La Comuna: los fanáticos en el poder

La primera sesión de la Asamblea se ha dispuesto para el 20 de marzo. Para demostrar su autoridad, Thiers decide que, antes de esta fecha, el gobierno tomará posesión de los cañones situados sobre las alturas de París: para evitar que los alemanes se apoderaran de ellos en su breve paso, los guardias nacionales habían subido doscientas piezas de artillería a Montmartre. Al amanecer del 18 de marzo, la operación se inicia con tranquilidad. Pero, al no haber previsto ningún tiro de animales, la bajada de los cañones resulta complicada. Poco a poco, los curiosos salen de sus casas. La muchedumbre se enfurece. La maestra Louise Michel, a la que llamarán la Virgen Roja, interpela a los soldados: «¿Vais a disparar sobre nuestros hijos?». Cediendo a la presión, el regimiento 88 de Infantería de línea confraterniza, se rinde y desarma a sus oficiales. Algunas horas más tarde, el general Lecomte y el general Thomas, que fueron hechos prisioneros, son linchados en su celda. La primera sangre se ha derramado.

El movimiento se extiende. En los barrios populares, los guardias nacionales ocupan los edificios oficiales. A medianoche, la bandera roja ondea sobre el Ayuntamiento. El comité central de los federados ejerce ahí el poder. Obligadas a retirarse hasta el Sena, las tropas fieles al gobierno evacúan la capital y escoltan a Thiers y a sus ministros hasta Versalles. De golpe, el jefe del poder ejecutivo ha escogido su estrategia: para aplastar mejor la revuelta, dejará que se extienda. En la ciudad, los días 21 y 22 de marzo, los partidarios del orden se manifiestan pacíficamente en contra de la confiscación de la legalidad por bandas armadas. El 22, los federados abren fuego sobre la muchedumbre desarmada. No sólo se inicia una revolución, es un nuevo terror.

Con intención de legitimar su autoridad, los federados organizan elecciones municipales. El 26 de marzo, los revolucionarios ganan fácilmente. Sobre 485.000 inscritos, la votación sólo ha atraído a 229.000 electores: el 53 por ciento de los parisinos no han votado, porque se abstuvieron o porque formaban parte de las 100.000 personas que habían huido desde el 18 marzo. En el clima de miedo que reina, no es posible ninguna oposición organizada, menos aún cuando Thiers ha ordenado a los funcionarios abandonar su puesto. En París, proclamada «ciudad libre», la municipalidad se comporta como poder soberano, habiendo roto con el gobierno. Se constituyen nueve comisiones (finanzas, ejército, justicia, policía, industria, relaciones exteriores, enseñanza…), que parecen ministerios. El 28 de marzo, el nuevo consejo es solemnemente entronizado. Con banderas rojas a la cabeza de la marcha, entonando La marsellesa o Le chant du départ, 200.000 personas instalan a los elegidos en el Ayuntamiento. La Asamblea que se erige como Comuna de París es bastante heteróclita. Los elementos de la izquierda moderada o los radicales dimitirán más o menos rápidamente. Los que quedan representan a todas las camarillas y subcamarillas revolucionarias. Arrestado antes del 18 de marzo, Blanqui no aparece. Pero sus discípulos están aquí, como el tipógrafo Benoît Malôn que quiere que la Comuna sea «la organización insurreccional permanente del proletariado». También encontramos a revolucionarios del 48, como el periodista Félix Pyat. Federalistas proudhonianos que piden la formación de una «federación libre de las comunas de Francia». Jacobinos, como Charles Delescluze, veterano de 1830 que habla de resucitar la Comuna de 1792. Miembros de la Internacional. Anarquistas, discípulos de Bakunin. Y luego idealistas inclasificables, como el novelista Jules Valles, el pintor Gustave Courbet o el cancionetista Jean-Baptiste Clément, autor de Le temps des cérises.

