Capítulo 11

Las tormentas torrenciales de Sorel horadaron la tierra durante días, lo que les obligó a pasar la semana alojados en un granero cuando el camino que llevaba al sur se volvió intransitable. Fue un comienzo agónicamente lento para una búsqueda que les llevaría hasta el reino más azotado por las guerras de toda la nación. Sir Topher se dedicó a enseñarle el idioma de Lumatere a Froi y, mientras tanto, los demás se dedicaron a estudiar los mapas en busca de una ruta alternativa para llegar hasta los soldados de Trevanion, que al parecer se encontraban escondidos en uno de los pueblos montañosos de Yutlind Sur. La ruta más común era volver a Belegonia, que compartía frontera con Yutlind por el norte. Pero Trevanion era un forajido en todos los reinos de la nación y el camino que llevaba a Belegonia era demasiado peligroso. Si viajaban hacia el oeste a través de Sorel hasta su puerto principal, se arriesgaban a pasar por las minas, además de tener que hacer frente a una vía marítima traicionera: el golfo de Skuldenore.

—Hay piratas —dijo Finnikin—. Los oficiales de puerto corruptos les avisan de las mejores presas y a cambio se llevan una parte del botín.

—¿Corrupción en Sorel? Estarás de broma, ¿no? —comentó Sir Topher mientras se acercaba a ellos.

—Incluso si conseguimos desembarcar en Yutlind —continuó Finnikin—, las batallas más fuertes se están librando en el norte y los yuts siempre atacan primero y preguntan después. Yo propongo que crucemos las montañas. Para llegar hasta aquí —dijo señalando a Sif, la provincia costera independiente que se encontraba al sur de Sorel—. Le pagaremos a alguna nave mercante que se dirija hacia el sur. Hay un pequeño puerto en la desembocadura del río Yack, en Yutlind Sur. Desde allí podemos viajar hacia el norte por el país.

—Finnikin, los territorios del sur son un caos —argumentó Sir Topher—. Nadie sabe quién está al mando, quién tiene la culpa o quién es aliado o enemigo.

—Así que lo último que les preocupará será un grupo de exiliados de Lumatere y un prisionero fugado.

—Entonces, viajaremos a Sif —decidió Trevanion.

Después del oscuro mundo de las minas, del campamento de la fiebre y de la humedad del granero atestado de gente, donde el fuerte hedor corporal le invadía incluso el resto de los sentidos, Finnikin se sintió aliviado al ver las montañas con las cimas cubiertas de nieve en la lejanía. Aunque aquellas montañas tenían un aspecto estimulante desde esa gran distancia, no se había imaginado lo terrible que sería esa belleza hasta que comenzaron a ascenderlas. Las noches en las montañas eran terriblemente frías. El viento helado les dejaba insensible el rostro y en las telas con las que se tapaban la boca y la nariz se entremezclaban la saliva y las mucosidades.

Hablaban poco durante el día. El viento era demasiado intenso y la senda demasiado agotadora para malgastar la energía charlando. A veces, cuando los dedos le dolían por el intenso frío y le parecía que la piel se le desgarraba por la fuerza del viento, Finnikin se imaginaba cómo habría sido su vida si se hubiera establecido como consejero de alguno de aquellos reyes extranjeros. En vez de eso, estaba cruzando una tierra inhóspita en busca de los soldados de una Guardia Real que quizá no deseaba ser encontrada, de camino hacia un reino que ya no existía.

La cuarta noche de viaje la pasaron acampados en el interior de una cueva, con los cuerpos temblorosos, dentro de los sacos, apretujados unos contra otros. Cambiaban de posición cada pocas horas para asegurarse de que todo el mundo tenía la oportunidad de dormir con algo de calor. Finnikin soñó que se encontraba acunado en el interior de una matriz, donde le hablaba al bebé de Beatriss. Al despertarse, se encontró en los brazos de su padre y que él rodeaba con los suyos a Evanjalin. Sabía que la novicia había estado soñando las noches anteriores y se preguntó, mientras se estremecía en sus brazos, si lo estaría haciendo en esos precisos momentos. El pelo le había crecido hasta formar una pelusa sobre el cuero cabelludo y en el rostro había comenzado a aparecerle una extraña especie de belleza a pesar de la mugre. Tenía unos fuertes rasgos faciales, unidos de un modo curioso. Aunque estaba delgada por el viaje, nada en ella parecía delicado, pero Finnikin había presenciado breves momentos de fragilidad. Un gesto en su rostro que parecía indicar que había recordado algo doloroso, un repentino jadeo que le interrumpía la respiración. En algunas ocasiones, daba la impresión de que apenas era capaz de levantar la cabeza por los demonios que la mantenían agachada.

