Salir de Sorel se convirtió en su única prioridad y a pesar de las objeciones de Trevanion a cualquier cosa que Evanjalin sugería, todos se mostraron de acuerdo con ella en que la ciudad sin ley en el fin de la nación era la mejor alternativa para sobrevivir. Speranza era un lugar que había sido conquistado, reconquistado y cedido tantas veces que en muchas ocasiones nadie parecía recordar quién lo gobernaba. En un sitio como aquel, la presencia de dos prisioneros fugados, aunque uno de ellos pareciera escapado de las propias profundidades del infierno, pasaría bastante desapercibida.
A mediodía entraron en el patio de la taberna de la ciudad. Desde los balcones, varias mujeres les hicieron gestos que no necesitaban interpretación. Mientras señalaban y susurraban, Finnikin oyó cómo Evanjalin soltaba un bufido a su lado antes de atar al caballo.
Las mujeres ya habían descendido a la sala principal del interior de la taberna. Finnikin vio cómo Trevanion se convertía enseguida en el centro de atención. Recordó el modo en el que las damas de Lumatere coqueteaban con el capitán de la Guardia Real. Los brutales años que había pasado en las minas de Sorel no habían alterado los llamativos rasgos de su rostro. Llevaba el cabello enmarañado recogido en una cola, se había recortado la barba, de color oscuro, y seguía conservando una presencia que atraía a las mujeres a pesar de la palidez poco saludable de su piel.
Sir Topher regresó con una llave en la mano.
—Vamos, Evanjalin, he conseguido una habitación. Quizá deberíamos descansar —sugirió, muy consciente de lo que le estaban ofreciendo a los demás.
Finnikin le robó una mirada, pero entonces las mujeres de risa escandalosa en los ojos se les echaron encima y él dejó que una de ellas le cogiera de la mano.
Más tarde se asomó al diminuto balcón al lado de la cama y contempló cómo los vendedores callejeros desmontaban sus puestos. La chica de la taberna tiró de él con ánimo juguetón para que regresara con ella. Había disfrutado el tiempo que habían pasado juntos. La muchacha no le había pedido nada más que placer. Ni bromas inteligentes, ni que salvara a un reino, ni que sacrificara una parte de sí mismo. No obstante, resistió la tentación de quedarse y se puso la ropa antes de recoger su fardo.
Se sentó a una mesa del patio y sacó el Libro de Lumatere. Pensó en Evanjalin, tumbada en una de las habitaciones superiores, y recordó la conversación que habían tenido la misma noche que le arrestaron. Había confiado en ella y la chica le había engañado. Fue pasando las páginas del libro y recorrió con la punta del dedo los nombres que había ido anotando a lo largo de los años. De repente, la página que pasó la había escrito una mano desconocida y se quedó sin respiración. Allí delante, con una caligrafía pulcra y diminuta, había una página tras otra de nombres, unos escritos con mano firme, y otros, de un modo tembloroso.
Se puso en pie dispuesto a entrar en la taberna para buscarla, cuando vio que el poste de los caballos estaba vacío.
—¿Y el caballo? —le preguntó al mozo de los establos—. ¿Quién se ha llevado mi caballo?
—No has traído ningún caballo —le replicó el muchacho.
—La novicia lo trajo.
—¿Quién?
—Una chica. Con un gorro de lana azul. Iba vestida como un chico.
En el rostro del muchacho apareció una expresión de reconocimiento.
—Volvió a por el caballo.
—¿Adónde fue? —le preguntó Finnikin con cierta inquietud. El muchacho no le hizo caso y Finnikin se marchó. Mientras se alejaba se preguntó si debía o no avisar a Trevanion y a Sir Topher, pero en vez de eso, se volvió de nuevo hacia el mozo de cuadra—. Si sigo ese camino hacia el sur, ¿qué me encontraré?
—No hay otro pueblo hasta por lo menos un día.
—¿No hay nada?
—Nada —repitió el muchacho.
—¿Y a qué distancia está el pueblo más próximo hacia el este?
—Ya he dicho que no hay nada —insistió el mozo y Finnikin se dio la vuelta para marcharse—. Bueno, excepto el campamento.
