Finnikin pasó su primer día en el exterior de las minas una semana después de ser arrestado. Fue un alivio poder respirar, a pesar de estar encadenado a cinco de los individuos más sanguinarios que jamás hubiera conocido. Todos los presos que trabajaban fuera de la mina eran extranjeros. Si alguna vez llegaban a escapar, los guardias sabían muy bien que los prisioneros quedarían a merced de los habitantes de un reino que despreciaba a los extranjeros, por lo que no tardarían mucho en encontrarse de nuevo en el interior de la mina, o peor todavía, colgando de una soga en la rama de un árbol.
Cuando el guardia al mando le dio una orden para que se la pasara a los demás prisioneros, Finnikin se vio enfrentado a una serie de gruñidos y expresiones de ferocidad.
—Desprecian a los que traducen con ganas —le murmuró Trevanion—. Los consideran espías de los guardias.
Así que Finnikin soportó uno de los días más largos de toda su vida. Los amenazadores prisioneros a los que estaba encadenado aprovechaban cualquier oportunidad que se les presentaba para enrollarle la cadena al cuello y lacerarle la piel. O para dejarle caer rocas de un peso considerable sobre el pie o tirarle de los grilletes de los pies para que cayera de bruces sobre la piedra dura y fría. Cuando se levantó por décima vez, temblaba de rabia.
En cuanto llegaron a las cuevas y les quitaron los grilletes, Finnikin se lanzó a por el prisionero osteriano hasta que ambos sangraron por la nariz. Los ciento y poco kilos de increíble fealdad y furia de su oponente agarraron la cabeza de Finnikin con un brazo mientras los guardias se mantenían al margen y contemplaban la pelea. Si había algo de lo que disfrutaban era del espectáculo que tenía lugar cuando los presos intentaban hacerse pedazos. Entonces Trevanion intervino y, de repente, la sangre pareció saltar en todas las direcciones.
—Puedo encargarme de esto —siseó Finnikin, que saltó de nuevo contra el osteriano y le aplastó un lado de la cara contra la pared de roca con toda la fuerza que pudo.
Cuando vio que el hombre estaba a punto de propinarle un puñetazo en la sien, recordó la amargura con la que Trevanion había repetido las palabras de Evanjalin.
«Lo que haga falta».
—Vamos a escaparnos —susurró al oído del osteriano, antes de arrancarle de un mordisco un trozo de oreja, que escupió de inmediato—. ¿Te interesa unirte a nosotros?
Cuando los guardias separaron a los presos, Finnikin ya había reclutado al yut, al sarnak, al belegoniano y al charynita. Aunque no existía ninguna clase de código de honor entre aquellos individuos, sí que había una jerarquía de odio y todos ellos despreciaban a los sorelianos por encima de todo.
—Haces que me salgan canas —masculló Trevanion más tarde, cuando ya estaban a solas en su jaula.
—Eso se debe a tu avanzada edad —contestó Finnikin mientras intentaba estirarse para amortiguar los dolores que sentía en todas y cada una de las articulaciones del cuerpo.
—Luchas bien. Como los yuts.
—Vivimos en las praderas durante un año, cuando tenía catorce.
—¿Y tuviste que luchar?
—Se burlaban de mi acento. Y por supuesto, no se puede tener el pelo de mi color y no aprender a luchar en cualquiera de los reinos.
—Tu madre tenía ese cabello. Me dejaba sin respiración en cuanto la veía.
Finnikin se sorprendió al oír hablar a su padre de un recuerdo tan doloroso. Se preguntó cómo se sentiría un hombre que había perdido no a una, sino a dos esposas a lo largo de su vida, y que ambas le hubieran dado hijos.
—Será mejor que te cubras la cabeza con un pañuelo y ocultes el pelo. Llama mucho la atención.
Finnikin no se había cortado el pelo desde hacía meses y comenzaba a enredársele, a apelmazarse alrededor de los hombros.
Más tarde, mientras yacían en la oscuridad, notó la mirada de su padre clavada en él, y se preguntó si le resultaba tan desconocido a Trevanion como le parecía este a él.
—Entonces, ¿todos tus nuevos amigos se han apuntado? —le preguntó con sequedad.
—Eso parece, pero no puedo prometer que no intenten partirnos el cuello en cuanto estemos libres.
