Capítulo 13

Trevanion observó los temblores y las sacudidas de Finnikin mientras dormía. Estaban a oscuras, pero aun así sentía la presencia de los yuts. Las voces se oían esporádicamente por el cielo nocturno y también escuchó a la chica murmurar como si rezara.

—Sir Topher —dijo en voz baja—. Lleváoslos.

Sir Topher se inclinó hacia delante.

—¿Está…?

No pudo terminar la pregunta.

—Lleváoslos —repitió Trevanion—. Continuad en la orilla este y dirigíos a las praderas. Con suerte, no os seguirán, puesto que no tenéis nada que quieran. Ya sabéis dónde encontrar a mis hombres. Decidle a Perri que su capitán le ha pasado el honor más importante que un guardia de Lumatere pudiera tener.

—Trevanion…

—Decidle que la chica os guiará a nuestro rey y a nuestra gente. —Trevanion miró a Evanjalin, pero no pudo interpretar su expresión—. Si mi hijo muere, moriré protegiéndole.

Se hizo el silencio durante un buen rato.

—No está bien —dijo Sir Topher— que pase en ese orden. Que un hombre sobreviva a su… —Las palabras se le agolparon en la garganta—. No dejéis que le cojan vivo. Prometédmelo.

—¿Por qué los hombres de Lumatere siempre hablan de morir por un reino y los unos por los otros? —preguntó Evanjalin, irritada.

A la luz tenue de la luna, Trevanion vio su rostro. Su cuerpo había recibido una paliza en el barco y se la veía débil y fatigada. No obstante, aún había brillo en sus ojos. Intentó levantarse, pero él tiró de ella para que se agachara.

—¿Adónde vas?

—No prometo que me entiendan, pero conozco suficiente su idioma para acercarme.

—No tienes nada que ofrecerles —dijo—. Te matarán en cuanto salgas ahí.

Ella forcejeó para soltarse.

—Nunca subestiméis el valor de conocer la lengua del otro. Puede llegar a ser algo más poderoso que las espadas y las flechas, capitán. Les he escuchado lo bastante para entender un poco. Entre ellos está su líder y su hijo. Uno ha estado en este lado del río y el otro, enfrente. ¿Y sabéis qué le ha prometido el padre al hijo? El honor de encender la pira para sacrificar a Finnikin.

—No hay nada que puedas hacer —dijo Sir Topher—. Tan solo pondrás tu vida en peligro.

Le miró con tristeza.

—Sir Topher, ¿de verdad creéis que no estamos ya todos marcados por la muerte? Entramos en sus tierras de forma ilegal en una nave que le robaron a su pueblo en el pasado. Pero puede que sepa convencerles para que confíen en nosotros.

—¿Cómo?

—Cuando los traficantes de esclavos roban a los jóvenes en Yutlind Sur, los venden en las minas de Sorel. —Miró a Trevanion a los ojos—. Allí conocí a una chica que me contó historias de su pueblo.

Trevanion le sostuvo la mirada. Había oído hablar de lo que les había ocurrido a los niños que obligaban a trabajar en las minas, unas historias tan desgarradoras que hasta los prisioneros más duros temblaban al oírlas. Si Evanjalin había estado en las minas, entonces se explicaría por qué conocía tan bien el terreno de Sorel, aunque sospechaba que no les estaba contando toda la verdad.

—Al oír sus voces sobre nuestras cabezas, lo vi claro, capitán. El jefe es padre. Había mucho amor y orgullo en su voz cuando llamó a su hijo.

—No he oído amor en las voces que nos insultaban, Evanjalin —dijo Trevanion con dureza.

—Porque no entendéis los matices de su idioma. Oímos los gruñidos y los sonidos guturales y creemos que es algo peor que el odio —dijo.

Finnikin se movió a su lado. Trevanion contempló cómo su hijo alargaba el brazo para coger de la mano a la chica e intentar impedir que se marchara. La muchacha se soltó con delicadeza y se alejó arrastrándose, pero Finnikin agarró la tela de su camisa y estiró de ella hasta que volvió a estar a su lado.

—Llévame contigo —susurró Finnikin con una respiración superficial—. Podemos hacerlo juntos.

—Tienes la herida infectada. Deberías descansar en vez de luchar. —Se volvió hacia Trevanion—. Menuda terquedad produce la mezcla de sangre de la roca y el río, capitán.

Casi fue una acusación.

Consiguió soltarse de Finnikin, pero esta vez fue Trevanion quien la sujetó.

—¡Arriesgáis su vida reteniéndome, capitán! Sé cómo deshacerme de los venenos que hay en su sangre, pero tan solo lo haré si me dejáis convencerles de que nos permitan sacarle de este pantano. —Miró a Sir Topher con ojos suplicantes—. Sois el Primer Caballero del rey, Sir Topher. Ordenadle a vuestro capitán que me deje ir.

Sir Topher parecía encontrarse ante un dilema. Sabía que mandarla ahí fuera significaba que podía morir al caerle cientos de flechas encima antes de que pudiera decir la primera palabra.

—Déjala que vaya, Trevanion —dijo al final.