A Finnikin le dio un vuelco el corazón en el pecho.
—¿Un campamento?
—Sí, de esos repugnantes exiliados. Deberían reunirlos a todos y…
Finnikin no se quedó a oír lo que iba a sugerir el muchacho. Tomó el camino que salía del pueblo y se dirigió hacia el este.
Le llegó el olor del campamento antes de verlo. Pero nada le preparó para el espectáculo que le esperaba. Se extendía por una zona más amplia que la ciudad que había dejado atrás, pero jamás, en ninguno de los viajes que había realizado con Sir Topher, había visto un campamento con un aspecto tan lúgubre. Los que se encontraban en las afueras le miraron con unos ojos de expresión vacía. Finnikin pensó que aquello no era vida, tan solo una supervivencia diaria. Oyó el lamento de los niños que se morían de hambre con unos llantos desgarradores.
Al no ver señal alguna del caballo, sintió alivio de saber que Evanjalin no estaba allí pero a la vez preocupación de no tener ni idea de dónde podría encontrarse.
—Estoy buscando a una chica con la cabeza rapada y ojos oscuros —le dijo a todo aquel que miraba en su dirección.
Nadie le respondió, así que comenzó a cruzar el campamento entre las filas de tiendas y refugios improvisados. Los niños con los estómagos hinchados le miraban con la misma expresión vacía en los ojos que habían heredado de sus padres. Las moscas revoloteaban sobre sus caras y se alimentaban de las llagas abiertas.
Una mano le agarró por el brazo. Era un hombre, poco mayor que el propio Finnikin, pero con la piel tensa sobre los pómulos prominentes.
—Vas hacia el campamento de la fiebre —le advirtió—. Será mejor que te marches, porque te contagias con rapidez.
Finnikin miró más allá. El camino hacia el campamento estaba bordeado de excrementos y le costaba respirar por el hedor a vómito, a mierda, a muerte y a enfermedad. Se acercó tambaleante a uno de los lados del camino y echó toda la sopa de cordero y la cerveza que había tomado en la taberna. Se quedó doblado sobre sí mismo y fue entonces cuando vio horrorizado el cuerpo de una mujer que tenía delante de él, con los ojos abiertos de par en par, mientras las moscas se alimentaban de ella.
Notó una mano en el hombro. Era el hombre de nuevo, con la mirada llena de compasión. Finnikin pensó asombrado que, de alguna manera, la compasión había logrado sobrevivir. Se irguió, avergonzado, y se limpió la boca con la manga.
—¿Estás buscando al sacerdote real? —preguntó el hombre.
Finnikin estaba desconcertado.
—¿El sacerdote real? ¿Nuestro bendito barakah está aquí?
El hombre asintió.
—En el campamento de la fiebre.
Finnikin se alejó tapándose la boca con la mano.
—Vuelve con nosotros —le suplicó el hombre—. Seas quien seas, no te olvides de nosotros.
Finnikin vio más allá de las tiendas una franja de tierra que indicaba el final del campamento de los exiliados y el comienzo del campamento de la fiebre. El lugar era una combinación de los chamizos más básicos para vivir, montados a base de mantas y sábanas atados a postes clavados en el suelo. El espacio que se extendía bajo todo aquello estaba sembrado de cuerpos. Los que se inclinaban para atender a los enfermos también parecían muertos en vida.
Pero lo peor se encontraba más allá de las barracas donde estaban los enfermos. Un muchacho con un cuerpo echado al hombro pasó al lado de Finnikin y este le siguió hasta un pozo profundo excavado en la tierra. Hombres. Mujeres. Niños. Gente de su edad que jamás se acostarían con una mujer, como él había hecho esa misma tarde. Vio a las chicas, con cabellos del color del oro batido, o con melenas oscuras y espesas. Las hermosas muchachas de Lumatere. Muertas. Apiladas las unas sobre las otras. Capas de pieles y huesos resecos. El muchacho pasó dos veces más a su lado y en cada una de esas ocasiones llevaba un cadáver a la espalda, que luego arrojaba al pozo de los muertos. Finnikin se fijó en las fuertes manos del joven. Eran las manos de un artesano. Eran unas manos para reconstruir.
