La ciudad de Sprie en Sarnak apestaba a bayas podridas y a col hervida. La suciedad estaba incrustada en los adoquines por donde caminaban y la mugre parecía invadir su propia piel. Era la última ciudad antes de llegar a la frontera con Charyn, y Sir Topher y Finnikin decidieron que sería más seguro comprar algunas provisiones allí que no tenerlo que hacer en una de las ciudades de Charyn. Sin embargo, Finnikin percibía la malevolencia a su alrededor. Aparte de Lumatere, Sarnak era el reino que más había sufrido durante los últimos diez años y el odio que sentía su gente por los lumateranos exiliados no conocía límites. En el pasado, el río Skuldenore había fluido a través de Lumatere pasando por Belegonia y Yutlind y, a diario, los mejores productos de Sarnak se enviaban río abajo para abastecer al resto de la nación. El clima de Sarnak era perfecto para cultivar casi cualquier cosa, desde suculentos mangos hasta preciadas uvas dulces. La trucha de río había sido el plato estrella en las mesas de la realeza.
Pero sin la vía fluvial de comercio todos esos productos no servían de nada. Después de los cinco días de lo innombrable, la parte del río que pasaba por Lumatere había desaparecido en un remolino de niebla y el único modo para ir de Sarnak hacia el resto de la nación era dirigirse al oeste, pasando por Sendecane, o al este, cruzando Charyn. La primera opción era un páramo y la segunda, territorio enemigo. A excepción de los campamentos de los exiliados, la pobreza en Sarnak era peor que en cualquier otra parte de la nación. Dos años atrás, algunos civiles armados dieron rienda suelta a su ira contra los lumateranos exiliados que habían acampado al sur de la frontera. El rey de Sarnak se negó a condenarlos e incluso a reconocer lo que había sucedido. Y no era de extrañar, pensaba Finnikin; a fin de cuentas los ruegos de un Primer Caballero real y de su aprendiz cuyo reino ya no existía no contaban para nada.
La primera noche, Sir Topher eligió acampar en la espesura del bosque. Tan solo estarían allí para descansar y recoger provisiones, luego seguirían su camino. No habría hoguera que les mantuviera calientes, era mejor no llamar la atención. Debían evitar caer en manos de esa gente desesperada en busca de alguien a quien echar todas las culpas de su sufrimiento.
Sir Topher y Finnikin lo habían planeado con sumo cuidado. No eran como los exiliados que se agrupaban en campamentos, esperando que alguien les llevara de vuelta a Lumatere, o que el capitán de la Guardia Real escapara y les salvara a todos. Finnikin sabía que si quería que su pueblo sobreviviera, necesitaban estrategias que les hicieran avanzar. A pesar del rodeo que habían tenido que dar para ir a Sendecane y de que ahora les acompañaba la novicia y sus increíbles afirmaciones, Sir Topher y él mismo tenían la misión de encontrar un trozo de tierra para los exiliados. Eso sí era un plan, no un sueño.
Sir Topher decidió que Finnikin fuera al mercado para comprar las provisiones necesarias para llegar hasta Sorel.
—La chica te acompañará —dijo Sir Topher—. Aquí veneran a Lagrami. Hay menos posibilidades de que molesten a una novicia y su acompañante. Pero no la pierdas de vista.
La ciudad era un laberinto de tenderetes y callejones. En más de una ocasión la novicia pareció desorientarse y se dirigió en otra dirección.
—Escucha —dijo Finnikin con firmeza—. Quédate a mi lado y no me pierdas de vista. ¿Lo entiendes? Di que sí con la cabeza si me entiendes.
Ella asintió, pero Finnikin no estaba satisfecho.
—Fíjate en este silbido. Quiero que lo escuches bien y que lo recuerdes en caso de que nos perdamos.
Silbó una melodía como si fuera un pájaro. Lo repitió dos veces para asegurarse de que ella se acordaría. Esperó su reacción, pero no hubo ninguna.
—No pretendo que la aprendas, pero escúchala bien.
Ella volvió a asentir con la cabeza.
El sol ya empezaba a esconderse y los vendedores comenzaron a guardar la mercancía. Finnikin se acercó a comprar las provisiones. Al cabo de un instante, oyó un grito frenético y se volvió para ver a un joven desaparecer en uno de los callejones. Se dio la vuelta hacia el vendedor, vio a la novicia levantarse a trompicones, algo aturdida, pero antes de poder decirle nada, la muchacha ya había echado a correr detrás del chico.
«Niña estúpida. Estúpida».
