Cuando al final lo vio aparecer a lo lejos, Finnikin se preguntó si era un fantasma, producto de su imaginación, en aquel reino vacío del fin del mundo.
Siempre se había dicho que los dioses se habían olvidado de esas tierras. No obstante, el monasterio de la Diosa Lagrami, que ocupaba un lugar privilegiado en lo alto de un afloramiento rocoso y estaba envuelto por una bruma verde azulada, era prueba de todo lo contrario.
Desde donde estaban ellos, la planicie que llevaba hasta la entrada fortificada se asemejaba a las suaves arenas de un desierto. Finnikin vio una fila de peregrinos caminando con las cabezas agachadas, cada uno con un saco al hombro y un bastón en la mano. Avanzaban en hilera por el terreno al nivel del mar, como diminutas hormigas insignificantes a merced de la nada que los rodeaba.
—Debemos apresurarnos —apremió el Primer Caballero del rey, en la lengua de Sarnak.
Sir Topher había tomado la decisión de que al llegar al páramo de Sendecane, usarían la lengua del reino vecino del norte. Dos noches antes, en la posada, se había asegurado de que todos supieran que eran peregrinos, gente devota que había ido hasta el fin del mundo para rendir homenaje al mayor templo de la santísima Diosa Lagrami. Cualquier otra explicación habría levantado sospechas y miedo en esas tierras, y Finnikin había llegado a darse cuenta de que las personas dominadas por el miedo eran las más peligrosas.
Conforme se acercaban a la roca, el terreno que pisaban empezó a cambiar. Lo que Finnikin había creído que era arena, había resultado ser una sustancia espesa, parecida a la arcilla, que ponía a prueba su equilibrio. Caminaban sobre un lecho marino y al anochecer, las aguas volverían a su sitio y ya no habría forma de salir de allí hasta la siguiente marea baja.
En la entrada de la roca de Lagrami siguieron los amplios escalones de piedra que subían en círculo hasta la cima, pasando de largo los peregrinos, arrodillados en el santuario de acogida. Las botas de piel que llevaba Finnikin no le protegían demasiado de la fría y dura superficie, pero se dio la vuelta para mirar a los peregrinos arrodillados, pues sabía que algunos subirían en aquella postura como muestra de devoción a su Diosa. Había sido testigo de la ignorancia que provenía de la fe ciega en más de una ocasión a lo largo de todos aquellos años y se preguntó cuántos de aquellos peregrinos serían lumateranos exiliados en busca de algún tipo de salvación.
Más arriba, los escalones se convirtieron en rocas que tuvieron que escalar. Finnikin tenía la sospecha de que tarde o temprano se verían forzados a arrastrarse hasta la cima, donde, sin duda alguna, les estaría esperando el mensajero de la Suma Sacerdotisa. Apenas habían recorrido la mitad del camino, cuando las rocas dieron paso a un acantilado liso, donde lo único que había para agarrarse eran unas diminutas barras metálicas incrustadas en la roca. Finnikin se quedó con la mirada perdida, confundido. Luego bajó la vista a sus pies descomunales y se preguntó cómo podría mantener el equilibrio en un saliente tan estrecho.
—Esto no está hecho para nuestros pies, hijo mío —dijo Sir Topher, suspiró y movió los dedos delante del rostro de Finnikin.
«Piedad».
—No mires hacia abajo —le avisó.
Sir Topher empezó a escalar y Finnikin notó cómo le caían encima partículas de roca que se desprendían por el peso de su mentor. Una de esas partículas se le metió en el ojo, pero resistió el impulso de frotárselo para intentar sacarla; prefería quedarse ciego antes que soltarse.
—Te he dicho que no mires abajo —gruñó Sir Topher, como si le estuviera leyendo la mente.
—Si miro hacia arriba, sacaré toda la comida —contestó Finnikin sin aliento.
—Y eso sí que sería una verdadera lástima. Todas esas mollejas de ganso y ese pastel de conejo que tuviste que engullir a pesar de mi advertencia. Todo desperdiciado.
