El prisionero se hallaba en las entrañas de las minas de Sorel. Yacía frente a los barrotes de hierro oxidado de la cueva en la que se metía a rastras todas las noches. Se veía obligado a encogerse sobre sí mismo para caber en los estrechos confines del espacio, con el cuerpo casi doblado por la mitad. Detestaba la medianoche, cuando estaba a merced de sus propios pensamientos. A veces lo impulsaban a sumirse en una locura de profundo dolor. La mayoría del tiempo le tentaba darse cabezazos contra la pared hasta que el cráneo quedara convertido en pulpa y terminara con su vida de una vez por todas.
A la altura de la vista, veía los pies que se arrastraban por el suelo del estrecho pasillo del exterior de su jaula. Había otras cincuenta jaulas esparcidas a ambos lados de aquel tramo de cueva. Una de ellas era la celda de encierro provisional para los prisioneros recién detenidos, donde pasaban aproximadamente una semana hasta que las autoridades sorelianas decidían a qué prisión debían enviar a cada uno de ellos. Si eran muy jóvenes, la mayoría de las veces no sobrevivían más de tres días allí dentro.
Intentó ignorar el fervor que provocaba la llegada de un nuevo prisionero. Adivinó que se trataba de alguien joven por el mayor entusiasmo tanto en los prisioneros como en los guardias. Los prisioneros nuevos rompían la monotonía del lugar y proporcionaban oportunidades de diversión a los individuos más abyectos. Si se dejaba llevar por la emoción, sentiría una especie de pena enfermiza por el muchacho, pero el prisionero se había propuesto no sentir nada.
—Dicen que es todo un luchador. ¿Te vas a unir a la diversión?
El feo rostro de uno de los guardias nocturnos llenó por completo su campo de visión cuando el hombre se asomó para mirar en el interior de la celda. En aquellas minas existía la tradición de luchar contra los nuevos prisioneros para dominarlos. De ese modo, pasaban a ser una especie de premio para unos individuos que habían dejado de ser seres humanos. A pesar de ser una mole, el prisionero no había escapado a la degradación que suponían las tradiciones de la mina cuando llegó a ella.
Apareció otro guardia.
—Tienes una visita.
El prisionero se limitó a responderle con silencio. Los demás presos sabían muy bien que aquel prisionero no hablaba. Comía. Trabajaba. Vaciaba sus entrañas. Luchaba como un demonio si alguien decidía convertirse en su enemigo, pero jamás hablaba.
—¿Me has oído, escoria de lo más profundo de un pozo de mierda? Tienes visita.
Oyó el repiqueteo de unas llaves y luego lo sacaron a rastras de la celda, agarrándolo por la espesa mata de cabello que casi le tapaba la cara. Lo llevaron hasta el final del túnel, donde lo metieron en una celda más grande y lo empujaron contra la húmeda pared de piedra. A pesar de todo aquello, se negó a reaccionar. Si había un arma eficaz con aquellos salvajes era hacer caso omiso de su presencia.
Oyó de nuevo el repiqueteo de unas llaves y le hicieron darse la vuelta para ver entrar una figura. Era evidente que el chaval era joven. Llevaba el cabello rapado, y tenía unos ojos grandes y oscuros. En ese momento se dio cuenta de que no se trataba de un muchacho, sino de una chica que llevaba puesto un vestido de color gris apagado, propio de las novicias de Lagrami.
El guardia los miró a ambos con una sonrisa muy desagradable. La chica esperó a que se fuera antes de hablar.
—Le hice un favor al ministro y él me ofreció uno a cambio —le dijo en voz baja—. Le comenté que sentía un interés malsano por los traidores famosos.
No fueron sus palabras las que le hicieron estremecerse, sino el sonido de su lengua materna. Habían pasado bastantes años desde la última vez que la había oído, desde que el embajador de Lumatere le visitó poco después de que lo metieran en prisión.
—Dicen que sois el prisionero menos vigilado de las minas, señor. Dicen que no hay mejor preso que aquel que está encerrado en su propia prisión.
Ya había oído decir eso sobre él y se asombró, lleno de amargura, al comprobar de nuevo lo poco que conocía aquel lugar. En el interior de las cuevas, el grosor de la roca y los túneles interminables hacían imposible cualquier intento de fuga, y cuando trabajaba en el exterior, estaba encadenado como mínimo a otros seis presos, normalmente extranjeros hostiles que apenas eran capaces de entenderse entre sí.
