El cardenal Eugenio Pacelli, un prelado antinazi

Nacido en Roma, en una familia patricia, Eugenio Pacelli es ordenado sacerdote en 1899. Ya en 1901, con sólo veinticinco años, el futuro Pío XII entra en la Secretaría de Estado del Vaticano. De inteligencia superior, asciende rápidamente en la jerarquía. Arzobispo titular en 1917, nuncio apostólico en Munich de 1917 a 1929, y luego en Berlín de 1920 a 1929. En 1929 se le vuelve a llamar de Roma. Nombrado cardenal, pasa a ser secretario de Estado de Pío XI. En 1934 y en 1938, realiza grandes viajes por Europa y América.

Monseñor Pacelli, que había vivido doce años en Alemania y estaba familiarizado con la lengua y la cultura clásica de aquel país, monseñor Pacelli ve con preocupación la subida del nazismo. Siendo nuncio, había observado los pródromos del movimiento nacionalsocialista; siendo secretario de Estado sigue de cerca la situación de la Iglesia en Alemania. Allí, la jerarquía eclesiástica se muestra vigilante. El 1 de enero de 1931, el cardenal Adolf Bertram, arzobispo de Breslau y presidente de la Conferencia Episcopal alemana, pone en guardia a los fieles contra el «cristianismo positivo» predicado por los nazis: una religión de la raza y del Estado, «purificada de sus manchas judías». El 10 de febrero de 1931, una declaración episcopal prohíbe a los católicos adherirse al NSDAP (Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán), bajo pena de ser excluido de los sacramentos, e incluso de ser privado de sepultura religiosa.

Las elecciones del 31 de julio de 1932 constituyen un triunfo para Hitler: su partido aventaja a las otras formaciones. Pero son las regiones católicas las que oponen la resistencia más clara a los nacionalsocialistas. En Renania o en Baviera, ahí donde los católicos son mayoritarios, el resultado nazi es inferior al 30 por ciento de los votos. En cambio, en todas las demás regiones ganan los nazis. Es, pues, la Alemania protestante, que representa a los dos tercios de la población, la que llevará a Hitler al poder, y son las Iglesias protestantes las que, a pesar de algunas hermosas figuras resistentes, se mostrarán en definitiva más dóciles ante el régimen.

El 30 de enero de 1933, al acceder Hitler a la cancillería, los obispos alemanes están en un aprieto. Por una parte, porque la doctrina católica predica el respeto a las autoridades establecidas (salvo que el Estado viole la ley natural o persiga a la Iglesia, pero en 1933 todavía no se ha llegado a eso), y por otra parte, porque los prelados temen que una oposición demasiado sistemática refuerce los prejuicios anticatólicos de numerosos alemanes. El 30 de marzo de 1933, sin por ello cambiar de opinión sobre la condena de los errores doctrinales del partido, el episcopado levanta la prohibición de adherirse al NSDAP.

Hitler todavía no ha afianzado su poder. Con el fin de seducir a los conservadores, multiplica las promesas de paz civil y religiosa. Desde esta perspectiva, se muestra favorable a la firma de un concordato con la Iglesia. Por su parte, Pío XI es partidario de una política concordataria. En la década de 1920, se declara dispuesto «a tratar incluso con el diablo con tal de salvar las almas», y estudia la posibilidad de establecer un concordato con la Unión Soviética; con los pactos lateranenses, en 1929, firmó uno con la Italia fascista. El cardenal Pacelli, que negoció un concordato con Baviera en 1924 y otro con Prusia en 1929, trabaja desde hace mucho sobre un acuerdo semejante con Alemania. Firmado el 20 de julio de 1933, el concordato con el Reich no representa por lo tanto una señal de colusión con el nacionalsocialismo: el protocolo corresponde al que se preparó con la república de Weimar. No obstante, monseñor Pacelli no se hace ilusiones: de los nazis, espera lo peor. Pero cuenta con servirse del concordato como de una convención a partir de la cual, cuando se violen sus cláusulas, podrá protestar.

Sin embargo, siendo este concordato generoso, Hitler abre una brecha en la Iglesia de Alemania. Presidente de la Conferencia Episcopal, el cardenal Bertram se inclina en adelante por el compromiso con el régimen. En cambio, los obispos partidarios de una resistencia activa, como monseñor Von Preysing, arzobispo de Berlín, o su primo, monseñor Von Galen, obispo de Münster, son todos allegados al cardenal Pacelli, a quien conocieron cuando era nuncio. Y el secretario de Estado informa a Pío XI sobre la evolución de la situación, que se deteriora muy rápidamente. Menos de un año después de la firma del concordato, cae la máscara. El 30 de junio de 1934, durante la noche de los cuchillos largos, cuando Hitler elimina a sus oponentes, numerosos dirigentes católicos son asesinados, entre ellos Erich Klausener, jefe de la Acción Católica.

Entre 1934 y 1937, el gobierno nacionalsocialista desencadena la persecución contra la Iglesia. Las organizaciones católicas, movimientos de juventud o asociaciones obreras, son disueltas. Se amordaza a la prensa católica. Se cierran numerosos colegios religiosos. Las congregaciones son el blanco de los periódicos nazis, provocando el arresto de cientos de religiosos, inculpados por crímenes imaginarios que iban desde el tráfico de divisas hasta asuntos de moralidad. Durante este periodo, más de un tercio del clero alemán es interrogado en los despachos de la Gestapo.

