Capítulo 10

Cuando entraron en el campamento al día siguiente, Sir Topher se quedó sin palabras. Sin embargo, fue la expresión del rostro de su padre la que Finnikin recordó durante muchos días. Sabía que Trevanion jamás había visto un campamento de refugiados, que ni siquiera se había imaginado el modo en el que vivía su gente desde hacía años, por lo que no estaba preparado para contemplar semejante desolación. Su padre era capaz de comprender el castigo, la prisión y las condenas, pero ¿aquello? ¿Qué crimen contra los dioses habían cometido aquellas personas para ser condenados a esa clase de vida?

—Después será peor todavía —les advirtió Finnikin.

Las condiciones de hacinamiento, los grandes charcos de barro y los montones de restos apestosos provocaron que tuvieran que cruzar con lentitud el campamento. Sin embargo, a diferencia del día anterior, un murmullo recorría el aire a su alrededor a medida que los susurros comenzaban a llenar el campamento. Fue entonces cuando Finnikin lo vio por primera vez en los ojos de la persona que estaba más cerca de ellos: un destello de esperanza.

—Es Trevanion del Río —oyó decir a una mujer—. Y el Primer Caballero del rey.

Conforme se adentraban en el campamento, más y más exiliados fueron saliendo de sus casas improvisadas. Cuando llegaron a la franja que separaba el poblado de tiendas del campamento de la fiebre, ya estaban abriéndose paso entre la multitud de residentes. Los niños les miraban con esperanza, montados sobre los hombros de sus padres, pero el hambre en sus ojos era inquietante.

Un hombre de cabello blanco y ojos del color de la leche y el cielo se abrió paso para llegar hasta ellos y le puso las manos en la cara a Sir Topher para reconocerle.

—¿Kristopher de las Llanuras?

Sir Topher se estremeció de la cabeza a los pies mientras abrazaba a su pariente. Finnikin tuvo la impresión de que todo hombre, mujer y niño había salido de sus refugios para agolparse a su alrededor.

—Este es Micah, un granjero del pueblo de Sennington —les presentó Sir Topher.

Finnikin miró a su padre. Sennington era el pueblo natal de Lady Beatriss.

—¿Quién está al mando aquí? —preguntó Trevanion.

—No hay nadie al mando —respondió el anciano.

—Pues poned a alguien al mando y que venga a vernos.

La casucha del sacerdote real se encontraba en la franja de terreno que separaba el poblado de chabolas y el campamento de la fiebre. Mientras se acercaban allí, una mujer que llevaba a su hijo llegó procedente del campamento de la fiebre y puso al chico en brazos de Evanjalin. Finnikin tiró de la novicia para acercarla a él y alejarla de la mujer, que sin duda tenía fiebre.

—No hay nada que puedas hacer —le dijo con firmeza.

Evanjalin se soltó de un tirón.

—Finnikin, va contra las normas de la humanidad creer que no hay nada que podamos hacer —le dijo antes de alejarse con la mujer y el niño.

Una vez entraron en la tienda del sacerdote real, Finnikin contempló cómo Trevanion y Sir Topher realizaban una reverencia solemne y le besaban la mano al anciano santo, algo que pareció avergonzar un tanto al propio sacerdote real. El viejo granjero de las Llanuras entró, vacilante, con dos hombres y una mujer, cuyos ojos dejaron de mirar al sacerdote real para pasar al grupo de Finnikin.

—Tenéis que separar a esta gente del campamento de la fiebre —les dijo Trevanion con firmeza—. Y no me refiero a poner una pequeña franja de terreno en medio. Llevaos a los sanos de aquí. Ya.

—¿Llevarlos adónde? —le preguntó la mujer—. Somos demasiados y cada vez que hemos intentado trasladarnos, nos han amenazado con armas. Al menos en este rincón del infierno no nos molestan.

—Para cruzar la nación necesitaríamos la protección de la Guardia Real —dijo el anciano lleno de atrevimiento.

—¿Podéis proporcionarnos esa protección? —le preguntó el más joven de ellos.

Finnikin miró a su padre. Trevanion no había hablado en ningún momento de sus hombres, pero su hijo sabía que el capitán de la Guardia Real no había dejado de pensar en encontrarlos.

Trevanion negó con la cabeza.

—De momento no es posible, pero debéis marcharos de todas maneras. Seguid el río a lo largo de Charyn y continuad por la frontera de Osteria hasta llegar a Belegonia. Allí pediréis la protección de Lord August de las Llanuras.