Finnikin hizo una pausa, la cabeza le daba vueltas y empezaba a notar un sabor nauseabundo en la boca. El hedor apagado de pichón le inundaba la nariz y le revolvía las tripas. Le dolían las manos de agarrarse a las barras de metal y deseaba poder apoyar las plantas de los pies sobre el suelo. Aunque aquella subida por el acantilado tenía que valer la pena. De alguna forma, la Suma Sacerdotisa los había localizado a él y a Sir Topher en el reino de Belegonia. No debía de haber sido nada fácil ya que la mayoría del tiempo preferían pasar desapercibidos.
Durante los últimos diez años, Sir Topher y Finnikin se habían esforzado por mejorar las condiciones de vida de los lumateranos que vivían en campamentos abarrotados de gente, plagados de fiebre, miedo y desesperación. Los antiguos duques de Lumatere, empleados ahora en cortes extranjeras, a menudo habían reclamado su presencia, movidos por el deseo de ayudarles a financiar todos los esfuerzos que estaban realizando para dar un respiro a su pueblo. Ya no eran tan bienvenidos los acercamientos ofrecidos por otros reyes y reinas extranjeros, ya que siempre al parecer su buena voluntad tenía un precio. Muchas veces querían información sobre lo que estaba pasando en un reino vecino a cambio de la protección de palacio para los exiliados acampados en las orillas de los ríos o en los valles de su reino. Aunque el protocolo garantizaba a la mano derecha del rey y a su aprendiz el acceso a cualquier corte de la nación, Sir Topher había aprendido a ser muy cauteloso a la hora de aceptar invitaciones.
Pero esta había sido distinta. Todo había empezado con un nombre suspirado al oído de Finnikin en medio de la noche, mientras dormía entre los exiliados de Belegonia.
Balthazar.
Finnikin había despertado a Sir Topher de inmediato. Apenas pudo describirle a su mentor quién era el mensajero. Solo recordaba el sonido de la voz en su oído y la túnica desapareciendo del que habló sobre el aislado monasterio de Sendecane. En cuanto Finnikin acabó de hablar, Sir Topher se levantó de su saco de dormir y empezó a enrollarlo sin mediar palabra.
Finnikin llegó a la cima del acantilado primero y se dejó caer sobre la roca, intentando recuperar el aliento antes de ayudar a Sir Topher, que resollaba en busca de aire. Al oír un ruido detrás de ellos, se volvieron hacia una novicia anciana y arrugada que estaba ante una abertura de la pared. Cuando se dio la vuelta y empezó a caminar arrastrando los pies hasta desaparecer en los confines del monasterio, entendieron que debían seguirla.
Finnikin tuvo que agacharse para poder pasar su larguirucho cuerpo por el húmedo túnel que conducía hasta unas estrechas escaleras en espiral. Cuando llegaron arriba, siguieron a la anciana por un pasillo con habitaciones a los lados donde otras novicias rezaban arrodilladas. Atravesaron el monasterio y entraron en una sala enorme con ventanas altas que dejaban entrar la luz. Finnikin la encontró de lo más interesante. Había filas y filas de mesas, donde las novicias estaban sentadas, absortas en su trabajo. Algunas estudiaban minuciosamente los manuscritos encuadernados y copiaban su contenido, mientras que otras leían. Finnikin ya había visto una sala como aquella en el palacio de Osteria. Los manuscritos que allí guardaban incluían información sobre todos los reinos de la nación, sus deidades, guerras, orígenes, paisaje, lengua, arte, comida y sus vidas.
De niño, ya en el exilio, Finnikin temió que la existencia de su reino se olvidara para siempre, de modo que empezó a escribir su propio Libro de Lumatere. Se preguntó si aquellas novicias percibían lo mismo que él al oler el perfume de los pergaminos y sentir la pluma en sus manos. Pero sus caras apenas revelaban nada y la anciana aceleró el paso para conducirlos a una sala llena de columnas, iluminada por una tenue luz. Allí, en medio, les esperaba la Suma Sacerdotisa.
—Santísima Kiria.
Sir Topher hizo una reverencia y le besó la mano.
—Habéis venido de muy lejos, Sir Topher.