—¡Sir Topher! ¡Sir Topher!

Finnikin la oyó. No se había dado cuenta de que se había quedado dormido de nuevo.

—Creo que ya lo entiendo —le dijo.

Sir Topher se despertó, sobresaltado.

—¡Por la Diosa del Dolor, Evanjalin! ¿No puede esperar hasta que amanezca?

—¿Qué entiendes? —preguntó Trevanion.

Finnikin se incorporó y bostezó. Las últimas ascuas de la hoguera brillaban y la humedad volvió a calarle los huesos.

—Es posible que no estén muertas —le dijo Evanjalin con voz somnolienta—. El panadero soñó con flores de cerezo. Encendió una vela y realizó un sacrificio en honor a la Diosa Sagrami.

—Evanjalin, tienes que dormir más —declaró Finnikin—. Lo que dices no tiene sentido.

Pero ella negó con la cabeza.

—No, necesito mantenerme despierta para encajar todas las piezas de los diferentes sueños.

Sir Topher se frotó los ojos.

—Froi, haz algo útil y reaviva ese fuego.

Froi soltó un gruñido, porque no quería abandonar la comodidad de las mantas, pero Sir Topher le propinó un leve empujón para hacerle salir. Se envolvieron en todas las ropas que pudieron y se apretujaron alrededor de la hoguera. Froi colocó unos cuantos leños mientras murmuraba algo disgustado.

—Hace tres noches caminé en el sueño de un panadero que no dejaba de reír —les explicó Evanjalin.

—No logro imaginarme a ningún lumaterano, ya sea dentro o fuera de la puerta, que haga algo semejante —comentó Finnikin con voz seca.

—Pero el aprendiz de cocinero lloraba la muerte de la hija del panadero no hace ni tres semanas.

Evanjalin tenía la frente cubierta de arrugas por el gesto de confusión que le cubría la cara. Finnikin sintió la tentación de alisárselas con la mano.

—Evanjalin, lo que dices sigue sin tener sentido.

—¿Qué clase de persona estaría riéndose solo tres semanas después de enterrar a su hija? —preguntó la novicia en voz alta.

—Ve directamente a la parte que has descubierto —le dijo Trevanion con voz gruñona.

—Entonces tengo que retroceder un poco más. Un año más o menos. Cuando la niña y yo caminamos por el sueño de uno de los soldados del impostor, que estaba pensando en la chica de las Llanuras que había muerto ese mismo día. No compartía la pena de la madre y el padre, pero su muerte fue suficiente para hacerle pensar. Hizo unos cálculos y llegó a la conclusión de que habían muerto veinte chicas a lo largo de los cuatro años anteriores.

—¿Veinte? —exclamó Sir Topher.

Evanjalin asintió.

—Pero tengo que retroceder más todavía.

A Finnikin se le escapó una exclamación de incredulidad, pero ella levantó una mano.

—Escuchad. Hace dieciocho años, la reina de Osteria le regaló a la reina de Lumatere una planta, un cerezo en flor. Era una ofrenda de paz después de varios decenios de desconfianza entre ambos reinos.

—Evanjalin, sigues sin…

—Pero lo haré. Mi madre solía contarme lo que ocurrió cuando la reina decidió dónde debía plantar el árbol.

—Buscó a lo largo y ancho de todo el reino el lugar perfecto —empezó a contar Sir Topher, quien sonrió al recordarlo—. Nos volvió locos a todos. Estaba embarazada. De su hija pequeña, Isaboe. El bebé no debería haber sido concebido y el embarazo estuvo maldito con una serie de enfermedades desde el principio. La reina estaba segura de que la niña sobreviviría si plantaba el cerezo y se lo dedicaba tanto a la Diosa Lagrami como a la Diosa Sagrami.