Esa diversidad ideológica provoca la mayor cacofonía en la Comuna. El comité central de la Federación, que conserva el poder militar, es otra fuente de divergencia. En cuanto a los alcaldes de distrito, en conjunto son radicales, al igual que Clemenceau, alcalde de Montmartre. Para conservar su puesto, zigzaguean entre la Comuna y los comités de la Guardia Nacional.

La confusión engendrada por la multiplicación de las instancias dirigentes se acentúa debido al cúmulo de sociedades secretas y clubes (club de los Amigos del Pueblo, club de los Proletarios, club de la Revolución) que interfieren en las instituciones oficiales. Todos viven los acontecimientos bajo el patrocinio de los Grandes Antecesores. En septiembre de 1870, cuando lanzó La Patrie en Danger, Blanqui fechó su periódico el 20 de fructidor del año 78. Raoul Rigault, un desequilibrado convertido en jefe de la policía de la Comuna (se le vio diseñar una guillotina de vapor que podía despachar trescientas cabezas al día), es capaz de citar el día y la hora de cualquier réplica de Robespierre o Saint-Just. En la prensa favorable a la Comuna (el Cri du Peuple de Jules Valles, Le Mot d’Ordre de Rochefort, Le Réveil de Delescluze, Le Vengeur de Félix Pyat), el lenguaje sans-culotte[145] es de rigor. Después de los primeros combates, la comisión ejecutiva de la Comuna se ensaña con los «chouans[146] de Charette» y los «vendeanos de Cathelineau» que habrían atacado Neuilly: pura imagen de propaganda.

El 18 de abril, en una solemne «Declaración al pueblo francés», la Comuna da a conocer su programa: «Es el fin del viejo mundo gubernamental y clerical, del militarismo, del funcionarismo, de la explotación, de la especulación, de los monopolios y de los privilegios, causas de la servidumbre del proletariado, de las desgracias y de los desastres de la patria». Debido a la resistencia presentada por los menos irrealistas, las medidas sociales de la asamblea comunal no son de un extremado alcance revolucionario: jornada de trabajo de diez horas, supresión del trabajo de noche en las panaderías, restablecimiento de la moratoria de alquileres y efectos de comercio, abolición de las multas patronales y de las retenciones sobre los salarios. Si bien los objetos empeñados en el monte de piedad son restituidos a sus propietarios, no se tocan las reservas de oro del Banco de Francia, por respeto a «la fortuna de la nación». Esta ingenuidad provocará la burla de Marx.

Es en el aspecto simbólico en el que la Comuna deja su marca. La bandera tricolor se sustituye por la bandera roja. Se restablece el calendario de 1793. El reclutamiento permanente es abolido, reemplazado por «el levantamiento del pueblo en armas». La fiebre obsidional[147] les lleva a perseguir el enemigo interno, y se restablece un Comité de Salvación Pública, algunos incluso exigen la instauración de un tribunal revolucionario para castigar a los traidores. Las publicaciones enemigas de la Comuna se prohíben: en veinte días, los apóstoles de la libertad hacen desaparecer unos veinte periódicos y encarcelan a sus directores y colaboradores. La legislación suprime la diferencia entre esposas legítimas y concubinas, hijos legítimos y naturales. Se decreta la enseñanza laica, obligatoria y gratuita, y se cierran los colegios católicos. Siguiendo la tradición revolucionaria, la Comuna promulga medidas antirreligiosas: inventario y confiscación de los bienes de las congregaciones, supresión del presupuesto de cultos, separación de la Iglesia y del Estado. Del 1 al 20 de abril son arrestados doscientos sacerdotes. Varias iglesias son saqueadas. En Notre-Dame-des-Victoires, recuerda Ludovic Halévy en sus Notes et souvenirs, «un batallón de federados dormía con sus mujeres, legítimas o no. El bedel dice que ha podido condenarse sólo por haber visto lo que ha visto». Sin embargo, de 67 iglesias parisinas, 55 siguen abiertas, no viéndose afectadas por los inventarios prescritos 14 de ellas. ¿Mansedumbre o falta de tiempo? No hay que olvidar que la Comuna durará sólo dos meses.

