Entraron en Belegonia a través de la vecina Osteria para llegar a la encrucijada del norte. Los palacios de Osteria y Lumatere, al igual que la frontera de Sendecane, estaban a un día a caballo de la encrucijada. Mientras se preparaban para seguir la flecha que indicaba el camino hacia el sur, hacia la capital de Belegonia, Finnikin se quedó mirando fijamente la flecha que apuntaba al norte. Habían tachado la palabra «Lumatere».
Por un instante, se dejó llevar por los recuerdos y pensó en un sendero con viñedos y olivos a los lados. Era el camino que tantas veces había recorrido con su padre. Y cada una de esas veces, había subido a lo alto de la colina para contemplar las vistas del Valle de la Tranquilidad y la extensión del reino de Lumatere. Pueblos con calles adoquinadas que repicaban al paso de las pezuñas de los animales; praderas llenas de flores; cabañas alineadas a orillas del río que serpenteaba a través del reino palpitante de vida. En su mente siguió el cauce del río hasta llegar al puerto, donde las barcazas cargadas de mercancías partían para llevar la riqueza de los productos del reino hasta la punta sur de Yutlind o el extremo norte de Sarnak. Podía ver su pueblo en la Roca, el asador de su tío donde la carne y el pescado colgaban del techo, y la cantera donde solía llevar a Balthazar e Isaboe, que dejaban a todos los aldeanos entusiasmados con sus ganas de cavar y extraer piedra. Lucian de los Montes decía que no era natural vivir en cuevas, los llamaba «trogloditas», y aunque a Finnikin a veces se le hacía pequeño el Pueblo de la Roca, no había nada comparable a aquellas vistas de la región donde se podía ver a un granjero haciendo caer bellotas de un roble para que se las comieran sus cerdos, y familias trabajando juntas, segando el trigo con las hoces y recogiendo la cosecha. Y a lo lejos, se veía el palacio real, en lo alto de una colina, con vistas a su querido pueblo, en el interior de las murallas del reino, y a los que estaban fuera, en el Bosque de Lumatere.
Sir Topher y Finnikin tan solo habían vuelto al Valle de la Tranquilidad al quinto año de su exilio. Por aquel entonces, la oscura niebla que en su día llegaba hasta las murallas del reino se había extendido hasta cubrir un tercio del valle, incluyendo el Bosque de Lumatere. Pero justo cuando Finnikin había perdido toda esperanza de volver a ver o sentir algo de su tierra natal, la cicatriz de su muslo, señal del juramento que había hecho con Balthazar y Lucian, empezó a supurar. Se tocó la herida y un sentimiento de euforia le recorrió todo el cuerpo, como si la misma Diosa hubiera plantado en él una semilla de esperanza, la ilusión de que quizá Balthazar estaba vivo y de que un día la maldición desaparecería y Lumatere volvería a ser libre.
Pero cuando descendieron la montaña y se dispusieron a avanzar entre la oscura niebla, una gran fuerza los empujó hacia fuera. Finnikin no quería rendirse, había sentido algo allí arriba. A pesar de la sensatez de Sir Topher que le animaba a alejarse, Finnikin intentó una y otra vez entrar en el reino, hasta que el día dio paso a la noche, el sol desapareció y se hizo la oscuridad.
—No volveremos, Finnikin —le dijo Sir Topher con tristeza—. Aquí ya no queda nada para nuestra gente. Les encontraremos un hogar en un país extranjero.
Vencido por el cansancio, Finnikin sabía que su mentor tenía razón. Era una tontería creer que Balthazar había sobrevivido. Desde ese día, Finnikin nunca más se atrevió a albergar la esperanza de volver a Lumatere y maldecía a todo aquel que osara pensar lo contrario.
Al cabo de tres días, acamparon a las afueras de la capital de Belegonia. Mientras viajaba hacia la ciudad, acompañado de Evanjalin, Finnikin notó cómo se animaba. Había algo mágico en aquel reino. Belegonia era un centro de aprendizaje y, a lo largo de los años, Sir Topher se había encargado de que Finnikin experimentara todo lo que podía ofrecer esa tierra. Le gustaba el hecho de que cuando creía conocer hasta el último rincón de la ciudad, de repente se encontraba en un nuevo callejón serpenteante. Le gustaba cómo discutían en sus rincones, sobre lo que discutían. No hablaban tan solo de los impuestos y la muerte, sino de la calidad de los edificios, la teoría filosófica más reciente, las historias de Will el panadero en contraposición a las de Jark el carnicero. En toda la nación de Skuldenore, la gente trabajaba, dormía y existía. En Belegonia, en cambio, como en Lumatere, la gente vivía de verdad.
