La tragedia judía: ¿quién es responsable?

Actualmente, se juzga a Vichy como si ese Estado hubiera nacido motu propio, como si hubiera existido en sí. Pero nada de lo que pasó hubiera ocurrido si los alemanes no hubiesen ganado la batalla de 1940, si no hubieran ocupado Francia y si no hubiesen ejercido una presión creciente sobre el país. Nada se explica sin las exigencias del ocupante, a quien incumbe la responsabilidad primera en el martirio judío. ¿Es esto decir que no hubo culpabilidad francesa en el asunto? La derrota es una circunstancia que no se puede olvidar nunca, pero no lo determina todo: un vencido, en presencia de su vencedor, puede comportarse bien o mal.

Las medidas de control de extranjeros adoptadas por el Estado francés —nos olvidamos de ello cuando se denuncian— no hacen más que aplicar la ley de 1932 sobre la preferencia nacional y los decretos-ley de 1938 sobre la investigación de ciertas naturalizaciones —leyes adoptadas por los gobiernos radicales socialistas de la III República—. Es lo que Gérard Noiriel denomina «los orígenes republicanos de Vichy»[225].

En cambio, la legislación antisemita es una novedad. Y una ruptura con la política francesa inaugurada por Luís XVI: los judíos son colocados al margen de la sociedad. El 3 de octubre de 1940, el estatuto de los judíos, obra del ministro de Justicia, Raphaél Alibert, excluye a éstos de la función pública, del ejército y de algunas profesiones más. El 2 de junio de 1941, una nueva ley ordena el censo de los judíos y aumenta las medidas discriminatorias que les afectan. Seguirán otros textos, poniendo en práctica la expoliación de sus bienes.

En octubre de 1940, el mariscal Pétain recibe una carta firmada por Pierre Masse. Senador del departamento de Hérault, votó a favor de los plenos poderes el anterior 10 de julio. Hay que citar extensamente este texto, por lo conmovedor que resulta:

Señor mariscal. He leído el decreto que declara que ya ningún israelita puede ser oficial francés, ni siquiera los de ascendencia estrictamente francesa. Le agradecería que me diga si debo ir a retirar sus galones a mi hermano, subteniente en el regimiento 36 de infantería, muerto en Douaumont, en abril de 1916; a mi yerno, subteniente en el regimiento 14 de dragones, muerto en Bélgica en mayo de 1940; a mi sobrino, J. F. Masse, teniente en el 23 colonial, muerto en Rehel, en mayo de 1940. ¿Puedo dejarle a mi hermano la medalla militar ganada en Neuville-Saint-Vaast, con la que le he sepultado? Mi hijo Jacques, subteniente en el batallón 62 de cazadores alpinos, herido en Soupir, en junio de 1940, ¿puede conservar sus galones? ¿Acaso puedo estar seguro de que, retrospectivamente, no se despojará a mi bisabuelo de la medalla de Sainte-Héléne? Quiero conformarme a las leyes de mi país, aunque estén dictadas por el invasor.[226]

Un año más tarde, René Gillouin, entonces amigo y consejero íntimo de Pétain, le escribe estas líneas: «Digo, señor mariscal, pesando mis palabras, que Francia se deshonra con la legislación judía. Los sentimientos que expreso no son de ninguna manera particularmente míos. Creo poder decirle que son compartidos por todos los que tienen importancia tanto en la Francia intelectual como en la Francia espiritual»[227].

A través de la gélida ironía de Pierre Masse o de la vehemencia de René Gillouin se manifiesta el grito de las conciencias indignadas. Pero, ¿y entre la población? Lo convenido es incriminar el «antisemitismo corriente» de la época. ¿Pero cómo evaluarlo? En realidad, los acontecimientos posteriores más bien probarán la solidaridad de los franceses para con los perseguidos.