—Diles que te empezarás a pelear conmigo para atraer a los guardias y que se acerquen lo máximo posible. Si tenemos suerte, serán cinco, como todos los días. Yo me lanzaré a por el guardia que tiene las llaves y al mismo tiempo tú irás a por el segundo. Los primeros instantes serán cruciales, así que tenemos que ser rápidos. Dos espadas en cinco segundos. El yut del extremo puede utilizar las cadenas y luego apoderarse de la espada del guardia para ser de mayor utilidad. No confíes las llaves o la espada ni al charynita ni al sarnak. Si la situación empeora mucho, utilízalos como escudos.
—¿Al charynita y al sarnak? ¿Como escudos humanos?
—Harían lo mismo con nosotros sin dudarlo ni un momento.
—Pero tú nunca utilizaste a los de vuestro propio bando como escudos humanos.
—Esto no será una guerra, Finnikin. Esto será una ejecución —le respondió su padre con frialdad.
Sir Topher se despertó sobresaltado. De una esquina del primer piso del establo le llegó un sonido amortiguado. Se quedó a la escucha unos instantes y cuando quedó convencido de que tan solo se trataba de Evanjalin, que se removía inquieta en su sueño, cerró los ojos con la misma pesadez que le embargaba el corazón desde hacía cuatro noches. De repente, oyó un grito ronco, como si la muchacha luchara por respirar un poco de aire. Se dio la vuelta en su saco de dormir y vio en la penumbra al ladrón de Sarnak a horcajadas sobre la novicia, quien se retorcía bajo su peso. Mientras se dirigía tambaleante hacia ellos oyó el repulsivo sonido de un golpe, pero antes de que el ladrón tuviera tiempo de propinarle otro puñetazo a la novicia, le agarró por el cuello y lo lanzó al otro extremo del pajar.
—Dulce Diosa —masculló cuando le vio la cara a la muchacha.
La novicia se agarró jadeante con una mano a lo que quedaba de su vestido mientras él le colocaba una manta sobre los hombros. Cuando intentó abrazarla, ella se apartó arrastrándose de espaldas y se quedó temblando contra las vigas de madera de su refugio.
Oyó un ruido a su espalda y se volvió a tiempo de ver el ladrón, que acababa de levantarse del suelo. Se estaba poniendo los pantalones con una mirada de odio en los ojos.
—¿Pero tú qué eres?
—Solo quería echar un polvo —replicó el ladrón.
Sir Topher le propinó un fuerte empujón y el muchacho volvió a tambalearse hacia atrás. Había sido él quien había decidido desatarlo las dos últimas noches y no se iba a perdonar por aquello.
Agarró al ladrón, lo ató con fuerza usando las cuerdas que estaban sujetas a las vigas y le golpeó en la sien de tal modo que casi lo tira al suelo del impacto. Cuando volvió con la chica, se puso en cuclillas a su lado y alargó lentamente una mano para levantarle la barbilla, lo que la sobresaltó. La novicia se apretó más contra la pared y se cubrió la cabeza con las dos manos, que no dejaban de temblar. Miró de una esquina a la otra del pajar. El ladrón no paraba de soltarle insultos casi echando espumarajos mientras tiraba enloquecido de las cuerdas. Sir Topher pensó con desesperación que aquello era el futuro de Lumatere: dos animales salvajes a los que no les quedaba nada más que la rabia y el odio.
—¿Te ha…?
Fue incapaz de acabar la frase, pero tras unos momentos, ella hizo un gesto negativo con la cabeza y levantó la mirada. Tenía el rostro cubierto de lágrimas.
—Tengo el vestido destrozado. No puedo llevarlo puesto —susurró.
Tenía un moratón en la mejilla, donde el ladrón le había propinado el puñetazo, y también tenía los labios hinchados y sangrantes.
—No conoce más que la violencia —dijo Sir Topher en voz baja—. No le enseñaron otra forma de actuar sino por la fuerza. Sus maestros fueron una escoria que vive sin seguir más reglas que las suyas propias. Nadie le ha enseñado lo contrario.
—¿Es que debo perdonarle? —preguntó ella con voz temblorosa por la rabia.
—No —contestó él con tristeza—. Debes sentir pena de él o darle nuevas reglas, o acabar con él como si fuera un animal salvaje antes de que se convierta en un monstruo que destruya todo aquello que se le pone por delante.
Ella le agarró de la manga cuando hizo ademán de marcharse.
—Creo que han muerto.
