El camino que llevaba desde Belegonia hasta Sorel recorría unas antiguas cavernas de las que se decía que eran la morada de los dioses más oscuros de la nación. Los viajeros preferían la ruta oceánica que comunicaba ambos reinos a pesar de la piratería en mar abierto, y Finnikin comprendía por qué. El viaje a través de las cavernas le llevó casi todo un día. Se vio obligado a avanzar agachado todo el tiempo y se sintió acosado por las tallas de formas grotescas, medio humanas, medio animales, que cubrían las paredes que les rodeaban. Unos ojos pintados de amarillo le seguían la pista, mientras unos dedos parecidos a garras trazaban una línea helada a lo largo de su brazo cada vez que se rozaba con la roca dentada.
No sintió mucho alivio cuando llegaron a la capital. Sorel era un reino de piedras y escombros, y sus paisajes eran tan agrestes como los de Sendecane. La sequedad del aire les asfixiaba cada vez que intentaban hablar y trozos desiguales de roca se clavaban en el fino cuero de las botas de Finnikin. No pudo evitar fijarse en los pies ensangrentados de la novicia y la maldijo por lo que fuese la hacía seguir adelante. Hacía poco se había colocado a la cabeza del grupo, aunque al pensarlo detenidamente, se percató de que en realidad lo había hecho desde Sendecane.
Sorel albergaba una oscuridad en su interior, de un modo similar a Charyn. Sin embargo, mientras que Charyn era una daga capaz de cortar a su víctima con una precisión rápida y mortífera, la justicia en Sorel era un cuchillo desafilado que se clavaba y se retorcía en la carne para dejar a la víctima expuesta a una muerte lenta y dolorosa. Sorel había sido el único rival de Lumatere en la exportación de minerales extraídos de sus minas y se habían deleitado con la catástrofe de lo innombrable, lo que había triplicado las tarifas de exportación y había chupado la sangre a los reinos vecinos. El rey utilizaba las minas como prisión y se rumoreaba que algunos de los presos no habían vuelto a ver la luz del sol desde incluso antes de que Finnikin naciera. Peores aún eran las historias de niños esclavizados, obligados a trabajar en las minas durante todo el día para que luego los encerraran bajo tierra de noche. Por una vez, Finnikin se sintió agradecido de que tanto él como Sir Topher y el ladrón fueran de tez y cabellos claros, y todavía más agradecido de que la novicia tuviera la cabeza rapada.
—Mantén agachada la cabeza —le advirtió Finnikin mientras se acercaban a la ciudad fronteriza, llena de guardias—. Desconfían de todos aquellos que tengan los ojos oscuros y este es uno de esos lugares donde no nos conviene llamar la atención.
Finnikin pasó sin ningún problema. Ni siquiera el carcaj de flechas que llevaba a la espalda y el arco que colgaba de su costado llamaron la atención de los guardias. Pero no fue el caso de la novicia. La agarraron por la basta tela de su vestido, casi ahogándola. Finnikin arremetió contra ellos, pero ella alzó una mano para detenerle, y él observó cómo el soldado la obligaba a ponerse de rodillas para comprobar si detrás de sus orejas había alguna marca de flux, pues creían que los exiliados de Lumatere la llevaban en sus cuerpos y la extendían por todas partes.
El soldado no mostraba emoción alguna. A diferencia de lo ocurrido en Sarnak, ese odio no lo causaba el hambre ni la pobreza. No había más que una sensación de superioridad imbuida en los nativos del lugar desde que eran niños y una enorme aversión hacia los extranjeros. Cuando el soldado le abrió la boca a Evanjalin y le metió los dedos, Finnikin volvió a enfurecerse. Se llevó la mano hacia la espada de Trevanion, pero Sir Topher le contuvo.
—¡Solo empeorarás la situación! —le advirtió su mentor al oído con un siseo—. Estás poniendo su vida en peligro.
El ladrón de Sarnak soltó una risita con regocijo.
En el pueblo, Evanjalin le vomitó a los pies. Finnikin sospechó que se debía al recuerdo de los dedos sucios que el soldado le había metido en la boca. Sin pensarlo, la ayudó a incorporarse y le limpió la cara con el borde de su camisa. Sus miradas se cruzaron, y en los ojos de la novicia vio una desolación que casi le hizo ahogarse. De repente, deseó tener el poder necesario para borrar tal desesperanza. Aquel momento delante de los guardias había sido la primera vez que había permitido que las emociones nublaran su razón. Aun así, no se arrepentía. Comprendió, con una claridad que le dejó confuso, que si alguien se atrevía a tocarla de nuevo, su espada no se quedaría dentro de la vaina.
