Capítulo 12

La ciudad de Sif era el último puerto de civilización en Skuldenore, visitado en su mayoría por mercaderes, mercenarios y exploradores insensatos. Era el punto de partida de aquellos que querían desaparecer de la faz de la tierra. El informador de Trevanion en las minas le había dicho que podía encontrar a su Guardia en uno de los pueblos rocosos de Yutlind Sur. Para llegar hasta aquel territorio desde Sif, tendrían que viajar en barco por la costa y rodear el cabo, lo que les llevaría a la desembocadura del río Yack y al reino devastado por la guerra.

—Nadie viaja a Yutlind Sur —masculló el capitán del Myrinhall mientras miraba a Trevanion y Finnikin, y escupía pepitas naranjas al agua.

Estaban en la cubierta de la nave mercante, que contaba con una tripulación de veinte hombres. Era un barco con la parte trasera plana y un mástil central que llevaba una vela con aparejo de cruz, lo bastante resistente para navegar a mar abierto y tan compacta para meterse por un río, ideal para navegar entre los juncos del cauce poco profundo del Yack.

—Nos han dicho que os dirigís hoy hacia el sur —dijo Trevanion— para recoger unos productos de Yutlind Sur.

—Si nos pagan lo suficiente, recogemos mercancía de los comerciantes a orillas del río, pero no llevamos pasajeros a bordo. Me ha costado convencer a mis hombres hoy para que me acompañaran. Los extranjeros no sobreviven al Yack.

—Tenemos que llegar a las aldeas rocosas que hay cerca de la frontera norte-sur.

El capitán le lanzó una mirada de incredulidad.

—¿Habéis recorrido todo este trayecto hasta el sur para viajar hacia el norte? Será mejor que vayáis a las montañas a través de Belegonia.

—¡Por los dioses! ¿En serio? —exclamó Finnikin con sarcasmo—. ¿Cómo es que nadie nos lo había dicho antes?

Trevanion le hizo callar al fruncir el ceño.

—Tomad nuestra plata y dejad que subamos a bordo —le dijo al capitán.

El mercader miró más allá de Trevanion, hacia donde el resto del grupo estaba sentado en el muelle, esperando.

—¿Queréis un consejo?

—¡No! —respondió Finnikin tan solo para recibir otra mirada asesina de su padre.

—Os lo voy a dar de todas formas —dijo el hombre, que escupió otra pepita—. Dejad atrás a los jóvenes y a los viejos. Sobre todo a la chica.

Ni Finnikin ni su padre contestaron.

—No me responsabilizaré de lo que mis hombres o los yuts quieran de ella. El dinero por anticipado. Nos marcharemos en cuanto mis hombres estén a bordo.

El capitán se marchó. Finnikin vio un atisbo de sonrisa en el rostro de Trevanion mientras miraba hacia el horizonte. Había leído historias en los libros de las cortes reales sobre la ciudad portuaria de Sif, donde los valientes partían hacia un mundo desconocido más allá de sus tierras. Algunos creían en los mitos de los dragones que echaban fuego por la boca o los océanos que iban a dar a un abismo, lo que mantenía a distancia a los pusilánimes.

—¿Os habéis preguntado alguna vez qué hay más allá? —le dijo Finnikin a su padre.

—Un mundo más amable que este, espero —murmuró Trevanion.

—Creo que el mercader tiene razón —declaró Finnikin mientras miraba hacia el muelle—. Será más seguro que les dejemos aquí. Yutlind es un baño de sangre y si algo le ocurre a ella… a ellos…

Trevanion asintió mientras caminaba hacia los demás. Evanjalin se puso de pie al instante, recogió su saco y señaló las provisiones.

—Haz algo útil, Froi —oyeron que le ordenaba.

—Puedes hacer los honores de decirle que se queda aquí, Finn —le dijo Trevanion entre dientes.

«¡Dioses!».

Finnikin se aclaró la garganta e intentó evitar sus ojos.

—Volveremos dentro de tres días —anunció.

—¿Volveremos? —preguntó Evanjalin, confundida, y le dio a Froi otro empujón—. Cuando encontremos a la Guardia será más seguro cruzar la frontera de Belegonia; estaremos más cerca. ¿Por qué íbamos a regresar aquí?

—Para venir a buscaros. Volveremos a por todos vosotros.