Vaciló en un momento de frustración. Era la oportunidad perfecta para olvidarse de ella y seguir el viaje con Sir Topher, tal y como lo habían planeado al principio. Su mentor le había prometido que irían en busca de los hombres de Trevanion ese otoño. Ahora tenía la opción de ir hacia el sur, donde un grupo de exiliados una vez dijo haber visto a la Guardia Real. Pero Lumatere ya había perdido bastante gente en Sarnak y, antes de poder contenerse, le lanzó unas monedas al vendedor y echó a correr detrás de ella.
A una corta distancia, el callejón se dividía en cinco más. Por instinto, Finnikin se metió en el de en medio, pero el laberinto era tan intrincado que se olvidó de por dónde había entrado.
—¡Evanjalin!
Alcanzó a ver un trozo de su vestido mientras desaparecía al doblar la esquina. Había olido su miedo cuando llegaron a la ciudad; había notado el recuerdo de la muerte de su familia en Sarnak en cada temblor de su cuerpo.
Se estaba haciendo de noche rápidamente. Finnikin la llamó a gritos mientras la perseguía, pero ella se movía con desesperación y desaparecía constantemente. Al final llegaron a un callejón sin salida y tuvo que detenerse. Pero había alguien escondido en las sombras y, antes de poder alcanzarla, la empujaron al suelo. Su asaltante parecía no tener más de catorce o quince años. Finnikin desenvainó la espada de Trevanion con la intención de asustar al chico más que de hacerle daño.
De repente, notó la punta helada y afilada del acero en su cuello. Sintió un poco de miedo. Desde el día de su nacimiento, Trevanion le había enseñado a luchar, una habilidad que Sir Topher se encargó de desarrollar durante sus viajes de reino en reino. Pero al volverse, vio que se trataba de cuatro hombres. Al comprobar que Evanjalin no representaba una amenaza para ellos, los ladrones convirtieron a Finnikin en su objetivo.
—¡Tírala!
«Ni hablar», pensó Finnikin.
Miró en dirección a Evanjalin. Cuando la muchacha empezó a levantarse sobre las manos y las rodillas, el chico la empujó y ella volvió a caerse, gimoteando. El joven ladrón le golpeó la sien, mientras la retenía en el suelo. Después, se sentó encima de ella y empezó a rebuscar entre los pliegues de su ropa, como si buscara algo de valor. Esa era justamente la razón por la que Sir Topher prefería que viajaran solos. Así no tenían que preocuparse por nadie. No tenían que proteger a nadie. Aquella chica sería su punto débil hasta que la dejaran en Sorel.
—¡Tírala! —repitió.
Sin apartar los ojos de la novicia, Finnikin dejó la espada en el suelo a regañadientes y la alejó de una patada por los adoquines. Fue a parar a unos metros de la chica y Finnikin se sintió impotente al ver que el joven seguía hurgando bajo su vestido.
—¡Primero los bolsillos!
—No tenemos nada…
La espada le rozó la mejilla. Sintió cómo le atravesaba la piel y un hilo de sangre bajaba por su rostro. Pero no quería perder de vista a Evanjalin y vio cómo el chico se alzaba de golpe y desaparecía en medio de la noche.
Evanjalin empezó a gritar en cuanto vio la cara ensangrentada de Finnikin. Él sabía que lo tenían todo en contra. Cuatro hombres, todos armados; la espada fuera de su alcance, a los pies de una niña histérica; y los tres cuchillos estaban bien guardados: uno en la manga, otro en su bota y un tercero en la espalda.
—¡Dile a la chica que deje de gritar!
Finnikin deseaba que parara. Necesitaba pensar. Rápido. La espada a sus pies. Tres cuchillos. Cuatro hombres armados.
—¡Dile que se calle, chico, o la haremos callar nosotros!
—¡Evanjalin! —gritó él—. ¡Basta!
Pero la novicia estaba fuera de sí y sus gritos se convirtieron en gemidos desgarradores.
«Piensa, Finnikin, piensa».
Un cuchillo en la garganta del que estaba más cerca. Otro se lo lanzaría al que estaba haciendo guardia en la entrada del callejón. Cogería la espada del que estaba más cerca y la hundiría en el estómago del tercer hombre, pero eso le dejaba a otro más y sabía que moriría antes de que el segundo cuchillo abandonara sus manos.
Los gritos de la chica repicaban en su cabeza. No eran palabras, solo sonidos. Ensordecedores.
—¡Evanjalin! —volvió a gritarle.