Evanjalin asintió.

—Y aunque a muchos lumateranos no les gustó su decisión de ofrecerle un sacrificio a Sagrami, la reina encontró el sitio perfecto.

—Un relato muy hermoso, pero no veo qué relación tiene con todo lo demás —comentó Trevanion.

—Solo existe un cerezo en todo Lumatere. Está al menos a un día de caballo del palacio, en un viejo claustro dedicado a Sagrami, cerca de la frontera con Sendecane.

—Pero ese claustro no se utiliza desde hace siglos —dijo Sir Topher—. ¿Qué es lo que estás sugiriendo, Evanjalin?

—Que durante los cinco días de lo innombrable, a las novicias de Sagrami que vivían en el lindero del bosque las condujeron a la seguridad del interior de las murallas del reino a través de la puerta oriental.

Sir Topher negó con la cabeza.

—Te equivocas, Evanjalin. La sacerdotisa de Sagrami fue la primera en arder en la hoguera. La capturaron junto a Seranonna y a otras tres místicas y curanderas.

—Por lo que las novicias estarían solas —dijo Finnikin—. Sin duda, los soldados del impostor habrían atacado en primer lugar al claustro del bosque.

—Habría sido una matanza —comentó Trevanion—. La mayor no tendría más de diecisiete años.

—¿Y no tenían a quién acudir? —quiso saber Finnikin.

Sir Topher abrió la boca para contestarle, pero la cerró de repente.

—¿Sir Topher? —le preguntó Finnikin con cierto tono de urgencia en la voz.

—Quizá sí que había una persona —dijo en voz baja—. Alguien que vivió en el claustro del bosque durante su infancia. Evanjalin, háblame de esa persona que caminaba en los sueños con vosotras. La que está ahí por la niña.

—Sea quien sea, las dos poseen un gran conocimiento de las artes oscuras. Noto su conexión con los muertos, con los espíritus.

—Solo Seranonna tenía esos conocimientos —afirmó Trevanion.

—No, había alguien más —replicó Sir Topher—. Alguien bajo las órdenes de Seranonna.

Trevanion frunció el entrecejo y luego se dio cuenta de a quién se refería.

—¿Tesadora? ¿La hija de Seranonna?

Sir Topher asintió.

—¿La conocíais?

—No, pero Perri sí. Eran enemigos mortales. Fue una de las pocas historias que Perri me contó sobre su niñez en el pantano del Río. Su padre le enseñó desde muy pequeño que debía infligirle todo el dolor posible a aquellos que ellos consideraban inferiores.

—¿Perri se sentía avergonzado?

Trevanion dejó escapar un suspiro.

—No fue una confesión. Tan solo un comentario sobre algo que ocurrió. Recuerdo muy bien sus palabras. «Qué distintas han sido nuestras niñeces, Trevanion. Tú te montabas en una de esas balsas para recorrer el río y pescar renacuajos y anguilas, y yo le tenía metida la cabeza a los Habitantes del Bosque en el agua del pantano para ver cuánto podían aguantar sin respirar».

»Perri me contó una vez que Tesadora tuvo la cabeza bajo el agua durante cinco minutos —continuó Trevanion— y todavía tuvo aliento suficiente para escupirle en la cara cuando la sacó. Su padre le dio una tunda por permitir que un Habitante del Río le ganara. Por eso, la siguiente vez, Perri se aseguró de que no le quedaran fuerzas ni siquiera para mantenerse en pie. Los dos tenían doce años en aquel entonces. En lados opuestos, pero ambos víctimas del odio.

—Cuando Tesadora era un poco mayor que tú, Finnikin, ya llevaba la vida de una ermitaña en el Bosque —le explicó Sir Topher—. Pero pasó su niñez en el claustro de Sagrami, donde, aparte de su madre, el único contacto que tenía con el mundo exterior eran las novicias.

—¿Las novicias de Sagrami eran místicas? —preguntó Finnikin.

—Curanderas —le aclaró Sir Topher—. Eran las mejores boticarias que jamás haya conocido. Las hierbas y las plantas que cultivaban en el monasterio del Bosque tenían unos efectos espectaculares. Si el sacerdote real las tuviera en los campamentos de la fiebre, la mitad de nuestra gente seguiría con vida.