La tripulación del Myrinhall se abrió paso a empujones. Por su aspecto, habían pasado fuera toda la noche. Estaban despeinados y se les veía siniestros, sobre todo cuando advirtieron la presencia de Evanjalin. Sir Topher les miró, nervioso.

—Es lo más seguro para todos —dijo Finnikin con firmeza.

—¿Nos vais a dejar aquí? —preguntó Evanjalin sin dar crédito—. Regresar a por nosotros sería una pérdida de tiempo —añadió entre dientes—. Si viajamos a los pueblos rocosos entonces estaremos a medio camino de Belegonia en dirección al norte.

—¡Ya lo sé, Evanjalin! —exclamó Finnikin, tratando de frenar su creciente frustración por su incapacidad para acatar órdenes—. Es demasiado peligroso. Dicen que el río Yack está custodiado por espíritus de guerreros y puede ser una amenaza para los forasteros.

Froi volvió a sentarse, pero Evanjalin tiró de él para que se levantara.

—No vamos a quedarnos aquí —replicó—. Sir Topher, decidle que no vamos a quedarnos.

—No conocemos a esta gente lo suficiente, Evanjalin —contestó Sir Topher—. Los sureños pueden ser yuts, pero tienen costumbres distintas a las del norte y no hablan la misma lengua. El sur pertenece a las tribus de los nativos y su rey está escondido. No van a acoger con tanta amabilidad a los extranjeros en su tierra.

—Esta es la única manera —dijo Finnikin—. Será más fácil ocultarnos si solo somos dos. Será más rápido. Si encontramos a los hombres de Trevanion, ellos pueden continuar hasta Belegonia y nosotros regresaremos a por vosotros. Te lo juro, Evanjalin.

La furia cruzó el rostro de la muchacha.

—Morirás en cuanto uno de los clanes te tenga en sus manos —dijo, señalando a Finnikin—. Tienes el aspecto de un extranjero. Se ve que eres del norte. —Miró a Trevanion, suplicante—. No importa lo buenos luchadores que seáis, capitán, os superarán en número y no tendréis nada con lo que negociar.

—Y si nos acompañas, ¿cambiará algo? —dijo Finnikin, enfadado—. ¿O sugieres que vendamos a Froi de nuevo? Personalmente no me importaría lo más mínimo, excepto porque estoy convencido de que me arrastrarás a algún lugar perdido de la mano de los dioses para que lo vuelva a robar.

—Ya basta —dijo Trevanion.

Froi gruñó.

—Nos quedamos.

—Es un error separarnos —insistió la novicia y apartó a Finnikin de un empujón con su saco—. ¡Froi! ¡He dicho que me eches una mano!

—¡No vas a venir! —Finnikin la agarró del brazo—. Te vas a quedar aquí, a salvo.

—¡Basta ya, vosotros dos! —exclamó Trevanion.

—¿A salvo para quién? —gritó la chica—. ¿Qué pasará cuando te capturen, Finnikin? ¿Tendremos que quedarnos aquí esperando toda la eternidad?

—¿Qué te hace pensar que nos cogerán? —preguntó—. La única vez que me ha pasado algo así, Evanjalin, fue cuando me entregaste a los sorelianos.

Se hizo el silencio, salvo por el sonido de la respiración de Evanjalin.

—Estamos perdiendo el tiempo —dijo Trevanion y cogió las provisiones de un Froi aliviado.

Evanjalin se soltó de Finnikin.

—¿Qué pasa? —le preguntó con frialdad—. ¿En serio? ¿Qué es lo que te molesta? ¿Que haya encontrado un modo de sacar a tu padre de las minas mientras que tú dejabas que se pudriera allí durante años?

El sonido de la sangre inundando sus oídos casi era ensordecedor, aun así Finnikin oyó cómo Trevanion cogía aire y vio en la mirada de Froi un regocijo malicioso.

—¡Basta! —gritó Sir Topher, que tenía las mejillas ruborizadas por el enfado—. Voto de silencio —ordenó, señalando a Evanjalin—. No hablarás hasta que te den permiso. ¿Lo ves un problema, Evanjalin? Porque, en ese caso, seré el primero en abandonarte en la desembocadura del Yack. Nos quedaremos juntos —añadió con más calma, mirando a Finnikin—. Hay riesgos en ambas opciones, pero tenemos que permanecer juntos.