Pero allí no había sitio para reconstruir. Solo para enterrar.
La percibió antes de verla. La novicia caminaba hacia él procedente de una de las casuchas de sábanas. Llevaba un bebé en brazos, tan quieto que Finnikin supo de inmediato que ya no respiraba. Evanjalin alzó la vista y sus miradas se cruzaron a través del pozo de los muertos.
«Aparta la mirada. No te pierdas de nuevo en esos ojos», se dijo a sí mismo.
Cuando la novicia llegó a su lado, Finnikin se dio cuenta de que estaba buscando algo por la desesperación de sus movimientos.
—¿Qué buscas, Evanjalin? —preguntó.
—A su madre —le contestó ella con la voz quebrada—. Murió con el bebé todavía enganchado a su pecho.
Quiso alejarse. Quiso volver con la chica somnolienta de la taberna, que solo le pedía tres monedas de cobre, que le hacía olvidar un momento, mientras estaba dentro de ella, a la chica que tenía por ojos unos grandes estanques de cielo nocturno.
Evanjalin siguió buscando entre los cuerpos y Finnikin vio que su mirada se detenía por fin en un punto. Era una mujer despatarrada, con los brazos extendidos. Evanjalin miró al bebé que tenía en brazos y se puso en cuclillas. Finnikin vio que tenía intención de deslizarse hasta la fosa común y, antes de advertir lo que estaba haciendo, bajó él en su lugar. La novicia le entregó el bebé y Finnikin avanzó pisando con cuidado los cuerpos hasta llegar donde se encontraba la madre. Le colocó el bebé sobre el pecho y le movió los brazos a la madre muerta para que rodearan a su hijo.
Notó que unos sollozos sin lágrimas se le acumulaban en el pecho y pugnaban por salirle de la garganta. Cuando Evanjalin alargó la mano y le ayudó a salir del pozo, lo vio de inmediato en su cara.
—No llores —le dijo ella con dureza, aunque las lágrimas le cubrían su propio rostro—. No llores, Finnikin, porque si empezamos a llorar, nuestras lágrimas no acabarán nunca.
Él le sostuvo la cara con las manos y le tocó las lágrimas con los dedos antes de pegar la frente a la de la novicia. «Una tierra maldita», había dicho Sir Topher. «Un pueblo maldito».
El sacerdote real había cambiado tanto desde los viejos tiempos en Lumatere que Finnikin apenas le reconoció. Cuando era pequeño aquel hombre sagrado le intimidaba. Hasta Lucian creía que era una especie de dios con aquella túnica recargada, ribeteada de oro, y los dedos llenos de anillos. Hoy llevaba puesto un manto con capucha mugriento, de color marrón. Se había dejado una barba larga y calzaba sandalias. Parecía que le faltaban uno o dos dedos de los pies y las manchas de la edad le cubrían el dorso de las manos. Lo único que recordaba al hombre que solía ser eran las profundas arrugas provocadas por la risa que le rodeaban los ojos. Al sacerdote real siempre le había encantado reír.
—Todavía estás aquí —murmuró el sacerdote real cuando vio a Evanjalin—. Ya te lo dije. Este lugar no es para alguien tan joven y sano.
—Este no es lugar para nadie —le corrigió ella con dulzura—. Sois el sacerdote real. Debéis conducir a esta gente a nuestro hogar.
El hombre negó con la cabeza.
—Un título que no significa nada fuera de nuestro reino.
—Cuando regresemos a Lumatere…
—Si quieres que siga con vida, debes llevártela de aquí —le dijo el sacerdote real a Finnikin y se volvió hacia Evanjalin—. No habrá regreso —dijo en voz baja.
Ella le fulminó con la mirada.
—Míralos. ¿Crees que una franja de tierra en el reino de otros será mejor que esto?
—¿Cómo puedes preguntarme algo así, Evanjalin?