Evanjalin se inclinó para acercarse un poco más.

—Las novicias se encuentran ahora mismo en el interior de las murallas del reino y están escondiendo a las chicas jóvenes de Lumatere en el viejo claustro. Hace tres días, el panadero viajó en secreto para ver a su hija y recogió unas flores de cerezo en el camino.

—No tienes pruebas de nada de eso —le contestó Finnikin—. Incluso en el caso de que Tesadora sobreviviera y salvara a las novicias, ¿crees que el impostor y sus soldados serían tan ignorantes como para no darse cuenta de todo? ¿No habrían encontrado ya el lugar donde se esconden?

—Quizá no les hace falta esconderse. No importa lo que el rey impostor decretara cuando mató a los Habitantes del Bosque. Debe temer la ira de los dioses y por eso no se atreve a asaltar un templo de Sagrami —dijo Evanjalin—. Recuerda que las novicias adoran a una Diosa que ha maldecido Lumatere, y el rey impostor es tan prisionero de esa maldición como los demás habitantes que han quedado atrapados en el interior del reino.

—Y si las novicias son tan buenas boticarias como yo creo que son, seguro que no les costaría mucho encontrar un modo de hacer que las chicas cayeran en un estado parecido a la muerte —apuntó Sir Topher.

—Esos lumateranos de los que hablas, el panadero, los demás padres y madres de las chicas… ¿son adoradores de Sagrami? —preguntó Trevanion.

Evanjalin negó con la cabeza.

—Adoran a Lagrami, pero de alguna manera, los dos claustros han encontrado el modo de actuar juntos para proteger a las chicas jóvenes de Lumatere.

—¿Cómo?

Los miró durante unos instantes.

—Hay partes de esta historia… que tal vez encontréis… difíciles.

Finnikin la miró con expresión de incredulidad.

—Evanjalin, Trevanion ha pasado siete años en las minas de Sorel. Sir Topher y yo hemos visto de todo a lo largo de nuestros viajes.

—Pero hay ciertas cosas…

—Evanjalin. —Sir Topher la interrumpió con firmeza—. Finnikin tiene razón. No hay nada que no podamos soportar.

Evanjalin dejó escapar un suspiro.

—El aprendiz de cocinero que lloró por su amiga tenía la mente llena de sangre la noche que ella murió. El guardia del impostor también soñó con sangre. Cada vez que una de esas chicas «muere», hay sueños o recuerdos cargados de sangre. Creo que «mueren» por desangramiento. En teoría, se desangran hasta morir. Eso es lo que los soldados del impostor y el resto del reino creen que les ocurre a las chicas. Imaginaos. Los soldados del impostor acuden al hogar de una familia que acaba de perder a su hija. Exigen ver a la chica muerta. Allí está ella. Inmóvil. Quizá del modo que ha sugerido Sir Topher, gracias a las boticarias más hábiles de todo el reino. Los hombres del impostor exigen saber lo que ha ocurrido. No les importan en absoluto las chicas o sus familias, pero notan que la gente conspira. Las mujeres son inteligentes. Comienzan a hablar de la maldición que visita a las chicas cada mes, ya que saben que el impostor y sus secuaces palidecerán al oír hablar de la sangre que fluye entre los muslos de las jóvenes como torrentes de…

Finnikin carraspeó con fuerza.

—Creo que he oído algo… fuera de la cueva —masculló mientras se ponía en pie, pero la mirada que le lanzó Evanjalin le impidió salir.

—¡Sangre! —exclamó Froi horrorizado—. ¿Entrañas? ¿Las mismas entrañas que…?

—¡Froi! —exclamó Trevanion.

—Que fluye a veces como si saliera de un cerdo destripado —dijo Evanjalin.

—¡Evanjalin!

La novicia miró a Sir Topher y luego a Trevanion, y ambos parecieron de repente muy interesados por el contorno de las paredes de la cueva.

—¿No dije que habría partes del asunto que quizás encontrarían incómodas?

—No es correcto que una joven hable de ciertos asuntos en presencia de los hombres, Evanjalin —le respondió Sir Topher con voz firme—. Y quizá te estás agarrando a un clavo ardiendo al establecer dichas relaciones.