—La próxima vez que te saquen a trabajar fuera de las minas, escaparás y viajarás hacia el este hasta que llegues al santuario dedicado a Sagrami, más allá de la última cueva que existe antes de las montañas. En el barranco de abajo, verás varios caballos atados.
Él siguió en silencio.
—Desde allí sale el camino que lleva a Osteria, y hay dos rutas, una que lleva a la ciudad de Lannon y otra que lleva a Hopetoun. No tomes ninguna de ellas. Verás un pequeño sendero que atraviesa los bosques y que te conducirá a un establo junto a una casita abandonada. Allí estaremos. Luego nos dirigiremos hacia el norte.
Sabía a lo que se refería la muchacha. Así que ahora enviaban a los jóvenes. ¿Se trataría de un grupo de exiliados? ¿Por qué no les decían a sus hijos que en el norte tan solo había la certeza de una muerte segura a pesar de todos los años que habían pasado?
Se acercó hasta donde ella se encontraba, apoyada contra los barrotes de la celda, y alzó un brazo. Ella se estremeció. Él se quedó mirándola, luego agarró uno de los barrotes por encima de su cabeza para sacudirlo y llamar al guardia.
—Sígueme la corriente —le dijo la joven metiéndose bajo sus brazos—. Desde aquí veo al prisionero que acaban de traer.
La joven se puso en cuclillas y se esforzó por distinguir el otro extremo del corredor oscuro y apestoso.
El prisionero se quedó de pie.
—Me ha llegado un rumor —le dijo ella en voz baja—. La verdad es que he mentido. No es un rumor. —La chica le hizo una seña para que se acercara y cuando el prisionero se negó a moverse, ella se puso de puntillas para susurrarle algo al oído—. Dicen que se trata del hijo de Trevanion, el capitán de la guardia lumaterana.
La aplastó contra los barrotes de la celda antes de que ninguno de los dos respirara de nuevo tras la última frase. La agarró por la garganta con una sola mano, una mano que ya había quitado numerosas vidas. El prisionero oyó un gruñido, grave y primitivo, y se dio cuenta de que salía de su propio pecho. Apretó la mano con más fuerza y se quedó mirando cómo la cara de la joven comenzaba a cambiar de color. Ella subió las dos manos para intentar liberarse y luego le propinó un rodillazo, y cuando el prisionero retrocedió un poco, aprovechó para lanzarle una patada que le obligó a soltarla. La joven se desplomó de rodillas en el suelo, jadeando en busca de aire.
—Justo la reacción que me esperaba, capitán —le susurró la novicia con fiereza al tiempo que alzaba la vista—. Si no logras protegerle, si no logras devolverle la libertad, volveré y te cortaré la lengua, y entonces sí que tendrás un motivo para permanecer callado. —Se puso en pie con dificultad—. ¡Guardia! ¡Guardia!
—¿Qué es lo que has hecho? —le preguntó el prisionero con voz ronca.
Le lanzó una mirada de pura angustia.
—¡Lo que haga falta!
Se despertó a la mañana siguiente tras soñar con el olor a menta y los brazos fibrosos de un niño alrededor de su cuello, como un mono, que se negaba a soltarle. A veces tenían prácticamente que arrancarle al niño de encima y el chico lloraba de forma desgarradora. Era un niño sensible que no descendía de un linaje de individuos sensibles.
—Quiero luchar contra el muchacho.
Los dos guardias se le quedaron mirando, sorprendidos. Trevanion el de los ojos oscuros jamás había participado en la tradición de luchar por un nuevo preso.
—¿Tú?
Los guardias se miraron e intercambiaron unas cuantas risas burlonas con una expresión repugnante en el rostro.
—He oído decir que ayer tuviste una visita.
El más bajo de los guardias se inclinó hacia delante con un gesto de ansia inmunda en la cara.
—¿Te despertó el gusto la carne joven?
Trevanion procuró no mirarles a los ojos para que no confundieran la rabia que le invadía con un sentimiento de vergüenza.
—¿Lo compartirás con los demás? —le preguntó el otro—. El chaval parece lo bastante luchador para repetir.
Los guardias se echaron a reír y por primera vez desde que fue exiliado de Lumatere, Trevanion notó que la sangre le martilleaba en las sienes por la rabia.
«Lo que haga falta», había dicho la muchacha.
Eso lo sabía muy bien. Aquel pedazo de escoria que tenía delante de él sería el primero en morir.
Luego le tocaría a ella.