Un escalofrío le recorrió el cuerpo.
—¿Finnikin?
—No. Todas las jóvenes —dijo ella en voz baja y quebrada—. Dentro de Lumatere.
—¿De qué estás hablando, Evanjalin?
—Esta noche caminé en los sueños de alguien que se lamentaba por la muerte de la hija de un vecino y que maldecía la enfermedad que parecía matar a todas las jóvenes del pueblo desde hacía cinco años. Recuerdo otro sueño hace seis meses, en el que un joven curtidor lloraba la muerte de una chica que un día podría haber sido su novia.
—No eres tú misma y no duermes bien.
Ella negó con la cabeza.
—No, Sir Topher. Tenemos que regresar a Lumatere. Nuestra sangre vital se muere y tenemos que liberarlos.
Al día siguiente se acercaron a pie al pueblo más cercano con la esperanza de conseguir un segundo caballo. Se llevaron al ladrón de Sarnak con ellos, con las manos atadas a una cuerda que Sir Topher llevaba anudada a la cintura. El caballero oyó a la novicia soltar un grito ahogado de rabia en cuanto entraron en la concurrida plaza del mercado. Y entonces Evanjalin señaló hacia donde se encontraba su caballo entre otros cuatro.
—¿Estás segura? —le preguntó Sir Topher.
—Por supuesto que estoy segura. Deben de haber pasado por el barranco donde lo dejé para Finnikin y el capitán.
—Evanjalin, son traficantes de esclavos —le advirtió Sir Topher cuando la muchacha echó a correr hacia ellos.
Pero no hubo forma de detener a Evanjalin y Sir Topher la siguió arrastrando tras él al ladrón.
—¡Ese es nuestro caballo! —le gritó a uno de los hombres. Cuando la ignoró, le dio unas palmadas en la espalda y repitió—: ¡Ese es nuestro caballo!
—¿Tienes documentos que lo demuestren? —le preguntó con un agradable tono de voz.
—Necesitamos ese caballo —le respondió ella con la voz temblorosa por la emoción.
—Pues puede ser tuyo —respondió el hombre, que torció los labios en una mueca burlona—. Son diez monedas de plata.
Evanjalin se volvió para mirar a Sir Topher y se agarró la cabeza con las dos manos en un gesto de desesperación. Ambos sabían que sin el caballo, atraparían a Finnikin y a Trevanion en cuanto se escaparan.
—Tenemos cinco monedas —dijo Sir Topher.
—Pues entonces os sugiero que busquéis un buhonero para comprarle un vestido bonito a la chica —dijo el individuo al tiempo que miraba a Evanjalin de arriba abajo, ya que lo que llevaba puesto eran los pantalones y el jubón de Finnikin.
Entonces al hombre le cambió la expresión. Se acercó a Evanjalin y le agarró la cara.
—Sería un buen negocio, incluso con esos moratones. A los mercaderes de Sorel les hace falta jóvenes resistentes.
—No está en venta —se apresuró a decir Sir Topher.
Evanjalin se soltó y un estremecimiento le recorrió el cuerpo. Empujó al ladrón de Sarnak y lo colocó delante del traficante de esclavos.
—¿Pero cuánto nos darías por él? —preguntó.
La frustración de Finnikin crecía con cada día que pasaban en prisión. Temía que el trabajo en el exterior de las minas se acabara y no dejaba de presionar a su padre, acuciado por el miedo a perder toda esperanza. Sin embargo, llovió durante varios días y Trevanion insistió en que escapar bajo semejantes condiciones les entorpecería en cuanto fuesen libres.
—¿Y por qué hoy no? —le susurró Finnikin a su padre el primer día sin lluvia después de una semana—. Los guardias de hoy son todos unos perezosos.
—Cállate y no me cuestiones —replicó Trevanion con brusquedad.
Pasó otro día, y esa noche, cuando estaban en su celda y Trevanion dejó su ración en el cuenco de Finnikin, la rabia y la frustración del joven se desbordaron finalmente.
—No me tratéis como un crío al que hay que alimentar y proteger —dijo entre dientes al tiempo que devolvía la comida al cuenco de su padre.