Finnikin y Evanjalin oyeron la música que provenía del centro de la ciudad. Había una chica con una gaita y un hombre con un tambor que llevaba el compás, uno, dos, tres, cuatro, de una forma que hacía que la sangre de Finnikin bombeara a un ritmo frenético. Por un instante, perdió de vista a Evanjalin mientras los que les rodeaban empezaban a bailar. Pero entonces apareció delante de él, mirándole con los ojos centelleantes. Los golpes del tambor resonaban por las calles y ella levantó los brazos y dio una palmada sobre su hombro izquierdo. Sin dejar de mirarla, Finnikin dio una palmada sobre su hombro derecho. Luego, con un movimiento lento, Evanjalin taconeó con el pie y Finnikin la imitó. Eran los primeros pasos del baile de la Luna de Cosecha en su reino y, cuando el ritmo aceleró y todos los demás empezaron a taconear y girar a su alrededor, se sintió completamente hipnotizado por la danza que bailaba con Evanjalin. Pero entonces el ritmo cambió y Finnikin recobró el sentido. Cogió con suavidad la mano de la novicia y siguió su camino con ella a la zaga.
Mientras dejaban atrás las casas que daban a la plaza principal, Finnikin sintió otra vez la frustración del día anterior. Aún estaba enfadado por tener que aceptar la invitación de Lord August. August de las Llanuras era el hijo del duque a quien Trevanion había protegido cuando solo era un joven soldado de a pie. Al marcharse Trevanion para luchar contra los invasores, Lord August le siguió con la intención de demostrar que era mucho más que el hijo privilegiado de un hombre. Finnikin sabía que, durante los años que siguieron, su padre y el noble fueron muy amigos. Sin embargo, no podía dejar de pensar que desde los cinco días de lo innombrable, ni él ni Sir Topher habían encontrado a ninguna de las gentes de Lord August que vivían en el pueblo de Sayles. Sabía que la mayoría habían escapado en dirección al Valle pero sospechaba que, en algún lugar del camino, el duque les había abandonado y que ahora estaban esparcidos por distintos campamentos sufriendo enfermedades, o algo peor.
La residencia de Lord August era alta y estrecha, sin puertas en la planta baja. Finnikin supuso que la familia entraba por uno de los edificios colindantes, aunque no tenía ni idea de por qué Lord August veía la necesidad de proteger la residencia de esa manera. La nobleza estaba a salvo gracias a las leyes extranjeras, aunque fueran de linaje lumaterano.
Un carruaje se acercó a la entrada de la casa y Finnikin vio cómo una mujer y cuatro niños salían de él. Reconoció a Lady Abian, que de arriba abajo parecía la perfecta esposa de un duque, vestida con sedas y adornada con joyas. La seguía Lady Celie y sus tres hermanos menores. No había visto a esta última desde que eran niños, pero pudo apreciar que nada había cambiado en ella. Siempre había sido una niña frágil, algo extraña y callada que se había ganado el aprecio de los hijos de los reyes, pero que había tenido que aguantar al abusón de Lucian de los Montes.
La familia no reparó en Finnikin y Evanjalin hasta que a Lady Celie se le cayó un paquete de las manos y Evanjalin se agachó para recogerlo. Al verla, Lady Celie dio un grito ahogado que hizo que Finnikin sintiera una antipatía instantánea por la chica. Las dos jóvenes se miraron, una con ropas refinadas y pulidas mientras que la otra vestía con simpleza y bastedad. Finnikin vio un destello de emoción en la mirada de Evanjalin antes de que la familia desapareciera en el interior del edificio de al lado.
Cuando Lord August finalmente apareció por la misma entrada, su rostro quedó impasible, pero agarró el hombro de Finnikin con fuerza. Iba vestido con ricas sedas, como correspondía a alguien que trabajaba en una corte real, y se le podía haber descartado como uno de esos nobles con un título absurdo y muy poco que hacer. Les condujo al patio del edificio que estaba al lado de su casa, pero hasta que no estuvieron en una salita, vacía excepto por los frescos de las paredes, Lord August no se detuvo para mirar detenidamente a Finnikin.
—Ya no eres un niño.
—¿Cómo veis la diferencia, señor?
—Porque, como padre que soy, conozco la pena que sentiría Trevanion al ver lo mucho que le han arrebatado.
Finnikin miró hacia otro lado y luego masculló unas palabras para presentar a Evanjalin.