Observó con calma al chico a lo largo del día. Era todo brazos y piernas, como la gente de su madre, y no se le veía acostumbrado a un cuerpo que había crecido demasiado rápido. Aunque inquieto, parecía dispuesto a pelear, y no cedía bajo el peso del carbón, pero Trevanion captó la desesperación que albergaban los ojos del muchacho, y eso le dejó helado hasta la médula.
Más tarde, en una de las cavernas de mayor tamaño, los prisioneros se alinearon a lo largo de unas paredes de las que goteaba agua, que pronto estaría mezclada con sangre. La única satisfacción que sentía Trevanion era que podría machacar hasta dejar inconscientes a aquellos que se atrevieran a querer poseer a su chico. Y lo haría con facilidad. Los lumateranos de la zona de Río eran los individuos más grandes de la nación y descollaba sobre los demás prisioneros. Al principio, le atacaban en grupos, hasta que se dieron cuenta del peligro que representaba encontrárselo a solas.
El ambiente de la caverna estaba cargado de nerviosismo y vio que uno de los guardias hablaba con uno de los prisioneros sorelianos.
—Temen que lo que quieras sea dejarlos lisiados, Trevanion.
—No tengo interés en dejar lisiado a nadie.
Habló en voz baja y la mirada que les lanzó a sus posibles oponentes bastó para que la mitad de los que habían pedido participar cambiaran de idea.
El muchacho parecía asustado y Trevanion hubiera dado lo que fuera con tal de poderle enviarle un silencioso mensaje de tranquilidad. Sin embargo, antes tenía que enfrentarse a aquella escoria y luego se encargaría del chico.
Se enfrentó a cinco oponentes esa noche. Se derramó sangre y el sonido de los huesos al partirse y de los puños al golpear la carne resonó en las paredes de la cueva. Hubo pocas apuestas, porque el desenlace era más que predecible. Luego llegó el momento de enfrentarse al muchacho. Trevanion dio unos instantes para practicar cómo utilizar los puños de un modo que no hiciera daño a alguien tan joven e inexperto, pero en cuanto soltaron al chico, este se lanzó a por él a puñetazo limpio. Trevanion notó cómo se le partía el hueso de la nariz, pero antes de que tuviera tiempo de recuperarse, recibió otro golpe en la cara y otro más en el estómago. Se dejó caer, con la esperanza de que eso le revelara su identidad al chico, pero algo chocó con fuerza contra su barbilla. La patada le hizo salir despedido y supo que, aunque no lo quisiera, tendría que golpear al chico hasta someterlo.
Volvió a ponerse de pie y le dio un puñetazo en el pómulo. Oyó las incitaciones de quienes les rodeaban, provenían tanto de guardas como de presos. Sabía que no podía perder, ya que hacerlo implicaría que alguien más se enfrentaría al chico para vencerlo y poseerlo de un modo que a Trevanion le revolvía el estómago. Por eso se dedicó a machacarle el cuerpo en una lucha por salvarles a ambos y lo hizo con una intensidad que le valió los rugidos de aprobación del gentío. Llevaban mucho tiempo esperando ver de lo que era capaz Trevanion de Lumatere y por fin lo estaban comprobando aquella noche. Sin embargo, el chico se negaba a rendirse y Trevanion le rezó a su Diosa para tener la oportunidad de inmovilizarlo unos instantes y hacerle comprender la situación.
«Lo que haga falta».
Recibió un tremendo codazo en la cara y notó que el golpe le rompía más huesos. Los fuegos del infierno se desencadenaron en el interior de su cabeza. Alargó una mano para agarrar al muchacho del cuello y tirar hacia él, cuando las dos cabezas chocaron y la sangre salió de su boca. La saboreó mezclada con la del chico y aquello le hizo rugir de furia.
Pero el joven seguía sin rendirse. Lo que le faltaba en fuerza lo compensaba con una tremenda habilidad y resistencia, pero al final Trevanion consiguió inmovilizarlo contra el suelo con una mano en la garganta y la cara a pocos centímetros de la suya, de modo que veía con claridad el miedo que reflejaban los ojos del muchacho. Entonces pudo susurrar la palabra que él mismo había procurado no decir nunca más porque oírla le provocaba una esperanza y un dolor tan intenso que era capaz de matar a una persona. Y cada uno de los rufianes que habitaba aquella prisión de mala muerte sabía muy bien que no había sitio para la esperanza en las minas de Sorel.
—Finnikin.
