14. Resistencia y colaboración

Enjuiciar retrospectivamente los comportamientos es muy cómodo.

FRANÇOIS BLOCH-LAINÉ

El 2 de abril de 1998, al término del juicio más largo de la historia contemporánea, Maurice Papon, acusado de implicación en crímenes contra la humanidad, fue condenado a diez años de reclusión criminal por complicidad en arrestos ilegales y secuestros arbitrarios. Para mucha gente que había padecido la guerra, y para otros que sabían algo de historia, este juicio dejaba un sentimiento de malestar. Se realizó cincuenta y cinco años después de los hechos. Con ochenta y siete años de edad, el hombre que comparecía ante el tribunal había sido prefecto de policía de París cuando De Gaulle estaba en el Elíseo y ministro del Presupuesto bajo la presidencia de Valéry Giscard d’Estaing. Inculpado por el papel que había desempeñado en Burdeos durante la ocupación en el momento en que los alemanes deportaban a los judíos, era el último actor del drama: todos los que en aquella época habían sido superiores suyos habían muerto. Todos los testigos directos del asunto habían desaparecido. En el tribunal habían comparecido testigos que, en su gran mayoría, no conocían ni los hechos ni al acusado. Primer malestar.

En 1946, el tribunal de Nuremberg había sancionado con diez años de cárcel al gren almirante Dönitz, sucesor efímero de Hitler, en abril de 1945. En 1962, el general De Gaulle, entonces presidente de la República, había hecho liberar al general Karl Oberg, jefe de las SS en Francia durante la ocupación, y a su ayudante, Helmuth Knochen; estos dos criminales de guerra, condenados a muerte en 1954, se beneficiaron de una gracia presidencial, habiéndose conmutado su pena por la de cadena perpetua en 1958. Dönitz, Oberg y Knochen vivieron sus últimos días en libertad. Sin saber nada del expediente de Papon y sin pronunciarse sobre la inocencia o la culpabilidad del condenado, resulta probable que, en materia de crímenes contra la humanidad, la responsabilidad material y moral de un secretario general de prefectura fuera menor que la de tres altos mandatarios nazis. Segundo malestar.

Durante seis meses, se había oído decir que por fin Vichy iba a ser procesado. ¿Pero se acusaba a un hombre o a una política? ¿Se acusaba a un régimen o a Francia? ¿No había habido miles de juicios después de la liberación? Según Henri Amouroux, además de entre 11.000 Y 15.000 ejecuciones sumarias, tuvieron lugar 300.000 arrestos en 1944. Los tribunales examinaron 95.000 causas, de las que 45.000 fueron clasificadas. Se emitieron 50.000 sentencias, de las cuales 7.000 fueron penas de muerte, 13.000 penas a trabajos forzados, 23.000 penas de cárcel y 46.000 penas de degradación o de deshonor nacional. Entre 2 y 3 millones de franceses junto con sus familias fueron alcanzados por la depuración, en condiciones que, en muchos casos, se alejaban de la serenidad de la justicia, aunque también habían ignorado la indulgencia los tribunales del Estado francés.[204]

¿Iniciar de nuevo el sumario de Vichy? Sin lugar a dudas, los investigadores se benefician de la apertura casi total de los archivos públicos y ministeriales. Sin embargo, al haber desaparecido los testigos, ¿bastan únicamente los documentos —redactados en un momento en el que no todo se podía escribir— para traducir la infinita complejidad de esta época? Tercer malestar.

Se había repetido que este juicio debía ser una lección de historia. Pero a través de Papon, la lección se había centrado en un capítulo de la guerra, que no por ser uno de los más dolorosos puede ser tratado separadamente del resto. «Para los jóvenes que no han conocido esta época —se quejaba la historiadora Georgette Elgey— la ocupación se reduce a las persecuciones antisemitas. Tratar el antisemitismo como un elemento aislado sacándolo de su contexto, ¿no es, paradójicamente, hacer el juego criminal de los nazis que pretendían que el conflicto mundial consistía en una guerra contra los judíos?»[205]. Cuarto malestar.