Desde el otoño de 1870, entre 200.000 y 300.000 personas han dejado la ciudad. En una urbe que contaba cerca de 2 millones de habitantes, queda todavía mucha gente. Los activistas y los que manifiestan una abierta simpatía hacia la Comuna representan por lo tanto una minoría. Aterrorizada, la mayoría se esconde en sus casas.

Desde el 2 de abril, los federados se enfrentan con los de Versalles en Courbevoie y en Puteaux. Frenados por los cañones del Mont-Valérien, se desbandan. Al día siguiente, se lanza una nueva ofensiva del lado de Meudon. Nueva derrota. El 6 de abril, los funerales de las víctimas de estos combates —las primeras y últimas de la Comuna— se desarrollan en presencia de 200.000 personas. Habiendo sido cogidos y ejecutados por los de Versalles dos jefes federados, la Comuna responde con un decreto que estipula que «toda ejecución de un prisionero de guerra o de un partidario del gobierno regular de la Comuna será inmediatamente seguida de la ejecución del triple número de rehenes». El arzobispo de París, monseñor Darboy, el párroco de la iglesia de La Madeleine, el padre Deguerry y el presidente del Tribunal Supremo, Bonjean, son arrestados: son los primeros rehenes.

La Comuna posee 227 cañones y 500.000 fusiles. En teoría, con fecha del 18 de marzo, se habían enrolado 200.000 guardias nacionales. Quince días más tarde, sólo quedan 30.000. Ya en el mes de enero, antes del armisticio, cuando el gobierno había reclamado voluntarios para formar compañías de élite dentro de la Guardia Nacional, en París solamente se habían presentado 6.000 individuos. Evidentemente, el levantamiento en masa funciona mejor de palabra que de obra.

Los sublevados no poseen jefes militares dignos de este nombre. Gustave Cluseret, delegado para la guerra, es un incapaz. El 1 de mayo, después de una serie de fracasos, dimite. Le sucede su jefe de Estado Mayor, el coronel Louis Rossel. Oficial en activo, este brillante politécnico de veintiséis años se ha unido a la Comuna porque le indignaba la paz firmada con los alemanes. Nada más entrar en funciones, observa que los conflictos permanentes entre la municipalidad y el comité central de los federados paralizan toda acción. El 9 de mayo, después de haber intentado en vano imponer la disciplina entre sus tropas, dimite a su vez. «Buscaba patriotas —confesará—, y me he encontrado con gente que habría entregado los fuertes de París a los prusianos antes que someterse a una autoridad».

La Comuna, que negocia el paso de los convoyes de abastecimiento, mantiene por otra parte los contactos con los alemanes. En toda la literatura de la Comuna, se encuentran por centenares los insultos contra los de Versalles. Contra Bismarck, prácticamente nada.

El 2 de abril, Thiers hace proclamar por Gallifet «una guerra sin cuartel ni tregua contra esos asesinos». Pero no se apresura. Deja a sus adversarios hundirse en la anarquía y prepara su contraofensiva. Metódicamente. El jefe del poder ejecutivo conoce muy bien el sistema defensivo de la capital: él mismo lo ha concebido, hace treinta y un años, cuando era presidente del Consejo. Thiers obtiene de Bismarck la liberación anticipada de 60.000 prisioneros. El 16 de abril, dispone de 130.000 hombres cuyo mando se entrega a Mac-Mahon. Estos soldados son campesinos que odian a estos parisinos partidarios del reparto de bienes.