—¿Ah, sí? ¿Y si os dijera que solo camino en los sueños durante mi propio… periodo?

Sir Topher le sostuvo la mirada a pesar del rubor que le cubrió las mejillas y, al cabo de unos instantes, le hizo un gesto con la cabeza para indicarle que podía continuar.

—Quizás a los fieles del impostor les han hecho creer que cuando una muchacha sufre su primer sangrado, también sufre una maldición y se desangra hasta morir. Por supuesto, es un acontecimiento antinatural, pero quizá les han dicho que se trata de algo que forma parte de la maldición de Seranonna, que es su modo de castigar a los hijos de Lagrami. Lo cierto es que las jóvenes viven escondidas en el viejo monasterio de Sagrami, al noroeste del reino. Es uno de los pocos sitios en los que el rey impostor y sus esbirros no se atreverán a entrar por temor a la maldición de Seranonna.

—¿Crees que nuestra gente sabe que las chicas están vivas? —preguntó Trevanion.

Ella negó con la cabeza.

—No tengo manera de estar segura de quién sabe la verdad. Si hacemos caso al sueño del panadero, está claro que los padres lo saben, pero no puedo estar segura respecto a los demás. El aprendiz de panadero estaba muy triste de verdad, sin duda alguna.

—Pero seguimos sin poder estar seguros de que Tesadora sobreviviera a los días de lo innombrable o al castigo del impostor —insistió Trevanion.

La novicia le miró fijamente.

—He caminado en los sueños de una de las novicias de Sagrami y estaba pensando en el día en el que alguien con corona llegó para esconderlas.

—¿Balthazar?

—Alguien con una corona, eso es todo lo que sé.

—¿Podría ser…? —empezó a decir Trevanion, pero se calló y sacudió la cabeza.

—Alguien metió a Tesadora y a las novicias en el reino antes de que cayera la maldición.

—¿Alguien con una corona? No tiene sentido —declaró Sir Topher.

—¿Y una maldición de sangre sí la tiene? —le preguntó Trevanion.

—Tiene todo el sentido en el mundo donde la otra persona que camina en los sueños con nosotras, quien tal vez pueda romper la maldición, es pariente de la misma persona que la lanzó —le respondió Evanjalin—. La hija de Seranonna.

—Pero ¿Tesadora? Perri la solía llamar la sierva de la serpiente —dijo Trevanion.

—Si lo dice alguien como Perri el Salvaje, eso no debe ser bueno —reflexionó Sir Topher.

—Quizás ella es justamente lo que necesitamos —argumentó Finnikin.

—Seranonna la envió al norte del bosque cuando era solo una niña para que viviera con las novicias —explicó Sir Topher—. Quería mantenerla fuera del peligro que representaban los Habitantes del Bosque que la temían. Algunas personas aseguraban que Tesadora era malvada porque su sangre de la estirpe del Bosque estaba mezclada con la de un charynita.

—Pero tú no te comunicas con Tesadora, ¿verdad? —le preguntó Trevanion.

Evanjalin negó con la cabeza.

—Solo con la niña. La primera vez me ocurrió cuando tenía unos doce años y tuve un sueño extraño y maravilloso. Creo que fue el nacimiento de la niña. De algún modo, cuando mi… —Se calló un momento y miró a Sir Topher—. Cuando comenzó a fluir mi primera sangre, el corazón de la niña comenzó a latir. La sentí en mis brazos.

—¿Y nunca caminas en los sueños cuando no…? Bueno, en otras ocasiones —le preguntó Finnikin con cierta incomodidad.

—Solo me ocurrió una vez —respondió Evanjalin y tragó saliva.

—¿Tu sangre fluyó de otra manera? —inquirió Sir Topher.

La novicia asintió.

—Hace dos primaveras. Esa noche caminé en el sueño de Lady Beatriss y ella susurró: «El monasterio de Sendecane».

—¿Por qué fluía tu san…? —Finnikin se dio cuenta de repente del motivo y pronunció la siguiente palabra con voz ahogada—. ¡Sarnak! ¿También derramaste tu sangre en la matanza de los exiliados?

Ella asintió.

—¿Cómo conseguiste salir con vida, Evanjalin? —le preguntó Sir Topher con delicadeza.