La legislación del Estado francés es inicua, pero Robert Paxton reconoce que Vichy, dejado a sí mismo, se habría quedado en las discriminaciones profesionales. Paradójicamente, ni Pétain (ningún discurso suyo acusa a los judíos) ni Laval son especialmente antisemitas. A fin de cuentas, las obsesiones cotidianas de Vichy son de otra clase: los prisioneros, el abastecimiento, la indemnización que hay que pagar a los ocupantes, sus exigencias de mano de obra a partir del otoño de 1942. Por otra parte, el antisemitismo de Vichy comprende todo tipo de excepciones. Son los alemanes los que, en mayo de 1942, imponen llevar la estrella amarilla, oponiéndose a ello el gobierno de Laval en la zona sur, incluso después de la invasión de la totalidad del territorio. En Vichy, el 8 de mayo de 1942, durante la celebración de la fiesta de Juana de Arco, unos boy-scouts forman la guardia de honor del mariscal Pétain. Y el que ejerce el mando es un jefe de los Exploradores Israelitas de Francia, asociación reconocida por el Estado francés. Cuando los ocupantes piden la sustitución de Xavier Vallat al frente del comisariado de las cuestiones judías, por considerarle antialemán y demasiado clemente en sus funciones, la Unión General de los Israelitas de Francia, fundada por una ley del Estado francés, interviene en Vichy para pedir que se le mantenga en su puesto. «Existe una relatividad en el mal», recuerda Henri Amouroux.

En enero de 1942, en Wannsee, dentro de la aglomeración de Berlín, se mantiene una reunión en la que los dignatarios nazis ponen a punto la organización de «la solución final de la cuestión judía». En Europa del Este, los judíos empiezan a ser deportados. De ahora en adelante, se ven amenazados en cualquier lugar donde el III Reich extiende su dominio.

Aquí es donde se urde la tragedia. Pues el antisemitismo de exclusión social de Vichy, sin quererlo y sin tenerlo previsto (lo que no es una excusa), se ve alcanzado, sobrepasado y objetivamente asociado al antisemitismo exterminador de los nazis. En la primavera de 1942, los alemanes exigen al gobierno el arresto masivo de los judíos que vivan en territorio francés. Laval negocia. Al término de un acuerdo firmado entre René Bousquet, jefe de la policía, y el general Oberg, de las SS, acuerdo que forma parte de un atroz regateo, se concluye que ningún judío francés será encarcelado. En cambio, la policía nacional participará en el arresto de los judíos extranjeros, que incluso serán extraditados de la zona libre.

¿Hubiera sido menor el número de víctimas, sin la participación de la policía? Nadie lo sabrá jamás. Pero por lo menos el honor hubiera estado a salvo. ¿Cuál es entonces la parte de responsabilidad francesa en un sistema que va a aplastar a miles de desgraciados? Pregunta gravísima, pregunta candente, que estuvo en el núcleo de los debates que rodearon el juicio Papon. Serge Klarsfeld está en su derecho al afirmar que el censo mandado por la ley de 1941 facilitó la identificación de los judíos.[228] Pero hay que subrayar que si Bousquet pudo proporcionar tantos nombres a los alemanes fue porque poseía un instrumento forjado antes de la guerra: el fichero central del Ministerio del Interior, evocado en el capítulo precedente. «Coinciden las fichas individuales del gran fichero con la lista de los nombres de los convoyes de deportados apuntados por Serge Klarsfeld», señalan los historiadores que han estudiado la máquina del Estado puesta a punto por Bousquet.[229] Si hay una «culpa colectiva» de Francia, como lo afirmó Jacques Chirac el 16 de julio de 1995, sus raíces se hunden hasta la III República.

¿Dónde situar la frontera entre responsabilidad colectiva y responsabilidad individual? Sabemos que, cuando la redada del Vél' d’Hiv, en París (16 y 17 de julio de 1942), algunos policías hicieron todo lo posible para que las víctimas pudieran escapar, de tal manera que menos de la mitad de los judíos extranjeros o apatridas que vivían en la capital (12.000 de 28.000) fueron capturados. En una ciudad de provincia como Nancy, los policías avisaron, alojaron y proporcionaron falsos papeles a los perseguidos, tanto que de una comunidad de 350 personas, sólo fueron arrestadas 32.

