Durante los días siguientes, los fríos vientos royeron sus huesos, el invierno que se negaba a retirarse mantenía los días cortos y la oscuridad era su compañera constante. Sir Topher decidió que la mejor ruta para llegar a Sorel era cruzar Sarnak y seguir el camino por Charyn. Aunque el trayecto más corto era por Belegonia, Sir Topher dijo que al menos tardarían otro año en volver a pasar por Sarnak y existía la posibilidad de que encontraran supervivientes de la masacre. Finnikin estuvo de acuerdo, lo que no le convencía era el destino final del viaje.
—Nos estamos equivocando —dijo a la mañana del tercer día, escondido detrás de un árbol, obligado a cambiarse de ropa.
Se puso los pantalones de gamuza, luego se calzó las botas y se guardó una pequeña daga junto a la pantorrilla.
—Ya es la décima vez que lo dices, Finnikin —afirmó Sir Topher con una paciencia exasperante.
Finnikin había aprendido a apreciar la paciencia que su mentor le había demostrado durante todos aquellos años, desde que Perri el Salvaje, el hombre de confianza de su padre, le puso a su cargo. Sin embargo, hoy ese agradecimiento se había convertido más bien en irritación.
—Sorel —masculló mientras salía de detrás del árbol.
—Nadie va a Sorel. Ningún exiliado querría montar un campamento en esa tierra. Ni siquiera la gente de Sorel quiere vivir en Sorel.
—Aceptemos nuestro camino, Finnikin, e intentemos controlar nuestra lengua tan bien como lo hace la novicia —respondió Sir Topher.
La presencia de la chica no ayudaba a atenuar la frustración de Finnikin. Por las noches la veía moverse en su saco de dormir como si estuviera poseída por los demonios, llorando, apretando los dientes, gritando con desesperación. Mientras cruzaban la llanura sin árboles, a veces el cuerpo de la chica se desplomaba como si sus sueños pesaran demasiado en su espíritu. Otras veces, su caminar parecía mucho más ligero y sus labios dibujaban una leve sonrisa soñadora, como si recordara instantes muy felices que la animaban a continuar sin apenas esfuerzo por aquellas tierras estériles y frías.
En el fondo, Finnikin sabía que su desasosiego se debía a algo más que la presencia de aquella chica extraña. La mención del heredero había despertado recuerdos y, con ellos, también había aparecido una inquietud, una sensación de futilidad acerca del futuro. Durante los últimos diez años, el número de páginas con el nombre de los lumateranos muertos en el Libro de Lumatere había aumentado. Estaban los que habían sido asesinados en Sarnak, los que habían muerto en un pueblo de Charyn azotado por la plaga, y los que se habían ahogado cuando las inundaciones de Belegonia se llevaron por delante los campamentos a orillas del río. Sin sus curanderos, no hubo remedio alguno para las enfermedades que otros parecían superar con facilidad en el resto de la nación.
Al cruzar la frontera de Sarnak, el tiempo seguía sin dar tregua, pero era más fácil disponer de comida caliente, y Finnikin se alegró de dejar atrás el pan duro y el queso mohoso que habían sido la base de su dieta durante una semana. Árboles y arbustos empezaron a aparecer a los lados del camino y, mientras seguían adelante hacia el este, se encontraron en medio de un espeso bosque donde decidieron acampar.
Esa noche, mientras Sir Topher estudiaba minuciosamente el mapa, Finnikin pilló a la chica con los ojos clavados en la espada que él había dejado al lado de la alforja.
—Es de mi padre —dijo bruscamente mientras la desenfundaba.
La empuñadura era simple, excepto por la joya que tenía incrustada: un rubí, grande y brillante. De niño, Finnikin pensaba que esa piedra preciosa tenía poderes. Se creía todo lo que Trevanion le decía. La novicia se acercó y tocó la piedra con un dedo.
—El rubí es la joya oficial de Lumatere. ¿Lo sabías? —preguntó Sir Topher, apartando la vista del mapa.
Como respuesta, la novicia se metió la mano en el bolsillo y sacó un anillo con un rubí. Con delicadeza recorrió su contorno y luego extendió la mano hacia Finnikin para ofrecérselo. Al no hacer ningún ademán para cogerlo, Sir Topher se acercó para examinarlo. Por la calidez en sus ojos, Finnikin supo que el anillo guardaba recuerdos muy similares a los de la espada de su padre. Al pensar en su padre, de pronto le inundó un profundo sentimiento de pena. Se levantó bruscamente, cogió la ballesta y desapareció en el bosque.
