Soy hombre, las crueldades contra tal número de mis semejantes sólo me inspiran horror.
CARDENAL LAVIGERIE
Día 21 de mayo de 1981. François Mitterrand acaba de ser elegido presidente de la República. Durante la ceremonia que ha imaginado para el día de su entronización, penetra, él solo, en la cripta del Panteón. Deposita una rosa roja sobre tres tumbas. La primera para Jean Moulin, la segunda para Jean Jaurés, la tercera para Víctor Schoelcher. Este último, hombre de izquierdas y militante laico, preparó en 1848 el decreto de abolición de la esclavitud en las colonias francesas. Este homenaje, respetable de por sí, ¿significa que los adversarios de esta plaga provenían todos de la misma familia de ideas? La historia contesta que no.
Día 21 de mayo de 2001. Al término de las idas y venidas reglamentarias entre la Asamblea Nacional y el Senado, el Parlamento francés vota una ley que reconoce como crímenes contra la humanidad «la trata de negros y la esclavitud de las poblaciones africanas, amerindias, malgaches e indias, perpetradas en América y el Caribe, en el océano índico y en Europa, a partir del siglo XV». Del 31 de agosto al 8 de septiembre siguientes, en Durban, África del Sur, se celebra una conferencia mundial contra el racismo, organizada por la ONU y el Alto Comisariado para los Derechos del Hombre, en presencia de delegados de 170 países. En París, como en Durban, algunos exigen (en vano) que las naciones que antaño se beneficiaron de la esclavitud cumplan con las reparaciones para con los pueblos que han sido víctimas de ella. En su mente, son las naciones occidentales las que están en el punto de mira. ¿Pero la esclavitud fue solamente practicada por los europeos? Aquí también, la historia dice que no.