Sus palabras se toparon con el silencio.

—Promételes que Lumatere reconocerá el derecho del sur al trono de Yutlind Sur, pero no de Yutlind Norte —dijo Sir Topher en voz baja—. Puede que ayude. No es un secreto que nuestro rey opina que la concesión de Yutlind Sur fue ilegal y cuando llegue el momento lo hará público. Puede que no sea suficiente para impedir el ataque, pero es algo.

Trevanion se levantó y ayudó a Evanjalin a ponerse de pie, sosteniéndola cerca de él.

—No te alejes de mí —ordenó—. ¿Está claro?

—Capitán, no lo entendéis, conozco su idioma…

Trevanion la interrumpió.

—Lo único que tengo que entender es la ley no escrita de los guerreros —dijo con firmeza—. Y nunca se envía a las mujeres ni a los niños a hacer nuestro trabajo sin protección. —Señaló hacia los árboles, con energía—. Esa es la lengua que comparto con ellos.

Mientras Evanjalin y su padre caminaban hacia el espacio abierto, Finnikin la oyó gritar una palabra, alta y clara. En su mugriento escondite intentó sentarse y la vio encogerse, como si esperara que una flecha volara hacia ella en cualquier momento. Los ojos de su padre eran como halcones mientras buscaban entre los árboles de su alrededor.

Tras una breve pausa se puso mirando al este. Cada vez que Trevanion intentaba proteger su cuerpo, ella le esquivaba, y cuando por fin se dio por vencido y se colocó a su lado, la chica empezó a hablar.

A veces su voz solitaria en la jungla sugería que volvía a narrar una historia, una historia que parecía no tener final. Otras veces su tono de voz era vehemente, enronquecido por su discurso quebrado de una epístola a aquellos que habían custodiado la entrada a esa tierra durante tanto tiempo. Pero continuó hablando en la noche hasta que Finnikin oyó que su voz se arrastraba por el cansancio y vio cómo su cuerpo se derrumbó contra el de Trevanion.

Apenas podía reconocerse a Evanjalin bajo la luz de la mañana. El barro le cubría la camisa y la cara se le había hinchado por los mosquitos que se habían dado un festín con ella durante las largas horas que había estado agachada en el río. Se había rascado algunas de las picaduras hasta hacerse sangre e incluso el cuero cabelludo parecía estar en carne viva por la terrible experiencia. Entonces Finnikin vio que su cuerpo se tensaba, con los ojos en las figuras que comenzaban a aparecer en los árboles. Eran como fantasmas: los ojos pálidos y las caras y los torsos tan blancos que al principio pensó que iban pintados. Salían de cualquier parte de la selva. Eran demasiados para contarlos.

El jefe se quedó mirando a Evanjalin, inexpresivo. Los dos hombres que estaban ante ella eran de hecho padre e hijo, aunque a diferencia de Finnikin y Trevanion, eran casi réplicas el uno del otro. Cuando el jefe cogió a Evanjalin del brazo, Trevanion se movió hacia delante, pero ella le contuvo suavemente. Y entonces el jefe habló con unas palabras directas, casi hostiles, pero Finnikin sabía lo suficiente sobre la cadencia del idioma para entender que la chica no estaba en peligro.

Dio una orden a gritos y Finnikin vio como uno de los guerreros caminaba hacia el escondite de los juncos. Apartaron a Froi y Sir Topher de un empujón y cogieron a Finnikin de la cara. Mientras uno de los guerreros le obligaba a abrir la boca, el otro le llevó una cantimplora a los labios. Bebió el agua a grandes tragos, casi ahogándose por el alivio, y echó la cabeza hacia atrás. Y entonces los guerreros le cogieron y se lo llevaron.

—¿Evanjalin? —oyó que Sir Topher preguntaba, alarmado.

De repente Finnikin estaba en los brazos de su padre. Trevanion lo dejó en el suelo con cuidado. El rostro de Evanjalin apareció encima de él y después el del jefe.

—No quieren hacerte daño —le dijo en voz baja.

Uno de los guerreros le pasó una cantimplora de agua. El jefe no le quitaba el ojo de encima a ninguno, pero le llamaban especial atención Trevanion y Finnikin.

—La esclava me contó que los del norte siempre han criticado a los yuts del sur por su debilidad —dijo Evanjalin—. Veréis, los del norte secuestraban a los hijos de los guerreros y se los quedaban de rehenes y, en lugar de defender el reino y luchar por su corona, los del sur siempre iban a buscar a sus hijos. Algunos lo ven una debilidad abandonar la seguridad de tu reino y el trono por el bien de tus hijos. Les he contado la historia del capitán de la Guardia Real que confesó traición y fue encarcelado en las minas de Sorel para salvar a su hijo, que diez años más tarde le liberó.

—No dejabas de repetir una palabra: Majorontai —dijo Finnikin, jadeante, mientras ella le refrescaba la frente con un poco de agua.

—La esclava —respondió en voz baja.

—¿Era una de ellos? —preguntó Trevanion.