—¿Qué era lo que le hacían a los recién nacidos en tu pueblo de la roca, Finnikin? —le preguntó al tiempo que le cogía de la mano y se la cerraba formando un puño—. Colocaban una piedra del pueblo en sus manitas y se la ataban durante unos cuantos días. Lo mismo se hacía en las Llanuras, con tierra de los campos apretada en los puños. Con cieno del río apretado en los puños. Hierba de las montañas. Hojas del bosque. Para unirlos a todos a la tierra. —Parpadeó para intentar contener las lágrimas—. No queremos una segunda Lumatere. Queremos irnos a casa. Llévanos a casa, Finnikin.
Evanjalin se volvió hacia el sacerdote real.
—Bendito barakah, si regresáis con nosotros, nuestra gente os seguirá. Al menos, aquellos que tengan fuerzas. Regresaremos a Lumatere, donde las sanadoras…
—Todas las sanadoras han muerto, Evanjalin —la interrumpió Finnikin, cuya cólera aumentaba—. Los Habitantes del Bosque, las novicias de Sagrami, todas aquellas personas que poseían la habilidad y el don para curar han muerto. Yo estaba allí. Oí sus gritos mientras morían quemadas en la hoguera. Incluso aunque lográramos entrar en Lumatere, no hay nada a lo que regresar. ¿Es que no eres capaz de entenderlo? La única esperanza que le queda a nuestra gente es un segundo hogar en Belegonia.
—¿Por qué temes regresar, Finnikin? ¿No fuiste tú el que juraste junto a Balthazar que salvaríais Lumatere?
—¿El príncipe Balthazar? —les preguntó el sacerdote real.
—No —respondió ella negando con la cabeza—. No, porque si está vivo, ahora es el rey.
—¿Y está vivo?
—Evanjalin sueña que sí lo está —se burló Finnikin—. ¿Tienes un plan, Evanjalin? —preguntó—. ¿Crees que serás suya? ¿Una plebeya casada con un rey?
La furia se reflejó en los ojos de la novicia.
—No se te olvide que nuestra reina era una plebeya —le advirtió encolerizada—. Nació en las Montañas de Lumatere. No te atrevas a burlarte de un matrimonio así.
—¡Silencio! —exclamó el sacerdote real. Esperó a que se quedaran callados—. Entonces, ¿sueñas con el rey Balthazar y crees que eso es suficiente para convencerme de que debemos seguirte a través de esta tierra olvidada de la mano de los dioses en busca de un reino maldito?
—No, bendito barakah. Creo que ya os han dicho muchas veces que Balthazar está vivo y, en cada una de esas ocasiones, la afirmación ha demostrado ser falsa. Sin embargo, puedo daros otro nombre —le respondió y miró a Finnikin.
—Tengo mucho que hacer —le replicó el anciano, que se puso de pie—. Los nombres ya no significan nada para mí.
—¿Ni siquiera el del capitán Trevanion?
El sacerdote real se detuvo en seco y se volvió, aturdido. Luego miró a Finnikin cuando se dio cuenta de la verdad.
—¿Eres Finnikin de la Roca? ¿Hijo de Trevanion del Río?
—El mismo —le confirmó ella.
—Puedo responder por mí mismo —espetó Finnikin.
—¿Es que ha escapado? —preguntó el sacerdote real.
Evanjalin asintió.
—¿Está con la Guardia Real?
—No, con una puta —le explicó la novicia.
—¡Evanjalin!
Miró a Finnikin con expresión de incredulidad.
—¡Vaya! ¿Así que ahora nos hemos vuelto tímidos? —Entonces volvió su atención hacia el sacerdote real—. Si le traemos aquí con el Primer Caballero del rey, ¿estaríais dispuesto a convencer a esta gente para que nos dirigiéramos al norte, bendito barakah?
—Tráemelos y hablaremos.
A pesar de todo lo que había presenciado, Evanjalin parecía satisfecha consigo misma cuando emprendieron el camino de regreso al pueblo. Cruzó por los bosques en vez de tomar el camino principal.
—Es una senda mucho más agradable —le explicó a Finnikin—. El río corre cerca de aquí.
Finnikin se detuvo de repente.