Finnikin advirtió el tono de sorpresa en su voz, incluso de asombro. Como todas las sacerdotisas de Lagrami, llevaba el cabello largo, casi por las rodillas, para señalar los años de devoción a su Diosa. El día de su muerte, le cortarían la trenza y la ofrecerían como sacrificio mientras, en otra parte de la nación, una novicia entraría en el claustro, le cortarían el pelo y daría comienzo su viaje.
—A lo largo de estos años, los peregrinos lumateranos que han llegado hasta aquí lo han hecho gracias a los ánimos que les daba la existencia del Primer Caballero del rey y su joven aprendiz —afirmó mientras los miraba.
—Es muy amable por vuestra parte acoger a nuestra gente maldita, santísima Kiria —dijo Sir Topher.
Ella sonrió con calidez.
—Somos vecinos a pesar de la distancia. Me angustia pensar en vuestro querido sacerdote real, que haya perdido a su gente de esa forma. Estoy aquí para servir tanto a vuestra gente como a la mía. Es el deseo de nuestra Diosa.
—¿Por ventura no sabrá dónde se encuentra nuestro sacerdote real? —preguntó Sir Topher.
La Suma Sacerdotisa negó tristemente con la cabeza. Pero, luego, la expresión de su rostro cambió y se adentró en la sala, haciéndoles señas para que la siguieran.
—¿Habéis venido a buscar a la chica? —preguntó.
La chica… A Finnikin se le cayó el alma a los pies. Había albergado la esperanza, la estúpida esperanza… La rabia de haberse dejado llevar por esa ilusión le hizo tambalearse.
—Nos queda poco tiempo antes de que suba la marea, así que no me andaré con rodeos —dijo ella en voz baja—. Hace dos primaveras una chica vino a nosotras. Se llama Evanjalin. Y, a diferencia de casi todas nuestras otras novicias lumateranas, no se había quedado huérfana durante los cinco días de lo innombrable, sino que pertenecía a los exiliados de Sarnak.
Finnikin se estremeció y cerró los ojos. Cuando los volvió a abrir, vio cómo el semblante de Sir Topher había palidecido. La Suma Sacerdotisa asintió con la cabeza.
—Veo que conocéis perfectamente la desdicha de los exiliados de Sarnak.
—Hemos pedido al rey de Sarnak que los culpables de esa masacre sean llevados ante la justicia —dijo Sir Topher.
Finnikin se preguntó por qué habían perdido el tiempo. La matanza de un grupo de exiliados lumateranos dos años atrás no le preocupaba mucho a un rey apático.
La Suma Sacerdotisa se inclinó hacia delante para susurrarle:
—La novicia Evanjalin tiene un don y os prometo que en mi vida me he cruzado con muchos que afirman poseer dones extraordinarios, pero sé que esta chica dice la verdad. Afirma haber caminado por los sueños no solo de vuestro querido heredero, sino de toda la gente atrapada dentro de Lumatere.
Era una de las historias más descabelladas que habían oído hasta la fecha y Finnikin se mordió la lengua para reprimir una contestación despectiva.
—No es que nos sorprenda la idea de que el príncipe Balthazar esté vivo —dijo Sir Topher con delicadeza y aclaró la voz como advertencia a Finnikin—. Siempre hemos tenido la esperanza de que fueran ciertas las historias sobre que nuestro heredero había sobrevivido. Pero durante estos últimos diez años ha habido muchas personas en la nación que han reivindicado el trono de Lumatere y todos ellos han resultado ser unos impostores. Sabréis que como resultado los gobernantes de todos los reinos de Skuldenore han decretado como traición hacer tales afirmaciones.
—Sin embargo he oído que ningún lumaterano reconoce la hegemonía del rey atrapado detrás de esas murallas —dijo la Suma Sacerdotisa—. ¿No es verdad que le llaman el rey impostor?
—Aunque nosotros creamos que la persona que reina actualmente en Lumatere tuvo algo que ver con la muerte de nuestra amada gente, los reyes de Skuldenore creen en la legitimidad del rey coronado.
«Una decisión precipitada, tomada por personas dominadas por el miedo y que se atrevieron a interferir en los asuntos de otro reino», pensó Finnikin con amargura.
