Cuando Trevanion despertó a Finnikin era por la mañana y los guerreros de espíritu se habían ido, todos excepto uno.
—¿Cuándo se marcharon? —preguntó con voz ronca y una mano delante de los ojos para bloquear la luz cegadora del sol.
—Hace dos días.
—¿Hace dos días? ¿He dormido durante dos días?
—Y no por eso tienes mejor aspecto —dijo Trevanion—. Pero tenemos que seguir avanzando.
Finnikin se puso de pie con dificultad y aquel rápido movimiento le causó un dolor punzante en el costado, pero Evanjalin estaba allí para sujetarle la mano. Aunque se sentía débil, ignoró el gesto y observó cómo la mano de la chica caía a un lado.
—Será mejor que comas algo, Finnikin —dijo Sir Topher mientras llenaba el fardo de Froi con bayas y pescado salado.
Finnikin pilló al guerrero de espíritu mirándole fijamente.
—¿Somos sus prisioneros?
—Tendrás que preguntárselo a Evanjalin.
Pero no podía mirarla. Bajo la fuerte luz del día había visto la tensión en su cara y el modo en que el agotamiento le había amoratado los ojos. Todo por arriesgar su vida por él.
—El guerrero de espíritu se queda con nosotros hasta que lleguemos al primer centinela más allá de las praderas —dijo en voz baja—. Será nuestro guía.
Se acercó adonde Froi estaba holgazaneando, apoyado en un árbol, comiendo bayas de uno de los fardos a sus pies.
Trevanion le pasó a Finnikin un cuenco de estofado frío y lo engulló con avidez mientras contemplaba cómo su padre recogía su fardo.
—Estamos a tres días a pie del primer pueblo rocoso. El guía nos llevará por las praderas en vez de por el río. De lo contrario, habría demasiadas tribus rebeldes a las que enfrentarnos.
A tres días a pie de los hombres de Trevanion. Finnikin se preguntó cómo se sentiría si estuviera a tan solo unos días de ver a Balthazar o Lucian. La mayor parte del tiempo no recordaba el aspecto de sus amigos, pero oía sus voces ahora más que nunca. Fragmentos de sus conversaciones rondaban su sueño.
Intentó cogerle un fardo a su padre, pero este se negó a pasárselo.
—Puedo llevarlo yo —insistió Finnikin.
Trevanion suspiró.
—Tenía razón la chica sobre la terquedad de los que tienen en su sangre la mezcla del Río y de la Roca.
Finnikin miró hacia donde Evanjalin estaba reprendiendo a Froi junto al árbol.
—Ninguna montesa tiene derecho a acusar a alguien de obstinación.
Salieron de la selva con el sudor empapando sus ropas, que se les pegaban al cuerpo por la humedad. Finnikin podía oír la respiración áspera de Sir Topher detrás de él. Unos insectos diminutos se mezclaban con las gotas de sudor que le caían por la cara mientras intentaba seguirle el paso al guía, un joven lleno de adornos hechos de dientes humanos. El guerrero de espíritu les había prometido que llegarían a la aldea rocosa del líder yut al día siguiente por la tarde.
—¿Es el líder de Yutlind Sur, dices? —preguntó Sir Topher, que se detuvo a recuperar el aliento.
—Creo que nos están llevando al fuerte troglodita del rey del sur —explicó Evanjalin, tirando agua de una botella en sus manos para dar unas palmaditas sobre el rostro de Sir Topher.
No había hablado con Finnikin desde el rechazo de aquella mañana. Cada vez que él la miraba, tan solo podía verla de pie en el claro a merced de los guerreros de espíritu. Suplicando por su vida.
—Dice que solo hay cuatro pueblos rocosos en Yutlind Sur. Todos son puestos de combate. Los hombres del capitán podrían estar trabajando por la causa del sur —continuó.
—Una idea excelente involucrarnos en una guerra de diez mil años que no tiene sentido ni siquiera para los que están luchando —masculló Trevanion.