—¿Sufriste alguna herida? —quiso saber Trevanion.

Evanjalin se abrió un poco la camisa para dejar a la vista un trozo de tejido arrugado que tenía sobre el pecho. Era una cicatriz con mal aspecto, una herida mal infligida.

—Ni siquiera fueron capaces de matar con precisión —murmuró Finnikin, quien fue incapaz de apartar la mirada de la cicatriz.

—No, eran unos perfeccionistas —le contradijo ella—. Eran cazadores. Lo vi con claridad. Los observé. Sus flechas se clavaban directamente en el corazón, clavaban las dagas con precisión. Eran minuciosos. Nuestra gente estaba de rodillas, suplicante, y murieron con las manos alzadas y unidas en gesto de oración. Otros echaron a correr y recibieron una flecha en la espalda. Los cazadores se aseguraron de darle la vuelta a todos aquellos que tenían una flecha en la espalda para poder clavarle las dagas en el corazón.

—Pero tu herida es obra de alguien inexperto —le dijo Sir Topher.

—Porque yo ni supliqué ni eché a correr. Los cazadores atacaron allá donde vieron movimiento. Esos fueron los primeros exiliados en morir. Pero yo fui una cobarde. No fui capaz de darles la espalda a nuestros atacantes. No fui capaz de soportar no saber lo que me iba a pasar, de que una flecha me impactara de repente. Cuando los que me rodeaban comenzaron a caer con una flecha en el corazón, supe que los cazadores no regresarían para comprobar si estaban vivos. Solo iban en busca de aquellos que tenían una flecha en la espalda. De modo que, cuando uno de los míos se desplomó a mis pies con una flecha en el pecho, supe lo que tenía que hacer.

—Dulce Diosa del Dolor —musitó Sir Topher.

—¿Ninguno jugó a eso de niño? ¿A fingir estar muerto? —les preguntó ella en voz baja—. Eso es lo que se hace para sobrevivir. Juegas a eso para que se lo crean.

Finnikin jugaba a eso a diario con los príncipes cuando eran niños, pero no era de mentira cuando se cogía una flecha y te la clavabas dos dedos por encima del corazón. Tampoco era un juego verse obligada a morderse la lengua para que sus gritos no atravesaran el aire, en el que solo se oían los gruñidos de satisfacción y las pisadas que se retiraban de unos individuos que habían olvidado lo que significaba ser humano. Ni agarrar con las dos manos el objeto que tenía clavado en el pecho para sacárselo de una piel que estaba hecha para que la besaran y acariciaran con suavidad. No hubo fingimiento alguno en abrirse camino a través de los miembros de las familias en busca de supervivientes. Tampoco fue un juego caminar descalza durante dos semanas para llegar hasta el monasterio de Lagrami, situado en Sendecane, un reino dejado de la mano de los dioses, y todo porque una mujer hubiera susurrado en su sueño una orden igual que si fuera una plegaria.

«Lo que haga falta».

—Tuve la suerte de nacer bajo la estrella de la fortuna —dijo Evanjalin en voz baja—. Por eso sobreviví cuando otros murieron.

Sir Topher fue el primero en darse la vuelta. Se acurrucó entre sus mantas y sus hombros se estremecieron con una pena dolorosa que se esforzó enormemente por ocultar.

—Duerme, Evanjalin —le dijo Finnikin con dulzura.

«Sueña con flores de cerezo y con la risa de esas chicas, que tan desesperadamente quieres creer que viven bajo la protección de la Diosa de la Noche».

Cuando Finnikin oyó por fin el sonido de su respiración profunda, se dio la vuelta en su saco y vio que Trevanion seguía despierto.

—¿Qué pasa? Si descalificas de algún modo lo que ha contado, me veré obligado a enfrentarme a ti —le avisó con brusquedad.

Trevanion negó con la cabeza.

—Finnikin, esa chica no miente. Tan solo omite información. Es la otra parte del asunto, las jóvenes de Lumatere. —Trevanion se inclinó para acercarse a él y susurrarle—: ¿Qué es lo que ha podido ocurrir para que los padres y las madres se vean obligados a fingir la muerte de sus hijas? ¿Qué le están haciendo esos monstruos a nuestro pueblo?