Más tarde, salió del bosque con dos liebres de buen tamaño. Sin armar alboroto, la novicia cogió una de las liebres y se sentó junto al fuego para cortar la piel del animal muerto y empezar a despellejarlo con facilidad. Mientras él observaba, se limpió la frente y dejó una raya de sangre en su cara. Cuando la muchacha se dio cuenta de que la estaba mirando, levantó la cabeza y los destellos de la hoguera dejaron ver a Finnikin una ferocidad en sus ojos que ni las ropas más humildes ni el gesto más piadoso podían esconder.
Aquella noche Sir Topher estaba melancólico y el hidromiel que habían obtenido en el pueblo fronterizo le desató la lengua. Finnikin sabía que, en ese estado, Sir Topher seguiría bebiendo y hablando, siempre sobre los cinco días de lo innombrable. Finnikin le quería mucho y sabía que en esos momentos estaría muerto si no hubiera sido por la bondad de su mentor, pero cada vez que Sir Topher empezaba a hablar de aquellos días, Finnikin quería gritarle que se ciñera a los hechos y a los planes. Los hechos y los planes daban resultados. Los días de lo innombrable no podían explicarse o resolverse. Con los años, Finnikin había aprendido a pensar solo en lo práctico de cómo llegar de un punto a otro, para centrarse en aquello que podía conseguir. Encontrar un lugar donde pudieran vivir los exiliados de Lumatere era un objetivo factible si lograban convencer a un gobernante benevolente, y Finnikin estaba convencido de que el reino de Belegonia era el lugar perfecto. Sir Topher estaba de acuerdo con él la mayor parte del tiempo, excepto cuando empezaba a beber hidromiel y sucumbía a los recuerdos.
La chica mostró interés por la historia de Sir Topher. Puso a un lado la liebre a medio despellejar y no dejó de rellenar el vaso de hidromiel para que las palabras siguieran fluyendo de su boca. Sir Topher no desaprovechó la oportunidad de contar la historia, una vez más.
—¿Hace falta que lo sepa? —preguntó Finnikin en un momento dado, sin alzar la vista.
—El silencio con el que nos encontramos cada vez que llegamos a un campamento de exiliados es como una parálisis que ha pasado a la siguiente generación —respondió Sir Topher con tono reprobatorio.
Y, de esa forma, Finnikin se preparó para volver a escuchar la historia. Cómo el enemigo había entrado en mitad de la noche. Que nunca pudieron averiguar cómo los asesinos habían conseguido despistar a la Guardia Real, ya que cinco días más tarde las puertas del reino se hicieron impenetrables y las preguntas quedaron sin respuesta. Algunos aseguraban que los asesinos llevaban días en Lumatere antes de aquella noche, escondidos, planeando la entrada a palacio y cómo arrebatarles la vida a todos sus habitantes: cocineros, guardias, damas de compañía, pajes, niñeras y encargados. Por aquel entonces, habían enviado a Sir Topher a Belegonia con el embajador por asuntos de palacio y, desde aquel día, había tenido que vivir con la culpa de haber sobrevivido.
Trevanion, el capitán de la Guardia Real y padre de Finnikin, fue quien hizo el espantoso descubrimiento. En el segundo cambio de guardia, volvió y se encontró al primer muerto en la entrada del palacio. Un camino de cadáveres le llevó hasta el espléndido vestíbulo donde yacían los cuerpos sin vida del rey, la reina y las tres princesas mayores. Entonces empezó la búsqueda desesperada de Balthazar e Isaboe. Si Balthazar seguía vivo, el reino de Lumatere podría sobrevivir. Significaría que ningún extranjero podría entrar en el reino y reclamar su trono. La Guardia Real registró todas las casas del pueblo, todos los rincones de las Llanuras, cruzaron las montañas y registraron el Pueblo de la Roca y también buscaron en las cuevas. Finalmente, en los confines de las murallas del reino, encontraron la prueba, bajo la fría luz del amanecer. Era una pequeña huella ensangrentada de la mano de Balthazar marcada en la pared exterior de la fortaleza, como si la hubiera estado golpeando durante toda la noche para volver a entrar a un mundo que ya había dejado de existir.
Sir Topher dejó de hablar y Finnikin alzó la vista. Como siempre, vio lágrimas en los ojos del Primer Caballero real, causadas por el recuerdo del horror de lo que habían encontrado en el Bosque de Lumatere ese mismo día. Extremidades y trozos de carne, mechones de pelo y las ropas ensangrentadas de la menor de las princesas, Isaboe.