Al salir de la espesa vegetación, sintieron cierto alivio. Más allá de la selva, la vasta extensión de praderas, que les conduciría al centro de Yutlind Sur, estaba libre de árboles o sombra. Finnikin recordaba poco del viaje, salvo el calor atroz y la fiebre que no dejaba de subir y bajar, hasta que temió que nunca le abandonaría cualquier infección que pudiera habérsele metido dentro.
Por la tarde pararon en un poblado de nómadas. Finnikin no pudo evitar pensar qué distinto era aquel campamento al que habían construido los exiliados de Lumatere. Unas lonas perfectamente redondas, teñidas de los colores del arcoíris, se extendían por la pradera. Las mujeres estaban sentadas, cosiendo trozos de cuero de caballo y lanzando tímidas miradas a sus visitantes.
Trevanion se acercó a los hombres del poblado, que rodearon a caballo el asentamiento. Sus animales eran buenos especímenes, fuertes y hermosos. La admiración de Trevanion era evidente y, al cabo de un instante, uno de los patriarcas dio una orden a un hombre más joven, que desmontó y le dio a Trevanion las riendas. El patriarca golpeó la ijada del caballo y salió a gran velocidad, con la montura de Trevanion detrás.
Por la noche, les dieron leche de yak y pastel de maíz. Mientras comían, una joven con la cara bronceada y los ojos de color miel acarició la quemadura del sol que le había aparecido a Finnikin en la piel. Le tocó el cabello pasándole los dedos y le habló en la lengua gutural del yut sureño.
—¿Qué está diciendo? —le preguntó a Evanjalin.
—Que los hombres de verdad no tienen el pelo de tu color —respondió y caminó hacia Froi.
Le arrebató de las manos un trozo de pastel al ladrón y se lo devolvió a Sir Topher.
Cuando Trevanion regresó, ayudó a Finnikin a levantarse.
—Nos han permitido utilizar una tienda, Finn. No tiene sentido continuar si aún estás débil y te duele todo.
Finnikin no discutió. Era un alivio estar tumbado sobre una estera fuera de la luz del sol. La tienda era minúscula y cuando Sir Topher y su padre entraron, tuvieron que agacharse junto a él.
—Intenta dormir un poco —dijo Trevanion y comprobó la tela alrededor de la herida de Finnikin—. Veremos qué podemos hacer para mitigar el dolor. Es la fiebre lo que te debilita.
—Evanjalin sabrá qué hacer —dijo Finnikin en voz baja.
—Está descansando, pero ha sido lo bastante amable para preparar esta pasta para tus achaques —dijo Sir Topher alegremente al agacharse a su lado—. ¿Puedes incorporarte?
A Finnikin le resultó imposible descansar con el flujo constante de visitas a su tienda. Si no era su padre o Sir Topher, era el guía, el guerrero de espíritu, que insistía en hablarle en un idioma que no podía entender. Todos menos Evanjalin. La chica yut fue a administrarle un aceite en la quemadura de la piel. Sus dedos eran suaves y su sonrisa, cálida.
Cuando Froi entró, Finnikin comprobó que el ladrón tan solo se había ofrecido voluntario a llevarle comida para poder disfrutar de un rato sin sol.
—Haz algo útil y tráeme a Evanjalin —le dijo con firmeza.
—Yo no me muevo —masculló Froi.
—¿Quién está al mando aquí? —preguntó Finnikin—. ¿Tú o yo?
El rostro del ladrón reflejó una expresión desdeñosa mientras se ponía cómodo.
—Creo que ella.
Se quedó dormido y, al despertar, Evanjalin estaba a su lado, desenvolviendo la gasa que le cubría la herida. Salía un hedor insoportable de la secreción, pero la novicia trabajaba en silencio. Finnikin podía notar el calor de sus manos mientras aplicaba el bálsamo en su cadera, y aunque escocía, era el tipo de dolor que podía soportar todo el tiempo que hiciese falta.
Sin embargo, seguía sin decir nada.
Extendió el aceite por su piel quemada, pero esta vez lo hizo bruscamente, a diferencia de la dulce chica yut. Finnikin intentó no estremecerse pero por dentro la maldijo. Cuando hizó ademán de levantarse, él la agarró de la muñeca y tiró de ella.
