El pillaje de las colonias por Francia: un mito

El 15 de septiembre de 1960, en Brazzaville, durante una fiesta por el acceso a la independencia del Congo, un paracaidista francés empieza a arriar la bandera tricolor. Manifestando en alta voz su desacuerdo, el presidente Youlou exige que la bandera congoleña esté junto a la de Francia: «De ninguna manera se separa al hijo de su madre»[276].

Francia deja a los Estados africanos y a Madagascar un personal administrativo que ha formado y unas infraestructuras considerables: 2.000 dispensarios, 600 casas de maternidad y 40 hospitales; 18.000 kilómetros de vía férrea, 215.000 pistas principales, 50.000 kilómetros de carreteras asfaltadas, 63 puertos, 196 aeródromos; 16.000 escuelas primarias y 350 colegios o institutos.

Bajo De Gaulle, Pompidou, Giscard d’Estaing, Mitterrand y Chirac, los asuntos africanos dependen del campo reservado al jefe del Estado. Importantes acuerdos de cooperación unen la antigua metrópoli y los Estados francófonos. El ejército francés tiene aún acuartelamientos en el continente negro. Según calculaba Jean-Paul Gourévitch en 1997, «Francia gasta actualmente para África una cantidad anual de 700 francos por habitante»[277]. ¿Neocolonialismo?

En este momento, 150 millones de africanos viven de la ayuda internacional. Cuarenta años después de la independencia, África se ve confrontada a temibles desafíos: inseguridad crónica, guerras intestinas (Congo, Chad, Ruanda, Mauritania, Costa de Marfil), dificultades económicas, crisis alimenticia, despoblación de la selva, gigantismo de las ciudades, estragos del sida. ¿África sufre por haber sido colonizada? ¿Es víctima de una descolonización incompleta? ¿O al contrario, es castigada por su prematura emancipación? Este debate divide a los expertos de un continente cuya complejidad (histórica, geográfica, étnica y cultural) hace ilusoria toda comparación con otra zona del planeta.

«En vísperas de ser colonizada —asegura Bernard Lugan—, África estaba ya en peligro de muerte; la colonización la salvó de forma provisional al encargarse de su destino»[278]. Profesor en la universidad Lyon-III, este africanista inicia la polémica porque, aislado en su especialidad, se le señala como de derechas. Pero cuando afirma que «la colonización fue un error económico y una ruina para las naciones coloniales», se encuentra en la misma línea que otro universitario hoy considerado como una referencia, Jacques Marseille, procedente del otro bando.

Profesor en la Sorbona, Marseille era, en la década de 1970, estudiante de extrema izquierda. Había aclamado la descolonización y proyectaba su esperanza revolucionaria en el tercer mundo. Con esta mentalidad comenzó a escribir una tesis en la que pretendía demostrar que el capitalismo y el colonialismo habían explotado a los pueblos de color. Después de diez años de trabajo, con gran sorpresa suya, llegó a las conclusiones inversas: el imperio colonial no enriqueció a Francia, la empobreció.[279]

Jules Ferry veía en las colonias una fuente de salidas para las empresas francesas. Para facilitar su implantación, era sin embargo necesario emprender trabajos de infraestructura pesada (puertos, carreteras, vías férreas). Fue el Estado el que se hizo cargo del coste. Ya antes de 1914, se comprobaba que la inversión colonial no era rentable, salvo en algunos sectores marginales, lo que los conservadores ya reprochaban a los republicanos durante la campaña electoral de 1885. Los capitalistas se apartaron de ella, dejando que el presupuesto francés asumiera las necesidades de las colonias. A partir de 1930, el imperio obstaculiza el crecimiento de la metrópoli, en vez de estimularlo. Jacques Marseille basa su demostración en el estudio microeconómico de las relaciones entre Francia y ultramar. Algunos sectores de producción dependen de las colonias, otros no; por ejemplo, la industria algodonera exporta el 80% al Imperio, casi nada la química y la siderurgia. Lo que desemboca en hacer ejercer a las colonias un papel artificialmente proteccionista para los sectores en vías de declive, cuya caída se ralentiza. Las materias primas, en ultramar, se negocian a menudo un 20% a 25% más caras que en el mercado internacional; en cuanto a los productos vendidos por la metrópoli, son más onerosos, para el Imperio, que su equivalente en otros mercados. Globalmente, el sistema forma pues una economía cerrada entre la metrópoli y las colonias, apartando así a Francia del espíritu competitivo.