—Pues no te comportes como si lo fueras. ¡Come! —le ordenó Trevanion—. Finnikin, solo tendremos una oportunidad para conseguirlo. Si fallamos, envejecerás aquí conmigo en esta misma celda, y ahora mismo solo tengo dos deseos en la vida. Uno es ver libre a mi hijo y el otro es estrangular con mis propias manos a la bruja que hizo que lo mandaran aquí. Pero estamos a merced de la paciencia, la suerte y la oportunidad, y hoy no se daban esos tres elementos.
—¿Y qué pasa si os equivocáis?
Finnikin se arrepintió de haber dicho esas palabras en cuanto le salieron por la boca. Trevanion siguió hablando como si su hijo no hubiera dicho nada.
—El tercer día de la primera semana de cada mes, los guardias del palacio de Sorel vienen a la mina. Si nos hubiéramos escapado hoy, nos los hubiéramos encontrado en nuestro camino hacia el fin de la nación.
Finnikin fue incapaz de mirarle a los ojos.
—Jamás volveré a poner en duda vuestras decisiones, señor.
Cuando levantó la vista, captó un leve atisbo de sonrisa en la comisura de los labios de su padre.
—Estoy seguro de que lo harás. Cuento con ello —le aseguró Trevanion.
Cuanto más tiempo pasaba Finnikin con su padre, más se acostumbraba a los largos periodos de silencio que se producían entre ellos. Algunos duraban horas enteras, y luego, de repente, oía la profunda voz de Trevanion en mitad de la noche.
—Voy a preguntártelo una vez, y luego no quiero volver a hablar de ello jamás —le dijo su padre en voz baja en una de esas ocasiones.
Finnikin sabía lo que quería saber su padre y esperó a que le hiciera esa pregunta. Sin embargo, cuando vio que no la hacía, se volvió hacia él.
—Era una niña. Diminuta, tan pequeña como la palma de mi mano. Seranonna trajo a la niña al mundo y luego se marchó a la hoguera con la sangre de vuestra hija en las manos, mezclada con la de Isaboe. Dicen que fue una bendición que Lady Beatriss y el bebé murieran a la vez.
Pero Finnikin no le habló del poste al que habían atado a la comadrona, a la curandera y a la joven de ojos sonrientes que una vez le dio un tónico. Tampoco le dijo que jamás olvidaría sus muertes, no mientras viviera. El olor a carne quemada, los gritos de dolor agónico que no parecían acabarse nunca. Luego llegó el silencio. Fue incapaz de contarle a su padre toda la verdad sobre lo que ocurrió aquel día, cómo, en la plaza del pueblo, a la edad de nueve años, había matado por primera vez. Había utilizado su propia daga, que tenía la punta pesada para un lanzamiento limpio y veloz a larga distancia. El tipo de daga que volaría mejor, que se clavaría más profundamente. Que mataría con precisión.
Cuando Sir Topher y Evanjalin devolvieron el caballo al barranco ya era bastante tarde. Continuaron por el sendero que llevaba hasta la casita en ruinas, donde Evanjalin se colocó enseguida en su puesto junto a la entrada y se dejó caer con el cuerpo vencido por el agotamiento. Nada de lo que Sir Topher le dijo logró convencerla para que se moviera. A veces la fe de la muchacha lo dejaba desarmado, y creía de verdad que Finnikin y su padre aparecerían por el sendero en dirección a ellos. En otras ocasiones, le hacía perder los estribos.
—El capitán de la Guardia Real era el guerrero más poderoso de todo nuestro reino —le dijo con cierta acritud cuando no volvió a dormir en el pajar aquella noche—. Si él no ha conseguido escapar de las minas de Sorel, ¿qué te hace pensar que conseguirá que escapen los dos?
—Porque al guerrero más poderoso de nuestro reino le ha faltado el mayor incentivo para hacerlo, señor: la necesidad —le contestó ella con firmeza—. Es una motivación muy poderosa y nadie más en esta tierra estará más desesperado por liberar a Finnikin que el propio Trevanion. Pero lo más importante es que ahora tiene un arma más poderosa que eso —le explicó ella cerrando los puños—. Una mente aguda, llena de conocimientos y habilidades. Sir Topher, no subestiméis el valor de lo que Finnikin ha aprendido a vuestro lado. No es simplemente el hijo del capitán de la Guardia Real. Es el protegido del Primer Caballero del rey, de quien se dice es el hombre más inteligente de Lumatere.
Esa noche, Sir Topher le rezó a la Diosa para que le enviara alguna señal, pero a la mañana siguiente, Finnikin y Trevanion siguieron sin aparecer. Quien sí seguía allí era la novicia Evanjalin, esperando al lado del portón roto, en el mismo lugar donde Sir Topher la había dejado la noche anterior.