Le miró a los ojos por primera vez desde que entró en la tienda y él vio su furia.
—¡Suéltame el brazo!
—¿Por qué estás enfadada? —preguntó—. No es culpa mía estar herido.
—Estoy enfadada porque eres imbécil.
—¿Imbécil?
—¿Es que no entiendes esa palabra? —preguntó, y luego la repitió en sendecanés, sarnak, charynita, osteriano, yut, belegoniano y soreliano, con unos cuantos dialectos en medio.
Ahora él estaba furioso.
—Cuidado a quién llamas imbécil. ¡No fui yo el que salió al claro y puso su vida en peligro! Y por cierto, hablas sendecanés como un principiante. Todo el mundo sabe que la c se pronuncia como el sonido z.
—Imbécil —dijo despacio, indignada, en sendecanés— es cuando te subes a un mástil de una embarcación sin ningún valor cuando tu padre te ha dicho que nades hacia la orilla. —Retiró el brazo—. No necesitamos actos heroicos, Finnikin, sino valor.
—Quédate —insistió.
—A lo mejor la chica yut puede venir a hacerte compañía —dijo con frialdad—. Sir Topher está impaciente por que juegue con él al ajedrez esta noche y no quiero hacerle esperar.
—Sir Topher siempre ha reconocido que no hay nadie que juegue mejor que yo al ajedrez —presumió Finnikin.
La muchacha lo miró con expresión altanera.
—Te sugiero que le preguntes si mañana opina lo mismo.
Al día siguiente continuaron su viaje por las praderas hacia la primera aldea rocosa. Evanjalin revisó una o dos veces la herida de Finnikin y, a pesar de su actitud distante, el muchacho se puso a contarle historias de su propio pueblo. Aunque la chica no dijo nada, permaneció a su lado, y un par de veces la pilló sonriendo. La gente de la Roca eran los más excéntricos de Lumatere y la cercana proximidad entre ellos significaba que no tenían secretos, aunque susurraran y murmuraran sobre sus vecinos dentro de sus casas. Cuando narró la historia de la enemistad de su tía abuela Celestina con el porquero sobre la receta de la tarta de cerdo, Evanjalin soltó una carcajada. Pero ella no le contó ninguna historia.
—¿Has olvidado tu infancia en Lumatere? —preguntó Finnikin en voz baja cuando el guía indicó que ya estaban cerca del fuerte.
—No —respondió la chica—. Recuerdo cada instante y así lo haré hasta el día que muera.
Entraron en el pueblo a última hora de la tarde. Habían construido el fuerte en lo alto de la roca, en un intento de protegerlo de la invasión del norte. Estaba vinculado a otras cuatro aldeas que se extendían a lo largo de treinta kilómetros por el río Skuldenore.
Al pie de la roca, entre dos cabañas del pueblo, una escalera de piedra ascendía al fuerte. Subieron hasta que llegaron a un puente retráctil que conducía a una entrada, una gran puerta de hierro. Mientras avanzaban en fila india por el puente, Finnikin localizó el puesto de observación sobre ellos donde había dos hombres, con los arcos apuntando al grupo. Justo delante de él, vio unas flechas saliendo de las rendijas rectangulares de la puerta. Si hubieran sido el enemigo, sabía que habrían disparado antes de que la primera flecha saliera de sus aljabas.
El guía habló y la puerta de hierro se abrió. Atravesaron la entrada y les dirigieron hacia otras escaleras de piedra. Las moscas, grandes y gruesas, zumbaban alrededor de sus cabezas.
Cuando estuvieron cara a cara con el verdadero rey de Yutlind Sur y su hijo, Jehr, Finnikin se sorprendió al ver lo normales que parecían. En las cortes reales de los reinos extranjeros siempre había esas ceremonias pomposas e inútiles. Los belegonianos y los osterianos eran los peores. El chico le sonrió y mostró unos dientes asombrosamente blancos. Finnikin sintió una afinidad repentina y le devolvió la sonrisa. Jehr le hizo señas para que le siguiera y él alargó la mano para coger la de Evanjalin.