El chico le miró sorprendido. Estaba medio cegado por el sudor, la suciedad y la sangre, pero durante un momento pudo echarle un buen vistazo a su oponente, a su cabello enredado, al fuerte hedor de la podredumbre que albergaba en su interior, al rostro ennegrecido por la suciedad de la tierra sobre la que se encontraban.
—Confía en mí.
Un instante después, el puño de Trevanion cayó como una maza sobre su hijo y el mundo desapareció sustituido por un negro vacío.
Cuando Finnikin se despertó, un olor repugnante le inundó la nariz y se estremeció cuando le vinieron arcadas. Se sobresaltó por la sorpresa al ver el inmenso individuo que tenía de pie ante él y, de repente, recordó todo lo ocurrido la noche anterior.
La última vez que había visto a su padre, este se encontraba sobre un estrado de juicio improvisado que habían alzado en la plaza principal de Lumatere. Había contemplado, impotente, cómo los soldados de la guardia personal del impostor le obligaron a ponerse de rodillas. Recordó a los hombres de su padre mordiéndose los puños por la rabia y que hicieron falta diez de ellos para contener a Perri el Salvaje.
Luego los soldados gritaron el castigo para Beatriss y Trevanion.
—¡Muerte al traidor! ¡Destierro para la cómplice!
En ese preciso instante, su padre alzó la mirada y le vio en mitad de la multitud. La desolación de su rostro era tan grande que se convirtió en un velo que Finnikin se colocó sobre el rostro a lo largo de todos los años siguientes. A pesar de estar arrodillado, Trevanion del Río había tenido el aspecto de un gigante. Llevaba el cabello negro rapado y su piel tenía el color del aceite bronceado, con cada hueso del rostro colocado a la perfección.
El individuo que tenía delante era un completo desconocido. Tenía el rostro cubierto por el pelo enmarañado, oscuro aunque salpicado de mechones grises. En los ojos de Trevanion no se apreciaba luz ni calidez ninguna. Finnikin tuvo que recordarse a sí mismo que aquel mismo individuo le había llevado cuando era un niño en alto sobre sus anchos hombros, el lugar más seguro del mundo. Era el mismo hombre que había estado junto a Lady Beatriss, masajeándole los dedos cansados mientras le susurraba palabras al oído que le desentumecían el rostro.
—¿Padre?
Le resultó muy extraño pronunciar esa palabra.
Trevanion asintió con la cabeza.
—¿Puedes ponerte en pie?
La celda en la que estaban encerrados era en realidad una cueva, fría y húmeda. Había muy poco espacio para una persona, y mucho menos para dos.
—Háblame de la chica —le ordenó Trevanion.
—¿La chica?
—De ese engendro del demonio.
La celda estaba a oscuras y la antorcha parpadeante del exterior apenas daba luz. Finnikin se acercó a su padre.
—¿Cómo sabes de ella?
—Me visitó la noche que llegaste.
En la voz de Trevanion se notaba una cierta sensación de urgencia, como si temiera que alguno de los guardias apareciera de repente.
—¿Aquí? ¿En la prisión? —le preguntó Finnikin.
—¿Es amiga o enemiga? —quiso saber Trevanion.
—Quién sabe. Se unió a nosotros en la capilla de Lagrami, en Sendecane.
—Habéis ido hasta el fin del mundo —musitó su padre.
—Dice que es capaz de caminar en los sueños de aquellos que se encuentran dentro.
—¿En Lumatere?
Finnikin asintió.
—Y que se ha puesto en contacto con el heredero. Con Balthazar.
—¡Dulce Diosa! —exclamó Trevanion—. ¿Qué maldad está tramando con semejante artimaña?
—¿Y dices que te visitó?
—Tiene unos caballos esperándonos en un barranco que se encuentra más allá del santuario dedicado a Sagrami.
—¡Unos caballos! —gruñó Finnikin y Trevanion se apresuró a taparle la boca.
—¡Cállate!
—Solo tenemos un caballo —dijo Finnikin entre dientes—. ¿Qué se cree que vamos a poder hacer? ¿Salir de aquí con el consentimiento de los guardias de la prisión?
—Tengo que sacarte de aquí. No puedo cuidar de nosotros dos al mismo tiempo.
A pesar de que su padre todavía no había terminado de hablar, Finnikin negó con la cabeza.
—Los dos tenemos que salir de aquí y no necesito que nadie me cuide.
—¡Aquí sí! —replicó Trevanion.
