuelta hacia los demás.

—Bendito día —murmuró—. ¡Oh, bendito día!

Se acercó a Trevanion, con una expresión de asombro en su cara, y soltó una gran carcajada. Si a Finnikin no le pitaba ya el oído izquierdo por algún golpe, se quedaría sordo por el volumen. Musgo agarró a Trevanion y le levantó del suelo, mientras ambos se reían por la alegría de verse, lo que hizo que los espectadores de los balcones aplaudieran.

—El posadero dijo que unos extranjeros preguntaban por nosotros. Pensamos que tal vez erais espías charynitas. —Finnikin vio que Musgo se enjugaba las lágrimas de los ojos—. Nunca me hubiera imaginado esto. —Miró a Sir Topher y le dio un abrazo muy fuerte—. Es un día bendecido por Lagrami, Sir Topher.

Finnikin se puso de pie, tambaleándose, a su lado. Musgo le dio una palmada en la espalda con su enorme mano antes de mirar a Evanjalin.

—¿Has dicho comida, preciosa?

El rostro de Evanjalin se iluminó por el cumplido.

—Esta noche nos daremos un banquete, amigos míos.

La Guardia Real de Lumatere estaba alojada en una posada en la otra punta del pueblo. Había sido su hogar durante los últimos cinco años. Pasaban sus días entrenando a los soldados de Pietrodore y calculando tácticas de combate para un ataque al palacio si conseguían entrar a Lumatere. Cada año, Perri y Musgo volvían al Valle de la Tranquilidad para ver si había algún cambio.

—Es demasiado oscuro para describirlo —dijo Musgo en voz baja mientras les conducía por unas escaleras de piedra que se desmoronaban hacia el tejado plano de la posada—. La niebla de malevolencia rodea todo el reino, así como el Bosque de Lumatere.

Desde el tejado, Finnikin vio un gran patio interno rodeado de altos muros.

—Aquí es donde entrenamos a los chavales de Pietrodore —explicó Musgo mientras abría la puerta del tejado.

Bajaron por unas escaleras estrechas de madera hasta llegar a una sala amplia y rectangular, tres pisos más abajo. A pesar de la tenue luz, había mucha actividad. Estaba llena de los antiguos miembros de la Guardia Real, hombres aguerridos que para Finnikin tenía el mismo aspecto que en la época que defendían Lumatere. Llevaban el pelo muy corto y su expresión corporal transmitía buena disposición. Algunos estaban jugando a cartas, mientras otros estaban sentados con las cabezas inclinadas y juntas.

Musgo sonrió a Finnikin abiertamente.

—Caballeros —les llamó— y oigo que también están presentes algunas damas, Aldron.

Los hombres se rieron sin levantar la vista.

—La última mujer que vi fue tu esposa cuando la dejé esta mañana, Musgo —dijo el hombre que Finnikin supuso que era Aldron al final de la sala.

—Tenemos invitados.

Varios hombres dejaron de hacer lo que estaban haciendo y prestaron atención a Musgo. Entrecerraron los ojos en la penumbra y Finnikin advirtió que, como en el pueblo de Pietrodore, los visitantes rara vez entraban en sus dominios.

—Cortesía de la Guardia Real extranjera —continuó Musgo.

En esta ocasión todos los hombres se pusieron de pie y desenvainaron sus espadas al unísono.

—Musgo, ¿dónde está la gracia? —preguntó un hombre, que se acercó a ellos.

Finnikin le reconoció al instante. Perri. El hombre de confianza de Trevanion. El hombre que le había dejado en manos de Sir Topher durante los días de la pesadilla después de lo innombrable; el hombre que le había dado la espada de Trevanion.

Perri se detuvo delante de ellos. Estaba delgado y no medía lo mismo que Musgo y Trevanion, pero no había debilidad en su cuerpo. Como siempre le había pasado de niño, Finnikin tembló al ver hombres tan impactantes.

El muchacho se percató de que Perri los había reconocido. Se colocó delante del capitán y sus rostros se torcieron por la emoción contenida. Se estrecharon entre sus brazos, con los puños apretados por la fuerza de sus sentimientos. Fue curioso, pero el resto de la sala se acercó y de repente un rugido de voces masculinas gritó el nombre de Trevanion.

—¿Están llorando? —preguntó Froi con desdén.

Por un momento la sala quedó en silencio. Finnikin observó a los hombres darse la vuelta para mirar a Froi como si fuera un mosquito que pudieran aplastar en cualquier instante. Froi, al menos, tuvo el sentido común de parecer asustado.

—¿Se ha burlado de nosotros? —preguntó uno de los guardias más jóvenes.

Trevanion cogió a otro guardia y le dio unas palmaditas en el hombro.

—Eras la mitad la última vez que te vi, Aldron.

—Tenía quince años, capitán —protestó Aldron— y jurasteis que nunca permitiríais un guardia tan joven. Pero dijisteis que tenía el corazón de un león.

—Como tu crío.

Musgo sonrió abiertamente a Finnikin, que sintió la oscura mirada de Perri clavada en él. Aunque era una mirada de orgullo.

—Pequeño pinzón —murmuró Perri. De pronto agarró a Finnikin con una llave de cabeza mientras los demás le animaban—. ¿Y dónde está Sir Topher? —preguntó Perri al darse la vuelta.

—Sintiéndose como el hombre más bajo del reino —respondió Sir Topher con una risa, perdido en medio del grupo.

Hubo tres hurras por el Primer Caballero del rey.

Tras el entusiasmo inicial, la Guardia estaba abrumada. Finnikin veía en sus expresiones como si no tuvieran ni idea de quién acababa de entrar en su posada. Había preguntas en sus ojos. Trevanion lo notó y alzó la mano para que se callaran. Estudió los rostros de la sala y luego miró a Froi y Evanjalin, que parecían sorprendidos por toda aquella celebración. Con cuidado, Trevanion los llevó hasta él y los colocó de cara a sus hombres, rozando el dorso de la mano por el rostro.

—Caballeros —dijo en calma—, les presento al futuro de su reino. La sangre de la vida. Recuperaremos Lumatere. Por ellos.

Los guardias los levantaron a ambos en el aire y Finnikin vio alegría y miedo en Evanjalin.

Pero Froi miró a su alrededor, asombrado.

Como si no hubiera visto nunca el mundo desde tan alto.