Desde el puesto de vigilancia, Finnikin pudo ver una cueva al otro extremo de la roca, al otro lado del valle. Jehr empezó a hablar.
—Desde esa cueva un vigilante con un cuerno oye al otro que está emplazado en otro puesto río abajo —tradujo Evanjalin—. Así es como se avisan del peligro.
Jehr señaló el arco y las flechas de Finnikin y luego, el suyo. Gruñó algo y Finnikin miró a Evanjalin.
—Quiere competir.
Jehr farfulló algo más y la chica puso los ojos en blanco.
—A ver quién puede lanzar antes diez flechas —dijo—. No te olvides de tu herida, Finnikin.
Finnikin asintió en dirección a Jehr y, a pesar de su herida, se pusieron a competir hasta bien entrada la noche, casi iguales en velocidad y destreza. Terminaron cuando llegaron sus padres, el rey hizo unas señas, cogió ambas cabezas y las golpeó entre sí por haber malgastado munición.
Finnikin y Jehr continuaron su rivalidad comparando las cicatrices en sus cuerpos.
—Date la vuelta —le pidió a Evanjalin para enseñarle a Jehr y Froi la cicatriz que tenía en el muslo por la promesa que hizo con Balthazar y Lucian.
Evanjalin se negó a seguir traduciendo.
Los rumores sobre que había unos rebeldes río abajo les obligaron a quedarse en el pueblo rocoso unas cuantas noches más. Por el día, Finnikin observaba a su padre caminar impaciente como un animal enjaulado, merodeando por los parámetros de la aldea, como si no tuviera aire suficiente. Finnikin pasaba el tiempo con Jehr, Froi y Evanjalin, sentados en un trozo plano de roca que sobresalía por encima del río. Jehr le enseñó a Froi a disparar una flecha y entre todos eligieron un objetivo para ver quién lo alcanzaba antes.
—Algún día seré rey de Yutlind Sur —tradujo Evanjalin—. Viviré en aquel castillo de ahí abajo y vuestro rey vendrá a visitarme.
Jehr miró a Finnikin y le dijo algo a Evanjalin, pero ella negó con la cabeza.
—¿Qué quería saber? —preguntó Finnikin.
—Si eras el heredero. Cree que lo eres y que se lo estamos ocultando.
El chico volvió a hablar. Esta vez Evanjalin se sonrojó, bajó la vista y negó con la cabeza, de nuevo sin dar explicaciones.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Finnikin.
—No es importante.
Finnikin se percató de que Jehr la miraba con gran interés.
—¿Le has dicho que perteneces a nuestro rey? —soltó Finnikin.
—¡No pertenezco a nadie!
El enfado comenzó a hervir a fuego lento entre ellos mientras Jehr les miraba.
—Ah —dijo el chico, asintiendo con la cabeza como si hubiera averiguado algo.
Evanjalin gritó unas cuantas palabras al padre del chico, que estaba apoyado en un parapeto. Jehr gruñó y no le dio tiempo a agacharse cuando el rey agarró las cabezas de ambos para golpearlas de nuevo entre sí. Jehr le masculló algo a Finnikin y, fuese lo que fuese, fulminó con la mirada a Evanjalin y estuvo totalmente de acuerdo.
—Enséñame su idioma —le pidió mientras estaban tumbados en la oscuridad de la cueva junto a los demás, salvo Trevanion que dormía fuera sobre la roca.
Finnikin podía oler la mezcla a boñiga de vaca y tierra que cubría el suelo cerca de sus cabezas.
Empezó con algunas palabras y frases simples, y él las repitió. En ocasiones se rio de su pronunciación y él se aseguró de no repetir el fallo.
—¿Cómo es que eres tan lista? —le preguntó.
—Porque lo tenía que ser —respondió.
Sir Topher empezó a roncar en armonía con Froi. Finnikin fingió su propio ronquido exagerado y ella se sacudió junto a él por la risa.
—Jehr nunca ha salido de esta roca —dijo tras unos instantes de silencio—. No lo permitirán. Tienes que mantenerlo a salvo.
—No es manera de vivir —murmuró Finnikin—. ¿Deberíamos estar preocupados porque nuestro heredero no haya visto mundo suficiente o porque Balthazar esté encerrado en algún sitio como protección?
