Cuando Francia descubre la miseria obrera

Primero, hay que remontarse a la Revolución. Pues la conquista del derecho sindical del siglo XIX se realiza cuando se rechaza un principio promulgado por la Constituyente: la prohibición de las asociaciones profesionales. El 2 de marzo de 1791, a propuesta de Pierre d’Allarde, la Asamblea suprime los gremios, las maestrías y cofradías de maestros. Este decreto se completa, el 14 de junio siguiente, con una ley presentada por Isaac Le Chapelier, que prohíbe las huelgas y las coaliciones obreras. Está prohibido a los ciudadanos que ejercen el mismo oficio, obreros y maestros, «nombrar presidentes, secretarios o síndicos, tener registros, tomar decisiones, tener deliberaciones o formar reglamentos sobre sus pretendidos intereses comunes». Desde el momento en que se suprimen los obstáculos al libre ejercicio de la iniciativa económica, el arsenal legislativo de 1791 crea las condiciones jurídicas que van a desembocar en la aparición de una nueva categoría social: los trabajadores que perciben un sueldo fijado por la ley de la oferta y la demanda. Y, en nombre del liberalismo, se priva a los obreros de todo medio colectivo de defensa.

Son incluso considerados como individuos peligrosos. En 1803, el Consulado hace obligatoria la cartilla obrera. Sellada por el comisario de policía, en esta libreta se apuntan contrataciones y despidos, apreciaciones del empresario, eventuales deudas. Bajo pena de ser considerados vagabundos, los trabajadores no se pueden desplazar sin ella. Sólo bajo la Restauración caerá en desuso este sistema.

Tierra del libre cambio, Inglaterra tuvo su revolución industrial a partir del siglo XVIII. En esta época, la situación del obrero inglés corresponde al universo descrito por Dickens: empleos precarios, salarios miserables, quince horas seguidas en la fábrica o en la mina, condiciones de trabajo abominables, niños explotados como esclavos. Las mismas causas producen los mismos efectos, y el fenómeno se volverá a producir en Francia.

Bajo la Restauración, los obreros se concentran alrededor de Lille, Rouen, Mulhouse o Reims, especialmente en las manufacturas textiles. Sin embargo, a la escala actual, son pequeñas unidades de producción. Existe un millón de obreros en 1840, son ya 3 millones en 1870; del obrero campesino al obrero artesano, sus condiciones son diversas. A pesar del desarrollo de la industria siderúrgica y metalúrgica durante el Segundo Imperio, los 10.000 obreros del Creusot son una excepción por su número: hay que esperar hasta finales de siglo y a la segunda revolución industrial, para ver aparecer las grandes fábricas de la Lorena, del Norte, de Lyon, de Saint-Étienne o de la región parisiense. En 1914, en París, todavía habrá un jefe por cada cinco obreros.

Cuando se esboza esta red industrial, para quien nunca ha tenido que codearse con ella, este mundo es desconocido: los obreros son seres aparte. «Los bárbaros que amenazan a la sociedad —escribe Le Journal des Débats en 1832— no están en el Cáucaso ni en las estepas de la Tartaria, están en los arrabales de nuestras ciudades manufactureras. No hay que insultar a estos bárbaros; desgraciadamente, hay que compadecerles más que temerles». En 1837, la Academia de Ciencias Morales encarga a uno de sus miembros, el doctor Louis-René Villermé, un estudio sobre este extraño universo. El médico efectúa sus observaciones en Lille y en Rouen, en el sector industrial de entonces, el textil. Publicado en 1840, su Tableau de l’état physique et moral des ouvriers dans les fabriques de coton, de laine et de soie [Cuadro del estado físico y moral de los obreros en las fábricas de algodón, lana y seda] insiste en el deterioro de las condiciones materiales y sanitarias de los trabajadores, debido a las enfermedades infecciosas que padecen (esencialmente la tuberculosis o el cólera) y que provocan una tasa considerable de mortalidad infantil. Villermé denuncia también la degradación de los lazos sociales y morales, manifestada por el alcoholismo, el concubinato, los nacimientos ilegítimos, la falta de religión: en esta época, esos indicios se consideran como plagas.