—No pienso irme sin ti.
Trevanion no respondió.
—O nos vamos los dos o me quedo aquí y tú…
Trevanion le agarró por el cuello de la túnica que le habían puesto al entrar en la prisión y le miró con expresión furibunda.
—Harás exactamente lo que yo te diga. No vuelvas a cuestionarme, ¿me oyes?
Finnikin logró apartarse y volvió a negar con la cabeza en un gesto enfático.
—No pienso irme a ningún lado, señor.
Trevanion inspiró profundamente.
—Les he visto sacar a rastras los cadáveres de muchachos de tu edad y no quieras saber lo que les habían hecho antes de morir.
Finnikin esperaba algo más de su padre que aquello. Más después de los diez años que habían pasado echándolo de menos. Miró fijamente a aquel desconocido, a su padre, a los ojos.
—No. Me. Voy. A. Ningún. Sitio. Sin. Ti.
Después se dio media vuelta, se acurrucó lo más lejos que pudo y comprendió con amargura que acababa de involucrarse en los planes de Evanjalin.
Sir Topher contempló el exterior de la ventana del piso superior del establo. La novicia seguía de pie delante de la puerta exterior de la casa en ruinas. Sabía que se quedaría allí hasta que saliese la luna, que era lo que había hecho todos los días desde que habían encerrado a Finnikin.
—Vendrán —le dijo Evanjalin con firmeza cuando se unió a ella en su espera.
—¿Y si no lo hacen? —le preguntó Sir Topher—. Comprendo lo que intentas hacer, pero tus métodos pueden matarle.
—El capitán no permitirá que le ocurra nada malo a su hijo.
—Evanjalin, a veces los padres no son capaces de proteger a sus hijos. ¿Es que los tuyos te salvaron de lo que has sufrido?
Sir Topher hizo aquella pregunta a sabiendas de que era cruel.
—No —le respondió con ferocidad—. Pero mi padre siempre me decía «Prepárate para lo peor, mi amor, porque vive al lado de lo mejor». Y todos los días le doy gracias por ese consejo.
Finnikin pasó los primeros días en prisión tratando de ajustarse a su entorno. Sabía que para sobrevivir tendría que pensar y no solamente reaccionar. Los demás prisioneros le miraban del mismo modo que habían hecho el día que llegó, pero no se le acercaban demasiado y él sabía el motivo. Trevanion era igual que un animal feroz y todos los que le rodeaban, incluidos los guardias, temían las consecuencias de acercarse demasiado a él.
—Trabajarás fuera esta semana —le dijo el guardia a Trevanion cuando los llevó de regreso a su celda.
Trevanion agarró a Finnikin del brazo y lo puso delante de las narices del guardia.
—Él se queda dentro —le respondió el guardia con sequedad.
Era el menos sádico de todos los guardias, lo que le convertía en un ser humano al menos en una cuarta parte.
Pero Trevanion se negó a moverse o a soltar a su hijo. Lo sacudió de nuevo delante del guardia y Finnikin se sintió igual que un muñeco de trapo, como si no fuera más que una especie de juguete a merced de todos aquellos que le rodeaban.
—No pienso arriesgarme —espetó el guardia—. El prisionero osteriano le ha rebanado el gaznate al traductor belegoniano. No tenemos intérprete y no puedo permitirme ninguna clase de sorpresa.
—Hablo cinco idiomas —dijo Finnikin en soreliano y con voz pausada, aunque no tranquilo en absoluto—. Puedo ser su traductor. —Trevanion tiró de él, pero Finnikin logró soltarse y puso la cara a menos de un palmo de la del guardia—. Hablo cinco idiomas —repitió la afirmación. Cinco veces en cinco lenguas diferentes.
El guardia paseó la mirada de Finnikin a Trevanion y luego los empujó a ambos.
—Asegúrate de que se porta bien —le advirtió con los dientes apretados.
Una vez se quedaron a solas en la celda, Trevanion le miró de manera inquisidora.
—¿Cinco idiomas?
Finnikin se encogió de hombros al tiempo que hacía crujir los nudillos.
—Mentí. Son siete si se cuentan los gruñidos del yut común y los ridículos sonidos que utilizan lo sendecaneses.
—¿Quién te los enseñó? —le preguntó Trevanion.
—Sir Topher insistió en que conociera a fondo la cultura de cada reino que visitábamos. Dijo que era el único modo de que comenzaran a aceptarnos y a ofrecernos su ayuda.
—¿Qué más te enseñó?