Evanjalin empujó a Froi para pasar y se acercó al barco antes de que nadie pudiera decir una palabra más. Finnikin vio las caras de la tripulación a bordo. Depredadores, como los prisioneros de Sorel. Pero no le importaba lo que le hicieran a ella. Aún le pitaban los oídos por la brutalidad de sus palabras. ¿Acaso era lo que Trevanion pensaba y no era capaz de decir? ¿Que su hijo era un cobarde que lo había dejado pudrirse en las entrañas del infierno?

El capitán del Myrinhall observó cómo subían en fila y negó con la cabeza.

—Habéis firmado vuestra sentencia de muerte, amigos míos. Y tanto.

Finnikin permaneció solo durante la primera mitad del viaje. Su único consuelo era que Evanjalin pasó la mayor parte del tiempo con la cabeza por la borda, vaciando el contenido de su estómago en el mar. Después de tantas horas, se preguntó si aún le quedaría algo dentro. Contempló cómo se tambaleaba hasta su saco de dormir en la cubierta, pero cada vez que intentaba sentarse, le volvían a entrar arcadas y tenía que salir corriendo. Froi estuvo igual que ella casi todo el tiempo, un panorama que le dio a Finnikin incluso más satisfacción.

En todos sus viajes, nunca había estado en mar abierto y lo encontraba aterrador, pero a la vez excitante. Si no era el fuerte oleaje que de repente caía sobre ellos y los empujaba hacia delante, eran las tormentas que revolvían el agua del mar hasta convertirla en una masa de espuma en ebullición. L’essoupi, llamaban los marineros a ese tramo del océano. El tragón.

Más tarde, Trevanion se acercó a él y permanecieron sentados el uno junto al otro, con la espalda apoyada en el casco del barco. Como siempre ocurría con su padre, reinaba el silencio, pero esta vez era normal. Después de la escena en el muelle, no había nada que decir.

Pasaron aquella noche tumbados bajo un cielo lleno de luz, como si cada estrella se esforzara por ser vista. El mar estaba en calma y Evanjalin por fin había dejado de vomitar. Aunque no tenía ganas de estar con ella, Finnikin se puso a vigilarla, por temor a que algún miembro de la tripulación se aventurara a acercarse demasiado.

—Duerme un poco —murmuró Trevanion en la oscuridad—. Ya les vigilo yo.

Sir Topher le limpió la frente a Evanjalin. Estaba débil por el mareo y casi sollozaba por el agotamiento, pero sabía que había algo más. Podía percibir su angustia cada vez que levantaba la cabeza en busca de Finnikin.

—Tus palabras fueron duras —le dijo en voz baja.

—No puede completar este viaje sin mí a su lado.

—Aun así tus palabras fueron duras. Nadie da nada si no hay algo a cambio. Al menos no en esta nación. Pero eso fue lo que Finnikin decidió hacer. Viajar de campo de exiliados en campo de exiliados, de reino en reino, y asegurarse de que nuestro pueblo dejado de la mano de los dioses estuviera alimentado y bien cuidado. Pero Finnikin no dejaba de pensar en liberar a su padre. Creo que para él fue un día lamentable cuando se dio cuenta de que no era solo el hijo de alguien, sino que tenía una responsabilidad con nuestra gente.

La muchacha cerró los ojos.

—Nuestro pueblo nunca ha estado dejado de la mano de los dioses —le corrigió— y él es el aprendiz del Primer Caballero real. Vos. Vos insististeis en fomentar su enseñanza de idiomas y política de la nación. No tan solo para que pudiera alimentar a los exiliados, sino porque un día, como vuestro aprendiz, puede que tuviera que ayudar a dirigirlos. —Miró en dirección a donde Finnikin estaba sentado junto a su padre—. Nació para hacer cosas más importantes que pertenecer a la Guardia Real, y su padre lo sabe. Aseguraos, Sir Topher, que Finnikin acepta su papel antes de que lleguemos a la entrada principal de Lumatere.

Trevanion observó a Finnikin mientras dormía. A diferencia de las noches en la prisión de las minas, podía ver a su hijo durmiendo con claridad bajo el cielo iluminado y era todo un lujo poder mirarle tan atentamente. Finnikin tenía la cara de su madre. El color de su piel.

—Un reino y tantos tonos —decía Bartolina mientras sujetaba la mano de Trevanion.