—Y Sir Topher envía sus disculpas por no haber venido. Había rumores de que el sacerdote real estaba por estas tierras y tenía interés en saber si era cierto.
—Yo también he oído algo de eso, pero dudo mucho que esté aquí. Durante los últimos diez años el sacerdote real no ha hecho otra cosa que ir de campamento en campamento, arriesgándose a coger las fiebres que un día de estos le llevarán a la muerte.
—Nos habéis prometido una entrevista con el rey, Lord August —le recordó Finnikin.
—No —contestó con firmeza—. Nunca fue una promesa, solo una invitación para hablar de Lumatere.
—¿Y de qué es de lo que queréis hablar entonces, señor? Como os habemos comentado cada vez que venimos aquí, la única esperanza para Lumatere es conseguir una tierra para sus exiliados.
—Y, como le he dicho a Sir Topher año tras año, ¿por qué debería estar interesado el reino de Belegonia en ceder parte de su territorio?
—Fuisteis vos quien contactó con nosotros —contestó Finnikin sin esconder la rabia en su voz—. Hemos venido porque nos invitasteis. ¿Por qué nos hacéis perder el tiempo, señor? Nuestra gente se muere y vos nos hacéis venir hasta aquí para verle.
—Dime algo que aún no sepa, Finnikin. Dime que intentarás volver a tu hogar y le pediré ayuda al rey.
—No tenemos hogar —replicó—. Conseguidnos la tierra, Lord August. Es lo único que queremos. Una parte de Belegonia a orillas del río. Nos instalaremos allí y nos las arreglaremos solos, así los belegonianos no tendrán de qué preocuparse.
—Si conseguimos dar con nuestra guardia, estoy seguro de que Balthazar saldrá de su escondite —dijo Lord August en voz baja.
—La guardia de Lumatere ya no existe.
—Mientras Trevanion esté vivo, la guardia también lo estará.
Finnikin se retiró el pelo de la cara, lleno de frustración.
—¿Es esto una trampa, señor? ¿Acaso se ha escapado mi padre de una de las prisiones de la nación y ahora intentáis encontrarle con mi ayuda?
Lord August soltó una risa forzada.
—¿Que ha escapado? No será porque su guardia no lo ha intentado. Ya te lo he dicho antes, no tengo ni idea de dónde está. Una noche hace siete años lo trasladaron en secreto. Lo único que sé es que se lo llevaron a Yutlind Norte, pero parece que ya no está allí. Creo que el embajador sabe algo pero se niega a hablar de Trevanion. Asegura que está respetando los deseos del capitán.
Finnikin hundió las uñas en las palmas de las manos.
—Recuerdo cuando le visitaba aquí, en prisión —continuó Lord August—. Siempre me hacía la misma pregunta: «¿está a salvo mi hijo?». Mientras la respuesta fuera afirmativa, no le importaba lo que le sucediera. Pero tú le podrías convencer, Finnikin. Si pudiéramos encontrar a Trevanion y liberarlo, entonces su guardia saldría de su escondite y contaríamos con los mejores hombres de Lumatere para que nos condujeran de nuevo a nuestro hogar.
—Aunque tuviéramos a mi padre y a la guardia, e incluso al heredero, ¿no os dais cuenta de que lo que no tenemos es un reino? —le cortó Finnikin tajantemente.
—El heredero tiene la respuesta, Finnikin. Balthazar sabrá cómo entrar. Algunos de los nuestros, los que tienen dones, han empezado a sentir algo. Alguien.
—Dejadme hablar con el rey —repitió Finnikin.
El duque negó con la cabeza, con una mirada de decepción cargada de furia en su rostro, y de repente, Finnikin se sintió como si tuviera delante a su padre.
—El rey querrá un favor a cambio —respondió Lord August con desdén.
—Pueden permitirse tenernos aquí, señor. Esa es la razón por la que hemos elegido Belegonia y no Osteria. Mirad el espacio abierto de este reino. Hemos viajado durante cinco días por unas de las tierras más exuberantes y fértiles. Pero todas estaban vacías, desaprovechadas, mientras nuestra gente se ve obligada a vivir en campamentos abarrotados.
—Dirán que eso no es responsabilidad suya, Finnikin.
—¿Y entonces de quién es?
—¡Dirán que ya ha hecho suficiente! Que nuestra gente tiene que buscarse la vida, que integrarse. Afirman que no tienen control sobre los bandidos que acosan algunos de los campamentos. Que no tienen control sobre su propia gente, mientras que los nuestros están a merced de todos los oprimidos de cada nación que se aprovechan de esa oportunidad.
