Decenas de miles de judíos salvados por Pío XII

«Amen denuncia la actitud del Vaticano que, traicionando sus ideales y su misión, no levantó el dedo meñique para salvar a los judíos exterminados en los campos nazis». Siempre es el mismo semanario de izquierdas, en su análisis de la película de Costa-Gavras, el que emite este juicio perentorio.[258] ¿Pero dónde están las pruebas?

El 25 de septiembre de 1928, siendo papa Pío XI, un decreto del Santo Oficio condenó el antisemitismo: «Del mismo modo que la Sede apostólica reprueba todo sentimiento de envidia y celos entre pueblos, de la misma manera condena en particular el odio contra el pueblo antaño elegido por Dios y especialmente el odio que habitualmente llamamos antisemitismo». En 1937, la encíclica Mit brennender Sorge fustigó el racismo: «No cree en Dios el que toma la raza, o el pueblo, o el Estado, o los depositarios del poder, o cualquier otro valor fundamental de la comunidad humana y los diviniza con un culto idolátrico». En abril de 1938, las instituciones católicas del mundo entero recibieron una carta de las congregaciones romanas de los seminarios y universidades en la que se manifestaba la misma condena del racismo. En junio de este mismo año 1938, un jesuíta americano, el padre LaFarge, trabajó, a petición de Pío XI, sobre un texto en el que se reafirmaba la unidad del género humano, texto que habría podido servir de esbozo a una encíclica contra el racismo. Siempre en 1938, el 29 de julio, durante una alocución ante los alumnos del Colegio para la Propagación de la Fe, Pío XI reitera la enseñanza de la Iglesia: «El género humano forma una sola raza universal». El 6 de septiembre de 1938, ante un grupo de peregrinos belgas, el Papa mantuvo este discurso: «Por Cristo y en Cristo, somos de la descendencia espiritual de Abraham. No, no es posible participar en el antisemitismo. El antisemitismo es inadmisible. Somos espiritualmente semitas».

El cardenal Pacelli fue durante cerca de diez años el más íntimo colaborador de Pío XI, que le había preparado para sucederle. ¿Por qué misterio Pío XII hubiese tenido, a propósito del racismo, un pensamiento diferente del de Pío XI? El 6 de marzo de 1939, apenas elegido, manda difundir por medio del Santo Oficio una advertencia para denunciar la política antisemita de Mussolini. El 20 de octubre de 1939, publica su primera encíclica, Summi Pontificatus, escrita en el momento en que Polonia sufre el martirio. En esta ocasión, Pío XII defiende una doctrina antitotalitaria y antirracista, recusando la divinización del Estado y proclamando la igualdad de todos los hombres y de todas las razas ante Dios. La Gestapo prohíbe imprimir esta encíclica en Alemania: comprende dónde está su adversario. El 9 de noviembre de 1939, un periódico judío de Cincinatti, American Israelite, tampoco se equivoca: «Condenando el totalitarismo, Pío XII ha confirmado la igualdad fundamental de los hombres. Esta encíclica subraya la inviolabilidad de la persona humana y su carácter sagrado».

Antes de la guerra, todavía existe alguna posibilidad para los judíos de salir de Alemania. La edición de las Actas y documentos de la Santa Sede muestra cómo el Papa, en colaboración con la asociación católica alemana San Gabriel, se esfuerza en obtener visados de inmigración a los países neutrales de Europa, en América del Norte o en América latina. Su iniciativa concierne a los católicos de origen judío, pero, éstos, considerados como judíos por la legislación nazi, están tan amenazados como los demás. Prácticamente en todas partes, la diplomacia vaticana choca con negativas y arranca a duras penas tres mil visados a Brasil.

Después de la adopción del segundo estatuto de los judíos por el Estado francés (2 de junio de 1941), el mariscal Pétain encarga a su representante en el Vaticano que se informe acerca de la opinión de la Santa Sede sobre esta legislación. El 2 de septiembre de 1941, Léon Bérard entrega su informe. Reconociendo que, en un punto, la ley se refiere expresamente a la noción de «raza», en la medida en que un judío convertido será considerado como judío si procede «de por lo menos tres abuelos de raza judía», el embajador se ve obligado a conceder: «Ahí, hay que reconocerlo, hay una contradicción entre la ley francesa y la doctrina de la Iglesia». Pero concluye con esta impresión general: «Tal como alguien autorizado me ha dicho en el Vaticano, no habrá ninguna querella por el estatuto de los judíos».