Sí, unos franceses participaron en el drama de la deportación. La culpa existe, y queda ante la historia. Sin embargo, para valorarla en su justa medida, no se la debe juzgar según lo que se sabe hoy de los campos de concentración. Pétain y Laval creían que los alemanes empleaban a los judíos como trabajadores forzados, esencialmente en Polonia. A finales de 1942, cuando representantes de la Unión General de Israelitas de Francia explicaron al presidente del Consejo que, de ser así, no se llevarían a los ancianos, Laval empezó a sospechar. Pero los mismos judíos no pensaban en el exterminio. Una polaca superviviente de Auschwitz, Edith Davidovici —deportada el 29 de abril de 1944, es decir, hacia el final de la ocupación—, contó su trayecto de tres días y tres noches, y luego su llegada: «Habíamos oído vagamente hablar de todos los horrores que allí ocurrían, pero no lo habíamos creído realmente»[230].

En sus Memorias, Raymond Aron explica que los franceses de Londres veían los campos de concentración como lugares «crueles», pero jamás imaginaron que éstos pudieran ser el marco de un genocidio. Si De Gaulle hubiese tenido conocimiento de ello ¿por qué habría guardado silencio? En ninguno de sus discursos de guerra menciona la deportación y los campos. En Francia, si se hubiera sabido, ¿hubieran aceptado los ferroviarios conducir los trenes? ¿No hubiesen intentado los resistentes parar los convoyes? La verdad abominable estalló solamente en la primavera de 1945, durante el derrumbamiento del Reich.

Había 190.000 judíos franceses y 140.000 judíos extranjeros en 1940. Entre 1941 y 1944, según las cifras de Serge Klarsfeld, fueron deportados 76.000: 21.000 franceses y 55.000 extranjeros. Sobre el conjunto de los 330.000 judíos que vivían en territorio nacional, 254.000 escaparon, pues, a la deportación: una proporción global del 75 por ciento, mayor para los judíos franceses. Las estadísticas son inhumanas, y la contabilidad tiene algo de obsceno cuando se trata de un crimen de masas. Sin embargo, hay que recordar que, en Bélgica, solamente un 40 por ciento de los judíos escapó a la muerte; el 15 por ciento en los Países Bajos y el 10 por ciento en Polonia. Pero estos tres países carecían ya de Estado.

Para Klarsfeld, si se salvaron las tres cuartas partes de los judíos de Francia, se debe a «la sincera simpatía del conjunto de los franceses, así como a su solidaridad activa a partir del momento en el que comprendieron que las familias judías caídas en manos de los alemanes estaban destinadas a la muerte»[231]. En efecto, fue la iniciativa de los ciudadanos la que ralentizará la mecánica mortal, acogiendo, escondiendo o camuflando a miles de judíos, especialmente a niños. Pero ¿hubiera sido posible si algunos de los que detentaban la autoridad pública no lo hubiesen permitido? «¿Cómo, sin el apoyo, la aprobación o el silencio cómplice de numerosos funcionarios de Vichy —pregunta Henri Amouroux—, unos no judíos hubiesen podido proteger, alojar, alimentar a judíos, cuando hacían falta cupones para todo, sellos oficiales en todo documento?»[232]. En otros términos, los agentes del Estado, que, a su nivel, practicaban un doble juego frente a los alemanes —y algunos creían, haciéndolo, obedecer a la voluntad implícita del mariscal Pétain—, desempeñaron un papel protector. Trágica ambivalencia: los judíos fueron a la vez perseguidos por Vichy y, en cierta medida, protegidos por funcionarios de Vichy.