—Si queréis creer en algo, creed en esto —dijo ella con firmeza—. El legítimo heredero del trono de Lumatere y superviviente de esa espantosa noche se ha puesto en contacto con Evanjalin.
—¿Tiene un mensaje de su parte? —preguntó Sir Topher.
—Solo el nombre —respondió la Suma Sacerdotisa— de un amigo de la infancia de vuestro príncipe. Un amigo en quien confía.
De repente, el pulso de Finnikin se aceleró. Sintió los ojos de la Suma Sacerdotisa y de Sir Topher clavados en él. Entonces, ella se acercó y le cogió la cara con sus manos callosas.
—¿Eso eras para el príncipe, Finnikin de la Roca? —dijo dulcemente—. Porque creo que ahora tu príncipe te reclama. Diez años son demasiado tiempo y Balthazar te ha elegido, a través de esta chica, para que lleves a tu gente de vuelta a casa.
—¿Quién es esa chica para merecer que la asociemos a nuestro heredero? —preguntó Finnikin con frialdad mientras se apartaba—. ¿Acaso afirma haberlo conocido?
—Es muy inocente. Ha hecho voto de silencio y tan solo lo ha roto para contarme su sueño y que tú, Finnikin, un día vendrías a buscarla. Creo que, de alguna forma, está prometida a tu heredero.
—¿Qué le hace pensar tal cosa, santísima Kiria? —preguntó Sir Topher.
—Por las noches susurra su nombre mientras está dormida y lo hace con cierta intimidad y reverencia, como si les uniera un vínculo divino.
Esta vez Finnikin no pudo esconder su incredulidad.
La Suma Sacerdotisa esbozó una triste sonrisa.
—Has perdido la fe en los dioses.
Finnikin aguantó su mirada y se dio cuenta de que ella había visto la confirmación en sus ojos.
—¿Crees en la magia? —insistió ella.
—Durante los últimos diez años mi reino ha sido impenetrable sin una explicación lógica, así que no me queda otra alternativa que responder que sí —admitió con pesar.
—De hecho, la matriarca de los Habitantes del Bosque usó una magia muy oscura, creada en gran parte por el odio y el dolor que sintió después de que los lumateranos permitieran lo que le sucedió a su gente durante los días que siguieron a las muertes del rey y su familia. Pero de alguna forma sobrevivió el bien y la novicia Evanjalin es la clave. A estas alturas ya deberíais saber el significado de las palabras antiguas que Seranonna pronunció aquel día.
Finnikin no había oído ese nombre desde su infancia. No quería que se la conociese con otro nombre que no fuera el de la bruja que maldijo Lumatere.
—Estábamos en la plaza ese día —dijo Sir Topher— y hemos pasado los últimos diez veranos inten<tando descifrar el maleficio, pero aún no estamos seguros de lo que significan algunas de las palabras. Seranonna utilizó más de una lengua antigua.
—¿Y cuáles son esas palabras que entendéis? —preguntó la Suma Sacerdotisa, que clavó la vista en Finnikin, esperando su respuesta.
—«La oscuridad conducirá la luz y nuestro resurdus se alzará». Es una palabra antigua que significa rey, ¿verdad? ¿Resurdus?
La Suma Sacerdotisa asintió.
—La maldición fue para condenar a los lumateranos por permitir la masacre de su pueblo, pero también pretendía proteger a la persona que ella afirmó haber visto escapar por el bosque esa misma noche. El resurdus. El heredero. La oscuridad y la luz os llevarán hasta él.
—¿Pero dónde se supone que debemos llevar a esta… niña? ¿Evanjalin? —preguntó Finnikin.
La Suma Sacerdotisa soltó una risita forzada.
—¿Tú te consideras un niño, Finnikin?
—Claro que no.
—La novicia Evanjalin tiene casi tu edad y hace ya demasiados años que dejó de ser una niña.
—¿Dónde debemos llevarla, santísima Kiria? —insistió Sir Topher con tacto.
La Suma Sacerdotisa dudó un instante.
—Ella afirma que las respuestas están en el reino de Sorel.