Pero esta vez, cuando llegó hasta allí, se quedó y esperó junto a ella.
Decidieron intentarlo en mitad de la segunda semana. El sol estaba muy alto en el cielo cuando Trevanion dio la señal.
—¿Por qué ahora? —quiso saber Finnikin—. Tendrán todo el día para seguir nuestro rastro. ¿No deberíamos esperar hasta más tarde?
—No dejaremos a nadie con vida para que nos siga el rastro —le respondió Trevanion en voz baja—. Y cuando el grupo no regrese al final del día, con suerte ya habremos escapado a caballo.
Finnikin lanzó el primer puñetazo, que tomó por sorpresa a Trevanion.
—Has disfrutado haciéndolo, ¿verdad? —farfulló desde el suelo al tiempo que se frotaba la mandíbula y los demás prisioneros encadenados a ellos se unieron a la pelea—. ¿Eres remilgado? —le preguntó a Finnikin mientras los guardias se les acercaban.
—No. ¿Por qué?
El primer guardia ya estaba muerto antes de desplomarse en el suelo. Trevanion le arrebató la espada y se la arrojó a Finnikin antes de pasarle las llaves al yut por encima de las otras cabezas. El yut atacó con ferocidad y el guardia que se encontraba más cerca de él no tuvo ninguna oportunidad de sobrevivir a su embestida. Finnikin comprendió por qué se les consideraba los salvajes de la nación.
Finnikin se sintió en desventaja al tener que luchar con una sola mano mientras estaba encadenado, pero, por suerte, los guardias no eran soldados y sabían muy poco de esgrima. Vio cómo Trevanion manejaba la espada que empuñaba como si formara parte de su propio brazo desde su nacimiento. La velocidad y la resistencia de su padre siempre le habían hecho destacar por encima de los demás y los diez años que había pasado en la prisión no habían cambiado eso.
—Ataca con la punta de la espada, Finn —le gritó su padre por encima del sonido de las espadas al chocar, de los gritos y los gruñidos—. Y doblas el codo en un ángulo muy extraño.
—¡Porque lo tengo medio roto! —le respondió a gritos Finnikin, irritado, mientras se agachaba para que la hoja de la espada de un guardia le pasara por encima de la cabeza.
—Lanzas todo el peso del cuerpo —le criticó Trevanion un momento antes de clavarle la espada en el vientre al tercer guardia.
—¡Basta de observarme! —chilló Finnikin.
—¡Es que luchas como un charynita!
Finnikin bufó indignado ante el insulto. Los charynitas luchaban sin habilidad alguna. Lo hacían por pura adrenalina y Trevanion siempre se burlaba de su modo de combatir cuando adiestraba de niño a Finnikin. Este hundió la espada hasta el mango en el cuerpo del guardia contra el que estaba combatiendo al tiempo que soltaba una imprecación furiosa. No tenía la culpa de que su adiestramiento en esgrima lo hubiera realizado en cinco cortes reales distintas.
—¿Por qué seguimos encadenados? —gritó Trevanion después de golpear en la cabeza al último guardia.
—¡Yut! —aulló Finnikin, volviéndose hacia el hombre que tenía rodeada la garganta de un guardia con las cadenas—. Ya están muertos cuando casi les has arrancado la cabeza y tienen los ojos abiertos de par en par, así que suéltalo, idiota. ¡Ya está muerto!
El yut soltó el cuerpo machacado y comenzó a abrir los grilletes de las piernas de los seis prisioneros antes de saltar por encima de los guardias muertos y desaparecer más allá de la cantera. Los demás le siguieron uno a uno. No había ningún vínculo entre ellos. Finnikin se preguntó cómo sobrevivirían los demás sin conocer el idioma del reino ni tener caballos, pero en cuanto Trevanion quedó libre, dejó de interesarle al instante el destino de los demás extranjeros.
—Coge la cadena —le ordenó Trevanion mientras recogía una piqueta del suelo.
—¿Es que las espadas no van a ser suficientes? —protestó Finnikin.
—No para lo que queremos hacer.
Finnikin se quedó mirando los cadáveres de los guardias que sembraban el camino. Apenas eran reconocibles. A pesar de todo lo que había visto en su vida, se puso enfermo al saber el daño que se podía hacer con unas espadas y una cadena.