Después de la Segunda Guerra Mundial, sigue funcionando esta mecánica. Año tras año, Francia sigue procediendo a gigantescas inversiones en Argelia y en el África negra. Pero, económicamente, en vísperas de las independencias, estas posesiones no cuentan más que antes de la Primera Guerra Mundial: en 1958, Argelia incluida, África no totaliza más que el 5% de las ventas de la producción industrial francesa. Desde entonces, los empresarios y los financieros consideran inútil el mercado colonial, al cargar de deudas a la economía francesa, haciéndole acumular retraso con respecto a sus competidores y socios europeos. El abandono del imperio, hacia 1960, corresponde por otra parte a la construcción de Europa y al desarrollo del consumo en Francia. La inversión pública, liberada de la carga africana, se dirige hacia las grandes obras de equipamiento (autopistas, nuclear, etc.). Dos años después de las independencias, la metrópoli ha olvidado el imperio. En las ex colonias, ocurre lo contrario: empiezan las dificultades. «Es la historia de un divorcio», comenta Jacques Marseille. «La metrópoli es el divorciado alegre; el divorciado desgraciado son las colonias».

Esta demostración rigurosa echa por tierra el argumento según el cual Francia saqueó sus colonias. El imperio no se mantuvo tanto tiempo a pulso por interés financiero: fue por motivos más elevados, de orden humanitario, porque África fue, según Jean de La Guérivière, «una pasión francesa»[280].

¿Quiere decir eso que la colonización no tuvo defectos? En diferentes grados según los países y las épocas, la empresa pudo estar acompañada por injusticias sociales y reflejos racistas. No obstante, es imposible generalizar. Frente a algunos funcionarios corruptos, ¿cuántos administradores ejemplares? Frente a algunos colonos indignos, ¿cuántos empresarios modelos? Frente a algunos técnicos mediocres, ¿cuántos ingenieros notables? Ocurre lo mismo con el personal médico o el docente. Tendríamos también que evocar la aventura de las órdenes misioneras: bajo el hábito religioso, representando a la institución menos racista que existe, decenas de miles de franceses, hombres o mujeres, lo dieron todo a África.

¿Quién puede negar que la situación de los africanos de 1960 era más envidiable que la de sus antepasados de 1860? Basta con imaginar lo que hubiera sido el continente negro en el siglo XX si no hubiese tenido lugar la colonización. ¿Poseía África por sí misma las fuerzas necesarias para acceder al progreso político, técnico, sanitario o escolar?

Ha girado la rueda. Desde la independencia, ayudados o no, en conflicto o no con sus antiguos colonizadores, los africanos escriben ellos mismos su propia historia. Pero cualesquiera que hayan sido las imperfecciones de la colonización, los europeos de hoy no son colectivamente culpables de éstas. En 1983, un intelectual de izquierdas denunciaba la mala conciencia que sus antiguos compañeros de Mayo del 68 buscaban difundir: «A priori, pesa sobre todo occidental una presunción de crimen. Nosotros, los europeos, hemos sido educados en el odio hacia nosotros mismos, con la certeza de que en nuestra cultura un mal esencial exigía penitencia. Este mal reside sólo en dos palabras: colonialismo e imperialismo»[281].

Veinte años más tarde, la constatación de Bruckner sigue siendo válida. En enero de 2003, se cerró definitivamente en París el antiguo Museo de las Colonias, construido al borde del bosque de Vincennes para la Exposición Colonial de 1931 y rebautizado desde entonces Museo de las Artes de África y de Oceanía. No porque no fuera rentable, sino porque era, según su último director, «un museo demasiado señalado, que refleja una ideología totalmente pasada de moda»[282]. Ni siquiera en un museo se puede recordar la obra colonial francesa. Pero ¿cuándo acabaremos con «el sollozo del hombre blanco»?