Entonces se fue y quedaron los días aletargados que siguieron al nacimiento de Finnikin. Un niño huérfano de madre que sobrevivió en un mundo de hombres. Trevanion pensó en su Guardia y se preguntó a qué distancia estaría. A la mayoría les conocía desde que tenía la edad de Finnikin. Cuando los escogió casi veinte años antes, eligió tan solo a aquellos en los que podía confiar la vida de cualquier lumaterano. Sobre todo la de su hijo recién nacido. Al principio cuestionaron su selección, en especial cuando apareció Perri el Salvaje. Se rumoreaba que Perri había matado por primera vez a los doce años.

—Únete a nosotros —le invitó un Trevanion veinteañero durante el encuentro hostil con Perri cerca de su cabaña en el pantano a orillas del río.

—Creo que yo soy el que da las órdenes aquí —le amenazó Perri, presionando la punta de una espada contra el pecho de Trevanion.

Tenía una cicatriz de una oreja a la otra pasando por la frente. Los ojos eran oscuros como los de Trevanion, pero la piel, blanca como la leche.

—Mi esposa acaba de morir —dijo Trevanion en voz baja—. No han pasado ni cinco días. Si intentas impedirme que vaya a casa para ver a mi hijo recién nacido, te mataré.

Y al decir eso, se alejó hacia donde sus hombres estaban con August de las Llanuras.

—Te seguiré solo para ver dónde vives —soltó Perri el Salvaje.

Cuando entraron en la casa de Trevanion río arriba, una chica, la hija llena de vida de un pescadero, cuidaba del bebé.

—¿Has perdido la cabeza, Trevanion? —gritó y apretó al bebé contra ella—. ¿Traes a tu hogar a Perri el Salvaje cuando tienes a este hermoso niño que cuidar? ¡Su padre es un borracho! ¡Un violador! ¡Un asesino!

Trevanion le quitó al bebé de los brazos y cogió a aquella diminuta forma con sus enormes manos. Vio la amargura en los ojos de Perri, la derrota por no ser capaz de escapar a sus raíces. Trevanion señaló a August de las Llanuras.

—Y su padre es débil, embustero y vago, pero le confiaría mi vida.

La chica miró a August con repugnancia.

—¿A este? Menudo ejército que estás formando, Trevanion.

—Vete a casa, Abie. Antes de que oscurezca. No es seguro para ti viajar sola —dijo Trevanion, cansado.

—Tal vez yo pueda acompañarla —sugirió August.

—¿Tú? —se mofó la muchacha—. Me cabes debajo del brazo, hombrecillo.

Y al decir eso, le dio un beso al bebé y cerró la puerta de golpe.

—Me compadezco del que caiga en su lecho de matrimonio —masculló August.

Pero Trevanion tenía la vista clavada en Perri.

—Tú —dijo—. Si algo me sucediera, protege a mi hijo.

—Trevanion —protestó August—, yo protegeré a Finnikin. Siempre tendrá un lugar en mi casa.

—No —dijo Trevanion con firmeza—. Tú te asegurarás de que mi hijo consiga todos los privilegios que obtiene el hijo del rey, Augie. El hijo de Bartolina de la Roca no se merece menos. Pero tú —dijo, señalando a Perri—, tú te asegurarás de que esté protegido.

—Te equivocas de hombre —dijo Perri bruscamente.

—No —replicó Trevanion, que se dirigió a la ventana para echar un vistazo fuera—. Eres uno de los mejores tiradores del reino y si piensas que fue casualidad que me topara con tu pantano hoy, piénsalo de nuevo. En este reino nos deshacemos de los que intentan invadir nuestras aguas y sacamos de Lumatere a los débiles que corrompen nuestra Guardia.

—¿Qué te ha prometido el rey, Trevanion? —preguntó August.

—El máximo honor en este reino. Y hoy elijo a mi Guardia. —Devolvió al bebé a su canasta—. Abre la puerta.

Fuera había un grupo de jóvenes. No solo del Río, sino de la Roca, de las Montañas y unos cuantos de las Llanuras. La habitación parecía llena con su presencia y hablaban en la noche en voz baja pero con convicción.

—¿Dónde está Trevanion? —preguntó uno de ellos más tarde, cuando la luz de primera hora de la mañana empezaba a filtrarse por debajo de la puerta.

August de las Llanuras miró a su alrededor.

—Probablemente en la tumba. Hubiera dormido allí si no fuese por el niño.