Evanjalin se apartó de él y señaló una posada que había en uno de los lados de la plaza principal.
—Quiero lavarme la cara —murmuró antes de echar a andar hacia allí.
Hizo el ademán de seguirla, pero la voz de Sir Topher le detuvo.
—Finnikin. Déjala respirar un poco.
Más tarde montaron el campamento en la base de una escarpadura. Mientras Sir Topher se echaba a dormir y el ladrón de Sarnak lanzaba una serie de juramentos contra sus grilletes, Evanjalin comenzó a trepar por la pared rocosa.
—Quédate aquí —le ordenó Finnikin, pero si había algo que había aprendido de la novicia era que ella hacía lo que le venía en gana, por lo que acabó siguiéndola.
Aunque la maldijo por dentro, no pudo evitar asombrarse por su falta de temor y la facilidad con la que ascendía por la roca, descalza.
Cuando Finnikin llegó a la cima, ella ya estaba de pie sobre un estrecho saliente de granito que asomaba sobre el campamento que habían montado allí abajo. Pero fue la vista al oeste lo que le dejó sin aliento, una última visión de Belegonia a la luz del atardecer.
—Es precioso —dijo ella en la lengua materna de ambos.
Finnikin se quedó en silencio, luchando con el placer que sentía cada vez que la oía hablar en su lengua.
—Di algo —le pidió mientras el sol comenzaba a desaparecer y el aire se enfriaba—. Dime lo que estás pensando.
Con Sir Topher hablaba de estrategias y de la división de las tierras entre los exiliados, de cuáles eran las mejores cosechas que se podían sembrar y de la política del país en el que se encontraban en aquel momento. Habían practicado con espadas de entrenamiento, habían tratado con duques desagradables e incluso se habían enfrentado a un embajador obsesionado con el protocolo. Pero en diez años, nadie le había preguntado en qué pensaba. No obstante, sabía muy bien que la novicia Evanjalin le estaba preguntando por algo más aparte de sus pensamientos. Quería que sacara a la luz esa parte de él mismo que se esforzaba por mantener oculta. La parte compuesta por estúpidas esperanzas y recuerdos dolorosos.
—Echo de menos oír nuestra lengua materna —dijo de pronto—. Hablarla. Sir Topher siempre ha sido muy estricto respecto a usar solo el idioma del país en el que estemos, pero cuando sueño, lo hago en lumaterano. ¿No te encanta? La forma en la que sale de la garganta, gutural y forzado. Me hace pensar en el trabajo duro. Es muy diferente del romanticismo que se encuentra en el belegoniano y el osteriano.
Evanjalin esbozó una dulce sonrisa en su rostro.
—Echo de menos la música de las voces en el mercado abarrotado de mi pueblo rocoso, o las de la corte del rey, donde todo el mundo acababa casi gritando para hacerse oír por encima de los demás. No sabría decirte cuántas veces le he oído aullar al rey «¡Silencio! ¡Habláis demasiado!». Y eso era tan solo en la mesa de la cena, con su mujer y sus hijos.
La novicia se echó a reír y aquel sonido le tranquilizó.
—Te juro que es verdad. La reina era la que más gritaba. «¿Es que acaso sufro la maldición de tener los críos peor educados de todo el reino? Vestie, discúlpate ahora mismo con la niñera, ¡o vas a pasar toda la semana que viene limpiando la letrina! Balthazar, todavía no eres el soberano de este reino, e incluso cuando lo seas también tendrás que comer en la mesa como un ser humano».
La risa de Evanjalin era contagiosa y él continuó con la imitación. Le encantaba la vida que había llevado en el Pueblo de la Roca, pero no tanto como la que había tenido en la corte del rey. En el palacio estaban Balthazar y las princesas de hermoso espíritu, y sobre todo, Trevanion. El corazón le estallaba de orgullo en el pecho cada vez que era testigo de la importancia de su padre. A veces, en mitad de la noche, cuando estaba de guardia, Trevanion le sacaba de la cama y se sentaban en el torreón para contemplar el mundo que se extendía debajo de ellos. Lady Beatriss a menudo les acompañaba, temblando por la brisa nocturna, hasta que Trevanion los abrazaba a los dos a la vez para ayudarles a mantenerse en calor.