Ella se lo quedó mirando con gravedad.
—¿Alguna vez te has preguntado… si sobrevivirá?
—¿Te refieres a Balthazar? ¿Si será rey?
—No. Si entrará en Lumatere.
Se quedó atónito.
—¿Por qué dices tal cosa si siempre has estado tan seguro?
—No sabemos lo que pasará en el Valle de la Tranquilidad. Nunca ha existido la promesa de que el heredero sobrevivirá. Tan solo que se le necesita en la puerta principal para romper la maldición.
Finnikin tragó saliva. Se acababa de acostumbrar a la esperanza de que Balthazar estuviera vivo. Ella le había dado esa esperanza.
—¿En qué piensas? —le preguntó en voz baja.
—Le tenía envidia cuando éramos pequeños, ¿sabes?
—¿A Balthazar?
—Salía todos los días con Sir Topher a aprender los idiomas de la nación y a que le enseñaran la política de los reinos colindantes. Solía pasar las tardes teniendo que jugar con la princesa más pequeña. Balthazar aprendía los secretos de nuestras cortes reales y yo aprendía los nombres de las muñecas de Isaboe.
Buscó su cara con cuidado.
—Y aquí estás, aprendiendo los idiomas de la nación y Sir Topher te ha enseñado la política de los reinos colindantes. —Le miró atentamente—. ¿Es eso lo que temes? —insistió—. ¿Haberle robado la vida?
—No lo entiendes —dijo—. De niño hacía promesas todas las noches. De tipo: si fuera rey, cambiaría la difícil situación de los Habitantes del Bosque. Si fuera rey, no sería tan blando con nuestros vecinos charynitas. Y Sagrami oyó mis oscuros deseos.
—¡Dulce Diosa —exclamó ella—, crees que eres el responsable de lo que sucedió en Lumatere!
—Vete a dormir —le soltó y se dio la vuelta.
—Si el heredero no sobrevive a lo que tiene lugar en la puerta principal, el reino lo dirigirá un civil por primera vez en nuestra historia —continuó.
—Balthazar sobrevivirá —afirmó de plano.
—Lo único que digo, Finnikin, es que te prepares para lo inevitable. El rey le dejó la corona a su esposa y a sus hijos, y a los hijos de sus hijos, pero si muriesen, sería el Primer Caballero real el que ocuparía el trono. Sir Topher es el Primer Caballero real y tú su aprendiz. Jehr puede que tenga razón. ¿Alguna vez se te ha ocurrido que un día podrías ser el rey?
Se dio la vuelta de nuevo para mirarla.
—No vuelvas a decir esas palabras —dijo entre dientes—. ¡Nunca!
Evanjalin le tapó la boca con las manos, pero él las apartó.
—¡Cállate! —dijo ella—. ¿Por eso eres reacio a volver?
—Duerme —repitió— y reza por que el hijo de nuestro rey nos lleve a la salvación.
Aquella noche soñó con Balthazar y Lucian y el lobo plateado. El Bosque de Lumatere se convirtió en el Campo de Celebración mientras la gente bailaba junto al rey y la reina, y el sacerdote real cantaba la Canción de Lumatere. Pero las palabras no eran correctas y Finnikin intentaba decírselo a todos los que estaban a su alrededor, si bien nadie le escuchaba. Salvo Seranonna, que le hizo señas con un dedo. Y Finnikin estaba de vuelta en el Bosque de Lumatere donde la matriarca cogía la cara de Isaboe con una mano y la de Finnikin con la otra, echándoles su aliento helado en las mejillas mientras le obligaba a que mirara a la princesa que se reía tontamente.
«Su sangre se derramará para que tú seas rey».
Finnikin se despertó y el sudor le empapaba la cara. Vio la sombra oscura de su padre que hacía guardia en la roca y se acercó a él. Durante el resto de la noche permanecieron sentados, casi todo el rato en silencio.
—¿Crees que están ahí? —preguntó Finnikin cuando el sol empezaba a salir.