Uno de los chavales se acercó a la canasta del bebé y retiró la manta, tan solo para encontrarse clavado en la pared con un puñal al cuello. Miró fijamente a los ojos obsidianos de Perri el Salvaje, que le gruñó al oído:

—Vuélvelo a tocar y perderás una mano.

Al alba, llegaron a la desembocadura del río Yack. Yutlind tenía cuatro ríos, exuberantes y fértiles, con un bosque al norte y una selva al sur. La extensión de tierra era como Lumatere y Osteria juntas, pero habían perdido a más gente en las guerras internas que el resto de la nación unida. Las antiguas historias contaban que el dios de Yutlind había creado a su gente mezclando su sangre con la tierra de la selva y de los bosques. Estuvieron en guerra durante miles de años por el suelo de mejor calidad hasta que un caudillo construyó su palacio en el norte y su reinado fue reconocido por los líderes de Skuldenore, cansados de siglos sin tregua. Fue un reino que el sur se negó a aceptar.

Una calma les rodeaba, una calma deliberada. La tripulación estaba con los nervios a flor de piel y sentía cierta aprensión. El capitán del Myrinhall se colocó un dedo en los labios para indicar silencio. Finnikin se asomó por el casco, pero la selva que bordeaba el río serpenteante parecía misteriosa, como si hubiera secretos ocultos tras su denso follaje. Parecía imposible que la vida humana pudiera existir en un lugar así, y Finnikin estaba ansioso por llegar al muelle que había río abajo. El Myrinhall haría bajar a los pasajeros y cargaría la mercancía. El plan de Trevanion era encontrar un guía entre los comerciantes que les llevara por las praderas hacia los pueblos rocosos.

Finnikin observó al capitán. Utilizaba la lengua de signos con su tripulación, que debía de haber pasado por experiencias igual de peligrosas. A Finnikin le reconfortaba saber que aquellos hombres habían navegado antes por un río. Observó cómo el capitán se reía discretamente de lo que uno de sus hombres había señalado y, por primera vez desde que entraron en el Yack, Finnikin se relajó.

La primera flecha le dio al capitán entre los ojos.

Estaba muerto a los pies de Finnikin cuando cayó al suelo, con la sorpresa estampada en su rostro para siempre. Entonces un ataque de flechas voló sobre sus cabezas cuando Trevanion se echó encima de él.

—¡No dejéis que tomen el Myrinhall! —gritó uno de los miembros de la tripulación, y Finnikin notó que la embarcación daba bandazos mientras los remeros empezaban a desempeñar su trabajo.

Trevanion ya estaba de pie cuando Finnikin agarró su arco. Oyó el silbido de las flechas pasando y volvió a agacharse una vez más, antes de incorporarse para apuntar a la ribera oeste. Disparó diez proyectiles hacia la espesura de la jungla y se echó cuerpo a tierra en la cubierta. Mientras las flechas continuaban volando, gateó hasta donde Evanjalin estaba acurrucada en la otra parte del barco, con el rostro aún enfermo bajo la luz de la mañana. La arrastró hasta detrás de unos cajones para ponerla a salvo junto a Froi a resguardo de las cajas de la mercancía y los barriles de cerveza.

—¡Quedaos aquí! —logró decir.

Volvió arrastrándose a donde Trevanion y Sir Topher estaban agachados, apoyados en el casco, preparados para el siguiente ataque. Trevanion se puso de pie para lanzar unas cuantas flechas en dirección a los yuts antes de volverse a agachar.

—La tripulación está dando la vuelta al barco —dijo, intentando recuperar el aliento—. Quedaos con ellos, Sir Topher. Intentad regresar al puerto de Sif. Finnikin y yo nadaremos hasta la orilla y viajaremos al norte a pie para encontrar a mis hombres.

Sir Topher asintió. Desde todos los rincones del Myrinhall se oían los quejidos de los heridos, mientras los remeros gruñían y las flechas silbaban por encima de sus cabezas. Los nativos yuts escondidos más allá de la ribera mantenían un silencio disciplinado y pasaron unos instantes antes de que Trevanion pudiera marcarlos.

—¡Ahí arriba! ¡En los árboles! —gritó uno de los miembros de la tripulación que estaba agarrado al mástil.

Trevanion disparó otra lluvia de flechas, luego empujó a Sir Topher y a Finnikin hacia el otro lado de la embarcación, lejos del siguiente ataque que alcanzó su escondite anterior con una precisión mortífera.