—¿Y el caballo? ¿Dónde está el caballo?
Ella se limitó a encogerse de hombros.
—Ya no tengo mi caballo.
—¿Tu caballo? Era mi caballo.
—No seas ridículo —le contestó la novicia mientras seguía caminando por la senda—. No habrías robado el caballo en Sarnak si yo no te hubiera animado, así que siempre lo he considerado mío.
—Pero oficialmente lo robé yo —insistió Finnikin.
—Vale, pero resulta que el caballo que tú robaste ya lo habían robado y tuvimos que trocarlo por el ladrón de Sarnak para recuperarlo, por lo que, en realidad, deberíamos considerar que el caballo es suyo —replicó ella por encima del hombro.
Finnikin intentó controlar el enfado mientras la alcanzaba.
—¿Y por qué ya no tienes su caballo?
—Bueno, es que mientras tú estabas de putas, descubrí que el ladrón había dicho la verdad y que le había vendido el anillo a un buhonero de Osteria, que al parecer estaba de paso por aquí. —Evanjalin se metió la mano en uno de los bolsillos del pantalón y sacó el anillo de rubí—. ¿A que es hermoso? —le preguntó con una sonrisa de puro deleite en el rostro.
—Es deslumbrante —musitó Finnikin, encrespado por el modo en el que ella había dicho «de putas».
—Te gustará este camino. Seguro que el río tiene un aspecto precioso a esta hora del día —le comentó Evanjalin.
Pero por lo que Finnikin vio, no había nada precioso en el río. Lo único que estaba a la vista era la fealdad de los traficantes de esclavos de Sorel, con sus jóvenes presas, masculinas y femeninas, que viajaban metidas en jaulas a bordo de barcazas. Las muchachas no eran más que unas niñas y constituían la mayor parte del cargamento.
Había poco espacio a lo largo de la ribera, pero los compradores ansiosos se apretujaban los unos contra los otros y pujaban por los seres humanos como si no fueran más que cabezas de ganado. Sorel era el único reino que no prohibía la esclavitud y Finnikin había oído rumores en los que se afirmaba que marcaban a los niños como si fueran animales de granja. Como siempre, deseó que la voz de su interior tomara el mando, la voz que le decía que no conocía a aquellas personas y que las olvidaría con facilidad en cuanto las perdiera de vista. Y entonces vio a alguien conocido entre los hombros de dos de los compradores que tenía delante. Era el ladrón de Sarnak. Estaba atado a un poste de madera para atar los caballos, desnudo y tembloroso.
Finnikin supo que el ladrón le había visto. Vio la sorpresa en el rostro del muchacho y luego algo más. Súplica. El chico comenzó a mover los labios con desesperación.
Finnikin se abrió paso entre el gentío que formaban los compradores. El ladrón no dejó de mirarle, ni siquiera cuando comenzaron a desatarle. Cuando uno de los mercaderes advirtió que estaba hablando, le propinó un bofetón con el dorso de la mano en toda la cara y el ladrón se tambaleó hasta caer de rodillas. Sin embargo, alzó la cabeza y siguió moviendo los labios.
Fue entonces cuando Finnikin se dio cuenta, horrorizado, de lo que estaba diciendo el ladrón.
—«Mátame» —murmuró Evanjalin a su lado—. Eso es lo que te está pidiendo.
«Mátame. Mátame».
Finnikin se dio cuenta de que se había llevado una mano de forma instintiva a la daga que llevaba en la vaina a su espalda. No se atrevió a mirar a Evanjalin.
—No vinimos por aquí porque fuera un paseo agradable, ¿verdad? —le preguntó colérico.
—Creí que te encantaban los ríos.
—Lo planeaste. Sabías que estaba aquí y quieres salvarlo.
—No seas ridículo, Finnikin —soltó la novicia—. ¿Para qué querría salvar a un ladrón despreciable que intentó violarme mientras estaba dormida?
Al ver que Finnikin no le contestaba, Evanjalin se encogió de hombros.