Luego vio cómo el hombre que vigilaba se acercaba a ella.
—¡No! —gritó, intentando abrirse camino entre los tres hombres que le rodeaban—. ¡Es tonta, no os entiende!
Logró deshacerse de ellos, pero supo que no sería por mucho tiempo. Aunque no le hizo falta más. La novicia estaba gritando y Finnikin vio en su cara iluminada por la luz de la luna una mirada sin un ápice de miedo, sino más bien rabia. Antes de que pudiera darse cuenta, ella le acercó la espada de un puntapié a la vez que cogía la hoja que llevaba el hombre en la cadera y se la clavaba en el muslo.
Finnikin se quedó estupefacto, pero reaccionó al ver a Evanjalin luchando contra uno de los ladrones. Uno menos. Y luego, dos. Las dagas eran silenciosas pero mortales. Usó la espada de Trevanion para luchar contra el tercer hombre, un arma demasiado rápida para un grupo de ladrones inútiles. El sonido de la lucha que oía a sus espaldas le decía que Evanjalin sabía perfectamente cómo manejar un arma. Aun así, cuando consiguió deshacerse del tercero, se volvió para ocuparse del cuarto, pero se encontró cara a cara con ella. Sus ojos estaban llenos de fuego y seguía empuñando la espada con ambas manos. Firme. Preparada para atacar. Su asaltante yacía a sus pies, retorciéndose de dolor con una segunda herida en la oreja. Dejó caer la espada y echaron a correr en la única dirección que podían.
Lograron salir del laberinto de callejones y se dirigieron hacia el camino principal para salir de la ciudad, pero entonces se dieron cuenta de que uno de los ladrones, con la daga de Finnikin aún clavada en el cuerpo, se las había arreglado para perseguirles. La chica empujó a Finnikin hacia un caballo que había atado a un poste cercano, sacó la espada de Trevanion de su vaina y, sin dudarlo un instante, la sostuvo por la hoja y blandió la empuñadura con el rubí entre las piernas de su perseguidor. Finnikin oyó un crujido y supo que no era la empuñadura lo que se había roto. El aullido de agonía que soltó el ladrón podría haber despertado a los muertos.
Finnikin se montó en el caballo. La chica le devolvió la espada de Trevanion, puso uno de sus pies encima del pecho del ladrón para mantener el equilibrio y le sacó la daga de un tirón. Le tendió el brazo a Finnikin y este la ayudó a montar en la silla de un salto, detrás de él. Ella se agarró a su cintura con la daga en la mano y él bajó la mirada. La muchacha tenía las manos fuertes, callosas y ensangrentadas. Sintió el rostro de la chica apoyado en su espalda y oyó su respiración irregular cerca de su oído. A Finnikin le asaltó el repentino deseo de oír su voz.
Sir Topher les miró, asombrado. Finnikin no estaba seguro de si su sorpresa se debía al caballo o al aspecto medio salvaje de la novicia. Les ayudó a desmontar pero sus ojos estaban clavados en ella.
—Le robaron —masculló Finnikin, haciéndole señas para que se apartara—, pero sabe usar una espada.
—Te dije que no dejaras que le pasara nada malo, Finnikin.
—Sir Topher —dijo Finnikin, controlando su tono de voz—, se defendió con un arma y usó su ingenio. Una cosa está clara, esta chica no es nada tonta. No me fío de ella.
—¿Es mejor que tú con la espada?
—Claro que no, pero se las arregló para dejar a dos hombres mutilados, si no conté mal. Y, con toda probabilidad, uno de ellos no podrá ser padre en algún tiempo.
Ambos se volvieron hacia Evanjalin, que tenía la nariz apoyada en el caballo. Finnikin se inclinó hacia delante para susurrar:
—Todo ese silencio. Esto no es normal.
—Será por su voto, Finnikin. Las novicias se lo toman muy en serio.
—Veía a menudo a las novicias de Lagrami cuando era niño. Mi prima era una de ellas. Cantaban, cosían, plantaban rosas. No luchaban como un recluta salvaje de la Guardia Real. No sabían el daño que se puede causar cuando pones la empuñadura de una espada entre las piernas de un hombre.
—Los tiempos han cambiado e incluso las novicias han tenido que aprender a defenderse solas —respondió Sir Topher—. ¿No te alegras porque haya tenido iniciativa?
Finnikin se calló. Recordó cómo lo había empujado hacia el caballo y cómo le había cogido la espada de Trevanion para luchar. Y se dio cuenta de la verdad. No estaba molesto porque la chica hubiera demostrado tener iniciativa, sino porque se había puesto al mando.