Hombres, mujeres y niños, cientos de miles, los judíos fueron perseguidos por toda Europa, arrestados, amontonados en vagones como animales y conducidos hasta los campos donde la muerte les esperaba. El sistema de concentración nazi y el genocidio que conlleva esta monstruosa empresa llevaron la Segunda Guerra Mundial hasta la cima de la tragedia, hasta un grado raras veces alcanzado en la aventura humana. Nadie puede leer sin estremecerse el desgarrador Mémorial des enfants juifs déportés de France [Memorial de los niños judíos deportados de Francia], en el que Serge Klarsfeld ha reunido los nombres de 11.000 pequeñas víctimas, y las fotos de un millar de ellas.[206] ¡La matanza de los inocentes!

Sin embargo, dilucidar los mecanismos que permitieron que este crimen se haya cometido sobre territorio francés no debe desembocar en sustituir una leyenda por otra. Hasta finales de los años 1960, Francia vivía en la exaltación de la Resistencia y el recuerdo de las hazañas emprendidas para la liberación del territorio. En nuestros días, el efecto de amplificación es a la inversa. Si creyéramos a algunos, bajo la ocupación, el país sólo habría estado Poblado por colaboradores y antisemitas, fascinados por el III Reich.

Henry Rousso llama a este cambio el «síndrome de Vichy»[207]. Entre 1944 y 1945, periodo de luto, la leyenda exalta a un pueblo que entero se habría levantado en contra del ocupante, al que combatían gaullistas y comunistas. A pesar de ello, se tolera la expresión del respeto o la comprensión hacia Pétain; antiguos ministros de Vichy publican sin escándalo libros en los que justifican su actuación; entre la opinión, la tesis del escudo y de la espada (Pétain y De Gaulle) sigue siendo corriente. La primera Histoire de Vichy [Historia de Vichy], la de Robert Aron, no esconde nada de las faltas del Estado francés, pero considera que, en su conjunto, Vichy se ensució las manos para limitar los daños: la obra recibe una aprobación general. Entre 1954 y 1970, fase de retroceso, se afirma la gesta gaullista: el general publica sus Memorias, Jean Moulin entra en el Panteón. Después de la muerte del general De Gaulle (1970), es la vuelta al rechazo. En 1971 se emite en una sala parisina una película rodada dos años antes para la ORTF (Organisation de la Radio Televisión Française) cuya difusión había sido prohibida por el gobierno: Le chagrin et la pitié. En esta «crónica de una ciudad francesa durante la ocupación», Marcel Ophüls ataca el mito de una Francia resistente para describir Clermont-Ferrand como una ciudad repantigada en la colaboración. En 1973 se publica el libro del americano Robert Paxton, La Francia de Vichy, que, de ahora en adelante, marcará la tónica en la Universidad. Según el autor, Pétain y Laval, lejos de practicar un doble juego, se adelantaron sistemáticamente a los deseos de los alemanes.

Luego viene, a partir del final de los años 1970, lo que Rousso llama «el cuarto tiempo de la memoria»: el retorno de la memoria judía. Desde 1945 habían aparecido numerosos libros sobre Auschwitz o Drancy, pero la persecución contra los judíos no se había tomado en cuenta como tal. En el juicio a Pétain, e incluso en el que se siguió a Laval, apenas se había evocado la cuestión. El drama judío, pensaban los mismos judíos franceses, había constituido un drama entre tantos ocurridos en el transcurso de los años de hierro y de fuego. Claire Andrieu, profesor en la Sorbona, lo explica así: «Los marcos conceptuales que habrían permitido hablar de un genocidio racista no existían durante la liberación. Aparte de los inmigrados recientes, la asimilación era tan fuerte en aquella época, que los judíos de Francia se reconocían una identidad mucho más francesa que judía»[208]. Después de la guerra de los Seis Días (1967) y de la guerra del Kippur (1973), la toma de conciencia de la amenaza que planea sobre el Estado de Israel cambia esta óptica. En el interior del mundo judío, analiza Pierre Nora, «la Shoah se convierte en el pilar de un nuevo tipo de religión secular. La proximidad y la amplitud del choque favorecen dos tipos de explicación: una explicación secular, que ancla el fenómeno en la historia y el tiempo humano; una explicación teológica, que hace de ello el signo trágico de la elección»[209].