En realidad, para efectuar sus indagaciones, Bérard no entró en contacto ni con Pío XII ni con el cardenal Maglione, sino con monseñor Montini (el futuro Pablo VI) y monseñor Tardini, ambos sustitutos en la Secretaría de Estado. Pero el padre de Lubac demostró que su parecer no correspondía a lo que dijo el embajador, que interpretó las palabras de sus interlocutores.[259] Las Actas y documentos de la Santa Sede confirman la oposición de Roma a la legislación antisemita francesa, oposición expresada en muchas ocasiones por el nuncio, monseñor Valerio Valeri.

En el transcurso de una recepción dada en Vichy, a mediados de septiembre de 1941, Pétain, dirigiéndose al nuncio, le dice haber recibido la carta de Bérard referente a la legislación racial. El Vaticano, afirma el mariscal, «aunque encuentre duras y algo inhumanas algunas de las disposiciones, no tenía, en conjunto, ninguna observación que hacer». Sabemos lo que le contestó monseñor Valeri, por la carta que luego mandó al cardenal Maglione: «Reaccioné bastante enérgicamente, declarando que la Santa Sede ya había manifestado sus ideas sobre el racismo, que estaba en la base de todas las disposiciones tomadas con respecto a los judíos. Señalé los graves inconvenientes que plantea desde el punto de vista religioso la legislación actualmente en vigor». El 31 de octubre de 1941, el secretario de Estado de Pío XII aprueba a Valeri, expresando su esperanza de que las intervenciones conjuntas del cardenal Gerlier de Lyon y las del nuncio llevarían a suavizar la «poco afortunada» ley.[260]

Poseemos otro testimonio, el del embajador de Portugal en Vichy, Caerio da Nata, recibido en audiencia por el mariscal Pétain el 16 de septiembre de 1941, al mismo tiempo que monseñor Valeri. Aquel día, en nombre de Pío XII, el nuncio condenó enérgicamente la legislación antisemita: «El Papa es absolutamente contrario a las medidas inicuas que se han tomado. Y pido permiso al héroe de Verdún para plantear la cuestión de saber si muchos soldados que murieron gloriosamente por Francia no eran judíos, y si está seguro de que el soldado desconocido que descansa bajo el Arco de Triunfo no era judío»[261].

Siempre según los archivos del Vaticano, cuando los judíos empiezan a ser detenidos en Francia, en 1942, el nuncio juzga la carta de protesta mandada por el cardenal-arzobispo Suhard «bastante platónica». A partir de esta fase aguda de la persecución, las intervenciones de monseñor Valeri —que sigue las directivas de Pío XII— son numerosas. La Santa Sede ejerce una acción particularmente decisiva con vistas a salvar de la deportación a los niños judíos. El 11 de octubre de 1942, el delegado apostólico en el Estado de Orange, en África del Sur, informa al Vaticano de que, «reunidos cincuenta y nueve diputados de la comunidad judía, habían tomado nota y valoraban con aprecio la resistencia vigorosa opuesta por la Santa Sede a la extradición de los judíos refugiados en Francia». El padre Blet saca de ello una conclusión evidente: «El nuncio en París desarrollaba una acción sobre la que prefirió observar la mayor discreción»[262].

¿Cuál es el destino de los deportados? Según Laval, Polonia, en la que los alemanes piensan crear «una especie de sede central»… Culpable falta de curiosidad. Pero nos encontramos de nuevo con la pregunta abordada en el capítulo anterior. ¿Qué se sabe, durante la guerra, de la realidad de la deportación? ¿Y qué sabe Pío XII?

En la primavera de 1942, a través de las nunciaturas de Suiza y de Eslovaquia, llegan al Vaticano las primeras noticias que señalan las matanzas sistemáticas de los judíos de Europa del Este. Sin embargo, son rumores sin pruebas, tan tremendos que son difícilmente creíbles. En agosto de 1942, monseñor Cheptytskyi, metropolitano grecocatólico de Ucrania, entrega a su vez información sobre las violencias cometidas contra los judíos. En el verano de 1941, como numerosos compatriotas suyos, había percibido la llegada de la Wehrmacht como una liberación del comunismo. «Saludemos al victorioso ejército alemán que nos ha liberado del enemigo», escribía a Pío XII el 1 de julio de 1941. Un año más tarde, el prelado se ha desengañado. El 29 de agosto de 1942, se dirige al Papa: «Hoy, todo el país está de acuerdo en pensar que el régimen alemán es malo hasta un grado quizá más elevado que el régimen bolchevique. Es casi diabólico»[263].