Por otra parte, el gobierno, con un tardío remordimiento, se opondrá a nuevas deportaciones en septiembre de 1942 y en 1943, y no siempre sin éxito, lo que demuestra que todo lo que podía haber intentado no se había hecho anteriormente. Si Laval da marcha atrás, es debido a la oposición del jefe del Estado, alertado por las Iglesias y bajo la presión de la opinión. El país, que no se había inmutado frente a las leyes antisemitas de 1940 y 1941, toma conciencia de la persecución y se indigna. Hélie de Saint Marc cita el ejemplo de su padre, lector de Maurras y admirador de Pétain, que se cuida, en las calles de Burdeos, de quitarse el sombrero para saludar a los que llevan las estrellas amarillas.[233] Si la opinión se conmueve, se debe a que los franceses no son los antisemitas descritos por cierta leyenda negra. Entre la población de la época, el historiador israelita Asher Cohen no encuentra «ninguna señal de un antisemitismo activo y extendido, ninguna prueba de que la política antijudía hubiese sido activa o pasivamente apoyada»[234]. El escritor Bernard Frank, joven durante la guerra, vivía en el Cantal. Recuerda: «Todo Aurillac sabía que éramos judíos. Seguramente había antisemitas. Había milicianos[235] entre nuestros médicos y dentistas. Ni una sola denuncia. La ocupación me hizo descubrir que había mucha gente buena en este país que era el mío»[236].

El 30 de septiembre de 1997, unos treinta obispos de Francia publicaron en común un acta de «arrepentimiento» para los «errores y flaquezas» del clero católico durante la guerra, y especialmente por su pasividad ante el antisemitismo. Sin embargo, según André Kaspi o Michèle Cointet, la Iglesia fue la única institución que rompió el silencio: más de la mitad de los obispos franceses (49 de 85) expresaron una protesta oficial en contra de las persecuciones de las que los judíos eran víctimas.[237]

El 22 de julio de 1942, en nombre de la asamblea de los cardenales y arzobispos, el cardenal Suhard lleva el siguiente mensaje al mariscal Pétain: «Profundamente conmovidos por lo que nos cuentan sobre los arrestos masivos de israelitas ocurridos la semana pasada y por los duros tratos que les son infligidos, especialmente en el Velódromo de Invierno, no podemos ahogar el grito de nuestra conciencia». El 20 de agosto de 1942, monseñor Saliège, arzobispo de Toulouse, redacta una carta pastoral que, leída en la misa del domingo en toda su diócesis, será conocida en toda Francia e incluso en Londres. «Los judíos son hombres, las judías son mujeres. No está permitido todo contra ellos. Forman parte del género humano; son hermanos nuestros como tantos otros». El 28 de agosto, monseñor Théas, obispo de Montauban, se dirige a sus fieles: «Hago oír la indignada protesta de la conciencia cristiana y proclamo que todos los hombres, arios o no arios, son hermanos, porque fueron creados por el mismo Dios. Estas actuales medidas antisemitas son un menosprecio a la dignidad humana, una violación de los derechos más sagrados de la persona y de la familia». El 6 de septiembre, le toca a monseñor Delay, arzobispo de Marsella, y al cardenal Gerlier, arzobispo de Lyon.

En junio de 1944, monseñor Piguet, obispo de Clermont-Ferrand, será arrestado y deportado a Dachau por haber protegido a los judíos de su diócesis. En 2001, Élie Barnavie, embajador de Israel en Francia, le concedió a título postumo la medalla de los Justos. No obstante, monseñor Piguet no cesó nunca de afirmar su fidelidad a Pétain: un obispo partidario de Pétain defendiendo a los judíos nos revela mucho sobre la complejidad de la época. Ocurre lo mismo, desde este punto de vista, con el pastor Marc Boegner. Con razón se cita siempre su mensaje de protesta en contra de las redadas que se leyó el 22 de septiembre de 1942 en todos los templos de la Iglesia Reformada. Se recuerda menos que Boegner ocupaba un escaño en el Consejo Nacional de Vichy y que, durante el juicio contra Pétain, atestiguó a favor del acusado.