6 de febrero de 1934, crisis de la República

«¡Abajo los ladrones!». Este grito resuena en París en enero de 1934, durante las manifestaciones organizadas para protestar contra la corrupción. A principios de mes, una auditoría del Ministerio de Finanzas permitió descubrir la estafa montada por Alexandre Stavisky, quien, a pesar de condenas anteriores, fundó el Crédito Municipal de Bayona, y luego, habiendo emitido bonos con intereses garantizados con joyas falsas, malversó millones de francos. Y pudo llevar a cabo la operación gracias a sus relaciones parlamentarias. El 9 de enero, al ir a arrestarle en Chamonix, encuentran muerto a Stavisky. ¿Suicidio o crimen maquillado? El escándalo es tanto mayor cuanto que el país, desde 1922, sufre una crisis económica. En la calle, Acción Francesa y otras ligas de la derecha nacionalista se adueñan del asunto. Arrastran a una muchedumbre que crece día a día. Al ser acusados algunos ministros, el presidente del Consejo, Camille Chautemps, dimite el 27 de enero. Le sucede Daladier. El 3 de febrero, revoca al prefecto Jean Chiappe, acusado de simpatizar con esas ligas. El 6 de febrero, una nueva manifestación degenera en tragedia. En la plaza de la Concordia, las fuerzas del orden disparan. Al final de la jornada, se cuentan veinte muertos y quinientos heridos del lado de los civiles, y cuatrocientos heridos entre las fuerzas del orden.

Aquella tarde, los manifestantes no pertenecían todos a la derecha o a la extrema derecha, ni mucho menos. Aunque las ligas de derechas estaban fuertemente representadas, la Unión Nacional de Combatientes o la Federación de los Contribuyentes también habían movilizado a sus afiliados. Por la mañana, L’Humanité había anunciado una manifestación de la Asociación Republicana de Antiguos Combatientes, organizada aparte, pero con el mismo lema: «En contra de los ladrones». Sin jefes, sin objetivo común, sin armas, sin complicidad con el ejército: la manifestación del 6 de febrero no era un intento de golpe de Estado. Era una revuelta popular, que traducía el descontento de los ciudadanos, su pérdida de confianza en la clase política.

El 7 de febrero, Daladier renuncia al gobierno. El 9, Doumergue, otro radical, se encarga de formar gabinete. El mismo día, los comunistas llaman a manifestarse «en contra del mercantilismo y del fascismo». Se producen choques muy violentos, con un resultado de 4 muertos y 46 heridos entre los manifestantes, y 16 heridos entre los policías. Los sindicatos y los partidos de izquierdas llaman a la huelga para el 12 de febrero, con una manifestación previa que debe transcurrir con tranquilidad. Durante este extenso desfile, los cortejos socialista y comunista se fusionan. Hermanos enemigos desde la escisión de Tours (1920), las dos ramas del socialismo se unen contra un adversario común: el «fascismo».

En el imaginario político de la izquierda, la jornada del 6 de febrero de 1934 prueba la existencia de un peligro fascista contra el que deben aliarse las fuerzas del progreso. El análisis histórico desmiente esta retórica: en Francia, en los años 1930, no existe fuerza fascista significativa. La verdad es que el mito fascista ha sido forjado por los comunistas para proscribir a aquellos adversarios que se les resisten con fuerza. Pero la etiqueta, arma del terrorismo intelectual, es maleable: un liberal, si deja claro su antimarxismo, pasa a ser fascista. Después de la Segunda Guerra Mundial, cuando el general De Gaulle vaya formando el RPF (Rassemblement Pour la France), será tachado de fascista. Bajo este vocablo se juntan fenómenos políticos pertenecientes a universos diferentes que responden a causalidades diferentes, que pueden ser antagónicas. En 1934, el canciller Dollfuss, católico, conservador y patriota austríaco, es odiado por Hitler por católico, por conservador y por patriota austríaco. Por eso lo asesinan los nazis. Sin embargo, como se enfrentó a las milicias marxistas, se califica a Dollfuss de fascista de la misma manera que a Hitler: el fascismo de los antifascistas es una mentira semántica.