—¿Eso es lo que cree?
Lord August le miró fijamente.
—¿Acaso crees que no me pregunto cada día qué más puedo hacer? ¿Acaso piensas que no visito los campamentos y no quiero acogerlos a todos en mi casa? Pero dime, Finnikin, ¿a quién elijo? ¿Al huérfano de madre? ¿A la embarazada? ¿Al hombre que ha perdido a toda su familia? —Negó con la cabeza y Finnikin supo que estaba rechazando su petición—. Dile al rey algo que sea útil y entonces te ayudará.
Finnikin se quedó en silencio, la falta de esperanza le había dejado sin palabras.
—Entonces, decidle esto.
La voz provenía de detrás de él. Era una voz fuerte pero ronca, como si no la hubieran utilizado hacía tiempo. Hablaba en lengua lumaterana y al oírla, Finnikin sintió un escalofrío en todo el cuerpo.
—Decidle que el rey impostor no lo hizo solo —dijo Evanjalin, mientras avanzaba por la sala hacia ellos—. Decidle que Lumatere nunca fue el objetivo, sino el medio para conseguirlo.
Se detuvo al lado de Finnikin, parecía distinta ahora que tenía voz. Las palabras llenaban sus ojos de fuego, de la misma forma que lo había hecho la música.
—¿Qué mejor modo para que la astuta Charyn tomara el control de Belegonia, su rival más poderoso, que poner un títere en el trono del reino que había entre ellos? Y cuando Charyn decida saquear Belegonia, el derramamiento de sangre de Lumatere parecerá insignificante a su lado.
Lord August se acercó a ellos hasta que estuvo delante de Evanjalin. Finnikin apenas podía respirar. Ella rozó su brazo con el suyo y el chico notó cómo temblaba.
—¿Y tú quién eres para saber eso? —susurró el duque en su lengua nativa.
—Cuando una no habla, los que están a su alrededor hablan aún más, señor.
—¿Y qué esperas lograr con esta información? —Miró a Finnikin—. ¿Qué pasa aquí, Finnikin?
—Nos habéis pedido algo que el rey de Belegonia no supiera —contestó Finnikin, recopilando lo ya dicho—. Y se lo hemos dado. Así que, ¿qué nos daréis a cambio? ¿Una audiencia con vuestro rey, tal vez?
El rostro de Lord August se puso blanco de furia y el hombre cogió a Finnikin de manera violenta.
—Mi rey —escupió— está muerto. El rey de Belegonia es mi jefe. Nunca vuelvas a confundirlos.
La chica extendió el brazo y retiró las manos de Lord August de encima de Finnikin.
—Si volviésemos a Lumatere, ¿dejaríais todo esto? —le preguntó—. ¿La seguridad y los privilegios a cambio de un reino que podría ser arrasado en cualquier momento? Puede que vuestras tierras ya no estén allí, señor. Quizás otro las está trabajando y cree que ahora le pertenecen. ¿Estaría tan ansioso de volver a Lumatere aunque ya no hubiera nada allí para usted?
Lord August se quedó mirándolos.
—¿Con Balthazar y su Primer Caballero? —preguntó—. ¿Con la protección de la Guardia Real y la bendición del sacerdote real? Solo tenéis que decirlo y seré el primero en arrodillarme con las manos en el suelo para plantar la primera semilla.
Ninguno de los dos medió palabra hasta que no estuvieron fuera de la residencia del duque. Finnikin la agarró del brazo.
—¿Me puedes explicar qué tipo de voto de silencio es este? —le preguntó en lumaterano.
Ella se colocó un dedo en los labios para que se callara.
—Sir Topher se pondría furioso si averiguara que has hablado nuestra lengua nativa en público —dijo en voz baja y a Finnikin le sorprendió aún más que conociera el idioma belegoniano.
Cuando regresaron al campamento, el ladrón de Sarnak estaba atado a un árbol. El chico soltó una retahíla de improperios, escupiendo saliva y con los ojos llenos de odio. Finnikin, que aún seguía enfadado, se acercó y lo cogió del pelo.
—Mi madre, a diferencia de la tuya, nunca intercambió favores sexuales por una moneda de plata —le dijo como respuesta a su primer insulto, al tiempo que le golpeaba la cabeza contra el tronco del árbol—. Y —siguió, con otro golpazo retumbante—, aunque no tengo nada en contra de los machos cabríos, me ofendo si me etiquetan como tal.
—Por el humor que traes, las cosas con el duque no han ido muy bien —dijo Sir Topher desde donde estaba sentado, junto a la hoguera.