—No podemos…

—¡Aquí no tenéis esperanza alguna! —le interrumpió Trevanion—. Viajaréis hasta Belegonia y allí os ayudarán. Os lo garantizo.

Sir Topher y él salieron junto a los cuatro exiliados, y Finnikin se encontró a solas con el sacerdote real.

—No subestimes a esa muchacha —le advirtió el sacerdote real.

Finnikin se rio de manera forzada.

—Estoy con el Primer Caballero del rey, el capitán de la Guardia Real y el sacerdote real de Lumatere. Los hombres más poderosos de nuestro reino, aparte del propio rey. Todos estamos aquí reunidos gracias a ella. ¿En qué momento os he hecho pensar que la he subestimado?

—Tienes en mente un camino distinto al de ella —apuntó el sacerdote real.

—¿Y vos? —le preguntó Finnikin.

—Eso no es importante.

—Sois el sacerdote real—le replicó Finnikin—. Fuisteis elegido para guiarnos.

—¿De verdad esperas algo de mí? —respondió el anciano con amargura—. ¿Cuando fui yo quien le dio la bendición a ese impostor mientras atravesaba nuestras puertas, a sabiendas de que tenía las manos empapadas con la sangre de nuestros seres queridos? ¿Sabes dónde estaba yo cuando quemaron en la hoguera a los cinco Habitantes del Bosque? A salvo en el Valle de la Tranquilidad, también a sabiendas de que podría haberles ofrecido protección en mi hogar. Yo tenía el poder para autorizar y desautorizar, pero estaba sometido por el miedo.

—Lord August me dijo que deseabais morir y que por eso viajabais de un campamento de la fiebre a otro —contestó Finnikin—. Sin embargo, la Diosa os ha maldecido, bendito barakah, y se niega a permitir que muráis.

—Así pues, la respuesta a la pregunta que me has hecho antes es que llevaré esta gente hacia el norte, hacia Lumatere —respondió el sacerdote real—. Iré con la chica. Mientras tanto, tú irás hacia el oeste, a Belegonia, en busca de una segunda patria. ¿O han cambiado tus intenciones, Finnikin?

Finnikin no respondió.

—¿Qué es lo que temes? —le preguntó el sacerdote real.

—¿Qué os hace pensar que temo algo?

El anciano dejó escapar un suspiro.

—Fui elegido en mi juventud para ser el consejero espiritual de nuestro reino. Finnikin, no te eligen para ser el barakah porque puedas canturrear la Canción de Lumatere con el tono musical adecuado.

—Entonces, ¿tenéis el poder de sentir cosas? ¿Se trata de Balthazar? —preguntó Finnikin.

—No lo sé, pero sea quien sea al que percibo, es muy poderoso. «La oscuridad conducirá la luz y nuestro resurdus se alzará». ¿No son las palabras de la profecía?

—La mayoría diría que es una maldición, bendito barakah.

—La mayoría no habría descifrado las palabras —replicó el sacerdote real.

A Finnikin se le cortó la respiración.

—¿Sabéis el resto? —le preguntó.

—«Y sostendrá las dos manos de aquel a quien juró salvar».

—«Y entonces la puerta caerá, pero su dolor jamás cesará» —añadió Finnikin.

—«Su semilla engendrará reyes, pero él nunca reinará» —recitaron al mismo tiempo.

El sacerdote real sonrió tras unos momentos.

—Tardé diez años en traducirlo. Por favor, no me digas que tú tardaste menos.

Finnikin sonrió con cierta vergüenza.

—Pasé todo mi decimoquinto año de vida en la biblioteca palaciega de Osteria —le confesó—. No tenía mucho que hacer aparte de atender a las penosas conferencias que daba nuestro embajador y de entrenarme con la Guardia Osteriana.

—¿Qué es lo que temes? —le preguntó de nuevo el sacerdote real.

—En la infancia era el compañero de juegos del príncipe Balthazar —empezó a decir con cierta dificultad—. Me dijo muchas veces: «Finnikin, cuando yo sea rey, tú serás el capitán de mi guardia, lo mismo que tu padre es el capitán de la guardia del mío, pero algunos días intercambiaremos nuestros puestos para que tú puedas ser el rey y yo el capitán Trevanion».

—Bromas de niños.

Finnikin negó con la cabeza.

—Cada vez que Balthazar lo decía, notaba arder un fuego en mi interior. Quería ser rey y comencé a envidiar a Balthazar porque él iba a serlo.

