El sindicalismo sin la Revolución

Si se consulta cualquier libro sobre el siglo XIX, la descripción del medio obrero está siempre unida a la historia del socialismo. Esta constatación demuestra la imposición del marxismo en la historiografía, que define a los obreros casi siempre como una clase en el sentido en que lo entendía Marx.

Entre 1830 y 1848, el primer socialismo está pensado por utópicos. Leroux, Saint-Simon o Fourier desarrollan un concepto de la solidaridad humana que es casi religiosa. «¿Qué es el socialismo? El Evangelio en acción», afirma Louis Blanc. Con El manifiesto comunista de Marx y Engels, publicado en Londres en 1848, el socialismo quiere ser científico: la lucha de clases es considerada como el motor de la historia, siendo ineludible la toma del poder por el proletariado. La Internacional de los Trabajadores se funda en Inglaterra, en 1864. En Francia, ese mismo año, Napoleón III legaliza el derecho a la huelga, pero hay que esperar hasta 1884 para que la República legalice a los sindicatos. A partir de entonces, las cámaras sindicales son el objetivo de una lucha de poder que opone a los reformistas, que quieren obtener ventajas sociales, y los marxistas, que buscan el avance de su proyecto de revolución política.

Decapitado después de la Comuna, el socialismo renace en los años 1880, alrededor del Partido Obrero Francés de Jules Guesde, que se fusionará más tarde con la SFIO (Sección Francesa de la Internacional Obrera)[155] de Jean Jaurès. Mientras el empresariado inglés, alemán o belga comprende rápidamente el interés en cooperar con los sindicatos, los empresarios franceses tardan en hacer lo mismo. Esta reticencia por parte del empresario, al igual que por parte del obrero, y el peso de las extremas izquierdas, incluso marxistas, darán un carácter conflictivo a las relaciones sociales en Francia. Fundada en 1895, la CGT (Confederación General de Trabajadores) adopta la carta de Amiens en 1906: al favorecer el recurso a la huelga, este texto inscribe al mayor sindicato francés en una perspectiva de lucha de clases.

No obstante, no todos los sindicatos son revolucionarios. En 1919, si los sindicatos cristianos constituyen una Confederación Francesa de los Trabajadores Cristianos (CFTC) es porque son herederos de una tradición que se dio a lo largo del siglo XIX: el catolicismo social. Según Jean-Baptiste Duroselle, este movimiento «procede de dos fuentes principales. Una surge en un medio bastante cercano al socialismo, el de los demócratas cristianos, y la otra se sitúa entre los legitimistas. El primer movimiento aparece a menudo como atrevido y generoso; el segundo, más tímido, demasiado paternalista, es a menudo más activo y más eficaz»[156].

No se trata de sobrestimar la fuerza de esta corriente, que nunca mandó grandes batallones. Pero la historia debe levantar acta: en el servicio a los desfavorecidos, los católicos sociales fueron a menudo pioneros.