—Nos tiraremos al agua por el otro lado, Finnikin —gritó Trevanion por encima del ruido—. Cuando gire, nos quedaremos escondidos en el Myrinhall hasta que llegue otra vez a la desembocadura del río y después nos dirigiremos a tierra. ¿Me oyes?

—¡Dulce Diosa, están nadando hacia nosotros! —masculló Sir Topher—. Este barco no llegará a la desembocadura, Trevanion. ¡Asaltarán el Myrinhall con todos nosotros dentro!

Una flecha alcanzó a un remero desde atrás y el hombre se desplomó hacia delante.

Trevanion se levantó para echarle un vistazo a los yuts que se acercaban.

—Cambio de planes. ¡Sácalos del barco y llévalos hacia la orilla este, Finn! —ordenó—. Asegúrate de que no los vean. Ni a vos tampoco, Sir Topher. A ninguno de nosotros.

Finnikin se arrastró hasta los cajones y sacó primero a Froi.

—¿Sabes nadar? —gritó.

—¡No!

El ladrón parecía horrorizado.

Finnikin alzó la vista hacia el marinero que trabajaba en la vela cuadrada.

—Tendrás que hacerlo rápido antes de que le den la vuelta al barco. Intenta mantenerte bajo el agua todo el rato. ¡No dejes que te vean!

—¡No sé nadar! —dijo Froi, que retrocedió a gatas hacia los cajones.

Finnikin le agarró por el pelo y tiró de él para que viera lo que estaba ocurriendo a su alrededor. Los cuerpos se amontonaban en la nave mientras aquellos marineros que aún estaban vivos gemían y se retorcían de dolor.

—¿Prefieres quedarte? —gruñó Finnikin.

Froi le gruñó a él mientras Finnikin le ayudaba a tirarse por la borda, sujetando al chico por el pescuezo antes de soltarle. Volvió su atención hacia Evanjalin, cuyo rostro tenía una tonalidad grisácea, y una película de sudor le cubría la cara.

—No sé nadar —susurró.

—Aguanta la respiración y haz como si retiraras agua de tu camino con las manos. Así —dijo mientras se lo mostraba—. Y da patadas suaves con los pies. No saques la cabeza del agua, Evanjalin. No dejes que te vean. En cuanto llegues a la orilla, mantente escondida. ¿Me entiendes?

Asintió, abatida.

—Haz lo que te digo por una vez —dijo al tiempo que notaba el temblor de sus manos mientras le tocaba la cara.

Finnikin le cogió una mano y le apretó la boca contra la palma, y después Sir Topher apareció allí para ayudarla a bajar.

—Tened cuidado —dijo el chico mientras la cabeza de Sir Topher desaparecía bajo el agua.

Se volvió para encontrar a Trevanion, justo cuando el marinero del mástil cayó del cielo y aterrizó a sus pies, con una flecha atravesada en el pecho y sangre manando de su boca.

—Dale la vuelta —dijo el hombre con voz ronca—. Sube al mástil y dale la vuelta o nunca podrás ponerlos a salvo.

Finnikin alzó la vista hacia el mástil, luego volvió a mirar en dirección a los yuts y empezó a trepar. Al menos media docena de ellos habían alcanzado el barco, y Trevanion y la tripulación estaban luchando con ellos. Uno que había logrado subir a bordo cuyó al agua al recibir una patada en la cabeza. Trevanion apuntaba, disparaba y después se agachaba; daba las órdenes y dividió a la tripulación en tres grupos: los que remaban, los que lanzaban flechas y los que combatían con los yuts en el agua. Desde su posición estratégica, Finnikin veía lo que se había perdido antes. Los cráneos en los árboles. En la orilla oeste, más yuts descendían del follaje, con unos cuerpos grandes y poderosos.

El muchacho siguió trepando, sin parar, hasta que llegó arriba del todo. Con las piernas bien agarradas, empezó a mover rápidamente los dedos para soltar las velas. Vio que Evanjalin, Froi y Sir Topher habían llegado a la orilla este y se escondían entre los largos juncos y helechos. Trevanion y tres miembros de la tripulación acabaron con el último yut a bordo, y Finnikin contempló a su padre mientras se arrastraba hasta el borde de la embarcación y se tiraba por la borda. El chico se quedó pegado al mástil mientras notaba cómo las flechas le rozaban los brazos al pasar volando. Observó cómo la cabeza de Trevanion salía del agua y se arrastraba hacia donde los demás estaban apiñados, y por primera vez desde que el capitán cayó muerto a sus pies, Finnikin suspiró, aliviado.