—Pues entonces, no eras muy ambicioso, Finnikin.

Finnikin soltó un bufido de incredulidad.

—A los ocho años quería ser un dios —le confesó el sacerdote real. Luego miró a su alrededor, al interior de la tienda destartalada—. Quizás este sea mi castigo, pero entre tú y yo, debo decirte que no creo que los deseos de unos críos provoquen acontecimientos catastróficos. Son los actos de los seres humanos.

Pero Finnikin sabía que había más al respecto.

«Su sangre quedará derramada para que tú seas rey».

—Finnikin, llévate a Evanjalin al norte, ante nuestro rey —le dijo el sacerdote real—. Pero quiero que sepas que si la seguimos, tomaremos un camino hacia la salvación que estará pavimentado con sangre.

—No hay nada para nosotros en el norte —dijo Trevanion con firmeza desde la entrada, junto a Sir Topher—. ¿No es verdad, Finnikin?

Su hijo no fue capaz de contestarle. Notaba la mirada feroz de Trevanion, pero mantuvo su propia mirada fija en Sir Topher. Su mentor había mantenido un cierto alejamiento respetuoso desde que regresó Trevanion, pero Finnikin necesitaba ahora su consejo.

—Te tiene embrujado —añadió Trevanion—. Podría ser tuya cuando quisieras. Cualquiera es capaz de verlo. Así que tómala ya y haz lo que tengas que hacer de una vez por todas para sacártela de la cabeza.

Sir Topher siguió sin mirarle y Finnikin supo que tendría que tomar aquella decisión él solo, aunque quizá ya lo había hecho.

—Ayer estuve dentro de una fosa llena de cadáveres. Pasé por encima del cuerpo de alguien que tenía mi edad. ¿Sabes lo que se me pasó por la cabeza? Reconstruir Lumatere. Y mientras contemplaba al muchacho que acarreaba los cadáveres, pensé lo mismo. Me imaginé que era carpintero y lo vi con claridad —declaró con las manos extendidas—. En ese pozo de muerte me imaginé a Lumatere en los años venideros, no en los años pasados. —Estaba con la vista clavada en su mentor—. Nunca habíamos hecho algo así, Sir Topher. Anotamos los nombres de nuestros muertos, planificamos cómo será nuestro segundo hogar y organizamos nuestro gobierno, pero solo con pergamino, con tinta y con suspiros de resignación.

Sir Topher levantó por fin la mirada.

—Porque cualquier esperanza más allá de eso habría sido demasiado, hijo mío. Temí que nos ahogásemos en ella.

—Pues entonces, elijo ahogarme en esa esperanza —respondió Finnikin—. Lo prefiero a flotar en la nada. Quizá tengas razón, Trevanion —añadió mientras se volvía hacia su padre—. Pero es su esperanza lo que me tiene embrujado y espero que jamás se me salga de la cabeza, sin importar cuántas veces tenga que tomarla. ¿Acaso no ves cómo le arde en la mirada? ¿Acaso no te dan ganas de apartar la vista cuando tú no tienes esperanza que ofrecerle a cambio? Su esperanza me llena de… de algo más que este peso muerto con el que me despierto cada mañana.

Los ojos de Trevanion le atravesaron. ¿Había encontrado a su padre tan solo para alejarse de él?

—Dice que todas las jóvenes que están dentro de Lumatere se están muriendo —comentó Sir Topher.

—¿Por qué sabemos tan poco de esos paseos que se da en sueños? —inquirió Trevanion—. Si tiene ese poder, ¿por qué apenas sabemos nada de Lumatere? Pues porque miente.

—Tiene un don… —comenzó a decir el sacerdote real.

—Un don para engañar y es incapaz de soportar mi presencia porque sabe que comprendo la naturaleza de su argucia —le interrumpió Trevanion—. ¿Qué hay de sus mentiras acerca de Sarnak?

—No hubo ninguna mentira —respondió Finnikin.

Trevanion soltó un bufido de frustración.

—Finnikin, ni siquiera fue capaz de decirnos de dónde procedía aquella gente, y mucho menos lo que ocurrió.

Finnikin tragó saliva al recordar la caligrafía perfecta que había visto en el Libro de Lumatere.

—La mayoría procedía del pueblo del Río, Tressor —dijo en voz baja.