—Vámonos.
Delante de ellos tenían dos caminos. Uno llevaba a Bateaux y el otro, al oeste, hacia la costa. Trevanion no tomó ninguno de ellos y, en vez de eso, señaló hacia las cuevas de las minas. Finnikin se mordió la lengua para dejar de preguntarse, en nombre de la Diosa, en qué estaría pensando Trevanion. Su padre sabía sin duda alguna que todas las cuevas estaban conectadas entre sí y que si entraban acabarían en las minas de la prisión.
—El camino a Bateaux será la ruta de huida más obvia que tomarán los demás —le explicó Trevanion mientras corrían hacia las cuevas—. Será el primer sitio donde buscarán los soldados y los guardias de la prisión.
—Pero ¿vamos a atravesar las minas?
—No las atravesaremos. —Trevanion señaló hacia el cielo—. Iremos por arriba. Vamos a trepar y a cruzar la zona de las cuevas por encima. El santuario de Sagrami se encuentra más allá de la última cueva que hay antes de las montañas. Bajaremos después al barranco y allí encontraremos el caballo.
La pared de roca que se alzaba ante ellos parecía completamente imposible de ascender. La superficie era demasiado lisa, sin surcos irregulares para proporcionar un punto de apoyo. Trevanion dio un paso atrás y luego cogió la cadena que tenía Finnikin en la mano. Enganchó la piqueta a la cadena, atándola una, dos y tres veces, y después la giró por encima de su cabeza para lanzarla con un gruñido de esfuerzo hacia la parte superior de la cueva. Falló, y ambos tuvieron que apartarse de un salto antes de que aterrizara con un golpe metálico. Trevanion lo intentó de nuevo, pero esta vez la arrojó con menos fuerza, y tiró de la cadena antes de que la piqueta se enganchase en un punto demasiado bajo. Finnikin también lo intentó, pero en cada una de las ocasiones, la piqueta chocó de lleno con la pared rocosa y cayó otra vez con un repiqueteo.
De pronto, oyeron un ruido procedente del camino que llevaba a Bateaux y se les heló la sangre. Eran perros que ladraban. Alguien había dado la alarma.
—¿Ya? —maldijo Finnikin.
—Probablemente ha sido el descerebrado del charynita —masculló Trevanion.
—Podemos adentrarnos en una de las cuevas fluviales —sugirió Finnikin—. Nuestro rastro se acabará allá donde comience el agua.
Pero Trevanion negó con la cabeza.
—Eso solo te llevaría a la tumba, Finn. Ha pasado muy poco tiempo desde las últimas lluvias.
Los sabuesos se estaban acercando. Los ladridos sonaban cada vez más fuertes y más feroces. Trevanion se volvió hacia el sonido y luego hacia Finnikin. Había pena y determinación en su mirada.
—No. Me niego rotundamente —le dijo Finnikin.
—Escúchame bien…
—¡No! —gritó Finnikin—. Si os ofrecéis como cebo, os seguiré, y ambos terminaremos destrozados a mordiscos o de vuelta a esa pocilga infecta.
—¡Escúchame, Finn! —exclamó Trevanion con voz ronca—. Recé por tener la oportunidad de verte una vez más. Fue lo único que pedí. Nada más. Y la Diosa respondió a mis plegarias. Ve hacia el este. Yo los despistaré hacia el oeste.
—Pues entonces tenemos un dilema, porque yo recé pidiendo que te hicieras viejo y sostuvieras a mis hijos en brazos como me sostenías a mí, y Trevanion, nadie me ha respondido todavía a mis plegarias —le respondió Finnikin iracundo y sin mostrar respeto alguno—. Y ahora dime, ¿qué plegarias valen más? ¿Las tuyas o las mías?
Trevanion le miró fijamente, lleno de frustración, y luego agarró de nuevo la piqueta para lanzarla otra vez. Le hicieron falta otros tres intentos, pero finalmente, la punta se enganchó en la roca. Le dio un tirón a la cadena para asegurarse de que se había quedado agarrada y luego empujó con una mano a Finnikin para que comenzara el ascenso. El joven trepó con torpeza por la pared de la cueva sin apartar los ojos de la piqueta, como si quisiera obligarla a quedarse en su sitio con la fuerza de su mirada. Cuando Trevanion comenzó a subir detrás de él, lo notó de inmediato, ya que la cadena se tensó y le resultó doloroso mantenerse agarrado.