—Tiene que estar ahí, Finn. Esto ya no se trata de lo que yo quiera. Se trata de Lumatere y no puedo hacer las cosas bien sin mi guardia.
En la penumbra, Finnikin vio la angustia en el rostro de su padre.
—Se lo debo a nuestro pueblo, Finn. Los cinco días de lo innombrable ocurrieron bajo mi vigilancia como capitán de la Guardia. Se lo debo a nuestro pueblo.
Durante los días siguientes viajaron siguiendo el río para dirigirse a las aldeas rocosas en busca de alguna pista de los hombres de Trevanion. Todos los intentos terminaron en fracaso. Finnikin sabía que pronto llegarían a la frontera de Yutlind Norte, donde su búsqueda sería en vano. El informador de Trevanion, un ladrón soreliano encarcelado durante un tiempo en las minas de Sorel, le aseguró que la Guardia Lumaterana estaba escondida en Yutlind Sur. Se había refugiado allí tras un incidente en Osteria hacía cinco años, lo que le costó la vida a tres de sus hombres. El ladrón había dicho que había sido una emboscada.
—¿Tal vez el ladrón soreliano mintió? —preguntó Sir Topher cuando se fueron de la última aldea rocosa.
—¿Qué motivo tendría? —preguntó Trevanion—. Perri le paga para que cometa un delito menor y consigue que le arresten para que pueda informarme de la localización de la Guardia. Coge la otra mitad de su dinero cuando queda libre. ¿Qué beneficio saca mintiendo?
—No queda mucho para llegar a la frontera —dijo Evanjalin.
El paisaje empezaba a parecerse a la región forestal del norte, y Finnikin sentía la desesperación y la frustración de Trevanion.
—A lo mejor les obligaron a moverse y no han podido hacerte llegar la información —sugirió Sir Topher.
Trevanion asintió. Más adelante había un letrero de la ciudad fronteriza de Stophe, y otro de Pietrodore, que colgaba sobre sus cabezas. No sabían mucho sobre ninguna de las dos. Pietrodore era neutral y no la visitaban muchos viajeros. La ciudad fronteriza sería su mejor opción para comer y alojarse. Finnikin estaba seguro de que encontrarían a los hombres de Trevanion y harían planes para viajar al Valle fuera de la puerta principal de Lumatere. Ahora lo único que hacían era caminar sin rumbo hacia el norte. Once días en Yutlind, pensó con amargura, y solo habían conseguido una herida de flecha en el costado y dolor en el corazón de Trevanion.
Continuaron tranquilamente por el camino del bosque. Evanjalin iba rezagada, con la frente arrugada por la concentración. Sir Topher y Trevanion estaban callados.
—¡Capitán Trevanion! —gritó Evanjalin—. ¡Capitán! ¡Parad!
Los cuatro se dieron la vuelta para ver a Evanjalin señalando hacia arriba, con una sonrisa que le iluminaba la cara.
—¿Pietrodore? —preguntó Finnikin.
—¿Has soñado que tenemos que ir ahí? —preguntó Sir Topher.
Ella negó con la cabeza, divertida.
—¿Cómo iba a tener un sueño mientras estoy despierta y caminado, Sir Topher?
—¿Magia? —dijo Froi, con el entrecejo fruncido.
Esta vez se molestó.
—No sé hacer magia. ¡Ya te lo he dicho!
—Hay un largo trecho hasta llegar arriba —dijo Trevanion con un suspiro—. Demasiado lejos para perder el tiempo por elegir algo al azar. No están ahí.
Finnikin la miró a los ojos y quiso desesperadamente que su petición tuviera sentido. ¿Por qué Pietrodore? Pero al instante lo supo y sonrió, maravillado.
—No es el azar, Trevanion —dijo y le dio una patada a la alfombra dorada de hojas que tenía a los pies. Corrió hacia ella, resbalando parte del camino, hasta que la cogió por la cintura y le dio una vuelta—. Eres una Diosa, Evanjalin de los Montes.
Evanjalin sonreía de oreja a oreja mientras intentaba soltarse. Miró a los demás, que estaban observándolos, confundidos.
—Pietrodore. Es el nombre común en yut para decir «pueblo rocoso».