Vio cómo su padre se tambaleaba levemente. El pueblo de Tressor era la gente de Trevanion, la gente entre la que había crecido. Los había visitado siempre que estaba de permiso y salía de palacio, se había sentado a sus mesas y había escuchado sus relatos con su hijo sentado en las rodillas.

—La chica tiene capacidades empáticas —le aclaró el sacerdote real—. Capitán Trevanion, no puede soportar vuestra presencia porque sentís demasiado. Odiáis demasiado. Amáis demasiado. Sufrís demasiado. Por eso era más feliz en el claustro. Las novicias de la Diosa Lagrami reciben adiestramiento para mantener las emociones y los sentimientos contenidos lo máximo posible. Allí fue donde encontró la paz.

Pero Trevanion se negó a escucharle.

—Viajaré hacia el sur —dijo con voz apesadumbrada—. Finnikin, voy a hacer todo lo posible para convencerte de que vengas conmigo en vez de tomar un camino que quizá te destruya.

—Si viajas hacia el sur, ya estoy destruido —respondió Finnikin.

Sir Topher le miró a los ojos.

—¡Froi! —llamó a gritos. El muchacho apareció en la entrada—. Haz algo útil y ve a buscar a Evanjalin.

—Estoy aquí —dijo ella en voz baja desde la entrada de la tienda. Miró más allá de Sir Topher, hacia Trevanion—. ¿Qué es lo que queréis saber sobre caminar en los sueños, capitán Trevanion? ¿Que viajo con una niña de no más de cinco años? Somos tan reales la una para la otra como vos lo sois para mí. No son delirios o fantasmas. Son de carne y hueso. Esa niña pertenece al mundo de los vivos y siempre ha sido la guía, pero jamás hemos tenido ocasión de oírnos la una a la otra o de conversar. No elegimos o escogemos a aquellos que visitamos. Nos mantenemos cogidas de la mano mientras caminamos. La suya es pequeña, suave, confiada y fuerte. A veces siento a más personas que caminan con nosotras. No están ahí por mí, sino por la niña. Solo vemos lo que los soñadores ven y piensan. No son conscientes de nuestra presencia y la mayor parte del tiempo avanzamos casi a tropezones a través de una neblina gris. Ayer por la noche soñé con un fabricante de velas al que le resultaba extraño que su trabajo proporcionara luz, cuando lo único que él veía era oscuridad. El maestro armero se desprecia a sí mismo por forjar armas para el rey impostor y sus soldados, ya que sabe que las utilizarán contra su propia gente. He caminado en los sueños del labrador, del herrero, del curtidor, del tejedor, del mercader y de la niñera. Pero mis sueños favoritos son los de los jóvenes, porque todavía saben cómo soñar y sueñan con el retorno del rey, creen que el capitán de la Guardia Real lo conducirá de vuelta a Lumatere.

Trevanion meneó la cabeza y se dio la vuelta para irse.

—Es de vos de quien ella saca su fuerza —dijo Evanjalin en voz baja.

—¿Qué?

La pregunta fue más bien un bramido, pero ella no se acobardó.

—Beatriss.

Se oyó un fuerte resoplido y Finnikin se encontró de repente interrumpiéndole el paso a su padre mientras Trevanion avanzaba hacia la novicia, furioso.

—Beatriss está…

—¡No pronuncies su nombre! ¡No te atrevas a mancillar su recuerdo! —rugió.

Evanjalin no se movió.

—A veces, cuando la gente duerme, sufre muchísimo por las decisiones que ha tomado. Otras veces piensa en el pasado. Pasa mucho tiempo haciendo esas dos cosas. Estoy convencida de que ha sido Beatriss quien ha logrado atravesar esa magia negra para encontrarme.

—¡Me mientes para provocarme!

—Ya basta, Evanjalin —le ordenó Sir Topher—. Beatriss está muerta.

Finnikin notó cómo su padre se estremecía al oír aquellas palabras, pero Evanjalin le sostuvo la mirada a Trevanion.

—La mayoría de las noches apenas consigue dormir. Hay demasiadas personas de las que preocuparse y se pregunta cómo logrará sacarlo todo adelante. ¿Cómo puede ser otra persona que no sea Beatriss la Hermosa o Beatriss la Amada? Pero entonces, justo cuando comienza a perder la esperanza, recuerda lo que le susurrabais, capitán Trevanion. Que era Beatriss la Intrépida, Beatriss la Valiente. Para todos los demás no era más que una flor frágil, pero vos no le permitisteis quedarse en eso.