Cuando despertaron a la mañana siguiente, ella ya no estaba.
—Se ha ido sin el caballo y su bolsa, lo que quiere decir que pretende volver —dijo Sir Topher con la voz algo agitada—. Vas a tener que ir a buscarla, Finnikin. Ahora mismo.
—Ha vuelto a por el ladrón —dijo Finnikin y negó con la cabeza, sin dar crédito—. Le cogió el anillo y quiere recuperarlo.
Una de las reglas de Sir Topher era no permitirse nunca sentimentalismos, nunca mirar atrás. Los ojos de Finnikin se desviaron hacia la carretera que llevaba a Charyn. Desde allí, con la chica, hubieran tomado el camino hacia Sorel. Solos, Finnikin sabía que hubieran pasado un tiempo en Osteria, donde reinaba la paz. Allí era donde vivía ahora el embajador de Lumatere, quien ostentaba el cargo de ministro de Comercio para Osteria.
—No, Finnikin —dijo Sir Topher en voz baja, como si pudiera leerle el pensamiento—. No nos iremos sin ella.
Así que Finnikin volvió a Sprie y rezó para no encontrarse con cuatro mutilados y un campesino en busca de su caballo. Sabía que no sería fácil pasar desapercibido. Su cabello era de un ridículo color de bayas y dorado, y era más larguirucho que las gentes de Sarnak, de complexión más delgada. Destacaba a plena luz del día, igual que lo debía hacer la novicia con su cabeza rapada y aquel feo vestido gris.
La encontró casi de inmediato, acurrucada en un banco de piedra al lado de un tenderete, observando la actividad a su alrededor con aquellos extraños ojos oscuros. A su lado, el vendedor y un comprador exigente regateaban por el precio de una pequeña daga decorativa. Al otro lado de la plaza, Finnikin vio a los comerciantes de esclavos de Sorel. Esos hombres se aprovechaban de la gente en situación precaria que se veían forzados a vender a un hijo para alimentar al otro. Había oído historias sobre cómo usaban a esos niños y a las mujeres, y le asqueaba pensar que un hombre fuera capaz de hacer cosas tan horribles.
Cuando se acercó a Evanjalin, ella se le quedó mirando como si le echara en cara lo mucho que había tardado en encontrarla. Él se agachó a su lado, negándose a ceder ante su enfado. Después de todos esos años con Sir Topher, había aprendido a controlar sus sentimientos.
—¿Quién está al mando aquí? —preguntó con calma.
Como no podía hablar, usaba tan solo los ojos para comunicarse y sabía perfectamente cómo hacerlo.
—Esta mano —dijo él señalando la izquierda—, si mando yo. O esta otra —dijo, señalando la derecha—, si mandas tú.
Se las mostró y ella tocó la mano izquierda con suavidad.
La ayudó a levantarse.
—Bien —dijo Finnikin, contento con su elección.
De repente el cuerpo de la chica se tensó. Miró por encima de su hombro y le apartó para salir corriendo. A Finnikin no le quedó otra alternativa que seguirla. Pudo ver al joven ladrón mientras desaparecía en el laberinto de callejones detrás de la plaza.
La muchacha corría con rapidez, aunque eso ya lo había comprobado la noche anterior. A pesar de que el vestido no se lo ponía nada fácil, a Finnikin le costaba seguir su paso. La persecución fue corta ya que el chico cometió el mismo error que la noche anterior y los llevó a un callejón que parecía no llevar a ningún sitio.
«No es de aquí», pensó Finnikin.
Evanjalin lo acorraló en una esquina y extendió la mano abierta. Recibió un revés en la cara por su esfuerzo y se tambaleó por el impacto. Finnikin cogió al ladrón por la tela basta de su jubón y lo lanzó contra la pared de piedra, sujetándolo con una mano en el cuello. Le registró los bolsillos y encontró cuatro monedas de plata. Cuando se las enseñó a la chica, ella las cogió y las tiró con la misma rabia que había visto en sus ojos la noche anterior.
—¿Qué has hecho con el anillo? —le preguntó Finnikin al ladrón mientras lo zarandeaba.
El chico le escupió de lleno en la cara.
—No era esta la respuesta que buscaba —dijo Finnikin, arrojándolo lejos de la pared—. Allí atrás, cerca de la fuente, he visto a los comerciantes de esclavos de Sorel. Los reconocería en cualquier parte. Huelen a mierda porque eso es todo lo que hacen sus víctimas cuando están a su lado del miedo que les da saber adónde los van a llevar.