Por la misma época, a través de Suiza, Roosevelt también ha recibido información. Por medio de su embajador en el Vaticano, el presidente americano lo comunica al Papa. No obstante, siendo todavía fraccionarios, estos elementos no traicionan la existencia de un genocidio organizado. En julio de 1943, un capuchino francés, el padre Marie Benoît, llega a Roma; es portador de un informe sobre el campo de Auschwitz, redactado a partir de indicios recogidos entre los ambientes judíos. El centro de deportación es presentado como un campo de trabajo: «La moral de los deportados es generalmente buena, tienen confianza en el porvenir». El 21 de octubre de 1943, después de la detención de los judíos de Roma, el adjunto del gran rabino escribe a Pío XII rogándole que intervenga ¡para que se mande ropa de abrigo a los deportados! Si bien el nuncio en Eslovaquia, monseñor Burzio, recoge en mayo de 1944 el testimonio de dos detenidos escapados de Auschwitz, su informe sólo llegará a Roma en octubre de 1944. Por lo tanto, al igual que los aliados, el Papa descubrirá muy tarde la verdad abominable del sistema de concentración nazi.

Sin embargo, Pío XII, informado progresiva y parcialmente, contrariamente a como se le retrata en Amen, no se queda inactivo. Pero reacciona en función de dos parámetros. En primer lugar, cosa demasiado olvidada, cualesquiera que sean sus preferencias personales, encarna una autoridad espiritual cuya vocación no es la de desempatar a los beligerantes: incluso en lo más recio del conflicto, como pastor universal, es también el Papa de los católicos alemanes o de los países aliados con el Reich. En segundo lugar, Pío XII realizó toda su carrera eclesiástica entre la diplomacia vaticana. Diplomático por formación, diplomático por temperamento, prefiere las vías de acción discreta, incluso secreta.

La discreción, sin embargo, no obliga siempre al silencio. A pesar de la leyenda negra fabricada por algunos, el Papa habló. En su mensaje de Navidad de 1942, Pío XII denuncia todas las crueldades del conflicto en curso, evocando «los cientos de miles de personas que, sin ninguna culpa propia, a veces únicamente por razón de su nacionalidad o su raza, están destinados a la muerte o a la consunción». El término «raza» se encuentra aquí, y quiere decir lo que quiere decir. El Papa no utilizó el término «judío» a propósito, pues así lo había concertado con Miron Taylor, representante de Roosevelt. Pero los servicios secretos del Reich no se dejan engañar. En un informe remitido a Hitler, éstos consideran que la declaración papal está «dirigida contra el nuevo orden europeo representado por el nacionalsocialismo. Pío XII acusa virtualmente al pueblo alemán de injusticia para con los judíos. Se ha convertido en el aliado y el amigo de los judíos. Por lo tanto defiende a nuestro peor enemigo político, a la gente que quiere destruir al pueblo alemán». Ribbentrop, ministro de Asuntos Exteriores del Reích, ordena además a su embajador en el Vaticano protestar por esta ruptura de «la tradicional actitud de neutralidad», pidiéndole que dé a conocer que a Alemania no le faltan «medios físicos de represalia».

En la película de Costa-Gavras, no solamente está truncado el mensaje de Navidad de 1942 (el pasaje arriba citado no figura, siendo esencial), sino que se presenta el asunto como si todos los católicos de Europa hubieran escuchado la radio, el 24 de diciembre por la noche, sugiriendo sobre todo que unas palabras impactantes hubieran despertado las conciencias alemanas. Es puro anacronismo. Durante la guerra, Radio Vaticano es una emisora de poca potencia, fácil de interferir. Depende de la corriente eléctrica que le proporciona el Estado italiano, que, por otra parte, ya la había cortado debido a incidentes menores. En el Reich está prohibido escucharla, al igual que las demás radios extranjeras, bajo pena de sanciones que pueden llegar a la pena capital. Además, el mensaje de Navidad fue leído en italiano, y no iban a ser los diarios del día siguiente los que lo fuesen a traducir.

Quienes denuncian los silencios de Pío XII razonan como si la Europa de 1942 hubiera vivido con un sistema de información libre y abierto como el actual, en el que podemos oír al Papa en el telediario de las ocho de la tarde. Desde luego, no era el caso. En un continente ocupado en su casi totalidad por las tropas alemanas, la censura reinaba en todos los niveles —periódicos, radio, correo—, siendo escasos los medios de comunicación, debido a las restricciones y al estado de guerra. «El campo de acción del Papa era limitado», concede John Cornwell. «Se interceptaban los telegramas y mensajes dirigidos a los nuncios del mundo entero. Se podía impedir que su periódico (L’Osservatore Romano) saliese del Vaticano, interferir su radio, y destruir o falsificar una encíclica destinada a Alemania»[264].