—No. Tal vez pertenecía a otra tribu —respondió Evanjalin—. Pero era de por aquí y la raptaron unas naves mercantes que la llevaron a Sorel con los traficantes.

El jefe habló y Evanjalin asintió.

—Quieren que les sigamos y descansemos —dijo.

—¿Podemos confiar en él? —quiso saber Trevanion.

—Si hubieran querido matarnos, ya lo habrían hecho.

—¿Qué les has dicho, Evanjalin? —preguntó Finnikin.

—Les he contado la verdad —contestó y se volvió hacia Sir Topher—. Aseguraos de que Lumatere reconozca la autonomía del sur, señor.

—Pero ¿quién está a cargo del sur? —preguntó Sir Topher.

—Tengo la sensación de que lo averiguaremos pronto —respondió la chica.

Finnikin se esforzó mucho en mantener los ojos abiertos. El rostro de un joven guerrero de espíritu apareció sobre él junto a Evanjalin. El guerrero habló y le ofreció otro recipiente de agua. Ella asintió antes de apartar la vista de Finnikin.

—Sujetadle. No lo soltéis —la oyó decir en voz baja.

No pudo contar las manos que le sujetaron mientras Evanjalin vertía una sustancia espesa en su boca. Gorjeó mientras su cuerpo se sacudía y convulsionaba porque quería rechazarla. Entonces uno de los guerreros alargó el brazo y presionó fuerte la herida con los dedos hasta que al final cayó inconsciente.

Cuando se despertó, había oscurecido. Finnikin sabía que ya no estaba tumbado en el claro. Oía los sonidos del mundo nocturno mezclados con los espíritus del pasado mientras chillaban, gemían y poseían la noche. No eran los ruidos familiares de los bosques del norte. Este era el país antiguo. Finnikin sentía el aliento helado de sus ancestros en el rostro.

—Evanjalin —susurró con los labios secos.

Oyó un crujido y luego la chica le sostuvo la cantimplora en la boca.

—¿Te duele algo? —preguntó.

—Tengo más náuseas que otra cosa —murmuró—. ¿Cuánto tiempo llevo durmiendo?

—Todo el día y la mitad de esta noche. Sir Topher y Froi están durmiendo.

—¿Y mi padre?

—Caminando de un lado a otro.

—¿Y los guerreros de espíritu?

—Observándote. Este es su asentamiento. Las mujeres y los niños están río arriba.

Finnikin se incorporó y vio el débil resplandor de cientos de cuerpos pálidos que les rodeaban.

—Te protegerán hasta que tu cuerpo se haya deshecho de los malos espíritus que consumiste en el río.

—¿Así que el mal no estaba en la flecha de mi costado? —preguntó secamente.

—Tu herida es superficial. La infección, en cambio, te hubiera matado en un día.

Le limpió la frente y se encontró luchando con las ganas de volverse a dormir.

—Cuéntame más cosas sobre la esclava —le pidió, adormilado.

Evanjalin se quedó callada y por un momento creyó que no iba a contestarle.

—A los diez años —dijo al final—, me separaron de mi pueblo y pasé más de un año encadenada a ella bajo el suelo de una casa. Éramos las esclavas de un rico comerciante que compraba y vendía personas como si fueran grano o baratijas. Por el día trabajábamos en las minas y por la noche volvíamos con él. Pero ella me mantuvo a salvo. Me llamaba «la hermanita de la tierra iluminada». Era como si la Diosa la hubiese enviado para protegerme. Por la noche me enseñaba su idioma y yo le enseñaba el mío. Su piel era extrañamente pálida, como la de esta gente, y también sus ojos. Por eso les fascinan tu pelo rojo y dorado, Finnikin.

»Me habló de las tradiciones yut. Cuando alguien muere lejos de Yutlind Sur su nombre debe volver al reino por la última persona que oyó su voz. Tiene que gritarse para que los fantasmas lo capturen en sus bocas y lo devuelvan a la tierra. Su espíritu no descansaría de verdad hasta que eso ocurriese. Sabíamos que volveríamos a ver nuestros hogares, así que la chica yut decidió que si no podíamos planear la vida, planearíamos la muerte.

En el silencio oyó cómo se le cortaba la respiración.

—Un día Majorontai puso una flor en mi mano. Era tan raro ver algo tan hermoso en aquel lugar que una lágrima brotó de mis ojos. Pero era una planta muy venenosa que le había proporcionado uno de los guardias de la casa a cambio de cosas que no me contó. «Esta noche veremos nuestros reinos, hermanita», dijo. «Prométeme que lo usarás esta noche puesto que no puedo abandonarte en un lugar como este. Prométemelo». Y así lo hice.

—¿Y ayer por la noche devolviste su nombre a su reino para que los fantasmas lo capturaran? —preguntó.

La muchacha asintió y se quedó callada un rato.

—Me alivia que no cumplieras tu promesa de tomar el veneno —dijo en voz baja—, pero ¿alguna vez te has sentido culpable?

—No me siento culpable —respondió y pudo oír el temple en su voz—. Cumplí mi promesa. Me aseguré que alguien tomara el veneno, Finnikin. Alguien que se lo merecía.