Pero el episcopado, inhibido, reacciona blandamente. Si bien algunos prelados, por medio de homilías, cartas pastorales o conferencias, denuncian las prácticas y la doctrina de los nazis, es de manera dispersa. Viene entonces la respuesta de Roma, y quien la organiza es el cardenal Pacelli. En febrero de 1937, el secretario de Estado de Pío XI convoca en el Vaticano al cardenal Bertram, presidente de la Conferencia Episcopal alemana, a monseñor Schulte, cardenal-arzobispo de Colonia, y a los tres prelados más activos: monseñor Von Preysing (Berlín), monseñor Von Galen (Münster) y monseñor Faulhaber, cardenal-arzobispo de Munich, que será maldecido por los nazis como el judenkardinal, por la incansable actividad que desarrollará a favor de los judíos perseguidos. En la redacción del balance de las violaciones del concordato y de la persecución religiosa, todos concuerdan en la necesidad de que la máxima autoridad de la Iglesia eleve una protesta. Monseñor Faulhaber redacta un primer texto, que el cardenal Pacelli completa de su puño y letra con ayuda de su secretario, un jesuíta alemán, el padre Leiber, antinazi notorio. Luego el Papa revisa el manuscrito.

Firmada por Pío XI el 14 de marzo de 1937, transmitida en secreto para desbaratar la vigilancia de la Gestapo, la encíclica Mit brennender Sorge es leída el domingo 21 de marzo en las quince mil iglesias de Alemania. No solamente denuncia la falta de respeto del concordato, sino que estigmatiza la filosofía hitleriana: «Se trata de una verdadera apostasía. Esta doctrina es contraria a la fe cristiana». Pío XI no se queda ahí. Por otra parte, publica el 19 de marzo la encíclica Divini Redemptoris, que condena el comunismo. La Iglesia lanza un doble tiro de barrera en contra de la deriva totalitaria del siglo XX.

Dentro del Reich, la encíclica Mit brennender Sorge es percibida por los nazis como una declaración de guerra. Según su método habitual, contestan a ello por la violencia. Las Juventudes Hitlerianas saquean los obispados de Rottenburg, Freiburg y Munich. Decenas de sacerdotes son maltratados. Monseñor Von Galen espera ser arrestado en cualquier momento. Monseñor Sproll, obispo de Rottenburg, desterrado de su diócesis por el gobierno, se exilia a Suiza en 1938. Pero esto no acalla a los más valientes: en octubre de 1939, ante la puesta en práctica por el Estado nacionalsocialista de un programa de eutanasia, monseñor Von Galen eleva una protesta pública en contra del decreto que prevé matar a todos los incurables.

El 2 de marzo de 1939, el cardenal Pacelli sucede a Pío XI con el nombre de Pío XII. Accede al pontificado en la hora en que la guerra es ineluctable. De mayo a agosto, el Papa busca en vano reunir una conferencia internacional sobre la paz. Pero el pacto germano-soviético, el 23 de agosto, pone en marcha el mecanismo que conduce a la apertura de las hostilidades. El 1 de septiembre, los alemanes invaden Polonia, provocando la entrada en guerra del Reino Unido y de Francia. El 17 de septiembre, los soviéticos atacan Polonia por la espalda. Para este desgraciado país, empieza el martirio: hasta el final del conflicto, de 35 millones de polacos, 6 millones morirán a manos de los alemanes —mitad cristianos, mitad judíos—, es decir, el 15 por ciento de la población. Pero los rusos no se quedan atrás. Para liquidar a la élite del país, asesinan a los oficiales (principalmente en Katyn), y se entregan a una matanza de la población: entre 1939 y 1945, 1,7 millones de polacos serán víctimas de los soviéticos.

La Wehrmacht demuestra una crueldad aterradora, al no perdonar ni a civiles ni al clero. En su mensaje de Navidad de 1939, Pío XII levanta un acta de acusación contra el agresor de Polonia: «Hemos debido, por desgracia, asistir a una serie de actos inconciliables tanto con las prescripciones del derecho internacional como con los principios del derecho natural e incluso los sentimientos más elementales de humanidad. Estos actos ejecutados menospreciando la dignidad, la libertad y la vida humana piden venganza ante Dios». Como el Papa prepara otras intervenciones del mismo tipo, el episcopado polaco le ruega que suavice el tono, para evitar que los alemanes ejerzan medidas de represalia.

El 11 de enero de 1940, durante la «guerra boba», Pío XII convoca a sir Francis Osborne, embajador británico ante la Santa Sede. Le cuenta que se ha puesto en contacto con él un grupo de generales alemanes que acarician el proyecto de deshacerse de Hitler. Al frente está el general Beck, uno de sus amigos. Antes de actuar, los conjurados quieren conocer las condiciones de paz que les ofrecería Gran Bretaña. El asunto no llegará a nada. Pero al aceptar desempeñar el papel de intermediario, el Papa demostró de qué lado se inclinaba. Con la misma intención, a principios del mes de mayo de 1940, Pío XII transmite secretamente a Londres y a París la fecha y el lugar de la próxima ofensiva alemana, pero no se le escucha. Hasta el 10 de junio, logra retrasar lo más posible la entrada de Italia en la guerra.

El Papa atravesará los cinco años del conflicto mundial encerrado en el minúsculo enclave del Vaticano, en medio de una Italia aliada con el Reich. A partir del momento en que los alemanes ocupan Roma, en septiembre de 1943, vivirá bajo la amenaza permanente de ser secuestrado y deportado a Alemania: los nazis tenían el plan a punto y Pío XII lo sabía.

A pesar de no ser sangriento, el combate que emprenderá contra Hitler no será menos real. Será también un combate espiritual. Recientemente, el padre Peter Gumpel, jesuíta alemán, postulador del proceso de beatificación de Pío XII, reveló que el soberano pontífice había procedido varias veces a un exorcismo a distancia en contra del Führer: lo consideraba, en sentido propio, como un poseso.

Puede que los incrédulos sonrían. Pero, por lo menos, debería impedirles tratar a Pío XII de «Papa de Hitler».