«Represalias». La amenaza esgrimida por Ribbentrop nos da la clave del comportamiento de Pío XII. El Papa tiene en mente el ejemplo de Holanda. En los Países Bajos, ocupados desde mayo de 1940 por la Wehrmacht, la deportación sistemática de los judíos empezó, como en toda Europa del Oeste, en la primavera de 1942. El 26 de julio de 1942, junto con el sínodo de la Iglesia reformada, el episcopado católico publicó una protesta vehemente, texto leído en todas las iglesias y los templos del país. A partir del 2 de agosto, los alemanes respondieron deteniendo en los conventos a todos los religiosos y religiosas de origen judío (así fue como la carmelita Edith Stein, canonizada por Juan Pablo II, fue deportada a Auschwitz). Y luego aceleraron el ritmo de las deportaciones.

«No está en mi poder frenar los insensatos actos criminales de los nazis», escribe Pío XII en su diario íntimo. Su correspondencia con los obispos alemanes, siendo algunos de ellos amigos personales, muestra su íntima aflicción. ¿Qué hacer? ¿No hablar, pero parecer indiferente? ¿Hablar, pero asumiendo el riesgo de empeorar el destino de las víctimas? «Dejamos a los pastores en funciones en cada lugar», escribe Pío XII a monseñor Von Preysing el 30 de abril de 1943, «el cuidado en apreciar si, y en qué medida, el peligro de represalias y de presiones, así como otras circunstancias debidas a la duración y a la psicología de la guerra, aconsejan la discreción —a pesar de las razones que existirían para intervenir— a fin de evitar males mayores. Es uno de los motivos por los que Nos mismo nos imponemos límites en nuestras declaraciones». Ante el consistorio, el 2 de junio de 1943, el Papa denuncia las «coacciones exterminadoras» que planean sobre Europa, pero especifica: «Toda palabra por nuestra parte dirigida sobre este tema a las autoridades competentes, toda alusión pública, deben ser consideradas y pesadas con una profunda seriedad, en interés de aquellos mismos que sufren, de manera que su posición no se haga todavía más difícil y más intolerable que antes, aunque sea por inadvertencia y sin quererlo».

Cuando recibe a don Piero Scavezzi, un capellán militar italiano, Pío XII le confiesa: «Después de muchas zozobras y oraciones, he llegado a la conclusión de que una protesta por mi parte, no solamente no hubiera beneficiado a nadie, sino que hubiese provocado las más feroces reacciones contra los judíos y multiplicado los actos de crueldad. Quizá una solemne protesta me hubiera aportado las alabanzas del mundo civilizado, pero habría provocado una persecución contra los judíos todavía más implacable que la que padecen. Amo a los hebreos; precisamente entre ellos, pueblo elegido, nació el Redentor»[265].

Durante el conflicto, las tres cuartas partes del clero polaco fueron o bien encarceladas, o bien asesinadas. En 1939, en nombre de la misma prudencia aplicada más tarde a los judíos, Pío XII tampoco alzó la voz respecto a ello. Marc-Antoine Charguéraud señala: «Si el Papa en buena medida se abstuvo de intervenir a favor de los judíos polacos, no fue por antisemitismo: no hizo más que seguir la política que se había fijado para sus propios fieles. Su silencio para con los católicos polacos martirizados explica su silencio con respecto a los judíos polacos exterminados»[266]. Después de la guerra, el americano Robert Kempner, jefe de las autoridades judiciales en el tribunal de Nuremberg, afirmará que «todo intento de propaganda de la Iglesia católica en contra del Reich de Hitler no solamente hubiese sido un suicidio provocado, sino que hubiera apresurado la ejecución de más judíos y sacerdotes todavía»[267].

Pío XII habló poco. Pero actuó mucho. En los países ocupados por los alemanes, dio órdenes a los nuncios de hacer todo lo necesario para salvar a los judíos, pero silenciosamente. Esto se deduce claramente de las Actas y documentos de la Santa Sede: en 1943 y 1944, la acción de la diplomacia vaticana contribuyó a proteger a cientos de miles de judíos en Eslovaquia, Croacia, Rumania y Hungría. El 16 de octubre de 1943, durante el arresto de los judíos de Roma, fue la amenaza de una protesta pontificia lo que hizo retroceder a los alemanes; 4.000 judíos fueron perdonados y se refugiaron en el Vaticano o en conventos romanos. En Francia, multiplicó las gestiones en mayo de 1944 para salvar a los judíos reagrupados en Vittel y evitar su traslado a Drancy, antecámara de la deportación.