La investigación de Villermé llevará a una toma de conciencia que se traducirá, a partir de 1841, en una ley que prohibirá el trabajo de niños de menos de ocho años, límite fijado luego en diez años. La ley fue presentada en la Cámara por tres diputados católicos. Siguiendo su ejemplo, antes y después que ellos, muchos hombres librarán batalla para que los obreros ya no sean considerados como «bárbaros» que acampan a las puertas de la ciudad, sino como hombres que hay que integrar en la sociedad.

En esta cruzada, el clero tiene su lugar. En 1838, el cardenal De Croy, arzobispo de Rouen, se alza contra el trabajo de los niños en las manufacturas. En 1837, 1839 y 1841, monseñor Belmas, obispo de Cambrai, publica tres cartas pastorales en las que protesta contra la miseria obrera. En 1843, monseñor Affre (arzobispo de París, morirá en las barricadas de 1848 al interponerse entre los combatientes) estigmatiza los daños de «una industria pervertida por la falta de religión, que produce ciudadanos llenos de ira contra una sociedad donde mueren más que viven».

Falta de religión: la expresión se repite a menudo. En la mente de los católicos sociales, la indiferencia religiosa y la disociación social están unidas. La indiferencia religiosa es la descristianización de una población obrera formada por antiguos campesinos que, al desarraigarse, han roto con la Iglesia; pero también es el cinismo de una burguesía librepensadora que no tiene escrúpulos con tal de ganar dinero. La disociación social es la pérdida de valores comunes que deja sitio únicamente a las relaciones de fuerza. Al preocuparse en remediar los desequilibrios humanos engendrados por la revolución industrial, los católicos sociales, indudablemente, persiguen un fin religioso. No obstante, para ellos, tal objetivo pasa por una acción concreta. A corto plazo, ayudando a los más desheredados; a más largo plazo, intentando actuar sobre las instituciones.

Durante la Restauración, la Iglesia es favorable a los Borbones. Bajo la Monarquía de Julio, lo sigue siendo, reprochando a Luis-Felipe la pérdida, para el catolicismo, del estatuto de religión de Estado. Los primeros católicos sociales son, pues, monárquicos. «Todo un sector de la literatura de denuncia —observa Yves Lequin— que, hasta la década de 1840, descubre con horror los efectos sociales de la mutación económica, se inscribe en una corriente reaccionaria, en el sentido etimológico de la palabra, legitimista y católica, y también en el esbozo de una política social cristiana, como reacción contra los daños del mercado»[157].

En el transcurso de los años 1830 a 1840, se constituyen múltiples asociaciones de caridad. Tienen como doble vocación paliar las carencias de la sociedad y dedicarse a la evangelización de los círculos populares. Se ponen bajo la protección de San Vicente de Paúl, ilustre predecesor. Así, la orden de los Hermanos de San Vicente de Paúl es creada en París en 1845 por tres seglares, Jean-Léon Le Prévost (será ordenado sacerdote en 1860), Clément Myonnet y Maurice Maignen. Los miembros de esta obra recorren los talleres obreros, repartiendo comida y ropa, y colocando a los jóvenes como aprendices.

En 1833 Frédéric Ozanam tiene veinte años. Con cinco estudiantes que, como él, han salido de Lyon para llegar a París, funda una institución de caridad. El grupo conoce a la hermana Rosalie. Miembro de las Hijas de la Caridad (orden fundada por San Vicente de Paúl), esta religiosa visita a los pobres de la calle Mouffetard y del faubourg Saint-Marcel. Bajo su influencia, en 1835, los seis estudiantes proceden a la constitución de la Sociedad de San Vicente de Paúl, que se difunde por toda la capital. En diez años, la obra se extiende por Francia, Europa y Estados Unidos.