Trevanion escupió el agua infecta mientras se sostenía el costado para mitigar el dolor. Los demás estaban ocultos tras unos juncos en el agua cenagosa. Estaban temblando pero a salvo, y de momento aquello bastaba. Sabía que tenían que seguir río abajo, sin importar lo peligroso que fuera.

—Vamos. ¡Ya! No hay tiempo… ¿Finn? —Se dio la vuelta—. ¿Dónde está Finnikin?

Miró a la chica, seguro de que ella lo sabría. La chica y Finnikin parecían no perderse la pista. Ella se quedó mirando por encima de su hombro, con aquellos oscuros ojos abiertos de par en par y la mano temblando mientras señalaba hacia arriba. Se dio la vuelta para ver el Myrinhall que empezaba a girar con la vela preparada para volver hacia la desembocadura del río. Lo que quedaba de la tripulación arrojaba flechas hacia los nativos yuts en la orilla de enfrente. Vio dos o más yuts asomados por el casco de la nave, pero entonces se quedó paralizado al ver a Finnikin aferrado al mástil, con su pelo dorado rojizo enredado mientras el sol iluminaba sus mechones. Los movimientos de los yuts en el otro extremo demostraban que también se habían quedado alelados ante aquel panorama, como si Finnikin fuera algún dios salvaje del sol que colgaba de los cielos.

Y entonces, para su horror, los yuts apuntaron y Finnikin cayó desde las alturas.

Trevanion rezó por que la tripulación del Myrinhall cogiera al chico, lo sacaran del agua y se ocuparan de él. Pero no hubo ningún movimiento hacia donde el muchacho yacía boca abajo, con una flecha sobresaliéndole del costado de su cuerpo. La chica se abalanzó hacia delante, Trevanion la agarró y con una mano reprimió el grito que emitió mientras forcejeaba. Cuando por fin se soltó, Trevanion la oyó llorar, un sonido aún más lastimero porque parecía inquebrantable.

—Esperaremos a que se marchen —susurró Sir Topher mientras el Myrinhall se alejaba poco a poco corriente arriba, bloqueando la vista de los yuts pero no la del cuerpo de Finnikin.

—No —se negó la chica—. Ahora. Aquí adoran al rey del sol. Se llevarán a Finnikin a la primera oportunidad que tengan.

Trevanion se lanzó al agua enseguida, golpeándola con su cuerpo, castigándola por haber puesto una barrera entre su hijo y él. El Myrinhall acababa de pasar por donde estaba Finnikin y con un poco de suerte la nave impediría que los yuts vieran ambas figuras. Sabía que le quedaba poco tiempo. En cuanto los yuts averiguaran dónde estaban escondidos, cruzarían el río e iría a por ellos.

Cuando llegó hasta su hijo, Trevanion le dio la vuelta al cuerpo y le oyó resoplar e intentar recuperar el aliento. No había tiempo para el alivio. No había tiempo de reducir el peso en el cuerpo de Finnikin retirando el carcaj y las dagas. Trevanion le arrastró hasta la orilla. Sir Topher, la chica y el ladrón tiraron de ellos hacia los largos juncos. En vez de arriesgarse a adentrarse en la selva, se quedaron agachados en el agua que les llegaba por los tobillos, temblando mientras el sol desaparecía tras las nubes. Trevanion colocó el puño en la boca de Finnikin para contener los gruñidos de agonía del chico. La flecha se le había clavado en el costado, justo encima de la cadera. Tenía que sacarla pronto, pero la idea de causarle más dolor a su hijo era inconcebible. Sabía qué tipo de punta se alojaba en el cuerpo de Finnikin; las había visto esparcidas por la cubierta de la nave. Las puntas de flecha anchas y de hierro eran para cazar animales. Eran difíciles de extraer.

En el aire sonaban voces extrañas a ambos lados del río. Unos gemidos espeluznantes. Algunos parecían burlas, como si los yuts estuvieran jugando al gato y al ratón con ellos. Trevanion no se había sentido tan atrapado ni en sus diez años de cautividad. Despreciaba su propia impotencia al no poder trasladar a su grupo a un lugar seguro, apartado de aquel pantano cubierto de lodo y plagado de insectos.