Una vez llegó arriba, alargó un brazo para ayudar a Trevanion y tiró de él con todas sus fuerzas. Sintió una oleada de dolor intenso que le subía desde el codo, pero apretó los dientes e hizo caso omiso de la sensación. Luego agarraron la cadena entre los dos y tiraron de ella para subirla y ocultarla a sus perseguidores.
—¡No te muevas! —le ordenó Trevanion mientras jadeaba con fuerza.
Se quedaron completamente inmóviles durante un largo rato, manteniéndose pegados a la roca mientras los perros no dejaban de ladrar debajo de ellos y los guardias se llamaban unos a otros. Finnikin observó con atención a su padre a la espera de cualquier señal. No fue hasta que el aire quedó absolutamente en silencio y Trevanion se sintió aparentemente seguro de que no se les vería de lejos, cuando señaló hacia un sendero que se dirigía hacia el este por encima de las cuevas.
—Pero para llegar hasta el santuario… —empezó a decir Finnikin.
Trevanion le hizo callar de inmediato.
—Lo único que tienes que hacer es seguirme —dijo Trevanion.
Más tarde, cuando Finnikin ya pensaba que no le quedaban fuerzas en el cuerpo, cuando el sol le hacía ver doble y Trevanion le llevaba casi a rastras por la ladera en dirección al barranco, al joven le pareció oír el sonido de la lluvia. Trevanion se detuvo de repente y Finnikin se desplomó de rodillas. Delante de ellos, de la montaña de arriba, caía un chorro de agua que bajaba de las rocas formando surtidores plateados, y detrás de la cascada, como una aparición, se hallaba el santuario de la Diosa Sagrami.
Finnikin se puso en pie sin pensarlo y se quitó la camisa y los pantalones para quedarse desnudo debajo de aquella frescura. Cuando miró hacia atrás, hacia Trevanion, vio que su padre estaba mirando el agua con expresión de asombro. Entonces también se quitó la ropa y se puso al lado de Finnikin para alzar la cara hacia el cielo y extender los brazos. Despacio, se dio la vuelta y colocó una mano a cada lado de la cabeza de Finnikin para besar en la frente a su hijo, como si quisiera de ese modo darle las gracias a la Diosa por todos los favores recibidos. Por primera vez desde que arrestaron a Trevanion en Lumatere, Finnikin dejó que las lágrimas le salieran bajo el chorro de agua que manaba de las rocas, y que se mezclaran con la sangre, la suciedad y la podredumbre que sabía que jamás se borrarían de la memoria de su padre.
En el barranco estaba el caballo de Sarnak. Trevanion se subió de un salto y tiró a Finnikin del brazo herido, casi sacándoselo del sitio. Un dolor agudo le atravesó el cuerpo, pero logró mantenerse montado mientras su padre encaraba el caballo hacia el este. Encontraron la senda de piedras que llevaba hasta el bosque cuando llegaron a la intersección de caminos, siguiendo las indicaciones de la novicia.
Trevanion galopó a buena velocidad y Finnikin tuvo que echar mano de todas sus fuerzas para no soltarse. Empezaba a dudar de que esa casa en el bosque realmente existiera, hasta que por fin apareció, y de pie al lado del portón que daba acceso a la propiedad, se encontraba Sir Topher… y Evanjalin.
Al instante, Trevanion se bajó del caballo y se lanzó a por ella. La agarró por la garganta y la levantó del suelo. Hizo falta que Sir Topher y Finnikin tiraran de él a la vez para apartarlo.
—Suéltala, Trevanion. Nos es más útil viva que muerta —le dijo Sir Topher.
Trevanion la soltó al cabo de un rato y ella retrocedió tambaleándose. La novicia miró a Finnikin, pero él no le respondió con el mismo gesto.
El capitán se volvió hacia Sir Topher y le estrechó la mano con fuerza.
—Estaré a tu servicio hasta el último día de mi vida —le dijo en voz baja mientras los dos se abrazaban.
Finnikin torció la boca en una mueca de dolor cuando Sir Topher le puso una mano en el hombro.
—¿Te duele algo?
—Estoy bien.
Finnikin vio que Evanjalin desaparecía entre los árboles que se encontraban más allá de la casa.
—Tuviste suerte de que solo te enviara a prisión. Al ladrón lo vendió a los mercaderes de esclavos de Sorel.