La novicia Evanjalin parecía no respirar. Tenía las manos apretadas bajo la barbilla como si estuviera rezando pero, a diferencia de Finnikin, que ya no podía oír nada más, sus ojos rogaban a Sir Topher que continuara con la historia.
—Lo seguidores de Sagrami, la Diosa de la Noche, vivían en el Bosque de Lumatere —dijo Sir Topher, recuperando la compostura—. Durante siglos, perseguidos y obligados a vivir fuera de las murallas del reino. Muchos eran curanderos, místicos y empáticos con dones increíbles que no podían explicarse, pero, con el paso del tiempo, empezaron a vivir de nuevo entre sus compañeros lumateranos.
»La matriarca de los Habitantes del Bosque era una mujer poderosa llamada Seranonna. Había sido la nodriza de la reina y existía un fuerte vínculo entre ellas dos que el rey respetaba por el amor que le tenía a su esposa.
»Pero a la mañana siguiente de la matanza, encontraron a Seranonna con las manos y la ropa empapadas en sangre. Los lumateranos, consternados por el dolor, dijeron que pertenecía a la princesa más joven y que, de alguna forma, los Habitantes del Bosque estaban implicados en un sacrificio en el que habían usado la sangre de los hijos de los reyes. Los Habitantes del Bosque declararon que al menos dos de los suyos habían visto a Balthazar corriendo por el bosque esa noche y que, al ir en su busca, Seranonna se había encontrado con los restos de Isaboe e intentó recoger lo que quedaba de ella. Juraron que esa era la razón por la que Seranonna tenía manchadas de sangre de la niña las líneas de la vida en las palmas de sus manos.
»Pero los aldeanos hicieron oídos sordos. El rey estaba muerto. Un rey que descendía directamente de los dioses. Su querida reina del Monte también estaba muerta. Sus preciosas hijas habían sido violadas y asesinadas brutalmente. La más pequeña había sido descuartizada, y su hijo, el heredero, había desaparecido. Los guardias y residentes del palacio habían sido asesinados. Y, por todo eso, los lumateranos acorralaron a todos los que rendían culto a Sagrami dentro de las murallas del reino y quemaron sus casas, obligándoles a irse al Bosque de Lumatere con el resto de su gente. Vecinos contra vecinos. Mataron al ganado y quemaron las cosechas. El mundo enloqueció.
Finnikin lo había visto todo desde el Pueblo de la Roca, en brazos de su tía abuela Celestina.
—Es el fin del mundo, Finnikin —había gritado ella—. El fin del mundo.
—Al cabo de dos días, el primo del rey entró a caballo en Lumatere, acompañado de seiscientos hombres, la mayoría charynitas —continuó Sir Topher—. Había estado sirviendo en la corte de Charyn durante casi diez años. Y con la bendición de los gobernantes de Skuldenore, desesperados por mantener la paz en la región, fue coronado rey de Lumatere.
»¿Y cuál fue el primer decreto del impostor? Matarían por traición a cualquier adorador de la Diosa Sagrami. Todos los que practicaban la magia negra serían quemados en la hoguera. Los lumateranos se quedaron horrorizados. Una cosa era expulsar de sus hogares a los adoradores de Sagrami y otra muy distinta era matarlos. Pero, aun así, se quedaron allí, impasibles, presenciando lo que ellos mismos habían empezado. Durante los tres días que siguieron, uno a uno, hombres, mujeres y niños fueron asesinados, quemados en sus casas del Bosque de Lumatere. Hasta que los sueños de los lumateranos se tiñeron de rojo y les fue imposible salir de casa a causa del olor a muerte que se respiraba en todo el reino.
La novicia cerró los ojos, incluso se tapó lo oídos un instante. Finnikin sabía que había partes de esta historia que quizás ella no había oído nunca. Nadie hablaba de esos días en ninguno de los campamentos de exiliados que él y Sir Topher habían visitado. El sentimiento de culpa y desesperación les hizo permanecer en silencio.
—Los lumateranos empezaron a huir en desbandada —siguió Sir Topher—. La gente del Monte, el pueblo de la reina, ya se había ido, habían reunido a todos los suyos y se habían instalado en la seguridad del Valle de la Tranquilidad, fuera de las murallas del reino, a esperar. Los nobles y las mujeres de las Llanuras se unieron a ellos, por temor a ser los siguientes en la lista negra del impostor. Algunos convencieron a los de las aldeas para que se fueran con ellos. Los ancianos del Pueblo de la Roca prohibieron a su gente que se marchara. Su posición estratégica, en lo alto de una colina y con vistas a todo el reino, era un lugar más seguro para ellos. Muchos clanes del Río siguieron los pasos de sus vecinos de las Llanuras, mientras que otros emprendieron el camino río arriba hasta Sarnak para buscar refugio hasta que los problemas amainaran. Al final del tercer día, más de la mitad de Lumatere se encontraba ya fuera de las murallas, en el Valle de la Tranquilidad o en Sarnak.