—Pero luego pensé en tu juramento. El que hiciste sobre aquella roca en Sorel, donde dijiste que buscarías una tierra para los huérfanos de Lumatere, a la que los llevarías de vuelta, y pensé que eras tú el que querría salvarle. Si lo rescatas ahora, no tendrás que volver a por él cuando ya estés acomodado y casado con la hija dulce y frágil de algún noble.
—Eres malvada —dijo Finnikin, indignado.
—¡Ah, de qué manera se utiliza esa palabra! —replicó ella—. Todo lo que los humanos no son capaces de controlar o someter es malvado.
—¿Qué es lo que esperas que haga? ¿Luchar contra los traficantes de esclavos para liberar al ladrón? Fuiste tú quien lo vendió.
—Porque necesitaba un caballo con el que pudieras escapar —le contestó ella con toda tranquilidad.
—Que no hubiera necesitado si no me hubieras traicionado. Después vas y vendes el caballo para conseguir recuperar el anillo, y ahora ni tenemos caballo, pero sí un anillo de rubí que supongo utilizarás para comprar ese ladrón sin valor alguno.
—¡Qué sugerencia más ridícula! —exclamó—. ¡Si fue él quien robó el anillo!
Finnikin empuñó con fuerza la daga y una astilla del mango de madera se le clavó en la palma de la mano. Alzó la mirada y vio una expresión de alivio pasar por el rostro del muchacho.
—Haré lo correcto y acabaré con su sufrimiento.
Se preguntó cuándo acabarían los horrores que vería ese día.
—¿Y si fallas?
—Nunca fallo.
No había fanfarronería en su voz, tan solo tristeza. Finnikin le dio la vuelta a la daga y la sostuvo entre el índice y el pulgar. Se quedó mirando al objetivo mientras sentía la bilis que le subía por la garganta. Sin embargo, antes de que ni siquiera pudiera apuntar, Evanjalin le puso una mano en el brazo y le quitó el arma.
—No vamos a comprar al ladrón, Evanjalin —le dijo con voz cansada.
—Por supuesto que no —le respondió ella antes de acercársele al oído para murmurarle—. Lo vamos a robar.
—¿Y cómo se supone que lo vamos a hacer? ¿Asaltamos la barcaza? No tengo la espada de mi padre y no me veo capaz de vencer a los diez mercaderes y a esos compradores de aspecto feroz, parecidos a los de las minas. ¿Recuerdas esas minas en las que me metiste? Es algo que no podré perdonarte jamás.
—¡Y yo jamás te perdonaré que te fueras con la puta! —le replicó Evanjalin con la mirada llena de furia—. Esperaremos a que alguien compre al ladrón y luego emboscaremos a ese comprador. Lo que significa, señor no tengo espada pero sí tres cuchillos, que tenemos una probabilidad bastante elevada de lograrlo, porque supongo que solo tendremos que enfrentarnos a un comprador.
—¿Qué es lo que te hace pensar que llevo tres cuchillos?
Ella le agarró del antebrazo, donde llevaba escondido el más pequeño de todos los cuchillos. Luego le rodeó con los brazos y lo abrazó para darle unas palmaditas en la vaina de la segunda daga, la que llevaba ella en ese momento en la mano.
—¿Y la tercera? —quiso saber Finnikin.
En el rostro de Evanjalin apareció otra mirada furibunda.
—¿Esperas que me ponga de rodillas delante de ti? ¿Como la puta? El tercero lo llevas en el tobillo.
La furia le invadió.
—Maldigo el día en el que trepé por aquella roca en Sendecane —le soltó.
Ella le miró con tristeza.
—Ahí es donde no estamos de acuerdo, Finnikin, porque yo creo que ese fue el día en el que todo empezó.
Se quedaron observando en silencio cómo uno de los traficantes de esclavos abría los grilletes del muchacho y luego le ataba las manos. Finnikin supuso que el comprador se llevaría al ladrón por el río y esperaría a la mañana siguiente para viajar por el canal que llevaba hasta las minas.
—Si lo hacemos… —comenzó a decir al tiempo que se volvía hacia Evanjalin.