—Pues entonces, a partir de ahora te exigiré que me hables en lumaterano cuando estemos a solas —le dijo Evanjalin, interrumpiendo sus pensamientos.
—¿Ah, sí? —le respondió él con voz burlona—. ¿Y por qué?
—Porque sin nuestra lengua estaremos perdidos. ¿Quiénes somos sin nuestras palabras?
—La escoria de la tierra —contestó Finnikin lleno de amargura—. En algunos reinos les han arrebatado todas las huellas de Lumatere a los exiliados. Ahora estamos en «su» tierra, así que hablaremos «su» lengua o ninguna. Es el castigo que debemos sufrir por el patético rumbo que han tomado nuestras vidas.
—Por eso los hombres dejan de hablar —comentó ella en voz baja.
Había hombres que en Lumatere habían hablado en voz alta y apasionada, que se habían encargado de proporcionar bienestar a sus familias y que eran respetados en sus aldeas. Ahora permanecían en silencio y confiaban en sus hijos para que fueran sus intérpretes, como si ellos mismos fueran bebés inútiles. Finnikin se preguntó qué le habría hecho algo como aquello a un hombre que antaño se hubiera erguido orgulloso de sus logros. ¿Cómo podrían transmitir sus historias sin un lenguaje propio?
—Y cómo les gustaba hablar a los lumateranos —añadió Finnikin—. Gritar desde la cima de las colinas, aullar en el mercado, cantar desde las barcazas del río. Uno de mis lugares favoritos era la roca de las tres maravillas, en una montaña que se alzaba por encima de mi aldea. Trepaba hasta allí con Balthazar y Lucian de los Montes. Tú le conoces, claro, porque también eres de allí.
Evanjalin hizo un gesto de asentimiento.
—Es hijo de Saro.
—Nos teníamos una antipatía sana. Me llamaba «troglodita». Sin parar.
—¿Y qué le respondías tú? —le preguntó entre risas.
—Le llamaba «hijo de un incesto». Sin parar. Balthazar era quien decidía cuál de los dos lograba decir el peor insulto. Siempre ganaba yo, por supuesto. Los monteses son unos blancos fáciles.
—Estás hablando de mi gente —le dijo Evanjalin esforzándose por parecer ofendida.
—¿Cómo es que tu familia acabó tan separada del resto? —preguntó Finnikin—. Eres la primera montesa que nos hemos encontrado en nuestros viajes.
Evanjalin se quedó en silencio durante unos instantes y Finnikin se preguntó si ella sabría dónde se escondía su pueblo.
—Saro hizo que se marcharan pocos días después de que mataran a su hermana, la reina, y mi madre, sus hermanos y yo estábamos entre ellos. Sin embargo, mi padre se encontraba en Sarnak y mi madre se negó a marcharse el día en el que Saro se llevó a nuestra gente del Valle. Ella insistió en que debíamos esperar. Creía que aún había esperanza, que si nos quedábamos en el Valle, mi padre llegaría desde Sarnak y nos encontraría. —Ella alzó la vista para mirarle—. ¿Recuerdas aquella época?
—Demasiado bien —respondió él en voz baja—. Todos esperamos por lo menos durante una semana. Después de la maldición, Saro envió a dos de sus hombres para que entraran en el reino desde las otras fronteras, pero solo uno de ellos regresó después de varios días.
Finnikin se quedó callado. Recordó lo que el montés le había dicho a Saro, que en cada una de las fronteras, una fuerza invisible les había impedido pasar, hasta que en la frontera de Charyn su compañero se abrió paso hacia el interior de la tormenta. El montés había contemplado lleno de horror cómo la tormenta le devolvía a su pariente a pedazos, un hueso astillado tras otro.
—Y fue entonces cuando todo el mundo comenzó a marcharse —continuó Finnikin—. Todos necesitaban alimentar a sus hijos, sobrevivir, y no dejaron de discutir si era mejor ir a Charyn, a Belegonia o a Sarnak. Yo me quedé cerca de los hombres de mi padre hasta que me pusieron bajo la tutela de Sir Topher. Fuimos los últimos en marcharnos.