»Al día siguiente, llamaron al capitán de la Guardia Real para que jurara lealtad al nuevo rey. En Lumatere, la tradición dictaba que todos debían arrodillarse ante la presencia del rey, excepto la Guardia Real. Desde los días en que los dioses habitaban la tierra, la Guardia Real de Lumatere se postraba a los pies de su líder tan solo la primera vez que estaban en su presencia.
»Aquel día, el capitán Trevanion se negó a hacerlo. Creía que las manos del impostor estaban manchadas con la sangre de gente inocente. Y, como venganza por su falta de respeto, el impostor arrestó a Lady Beatriss, acusándola de traición con la ayuda de Trevanion. Verás, la noche de los asesinatos, la única residente de palacio que había sobrevivido a la matanza fue Beatriss, la dama de compañía de las princesas. El impostor se preguntó cómo podía ser que ella hubiera sobrevivido a esa carnicería. ¿Cómo entraron los asesinos en un palacio vigilado, a no ser que el capitán de la Guardia Real lo hubiera permitido? Era evidente que los lumateranos no creían que Beatriss y Trevanion tuvieran nada que ver con los asesinatos pero, por aquel entonces, la confusión era total.
»La torturaron delante de Trevanion —dijo Sir Topher—. Yo oí sus gritos. La torturaron hasta que Trevanion confesó la traición, confesó todo lo que ellos quisieron porque sabía que si no lo hacía, irían a por su hijo.
Finnikin apretó los puños y hundió las uñas en las palmas de las manos. Vio estremecerse a la novicia, como si la muchacha pudiera sentir el dolor de las uñas de Finnikin en sus propias manos.
—Beatriss fue sentenciada a muerte y Trevanion condenado al exilio. Algunos dicen que el rey de la vecina Belegonia intervino para salvar la vida de Trevanion. Pero otros tenían una teoría diferente. Pensaban que el rey impostor temía que los hombres de Trevanion se sublevaran. Sabía que mientras el capitán siguiera con vida no actuarían.
Finnikin se puso a limpiar la ballesta. Intentaba no pensar en lo que había pasado después de que se llevaran a su padre. A veces parecía todo muy borroso, pero otras, lo recordaba con toda claridad.
—Al quinto día, arrastraron a Seranonna a la plaza del pueblo. Fue la última de los Habitantes del Bosque que mataron y dijeron que Lady Beatriss fue ahorcada justo después. La ropa y las manos de Seranonna estaban ensangrentadas. Unos creían que era la sangre del bebé muerto que Lady Beatriss había dado a luz con su ayuda en las mazmorras del palacio, mientras que otros aseguraban que se trataba de la sangre de Isaboe.
»Yo estuve allí, entre la muchedumbre —le dijo Sir Topher a la chica—. Mi rey era de la opinión que nunca debía darse la espalda a nuestro pueblo mientras sufría. Creo que nadie entendió la ira de Seranonna por lo que le habían hecho a su gente. Y tampoco entendieron hasta qué punto llegaba su dolor por la muerte de la reina y de sus hijas.
Finnikin recordaba cómo habían empujado a Seranonna hasta la plaza y la furia de sus gritos: «¡Nuestra querida Beatriss está muerta!». Los alaridos aún resonaban en su cabeza y Finnikin tembló de miedo al oír de nuevo esa voz. La había oído con anterioridad. Le había hablado mientras jugaba con Isaboe en el Bosque de Lumatere y había pronunciado unas palabras que le habían perseguido la mayor parte de su vida.
—Y en ese momento, salió de su boca una maldición tan feroz que partió la tierra en dos —dijo Sir Topher—. La gente gritaba y algunos de los que hacía un momento habían estado de pie a mi lado desaparecieron engullidos por la tierra antes de que se volviera a cerrar. Otros corrían por el camino que llevaba a la puerta principal. Algunas casas construidas por encima de la calle mayor se derrumbaron encima de las personas que intentaban huir. Vi como la familia entera del herrero desaparecía bajo los escombros, los ladrillos y el barro. Muchos otros fueron aplastados al intentar llegar hasta la puerta.
