Hay algo más alarmante que los silencios de Pío XII,
son los silencios sobre Pío XII.
ALEXIS CURVERS
Febrero de 2002. Desde París hasta Berlín, las salas de cine proyectan Amen, la nueva película de Constantin Costa-Gavras, adaptada de la obra de Rolf Hochhuth, El vicario. No se ha escatimado el presupuesto de la promoción: la publicidad es omnipresente. Firmada por Oliviero Toscani, que forjó su fama con las campañas provocadoras de Benetton, el cartel de la película muestra una cruz mezcla de la cruz de Cristo y la cruz gamada. Para los cristianos, el escándalo es inmenso. El episcopado francés juzga el grafismo «inaceptable». Una petición de prohibición, presentada por una asociación católica tradicionalista, es rechazada por el Tribunal de grande instance de París. Pero una petición recoge también las protestas de Henri Hajdenberg, antiguo vicepresidente del Consejo representativo de las instituciones judías de Francia, de Samuel-René Sirat, antiguo gran rabino de Francia, de Emmanuel Weintraub, presidente de la sección francesa del Congreso Mundial Judío. Estos debates provocan un aumento de publicidad para la película, ¿pero acaso no era el fin que se perseguía? En el festival de Berlín, Costa-Gavras estaba acompañado por Rolf Hochhuth. El vicario se había representado por primera vez en Berlín en 1963, provocando memorables polémicas; en París, el mismo año, unos incidentes habían interrumpido las representaciones. La acción se desarrolla durante la Segunda Guerra Mundial. El protagonista, personaje imaginario, es un joven jesuíta, el padre Ricardo Fontana, que se entrevista con un personaje que sí existió realmente: Kurt Gerstein. En 1941, este ferviente protestante se enrola en la Waffen SS, para «echar un vistazo en los bastidores del foco del mal», como lo escribirá después de la guerra en un informe que redactará en la cárcel antes de suicidarse. Después de asistir a las experiencias con gas zyklon B en Treblinka, Gerstein intenta alertar a los aliados. A su vez, el padre Fontana transmite la espantosa noticia al Vaticano. Llega hasta el Papa, pero Pío XII sigue inflexible: no hará uso de la palabra para denunciar el exterminio de los judíos. El religioso entonces decide compartir la suerte de los perseguidos. Decide llevar la estrella amarilla, por lo que se hace deportar voluntariamente. Muere, pero salvando el honor de la Iglesia.
«El género de la ficción histórica impone muchas simplificaciones, incluso simplismos», se lamentaba el historiador Jacques Nobécourt, comentando la película.[251] «Los espectadores que vean Amen», deploraba Henri Amouroux, «creerán o tendrán la tentación de creer que el Papa y, con él, la Iglesia dijeron “amén” al Holocausto»[252].
¿Pío XII silencioso frente al martirio judío? ¿Pío XII cómplice del régimen nazi? Desde la obra de Hochhuth, escrita cuatro años después de la muerte de aquel Papa, la acusación resurge periódicamente. En 1999, un periodista inglés, John Cornwell, publicaba un libro traducido a media docena de idiomas y aparecido el mismo día, con notable alboroto, en el mundo occidental. Ya el título del libro anunciaba el tono: Hitlers’Pope [El papa de Hitler]. Acusaba el autor a Pío XII de «ser el Papa ideal para los indecibles designios de Hitler. Era un peón en el juego de Hitler»[253].
A fuerza de reiterarlo, este eslogan acaba por hacer mella en las mentes y, sin duda, incluso entre los católicos. Jean-Yves Riou señala: «El juicio hecho contra Pío XII es un ejemplo fantástico de cambio total de la opinión pública. Al final de la guerra, Pío XII pasaba por ser el Papa de la paz. Ahora, pasa por ser el Papa de Hitler»[254].
Este juicio póstumo, sin embargo, no se basa en ninguna prueba inédita, en ningún testimonio nuevo en contra de Pío XII. Al contrario, sus abogados guardan un sólido expediente.
A partir de 1963, frente a los ataques de que era objeto el difunto papa, Pablo VI hizo abrir los archivos del Vaticano. Confiado a una comisión de cuatro historiadores eclesiásticos, el trabajo duró dieciséis años. Publicados por la Librería Vaticana entre 1965 y 1982, las Actas y Documentos de la Santa Sede relativos a la Segunda Guerra Mundial constituyen doce volúmenes de 800 páginas cada uno. En 1997, el único superviviente de la comisión, el padre Pierre Blet, jesuíta francés, redactó una síntesis de esta montaña de documentos.[255] Hacen justicia frente a las acusaciones lanzadas contra Pío XII.