El viento soplaba con fuerza en el risco y los mechones de pelo le azotaban la cara. De repente, ella alargó una mano para apartarle el cabello. Al notar sus dedos, Finnikin se estremeció. No había sentido una dulzura semejante desde su niñez. Ya había tenido relaciones con mujeres y había sentido sus manos en todas las partes del cuerpo, pero su caricia le hizo sentir que pertenecía a algún lugar.
—Recuerdo a los niños abandonados que lloraban a los lados del camino —dijo Evanjalin—. Algunos tan solo tenían dos o tres años. La gente se vio obligada a poner su supervivencia y la de su familia por encima de cualquier otra consideración, y dejaron que los niños de los demás muriesen. Es la única razón por la que siento algo de lástima por el ladrón de Sarnak.
Finnikin asintió.
—Una parte de mí cree que apenas hay esperanza para los que son como él, que se han vuelto tan rastreros como los individuos a los que se ha unido. Pero otra parte de mí recorrerá esta tierra de un lado a otro en cuanto estemos asentados en nuestra segunda patria y los traerá de vuelta a todos al lugar que pertenecen.
Sintió la mirada de Evanjalin, pero no se dio la vuelta para mirarla. No quería que aquellos ojos volvieran a penetrarle.
—Entonces, ¿tu destino es pasar el resto de tu vida recorriendo esta nación? ¿Quién eres tú para merecer semejante maldición? —preguntó la muchacha.
Quiso responderle que era aquel que oculta un mal en su interior. Un mal que Seranonna de los Habitantes del Bosque reconoció aquel día mientras jugaba con Isaboe.
«Su sangre se derramará para que tú seas rey».
—¿Qué es lo que quieres de verdad, Finnikin? —insistió Evanjalin.
—Quiero que me dejen tranquilo para que sigamos haciendo lo que siempre hemos hecho —dijo de forma vehemente.
«Quiero ir en busca de mi padre», deseó poder gritar.
—¿Y qué es eso que quieres hacer? ¿Deambular por todo el imperio? ¿Vas a anotar los nombres de todos los muertos? ¿Dónde te gustaría que te dejara, Finnikin?
«En la entumecida tranquilidad en la que vivíamos antes de que aparecieras en nuestras vidas».
Finnikin la miró fijamente y ella le sostuvo la mirada.
—Me sentía muy cómodo con tu voto de silencio —dijo al final.
Ella torció la boca tras un momento.
—¿En serio? Pues yo creo que estás mintiendo.
—Es cierto. Lo echo mucho de menos.
—Creo que en realidad te mueres de ganas por contarme qué gritaste desde tu roca. Con el heredero y con ese hijo fruto del incesto.
Finnikin no pudo evitar echarse a reír.
—Estábamos convencidos de que el lobo plateado existía. Las leyendas decían que solo un verdadero guerrero sería capaz de matarlo y construimos trampas en el bosque para representar su captura. Balthazar era el guerrero, yo era su escolta, Lucian hacía de lobo e Isaboe de cebo. Luego subíamos a la roca y practicábamos ritos a los dioses gritando lo que queríamos hacer y nuestra fe en ellos. Nos juramos lealtad los unos a los otros. Incluso prometimos salvar Lumatere.
Sacudió la cabeza al pensar en el último juramento que habían hecho juntos, en el que había utilizado la sangre de los tres.
—Me encantaría una roca como esa —comentó ella—. Dejaría libre mi lengua y me daría el valor necesario para decir todas las cosas que jamás me he atrevido a decir.
—¿Y qué es lo que dirías, Evanjalin? ¿Maldecirías al impostor? ¿Maldecirías a aquellos que lo han puesto en el trono?
Ella negó con la cabeza.
—Diría mi nombre a voz en grito. ¡Evanjalin de los Montes!
La voz de la novicia resonó con fuerza y su volumen tomó por sorpresa a Finnikin, quien se acercó al borde de la roca con deseos de oírla hasta que desapareciera el último eco, con deseos de atraparla con sus propias manos.
—¡Finnikin de la Roca! —rugió y luego se volvió hacia ella con la mirada encendida por el entusiasmo—. ¡Hijo de Trevanion de la gente del Río de Lumatere y de Bartolina de la Roca!
Se golpeó el pecho con dramatismo.
Ella se echó a reír y se acercó a él.
—¡Enemigo mortal del maldito impostor! —chilló.
Finnikin se quedó pensando unos momentos y asintió como gesto de aprobación.