Finnikin se sintió confundido por el tono agresivo de la pregunta.
—No tienes nada que temer —le garantizó a su padre—. Sir Topher se aseguró siempre de honrar tu profesión. Me he adiestrado con la Guardia Real de prácticamente todos los reinos de la nación.
—Nadie de mi guardia habla siete idiomas.
Finnikin no contestó.
—¿Sabes dónde está el sacerdote real? —le preguntó Trevanion tras unos instantes.
Finnikin negó con la cabeza.
—No quiere que le encuentren, pero los rumores dicen que se encuentra a este lado de la nación.
—¿Y los duques?
—Cinco están en el exilio. Creemos que dos se quedaron atrás. Tres están muertos.
Trevanion se puso tenso.
—¿Está Lord Augie…?
—Sigue vivo. Aún sirve a Belegonia. Tiene la ridícula obsesión de sacarte de prisión para que nos lleves de vuelta a Lumatere. ¿Por qué el embajador Corden no le dijo que estabas aquí?
—Probablemente porque sabía que tiene la ridícula obsesión de sacarme de aquí —le contestó Trevanion con sequedad—. Y si existe algo que aterroriza a Corden es no seguir el protocolo correcto.
—Sir Topher le llama el monstruo de la corrección —comentó Finnikin—. Yo digo que es un puñetero grano en el culo, pero lo cierto es que a veces paga una parte de nuestros viajes. Ha convencido al rey de Osteria de que le podemos ser de utilidad si viajamos por la nación de modo inadvertido. Me adiestré con su guardia personal a cambio de información.
—¿Sois espías?
—Reunimos información —dijo Finnikin al tiempo que se apoyaba en un codo para volverse hacia su padre—. ¿Recibes muchas noticias del exterior? ¿De los miembros de la Guardia o del embajador?
Trevanion negó con la cabeza.
—No en estos últimos siete años. Ha sido por decisión mía, no de ellos.
—¿Cuál es tu teoría respecto al rey impostor? —preguntó Finnikin.
—Es un títere de Charyn —contestó Trevanion.
—Bien.
Captó una ligera sonrisa en la cara de Trevanion.
—Me alegro de que apruebes mi teoría.
—Es algo que sospeché desde el principio —le respondió Finnikin, quien de repente sintió deseos de hablar—. Pero la hemos oído expresar en voz alta hace poco.
Continuó explicándole a Trevanion los planes que tenían para una segunda Lumatere. Se esforzó por transmitirle el enorme sufrimiento que padecían los exiliados, pero no fue capaz de encontrar las palabras exactas. La matanza de Sarnak fue lo más difícil de contar. Había sido la mayor de todos los campamentos del río. Se calculaba que habían muerto unas doscientas personas.
—¿Te has preguntado alguna vez si se encuentran mejor dentro de Lumatere? —quiso saber Finnikin.
Trevanion negó con la cabeza.
—Finnikin, cuando decidí poner en tela de juicio ante el rey a su guardia y la presencia de las naves dragón, no fue solo debido a la debilidad del anterior capitán. Fue por su bajeza. Había oído rumores sobre lo que permitía que ocurriera en la prisión de palacio. Lo que él mismo había instigado.
Luego se produjo un largo silencio. Finnikin observó con atención el duro contorno del rostro de su padre.
—¿Qué hay de los monteses? —preguntó Trevanion.
—No hemos visto rastro alguno de ellos, pero tenemos sospechas fundadas de que Evanjalin sabe dónde se encuentran.
—¿Evanjalin? —inquirió su padre.
—El engendro del demonio —le recordó Finnikin.
Trevanion soltó un bufido.
—¿Cuándo fue la última vez que viste a los monteses?
—En el Valle de la Tranquilidad —respondió Finnikin en voz baja—. Saro sacó a su gente de allí en los días anteriores a la maldición. Casi en el mismo momento en que se enteraron de que la reina había muerto.
Pensó en el horror de aquel día, en la pena de la madre de la reina, la yata del pueblo montés, que lloraba: «Mis hermosos niños. ¿Dónde están mis hermosos niños?». Muchos se alejaron de ella o se taparon los oídos para interceptar el sonido de su angustia, pero Lucian no se había apartado del lado de su abuela y Finnikin había mantenido su vigilia con los monteses, aunque a cierta distancia.
Trevanion solo habló una vez más aquella noche.
—La chica —dijo.
—¿Evanjalin?
—Se llama igual que mi madre.