Finnikin se acercó a él.
—La chica ha hablado.
—¿Evanjalin? —Sir Topher se puso de pie al instante—. ¿Qué te ha dicho?
—Ha hablado en presencia del duque. Y después habló conmigo en belegoniano.
Sir Topher miró hacia donde estaba Evanjalin, preparando la cena.
—Finnikin, ¿qué te ha dicho? —le preguntó con urgencia.
—Lo que habíais siempre sospechado sobre el rey impostor y el ataque a Lumatere.
Sir Topher palideció.
—¿Un títere en manos de los charynitas?
Finnikin asintió con la cabeza.
—Y ¿Lord August?
—Se lo dirá al rey de Belegonia, pero solo si volvemos a Lumatere con la guardia de mi padre. También habló de Balthazar.
—Los empáticos —dijo Sir Topher sin apartar la mirada de la novicia que estaba ocupada desplumando un faisán—. Son los empáticos los que están percibiendo alguna cosa.
—Creía que los habían matado a todos.
—No, solo a los Habitantes del Bosque. Pero parece ser que había otras personas con el don, especialmente entre las gentes de las Llanuras y de los Montes. Por eso creo que Saro de los Montes mantiene a su pueblo bien oculto.
Sir Topher se acercó donde la chica estaba sentada. Tenía los dedos y algunas partes de su vestido cubiertos de plumas.
—Escoge una lengua —dijo Finnikin fríamente—, parece que sabe unas cuantas.
La novicia se puso de pie y sus ojos se movieron de Finnikin a Sir Topher.
—Solo hablo la lengua de mis padres y belegoniano —dijo tranquilamente en esa misma lengua—, y sé hablar un poco de sarnak.
Sir Topher recobró el aliento.
—¿Hay alguna otra cosa que quieras decirnos, Evanjalin?
Ella negó con la cabeza y su labio inferior empezó a temblar.
—No tienes por qué tener miedo —continuó Sir Topher con delicadeza—. ¿Dónde oíste hablar del plan de Charyn contra Belegonia?
Ella se acercó y le susurró al oído.
—Balthazar.
Finnikin vio la confusión que reflejó el rostro de Sir Topher.
—No os enfadéis, por favor, Sir Topher —dijo ella—. Por favor, llevadme con los monteses. Ellos sabrán lo que hay que hacer, os lo prometo. Os lo juro por mi vida.
—Y ¿crees que están en Sorel?
La chica dudó un instante y luego asintió con la cabeza.
El ladrón se moría de risa.
—Mira cómo lloro —la imitaba—. Estoy muy triste. Quiero alguien que me abra el cuello y me eche a los perros.
La chica no respondió y, al cabo de un momento, Sir Topher se apartó de ella.
—Finnikin, ven. Vamos a practicar.
Pero Finnikin no se movió de su sitio.
—¿Por qué elegiste estar en silencio, Evanjalin? —preguntó—. ¿Acaso tienes algo que esconder?
Ella le miró a los ojos.
—¿Qué necesidad tengo de hablar cuando puedo seguir tus silbidos como si fuera un perro?
Finnikin le dedicó una risa forzada. Aquella chica no tenía nada de tonta.
—Y, de todas formas, me estaba divirtiendo mucho con las historias sobre la frágil Lady Zarah.
Él y Sir Topher habían estado hablando sobre la hija de Lord Tascan en osteriano. Finnikin entrecerró los ojos e intentó reprimir su enfado. Lo que no sabían sobre aquella muchacha podría llenar las páginas del Libro de Lumatere.
—¿Son celos lo que transmite tu voz? —le preguntó.
—¿Celos? ¿De una insignificante miembro de la nobleza que trina como un pajarillo, según Sir Topher?
—A tu voz sí le vendría bien algo más de dulzura —replicó.
—¿Ah, sí? Pues la tuya podría ser más refinada. Para alguien que se supone que va a ser el futuro Primer Caballero del rey, suenas como un pescadero.
—En primer lugar —dijo furioso—, pertenezco a la futura Guardia Real y, en segundo lugar, mi padre fue el hijo de un pescadero, así que si fuera tú, escogería mis insultos con más cuidado.
—¡Finnikin, a practicar! —volvió a gritar Sir Topher.
Evanjalin siguió desplumando el faisán como si él ya no estuviera allí.
—Tienes un corazón muy oscuro —le dijo a la chica en tono acusatorio.
—Me alegro de que te hayas dado cuenta, Finnikin —respondió sin alzar la mirada—. Todavía te queda esperanza.