—¡Servidor fiel del Primer Caballero del rey, Sir Topher, de la corte real de Lumatere!
—¡Seguidor de nuestro amado Balthazar!
—¡Hijo de un hombre que antaño amó a Lady Beatriss de las Llanuras de Lumatere!
—¡Hija de los inocentes que fueron asesinados!
—¡Hermano de una que se llevaron antes de que pudiera respirar por primera vez!
—¡Hermana de aquellos que la amaron con todo su corazón!
Ella se había acercado demasiado al borde de la roca y con una brusca inhalación, Finnikin la agarró por la cintura con un musculoso brazo que la apretó contra su pecho.
—Chica alocada —le dijo con una voz casi dulce, con los labios cerca del oído—. Podrías haberte caído.
Un estremecimiento recorrió el cuerpo de la muchacha, que después se apartó.
—Deberíamos irnos —murmuró.
—Confía en mí, Evanjalin —le dijo él al tiempo que le ofrecía una mano.
Ella la tomó, temblando, y ambos bajaron por la pared rocosa en silencio. Pero él ya echaba de menos su voz y cuando la ayudó a bajar las últimas rocas, descubrió que su dedo le recorría el moratón que tenía alrededor de la boca.
—¡Finnikin!
Dentro de la roca hueca distinguió la inquieta silueta de Sir Topher.
—Aquí estamos, señor.
—No os alejéis mucho. Ya sabes lo extraño que es este lugar.
Finnikin y Evanjalin comieron en silencio el pan y el queso que tenían para cenar, mientras Sir Topher los observaba atentamente. Hasta el ladrón parecía apagado. Más tarde, mientras Finnikin escribía en el Libro de Lumatere, miró hacia donde ella se encontraba, lejos del resto del grupo, con las manos pegadas a los costados. Se colocó el libro debajo del brazo y se acercó a ella. De repente, se sintió muy incómodo y notó que el pulso le iba a una velocidad irregular.
—Ven con nosotros —le dijo en voz baja—. Sir Topher está contando relatos sobre sus viajes con el rey.
En el rostro de Evanjalin había un atisbo de sonrisa.
—¿Qué? —le preguntó ella en un tono de voz defensivo.
—Cuando hablas lumaterano, tu acento suena como el de los habitantes del Río.
—Era o eso grrruñir como la gente de la Roca.
Evanjalin se echó a reír, pero la risa se transformó en un sollozo y se tapó la boca. Él se le acercó y le levantó la barbilla con un dedo.
—Sométete a su voluntad, Finnikin —le susurró ella—. Y mantente vivo.
—¿A la voluntad de quién? —murmuró al tiempo que inclinaba la cabeza hacia ella.
—¡Finnikin!
La preocupación que reflejaba la voz de Sir Topher le sacó de su trance a la vez que oyó los cascos de unos caballos. Se volvió hacia el campamento para ver a cinco soldados sorelianos que cabalgaban hacia ellos con antorchas en la mano.
—¿Dónde está el traidor que proclama ser el príncipe muerto de Lumatere? —preguntó tras desmontar el que marchaba en cabeza.
Finnikin se quedó atónito. Sir Topher se volvió hacia él, confundido, y a la luz danzante de la lumbre vio un atisbo de miedo en el rostro de su mentor. El ladrón de Sarnak se había quedado pálido. Todos los ladrones de la nación sabían que debían mantenerse lejos de las minas de Sorel.
La primera inclinación de Finnikin fue proteger a la chica y se sintió aliviado al ver que los soldados estaban buscando a un impostor que se hacía pasar por Balthazar en vez de alguien que sabía dónde estaba el heredero.
—No hay ningún impostor entre nosotros —le contestó Sir Topher con voz amable—. Somos mercaderes belegonianos, impacientes por comerciar con un reino con tanta generosidad.
—¿Por qué se nos acusa de algo semejante? —les preguntó Finnikin, pero los soldados no le miraron, sino que dirigieron la vista hacia donde se encontraba Evanjalin.
—¿Es esta? —preguntó el soldado.
—No es ella —replicó Finnikin, bloqueándole el camino.
Entonces el soldado asintió y Finnikin se dio la vuelta, desconcertado, y sintió que se le helaba la sangre en las venas.
Porque Evanjalin había levantado una mano y estaba señalando con el dedo.
Y le señalaba directamente a él.