El ladrón apartó la vista del cuerpo tembloroso de Finnikin y se tapó los oídos para bloquear los insultos a su alrededor.

—¿Sabes magia? —preguntó Evanjalin en tono acusador.

Pero Trevanion sabía que su única esperanza era esperar.

—¿Crees que se han rendido? —preguntó Sir Topher.

Las voces habían cesado, pero el silencio que hubo a continuación fue más alarmante de lo que Trevanion pudo haber imaginado. Negó con la cabeza y señaló un bosquecillo en la distancia. Los trocitos de metal que los nativos yuts llevaban en las muñecas y los tobillos destellaban y parpadeaban bajo la luz del sol.

—Quieren que sepamos que estamos rodeados —dijo en voz baja, señalando a otro grupo a la izquierda y luego a uno más en la otra orilla del río.

—Puedo hablar con ellos en yut, Sir Topher —murmuró Finnikin febrilmente—. Les diré… que venimos en son de paz… que reconocemos su derecho sobre Yutlind Sur.

Sir Topher le hizo callar.

—Te estás agotando, Finnikin.

Trevanion observó cómo a su hijo le costaba respirar. El cuerpo de Finnikin estaba medio erguido, mientras lo sujetaba Sir Topher. Había resultado demasiado doloroso estar agachados, así que se habían sentado en el agua poco profunda, a merced de los mosquitos y las ratas acuáticas que mordían con una frecuencia despiadada.

—Esta gente no habla yut común —dijo Evanjalin.

Tenía la vista clavada en la flecha del costado. Miró a Trevanion a los ojos y el hombre colocó la mano en el astil.

—Cuando visitaron Lumatere en el pasado —dijo Finnikin jadeando, negándose a rendirse al dolor— para una audiencia con el rey… dijiste que prometerías reconocer…

—Pero esta no es la gente que nos visitó, Finnikin —dijo Sir Topher—. Estos hombres son guerreros de espíritu. Hablan la antigua lengua de los primeros habitantes.

—Pertenecen a una de las tribus que custodian la entrada al reino por el sur —admitió Evanjalin. Tenía la cara pálida y tensa—. Lo han hecho así desde el tiempo de los dioses. Su idioma y sus costumbres son diferentes, pero se consideran parientes de Yutlind Sur y enemigos mortales de los del norte. Han perdido a muchos miembros de su tribu por las naves de comerciantes que entraban en el río y capturaban a su pueblo para venderlos como esclavos en Sorel.

—¿Qué… quieres de nosotros? —preguntó Finnikin con voz ronca.

Trevanion se la quedó mirando y negó con la cabeza en caso de que se atreviera a revelar la respuesta a esa pregunta. Querían a ese chico, con el pelo del color del sol al ponerse.

—¿Confías en mí? —susurró la novicia.

Finnikin puso los ojos en blanco. Trevanion no tenía idea de si era por el dolor que le causaba la flecha o las náuseas por el agua sucia que se había tragado. La chica colocó los brazos alrededor de Finnikin mientras con los ojos, en silencio, daba una orden a Trevanion.

—Háblame —le pidió Finnikin arrastrando las palabras—. No dejes que me duerma, Evanjalin.

—Tal vez tengo que contarte una historia para que la puedas anotar en el Libro de Lumatere cuando te recuperes del teatro.

El chico se rio y Trevanion eligió aquel momento para arrancar la flecha del cuerpo de su hijo.

Finnikin mordió tan fuerte la carne de Evanjalin que saboreó su sangre en los labios. Y durante un rato los delirios a causa de la fiebre se transformaron en sueños y recuerdos. Vio en la hoguera madera amontonada en su base; le prendieron fuego. Volvía a tener nueve años y observaba con horror las ejecuciones de los Habitantes del Bosque. Los hijos de Sagrami. A su alrededor la gente sollozaba. Ya se habían llevado a su padre, pero tenía que estar allí por Beatriss. Para que lo último que viera fuese el hijo de su amado. Pero en su lugar estaba Seranonna, con las manos empapadas de sangre, y las llamas subían por su cuerpo mientras maldecía. Y entonces se subió a un árbol. El mismo en el que se había sentado con Balthazar y Lucian y habían hecho planes para atrapar al lobo plateado. El árbol de su infancia. Aquel día, escondido entre las ramas, sacó un puñal. Apuntó como su padre le había enseñado.

Y le dio a Seranonna en el corazón.