Piedad. Finnikin hubiera preferido oír el nombre de Sarnak o Yutlind, o incluso Charyn, a pesar de sus costumbres primitivas. Hubiera preferido tener que llevarla al infierno, sin duda hubiera sido menos peligroso que Sorel.
—¿Y cree que Balthazar se pondrá en contacto con nosotros allí? —preguntó Sir Topher.
—No sé qué creer. La Diosa no me ha otorgado el don para ver el futuro. Todo lo que puedo hacer es hablaros de la chica y del nombre de aquel que dijo que vendría a buscarla. —Una vez más volvió a clavar los ojos en Finnikin—. Quizás el rey desaparecido los haya elegido a los dos para guiar su camino.
Se oyó un ruido cerca de la puerta y la Suma Sacerdotisa extendió la mano cuando una figura apareció de entre las sombras.
La piel de la chica tenía el mismo color que el de las gentes de Monte en Lumatere, de un tono dorado, mucho más oscura que la tez clara de Finnikin. Llevaba la cabeza rapada pero el chico se imaginó que si se dejaba crecer el cabello, seguro que sería igual de oscuro que sus ojos. Gracias al vestido suelto de color gris, hecho de una tela basta, pasaría totalmente desapercibida.
—Sir Topher, Finnikin, les presento a la novicia Evanjalin.
Ella bajó la mirada y Finnikin se fijó en cómo le temblaban las manos, que después apretó hasta convertirlas en puños.
—¿De qué tienes miedo? —le preguntó en lumaterano.
—Ha pasado la mayor parte de su vida en Sarnak —explicó la Suma Sacerdotisa— y esa es la lengua que usó al romper su voto de silencio.
Finnikin ya no pudo contener más su frustración y llevó a Sir Topher a un lado.
—No sabemos nada de ella —dijo Finnikin en belegoniano para asegurarse de que ni la novicia ni la Suma Sacerdotisa le entendieran—. Todo esto es muy raro.
—Ya está bien, Finnikin —dijo Sir Topher con firmeza y se volvió hacia la Suma Sacerdotisa—. ¿Ha vuelto a hablar desde entonces?
Ella negó con la cabeza.
—Ha jurado voto de silencio. Ha sufrido mucho, Sir Topher, y su fe es muy fuerte. Es lo mínimo que podemos hacer por ella.
Sir Topher asintió.
—Deberíamos irnos pronto, antes de que llegue la marea alta.
Finnikin estaba asombrado por la rapidez con la que Sir Topher había tomado la decisión, pero la mirada de su mentor le advertía que era mejor no protestar. Se mordió la lengua y vio cómo la Suma Sacerdotisa cogía la cabeza de la novicia entre sus manos para besarla en la frente con ternura. Vio cómo se cerraron los ojos de la chica y le tembló la boca, pero entonces su rostro volvió a mostrarse impasible y se alejó de la Suma Sacerdotisa sin echar la vista atrás.
El descenso fue igual de nauseabundo que la subida, aún peor debido a la carga que Finnikin llevaba en su corazón. Cruzar medio territorio con esa chica no entraba en los planes que había hecho con Sir Topher durante los primeros días de invierno. La incertidumbre de aquel nuevo camino no le hacía ninguna gracia.
Cuando llegaron a la base del acantilado, pasaron por delante del grupo de peregrinos arrodillados. Una mano reptó para agarrar la capa de la novicia.
—Tus pies —dijo Finnikin, al darse cuenta de que la novicia iba descalza—. No podemos permitirnos ir más lentos solo porque tú no lleves zapatos.
Pero la chica no respondió y siguió andando. Cuando estuvieron a una buena distancia del monasterio se volvió para mirarlo y Finnikin observó el sentimiento de pérdida en su expresión. Pero en ese momento el agua ya les llegaba a las rodillas y Finnikin temió que no pudieran llegar a un lugar seguro antes de que fuera demasiado tarde. Se decía que allí la marea alta llegaba rápidamente y que algunos peregrinos se habían ahogado sin ver lo que se les avecinaba. Cogió a la chica del brazo y la empujó hacia delante pero, de repente, su aspecto vulnerable desapareció y, en su lugar, hubo un destello de triunfo.
Como si de alguna forma la novicia Evanjalin se hubiera salido con la suya.