Finnikin todavía tenía la mano apoyada en el pecho de Trevanion y notó cómo el corazón de su padre palpitaba fuera de control.

—Recuerda las noches que os quedabais con ella cuando se preocupaba por algo que os pasaba a vos. «¿Qué haría yo sin ti?», se preguntaba sollozante. ¿Recordáis vuestra respuesta, capitán Trevanion? «Lo que haya que hacer, Beatriss».

Trevanion sacudió la cabeza con incredulidad.

—¿Queréis saber por qué no hablo de los sueños? —siguió diciendo Evanjalin—. Pues porque la mayoría de los días son muy lúgubres. Sus almas están cargadas de tristeza y nuestra Diosa no deja de llorar, desesperada por el destino de su gente. Beatriss la Hermosa se ha convertido en una sembradora, aunque cada vez que sus cosechas crecen, los soldados del impostor las destruyen, pero Beatriss la Intrépida se niega a dejar de sembrar.

Nadie se atrevió a romper el silencio posterior hasta que Trevanion apartó la mano que Finnikin le tenía puesta en el pecho.

—Sabes cosas que solo yo podría saber.

—No, capitán, os equivocáis. Sé más cosas de las que vos mismo sabéis. Son cosas que ni siquiera yo soy capaz de comprender, pero mi corazón me indica que debo dirigirme hacia el norte. Cada hora que paso despierta y cada instante que paso dormida me dicen que hay vida dentro de Lumatere y que están esperando, que nos están esperando.

Trevanion inspiró profundamente y de manera entrecortada antes de dirigirse a la entrada de la tienda. Finnikin le observó, quiso acercarse a su padre y suplicarle que se uniera a ellos. Quiso ofrecerle consuelo, pero no tenía ni idea de cómo hacerlo.

—Existe una aldea rocosa en Yutlind. Me han dicho que los soldados de mi Guardia Real se han establecido allí. Está en el sur —comentó Trevanion.

Finnikin encorvó los hombros, desanimado.

—Padre, por favor…

—No pienso regresar a Lumatere sin mis soldados.

A Evanjalin se le escapó un gemido de emoción. Se lanzó hacia los brazos de Trevanion, pero recuperó la compostura y se apartó casi de un salto. Se dejó caer de rodillas a sus pies, pero Sir Topher estiró de ella para ponerla de pie.

—No os arrepentiréis —les dijo a todos—. Os lo prometo. Por mi vida.

Comenzaron el viaje cuatro días más tarde, junto al sacerdote real y los exiliados. Unos cuantos exiliados se quedaron atrás para atender a los ocupantes del campamento de la fiebre, pero Sir Topher y Trevanion se mostraron firmes en la decisión de que el sacerdote real no debía ser uno de ellos. Los grupos se separarían cuando se dividiera el camino. El sacerdote real llevaría a su gente hacia Belegonia, y Finnikin y su grupo viajarían hacia el sur en busca de los soldados de Trevanion. Pero al menos durante un día todos caminarían juntos.

Finnikin no dejaba de mirar a su padre y cuando Trevanion se dio cuenta, frunció el entrecejo.

—¿Qué? —preguntó con voz gruñona.

Finnikin se encogió de hombros.

—Nada, es que le he oído comentar a Evanjalin que una familia de golondrinas le ha suplicado al rey de Sorel que les deje salir de tu maraña de pelo.

El sacerdote real soltó una carcajada y, tras unos instantes, Trevanion se le unió con una risotada. Finnikin sintió que el corazón se le henchía en el pecho al oír la alegría de su padre. Trevanion le rodeó el cuello con un brazo, como si fuera el extremo curvo de un cayado de pastor, y lo atrajo hacia sí para arrastrarlo unos cuantos pasos. Cuando le soltó, Finnikin pensó que le hubiera gustado que su padre le abrazara unos momentos más.

Cuando el camino se dividió en dos, Finnikin contempló cómo se alejaban los exiliados con una mezcla de miedo y de esperanza en sus rostros.

—Hasta que nos reunamos en Belegonia —se despidió el sacerdote real.

—En el pueblo de Lastaria, en el camino de la costa —le recordó Finnikin mientras se abrazaban.

El sacerdote real se quedó de pie junto a Sir Topher, observando a Evanjalin, a Froi y a Trevanion, que se dirigían hacia el sur.

—¿Una salvación pavimentada con sangre? —le preguntó Sir Topher al anciano con un suspiro.

El sacerdote real asintió con la cabeza.

—Pero salvación igualmente, Sir Topher.