Finnikin se estremeció. Recordaba al hombre de las Llanuras que había estado sujetando la cuerda de la puerta para que su familia, aterrorizada, pudiera salir. Cuando empezó a cerrarse la puerta, la cuerda se rompió en las manos del granjero, y su mujer e hijo tuvieron que dejarle. Pero la hija de aquel hombre no pudo separarse de él, y la última imagen que Finnikin recordaba de Lumatere, mientras conseguía deslizarse por debajo de la enorme puerta de hierro, fue la de una familia separada. Y luego, la nada. Ningún sonido que proviniera del otro lado. Y acto seguido, se extendió una neblina negra encima del reino.
Finnikin sintió cómo los ojos de Evanjalin se posaban en él, mientras Sir Topher apoyaba la cabeza en las manos.
—La tierra quedó maldita al igual que el pueblo que allí moraba.
Evanjalin volvió a coger la liebre, lentamente, y siguió despellejándola con manos temblorosas.
«Di algo —quería gritarle Finnikin—. Échale la culpa a alguien. Grita. Expresa tu rabia». Rabia.
—Creo que la he asustado —murmuró Sir Topher en belegoniano.
—Me has asustado incluso a mí.
El fuego chisporroteó. Y, un poco más allá, la novicia Evanjalin siguió con su tarea.
—Este será el último año de nuestro viaje, Finnikin. Si Balthazar aún estuviera vivo, en estos dos últimos años hubiera cumplido la mayoría de edad. Si no ha aparecido ya, no lo hará nunca.
—Tú nunca has creído que estuviera vivo —dijo Finnikin—. Ella miente.
—Pero ¿por qué?
—Quizá sea una espía charynita o una Habitante del Bosque en busca de venganza. Tal vez espera que la llevemos hasta el heredero para poder matarle y vengarse de su gente.
Sir Topher le hizo un gesto para que se callara. Su tono de voz era demasiado evidente y no sabían nada de esa chica.
—Se parece mucho a los monteses —dijo en osteriano—. Los Habitantes del Bosque son tan rubios como tú, Finnikin. Quizá solo quiera volver a casa con su gente, y sabe que la única forma de sobrevivir al viaje es bajo nuestra protección.
Finnikin sintió cómo su inquietud aumentaba.
—Esto es un error, Sir Topher. Nunca hemos confiado en nadie para que nos acompañe en nuestro viaje. Nunca.
—Y, aun así, tu mirada se desvía hacia ella con frecuencia, hijo mío.
—Porque me enfurece —reconoció Finnikin—. Podríamos estar haciendo algo que valiera la pena. Creíamos que habían reclamado nuestra presencia en el monasterio para encontrarnos con alguien que merecía la pena.
Como Balthazar, era lo que quería decir realmente. A diferencia de Sir Topher, Finnikin se había dejado llevar por la esperanza de que el mensajero le condujera hasta su querido amigo. Y ahora, allí estaban, cargando con aquella chica insignificante. Su resentimiento hacia ella era cada vez mayor.
—Pensaba que te gustaban frágiles —dijo Sir Topher con una sonrisa—. Vi como flirteabas con la hija de Lord Tascan, Lady Zarah.
—Me gustan dulces, no tontas. Y también me gusta oír sus voces —le corrigió Finnikin—. Y un poco de refinamiento tampoco estaría nada mal.
Miró de reojo a la novicia. Estaba vaciando las tripas de la liebre con la lengua entre los dientes, totalmente concentrada en su tarea. Estaba claro que era una boba, pensó Finnikin con amargura.
Comieron la cena en silencio. Más tarde, la chica se sentó con los brazos alrededor de las rodillas, temblando. Quizá Sir Topher tenía razón y la historia que había contado empeoraría las pesadillas de la chica. En ese aspecto eran iguales, reflexionó Finnikin, ya que últimamente parecía que sus sueños ya no le pertenecían. Por lo general soñaba bajando el río en una barcaza con su padre. Otras veces soñaba con Lady Beatriss, con su dulce voz y el amor que había entre ella y Trevanion. Pero desde el día en que se le había aparecido el mensajero para requerir su presencia en el monasterio de Sendecane, sus sueños se habían llenado de matanzas. Y, esa noche, le consumieron las imágenes de la novicia Evanjalin con las manos ensangrentadas al despellejar a la liebre, gritando mientras la quemaban viva. Gritando el nombre que se le escapaba entre los labios cada noche desde la semana anterior.
Balthazar.