Actualmente, todo converge, pues, para realizar preferentemente el estudio de la Segunda Guerra Mundial mediante el relato del infortunio de los judíos. Ciertamente, desde el punto de vista espiritual, la singularidad del genocidio judío se sitúa en plena reflexión sobre la presencia del mal en la historia: en una perspectiva cristiana, Alain Besançon escribió unas páginas muy profundas sobre este tema.[210] Queda sin embargo que, sobre el plano histórico, esta tragedia ocurrió con ocasión de un conflicto mundial cuyos fines no comprometían sólo a los judíos. Incluso en Francia, los sufrimientos que éstos padecieron no son los únicos que hay que anotar en el terrible balance de los años 1940-1945. Recuerda Pierre Nora: «Si la política antisemita es una dimensión del régimen de Vichy, no es la única y sin duda no es la principal». Eric Conan y Henry Rousso confirman: «Anacrónica, tal es la tentación del “judeo-centrismo” que busca releer toda la historia de la ocupación mediante el prisma del antisemitismo. Si la política antijudía es un hecho importante, no era, en aquella época, más que un aspecto entre otros, siendo los judíos víctimas con el mismo título que otros perseguidos o reprobos»[211].

Honrar la memoria de los 75.000 judíos deportados de Francia no debe, pues, hacernos olvidar las decenas de miles de otros sacrificados, entre los que, por otra parte, figuraban judíos: 90.000 soldados y oficiales desaparecidos durante la campaña de mayo-junio de 1940, 60.000 víctimas civiles por los bombardeos alemanes o aliados, 29.000 fusilados (rehenes o resistentes), 65.000 deportados políticos y de derecho común, 47.000 reclutados a la fuerza por los alemanes en Alsacia y Lorena desaparecidos en el frente del Este, 58.000 fallecidos en los ejércitos que liberaron el territorio nacional.

Según Pierre Nora, la visión sobre Vichy se ha modificado por otra razón: la «generalización contemporánea de los derechos del hombre». Desde los años 1970 y 1980, el pasado se juzga en función de un criterio erigido como un absoluto: la ética. Según esta óptica, la ocupación nazi, más que un ataque a la libertad del país constituye una fase del enfrentamiento entre el fascismo y la democracia. Pero el nazismo no es un concepto metafísico que flota en el éter: es un régimen aparecido en un lugar y un momento determinados, en Alemania, en el periodo de entreguerras. Ignorar esta dimensión geopolítica viene a retirar a los alemanes de la historia de la guerra, y a minimizar su papel de ocupantes. Desde entonces, la percepción de la época se efectúa según una ruptura realizada en el interior de un campo ideológico aplicado a Francia, clave de una lectura que refleja el maniqueísmo ambiental. Por un lado, el campo del Bien, el de la Resistencia, digno heredero de todos los compromisos por la libertad y los derechos del hombre. Por el otro lado, el campo del Mal, el de Vichy y de la colaboración, que reúne a antirrepublicanos, antidreyfusistas, clericales y fascistas. El problema es que la historia real no confirma estas separaciones simplificadoras. Se comprende entonces el choque provocado, en 1994, por la publicación del libro de Pierre Pean sobre la juventud de François Mitterrand. El papel de este último en Vichy, su foto con Pétain, la francisque[212] concedida en 1943, incluso si el futuro presidente había sido resistente, todo eso no cuadraba con las ideas recibidas.

Durante cuatro años, en medio de un conflicto que ensangrentaba el planeta, los franceses se dividieron, desgarraron, combatieron. ¿Acaso por ello, sesenta años después, es necesario escribir esta historia en blanco y negro? ¿Acaso Francia fue en algún momento enteramente colaboradora o enteramente resistente? Más allá de la leyenda, y sin retirar el honor o el deshonor debidos a los que lo merecen, se comprueba que, durante este periodo, todo está tremendamente mezclado.