Pero la novicia había desaparecido. Se abrió paso entre la multitud sin dejar de buscarla y de gritar su nombre. Saltó sobre la espalda de un hombre para tener una visión más despejada de la zona, pero se lo quitaron de encima de una sacudida. Oyó gruñidos de hostilidad y sufrió varios codazos en la cara conforme se abría paso hacia la orilla del río, donde flotaban las barcazas de esclavos. Evanjalin se había acostumbrado a llevar puestos los pantalones de lana marrón y el gorro azul, pero los colores eran demasiado apagados para destacar bajo la luz, cada vez más escasa. Mantuvo la esperanza de que la novicia tuviera el suficiente sentido común para saber encontrar el camino de vuelta a la taberna. La idea de que la perdieran de vista para siempre, algo que una vez sí había deseado, le provocó un estremecimiento por todo el cuerpo.
Un poco más adelante, en la misma orilla, vio que alguien arrastraba a tirones al ladrón para llevárselo. Si el nuevo propietario le hubiera puesto alguna ropa al muchacho, quizá Finnikin hubiera dejado las cosas tal y como estaban, pero en el campamento de la fiebre había tenido que pasar por encima del cadáver de un chico de la misma edad que el ladrón. En Lumatere, los jóvenes de esa edad eran robustos y estaban llenos de diabluras, se dedicaban a molestar a las chicas con las que habían crecido y todavía no sabían si querían seguir a sus padres o continuar pegados a las faldas de sus madres. Había algo antinatural en que un muchacho de catorce años yaciera muerto y Finnikin ya había visto demasiados.
«Ya basta —pensó—. Ya basta».
Finnikin siguió al ladrón y su propietario por un sendero que se adentraba en el bosque. Sabía que si no lograba liberar al ladrón esa misma noche, al menos tendría que acabar con su sufrimiento. Se dijo a sí mismo que sería algo sencillo. Correría para adelantarlos e interrumpirles el paso y atacaría por sorpresa al dueño del esclavo. Pero en ese preciso momento los perdió de vista en mitad del espeso follaje, así que decidió trepar por el pino que tenía más cerca. Cuando llegó a una altura suficiente para ver mejor los alrededores, el alma se le cayó a los pies. Desde donde mantenía el equilibrio, vio al ladrón y su propietario dirigiéndose hacia un claro, y allí había otro hombre, montando un campamento. Evanjalin se había equivocado. El comprador no estaba solo.
Sabía que debía actuar con rapidez. Pero justo cuando estaba a punto de descender, vio a Evanjalin. La novicia salió de entre los árboles al borde del camino y se lanzó sobre la espalda del dueño del ladrón, con su daga en la mano.
Finnikin echó a correr en cuanto tocó el suelo. Entre los árboles vio que Evanjalin tenía ventaja, que le había cortado en el pecho a su oponente mientras le rodeaba el cuello con el otro brazo y la cintura con las dos piernas. Pero ya era demasiado tarde. El compañero del comprador había llegado hasta ellos. Tiró del jubón de Evanjalin para apartarla, la estampó de cara contra un árbol y luego le retorció el brazo para que soltara la daga.
Finnikin corrió más rápido todavía.
«Por favor, que no descubra que es una chica. Por favor, que no descubra que es una chica».
Pero el individuo empezó a registrarla y le palpó el cuerpo subiendo por el torso.
—¡Evanjalin!
Una daga dio de lleno en la espalda del primer hombre y el segundo cuchillo se clavó un par de centímetros por encima de los dedos que Evanjalin tenía apoyados en el tronco del árbol. En una fracción de segundo la sacó de un tirón y la lanzó hacia atrás, cogiendo al atacante por sorpresa. Cuando el hombre retrocedió tambaleante, Evanjalin le clavó dos veces el puñal en el muslo y lo dejó incapacitado de forma momentánea.
—¡Corre! —le gritó Finnikin al tiempo que le lanzaba una capa al muchacho.
Se enfrentó al segundo hombre mientras Evanjalin agarraba al ladrón para echar a correr los dos hacia el bosque. Con un puñetazo que dejó a su oponente dando tumbos, Finnikin salió a toda velocidad detrás de ellos.