—Sí, menos mal —respondió Finnikin, asombrado de que los actos de Evanjalin todavía tuvieran la capacidad de sorprenderle. Pero también había visto los moratones que tenía en la cara y miró detenidamente a Sir Topher—. ¿Qué le hizo el ladrón?
—Lo suficiente como para que se mereciera lo que le pasó.
Esa noche, mientras Finnikin estaba en el pajar curándose el brazo, Evanjalin se agachó junto a él. El muchacho olía a hojas de romero y eucalipto, y se quedó observando cómo la novicia removía una sustancia hasta convertirla en una pasta y luego se la extendía por las partes de la cara que tenía hinchadas y amoratadas.
—¿No te dije que te sometieras a su voluntad? —le reprendió Evanjalin.
—¿Cuándo te he dado razón alguna para pensar que me sometería a la voluntad de nadie? —le contestó Finnikin con brusquedad.
Cuando el bálsamo de la cara empezó a escocerle, le agarró la muñeca con tal fuerza que sabía que debía de dolerle.
—¿Por qué estás tan furioso? —le preguntó mientras se apartaba.
—¡Me traicionaste! ¿Se supone que debo estarte agradecido por ello? ¿Se supone que debo darte las gracias?
—Tienes a tu padre. Lumatere tiene al capitán de la Guardia.
—¡Lumatere no existe!
—¡Eso es lo tú crees, Finnikin! —replicó—. Lo tengo claro después de leer tu Libro de Lumatere.
—No tienes derecho ni siquiera a tocar ese libro —le dijo él enfurecido.
—Se te cayó cuando los soldados te llevaron preso.
—¿Quieres decir que se me cayó cuando me traicionaste?
Ella le miró fijamente durante unos momentos.
—Anotas listas de los muertos. Escribes los relatos del pasado. Describes las catástrofes y las matanzas. ¿Qué hay de los vivos, Finnikin? ¿Quién los honra a ellos?
—¿Acaso te crees tú digna de esa tarea? —preguntó con amargura—. ¿Después de lo que has hecho? Vete a la cama, Evanjalin. Los lumateranos duermen mejor sin tu ayuda.
Oyó cómo la novicia suspiraba mientras se inclinaba hacia él.
—Solo alguien que tiene el lujo de tener dos padres durmiendo cerca de él podría decir algo así.
La chica le levantó el brazo y él volvió a poner cara de dolor.
—Voy a tener que dislocarte el hombro —le dijo Evanjalin—. Sé exactamente lo que debo hacer, así que no debes tener miedo de nada. ¿Quieres que te haga una señal o prefieres hacérmela?
—¿Qué clase de señal? ¿Puedo confiar en ti? —le preguntó alarmado.
Parecía dolida.
—Por supuesto que puedes. Quizá podríamos contar.
—¿Como uno, dos…?
El grito de dolor resonó por todos los establos, y a los pocos segundos, Trevanion ya estaba en el pajar, con Sir Topher pegado a los talones.
—¿Qué has hecho? —bramó Trevanion, que la agarró del brazo para sacudirla.
Finnikin estaba resoplando, con los ojos en blanco y se le saltaban las lágrimas por las oleadas de dolor que le tenían paralizado el brazo.
—Sé cómo tratar las heridas y las lesiones —dijo la novicia en voz baja.
—¿A eso es a lo que te dedicas? ¿A administrar sufrimiento? —gruñó Trevanion.
—Suéltala, Trevanion —le dijo Sir Topher—. Ella también ha sufrido. Estaba con los exiliados en Sarnak.
—¿Y la crees? —le preguntó Trevanion con frialdad.
Evanjalin bajó la vista, incapaz de sostenerle la mirada.
—Dinos quiénes eran. ¿De qué parte de Lumatere procedían? —quiso saber Trevanion.
—Vamos, Evanjalin —le animó Sir Topher con voz amable.
Pero la novicia no contestó y Finnikin cerró el puño con furia a pesar del dolor que sentía.
—¿Le mentiste a la Suma Sacerdotisa sobre Sarnak? —le acusó.
—No, no lo hice. —Le entregó a Sir Topher las hierbas sin levantar la mirada—. En el brazo, justo debajo de la articulación —le dijo y luego salió del pajar.
Trevanion frunció el entrecejo.
—Nos libraremos de ella a la primera oportunidad.