El ladrón simuló un gemido y volvió a escupirle en la cara, esta vez directamente al ojo. Finnikin se limpió despacio, luego le miró enfurecido y le arrastró fuera del callejón con la novicia a la zaga.
—Coge las monedas, Evanjalin —le ordenó.
El chico intentó escapar sacándose la ropa.
—¿Qué tás haciendo?
Finnikin notó el primer rastro de alarma en la voz del joven. Había usado la lengua de Sarnak, aunque sin fluidez.
—Te voy a cambiar por un caballo. —Finnikin se lo quedó mirando con toda la intención del mundo—. Ah, y al parecer les gustan jovencitos.
El ladrón seguía forcejeando, pero Finnikin lo tenía bien cogido del cuello, a punto de ahogarlo.
—Traficante de Osteria —resolló el chico—. Dijo falso de todos modos.
La novicia le dio una bofetada. Sus ojos brillaban llenos de lágrimas. Finnikin no quería ni pensar en lo que hubiera hecho si un ladrón hubiera vendido la espada de Trevanion.
—No vale la pena. Vamos.
Pero la novicia se quedó inmóvil. Clavó los ojos, llenos de rabia, en el joven.
El ladrón repitió su práctica favorita y le volvió a escupir en la cara. Llevaba un gorro de fieltro negro que le caía hasta los ojos. Eran de un color indescriptible, como el de la paja, quizás, y Finnikin se dio cuenta de que sus rasgos empezaban a mostrar una crueldad rotunda, con una boca que adoptaba un sempiterno aire despectivo. Por los puños era evidente que tenía la complexión de alguien que engordaría con la edad. Pero era joven, al menos cinco años menor que ellos. Finnikin se preguntó cuántos más como él recorrían esas callejuelas a diario.
—Os cazarán —dijo el ladrón—, cazarán a toda vuestra gente.
Hablaba como si fuera extranjero y fue justo en ese momento cuando Finnikin se dio cuenta de dónde era el chico. Tenía una mirada vidriosa en los ojos que Finnikin no había visto desde que le separaron de Sir Topher a los doce años y le metieron en la prisión de la capital de Osteria. Le encarcelaron junto a otros exiliados lumateranos, niños cuyos padres habían muerto durante los cinco días de lo innombrable o que habían fallecido por las fiebres. Algunos de los pequeños ni siquiera sabían su nombre, ni tampoco sabían hablar en ninguna lengua. Tener el mismo origen no significaba nada en aquella prisión y supo que tampoco significaba nada para ese chico que no debía de haber tenido más de tres o cuatro años cuando sus padres escaparon de Lumatere.
Finnikin no necesitaba preguntar a quiénes darían caza. En Sarnak siempre había alguien al acecho. Quizás un grupo de jóvenes u hombres amargados, incapaces de llevar comida a la mesa para su familia. Finnikin estaba seguro de que el ladrón los delataría al primero que pasara, a cualquier precio. Cuando la novicia le miró, supo lo que tenían que hacer.
Sir Topher se los quedó mirando a los tres con su característico aplomo.
—Así que a partir de ahora nuestro pequeño grupo incluirá un caballo y un ladrón.
Finnikin se aseguró de que las manos del ladrón estuvieran bien atadas.
—O nos quedamos con él o en cuanto pueda nos manda a un grupo de sarnaks.
Sir Topher miró al ladrón.
—¿Cómo te llamas, chico?
El ladrón le escupió.
—Es su respuesta favorita —dijo Finnikin secamente—. Nos podemos deshacer de él en cuanto lleguemos a Charyn.
—No si encontramos a exiliados, y sospecho que va a ser así. Tal vez podríamos dejarle en Sorel.
—Creo que le va a gustar Sorel —dijo Finnikin y se volvió hacia el ladrón—. ¿Has oído hablar de las prisiones en las minas de Sorel?
El chico palideció de golpe y Finnikin miró a Sir Topher, satisfecho.
—Bien, parece que le resultan familiares. —Echó un vistazo a la novicia, que estaba acurrucada debajo de un árbol, cubriéndose la cabeza con las manos—. Ha vendido su anillo.
Sir Topher suspiró.
—En cuanto lleguemos a Sorel ya no habrá de qué preocuparse.
Dos semanas, calculó Finnikin mientras Sir Topher cargaba el caballo. Solo quedaban dos semanas para que el ladrón de Sarnak y la novicia Evanjalin salieran de sus vidas para siempre.