En 1839, Armand de Melun, un miembro del consejo de las Conferencias de San Vicente de Paúl, crea la Obra de los Aprendices. Se trata del primer círculo cristiano dedicado a los jóvenes obreros. Al año siguiente, pasa a ser presidente de la Sociedad San Francisco Javier, obra de evangelización popular y sociedad de ayuda mutua. Cuatro años más tarde, cuenta ya con 10.000 asociados. Elegido diputado en la Asamblea conservadora de 1849, Melun hace que se voten las leyes de 1850 y 1851 sobre los alojamientos insalubres, las cajas generales de jubilación, el matrimonio de los indigentes, el delito de usura, la asistencia judicial, los contratos de aprendizaje sobre las cajas de ahorro, y sobre los hospicios y hospitales. En 1864, participa en la fundación de la sección francesa de la Cruz Roja. En 1871, crea la obra de los Huérfanos de la Comuna. Fallecido en 1877, este conservador fue un asombroso innovador.

En 1828, Alban de Villeneuve-Bargemon es nombrado prefecto del Norte. Destituido por la Monarquía de Julio debido a sus convicciones legitimistas, es diputado del Var de 1830 a 1840, luego diputado del Norte de 1840 a 1848. En Lille descubre el problema obrero. Ya en 1829, en un informe dirigido al ministro del Interior, Villeneuve-Bargemont observa que su departamento cuenta con 150.000 indigentes en una población de un millón de habitantes. Y esboza una doctrina de intervención del Estado con vistas a garantizar las condiciones de vida de los obreros: salario mínimo, instauración de un ahorro obligatorio, lucha contra las chabolas y contra el alcoholismo, enseñanza gratuita, etc. En 1834, publica una Economie politique chrétienne [Economía política cristiana] donde diagnostica «el desamparo general progresivo de la población obrera». En 1840, poco después de la publicación del informe Villermé, ante una Cámara admiradora del librecambismo británico, denuncia la situación social en Inglaterra, suscitada por «la práctica de una producción ilimitada, inspirada por la necesidad del dominio comercial y marítimo que atormenta a este pueblo codicioso de ganancias y conquistas lucrativas». Villeneuve-Bargemont es quien, con otros dos diputados católicos, Gérando y Montalembert, hace que se apruebe la ley de 1841 que regula por primera vez el trabajo de los niños.

Citemos también a Pierre-Antoine Berryer. Célebre abogado de París, defenderá a Ney, Cambronne, Lamennais, Chateaubriand o Luis-Napoleón Bonaparte. Diputado a partir de 1830, es portavoz de la oposición legitimista. En 1845, los carpinteros de París son demandados por haber hecho huelga: como delito de asociación definido por la ley Le Chapelier, esta acción es ilegal. Los obreros eligen a Berryer como defensor. Los obreros de las imprentas del Sena hacen lo mismo en 1862. Con un discurso en contra de la ley, la jurisprudencia y la doctrina del librecambismo, Berryer aboga por los contratos colectivos: «El tratado de común acuerdo es el mercado del hambre; es el hambre dejada a discreción de la especulación industrial. El obrero que tiene hambre acepta un salario insuficiente; pero, a su vez, si el empresario le necesita, usa de su derecho al paro para hacer que le paguen. Aquí tenemos, señores, una calamidad bajo la figura del respeto del derecho de cada uno».

Yves Lequin señala la existencia, en el Midi, de «una auténtica clase obrera que, al menos hasta 1850, cuelga el retrato del pretendiente en sus talleres». Este sentido monárquico popular verá su culminación, en 1865, en la Lettre sur les ouvriers [Carta sobre los obreros], en la cual el conde de Chambord defendía el derecho de asociación: «Hay que devolver a los obreros su derecho a concertarse. Es natural que se formen bajo cualquier nombre sindicatos, delegaciones, representaciones que puedan entrar en relación con los empresarios o sindicatos de empresarios para regular amistosamente las diferencias relativas a las condiciones de trabajo, y especialmente al salario». Organizar el diálogo social para evitar la lucha de clases: expresada en un momento en el que la gran industria balbucea, la idea parece premonitoria. Sorprende aún más porque surge ahí donde no se espera, en los sectores reaccionarios del espectro político.