—¡Seguid corriendo! —chilló.
Delante de él vio al ladrón, cuyos saltos y embestidas le advirtieron de lo desnivelado que estaba el terreno. Se colocó junto a Evanjalin y mientras la sangre le palpitaba con fuerza en las venas y el pulso amenazaba con estallarle en el cuello, se dio cuenta de que la necesidad de alejarse de sus perseguidores era menos importante que adelantar a la novicia.
Llegaron al final del sendero y entraron en el valle abierto, donde el sol comenzaba a desaparecer. Mientras se acercaban poco a poco, supo por la mirada de soslayo y el brillo en sus ojos que la novicia no estaba dispuesta a dejarle pasar. Pero la chica se estaba cansando y cuando señaló al camino que llevaba hasta Speranza, le puso la mano delante para impedirle el paso, para mantenerlo detrás de ella. Finnikin echó la mano a un lado y la empujó al hacerlo. Él aprovechó que la chica se tambaleó para tomarle la delantera y siguió al ladrón cuando este saltó por encima de una valla de madera que rodeaba un prado. Para entonces ya no se oían pisadas fuertes a sus espaldas, tan solo su respiración y la de Evanjalin.
Cuando el ladrón se detuvo y se dejó caer de rodillas para recuperar el aliento, Finnikin se derrumbó en la hierba y Evanjalin cayó a su lado. Él rodó hasta quedar tumbado de espaldas mientras se apretaba el costado con una mano en un intento por mitigar el dolor y, cuando la miró, le pareció captar un atisbo de sonrisa en su cara.
El ladrón les miró fijamente. No había humildad ni gratitud en su rostro. De hecho, apenas había nada.
—Soy tu dueña —le dijo de forma brusca Evanjalin tras incorporarse un poco—. No lo olvides nunca, muchacho.
Trevanion y Sir Topher los esperaban en el exterior de la taberna. Sir Topher abrió los ojos por el asombro y la incredulidad cuando reconoció al ladrón, pero Evanjalin se le acercó presurosa antes de que pudiera decir nada.
—Sir Topher —le saludó casi sin aliento—. ¡Lo he recuperado!
Abrió la palma de la mano y allí estaba el anillo de rubí. Finnikin vio cómo Sir Topher la miraba con una expresión de afecto antes de alargar una mano y cerrarle la palma de la suya.
—Será mejor que lo mantengas escondido, Evanjalin.
—Tenemos que marcharnos. Deprisa —le dijo Finnikin.
—¿Y el caballo? —preguntó Sir Topher.
—No hay caballo.
—¿Quién…?
—Después —le interrumpió Finnikin y los empujó hacia la entrada de la taberna.
Trevanion miraba fijamente al ladrón, que parecía estar a punto de escupirle.
—No sobrevivirías a las consecuencias —le advirtió Finnikin.
—Se llama Froi —dijo Evanjalin.
El ladrón soltó un gruñido.
—No se llama así. Lo que ocurre es que tiene el labio partido y por eso suena como si hubiera dicho Froi en vez de Boy —le discutió Finnikin.
—Todo el mundo tiene un nombre, Finnikin. No puedes llamarle siempre niño o muchacho. Se llama Froi. —El ladrón de Sarnak abrió la boca para decir algo, pero Evanjalin alzó un dedo para silenciarle—. Puedo venderte con la misma facilidad con la que te compré —le advirtió con voz helada.
—No le compraste, le robaste —apuntó Finnikin.
—He cambiado las condiciones de su contrato de propiedad —le dijo a Sir Topher sin hacer caso a los demás—. Como vos mismo dijisteis una vez, he establecido unas nuevas.
Finnikin tuvo muy claro que fuera lo que fuera lo que Sir Topher hubiera dicho en el pasado, se arrepentía de ello.
—Hay algo más —dijo Finnikin mirando a Trevanion, que todavía no había dicho ni una sola palabra.
—Por supuesto. Siempre hay algo más. ¿Seremos capaces de soportar otra sorpresa? —murmuró Sir Topher.
—Creo que esta sí. Evanjalin ha encontrado al sacerdote real.