Thiers predice: «Habrá algunas casas dañadas, algunas personas muertas, pero quedará la fuerza de la ley». El norte y el este de la ciudad están en manos de los alemanes, que asisten a los acontecimientos como espectadores. Por lo tanto los combates siguen en el oeste. Uno por uno, se reconquistan los fuertes que rodean la capital. El domingo 21 de mayo, el ejército penetra en París por el Point-du-Jour y por la puerta de Saint-Cloud. Los federados son rechazados hacia el este. Pero la ciudad se cubre de barricadas. El 22 de mayo, Delescluze, que ha sucedido a Rossel y que morirá tres días más tarde, proclama: «¡Dejad paso al pueblo, a los combatientes sin armas! Ha sonado la hora de la guerra revolucionaria». Empieza la Semana Sangrienta.

Distrito por distrito, barricada tras barricada, los soldados de Mac-Mahon ocupan la ciudad. La noche del 22 han alcanzado la estación Saint-Lazare y Montparnasse. El 24 se apoderan del Panteón. El 25 son dueños de toda la margen izquierda. Sin cuartel: los rastros de pólvora en las manos equivalen a una condena a muerte. Se fusila sin freno, ciegamente.

El cielo se cubre de una inmensa columna de humo. A base de petróleo, los partidarios de la Comuna se vengan. El 23 de mayo incendian las Tullerías y el Ministerio de Finanzas (en la calle de Rivoli), luego el Tribunal de Cuentas y el Consejo de Estado (albergados en el palacio d’Orsay, en el lugar del actual museo) y el hotel de Salm (sede de la Legión de Honor). El 24 de mayo se queman el Ayuntamiento, el Palacio Real y el Palacio de Justicia (de milagro, se salva la Santa Capilla), mientras que, en las calles De Rivoli, De Lille y Du Bac, se incendian edificios acomodados. El 25 de mayo les toca ser pasto de las llamas al barrio del Arsenal, a la manufactura de los Gobelinos y a los depósitos de la Villette.

«Un verdadero holocausto patrimonial», cuenta Alexandre Gady. «Con el Ayuntamiento ha desaparecido todo el registro civil de los parisinos desde el siglo XVI, los archivos hospitalarios (Hôtel-Dieu, etc.), la biblioteca de la ciudad, con sus 120.000 volúmenes, así como el museo instalado de forma provisional en el edificio. Hay que añadir, en el Louvre, la biblioteca del palacio, con 70.000 volúmenes, y sobre todo los planos originales del monumento; en el Palacio de Justicia, un gran número de archivos; en el palacio de la Legión de Honor, los archivos de la orden; en los Gobelinos, un centenar de tapices y los archivos del establecimiento»[148]. El museo del Louvre escapó al incendio gracias al valor de sus conservadores y a la llegada de un batallón de cazadores. Notre-Dame de París se salvó gracias a la intervención de los estudiantes de enfermería del Hôtel-Dieu.

El 24 de mayo, Raoul Rigault saca a monseñor Darboy de la cárcel, y le interroga.

—¿Podría saber por qué estoy arrestado? —pregunta el arzobispo de París.

—Hace ocho siglos que nos tenéis aprisionados —responde el jefe de policía—. Ya es hora de que esto cese. No le quemaremos como en tiempos de la Inquisición. Somos más humanos. Simplemente le fusilaremos.[149]

Una hora después, junto con otros detenidos que estaban con él, monseñor Darboy es fusilado. El mismo día, quince dominicos de Arcueil son asesinados ante el actual número 88 de la Avenue d’Italie. El 26 de mayo, 52 rehenes son fusilados en un patio de la calle Haxo, en Belleville: civiles, gendarmes y sacerdotes. Entre estos últimos, se encontraba el padre Henri Planchat, fundador de una obra que se dedicaba a proporcionar ropa y comida a las familias obreras. En 1936, la iglesia de Notre-Dame-des-Otages fue construida en el mismo lugar, en el distrito XX, para conmemorar a las víctimas.

Lo que queda de la insurrección se repliega en Belleville. El 28 de mayo, a las 14 horas, la última barricada, en la calle Ramponneau, es tomada al asalto por el ejército. Las últimas escaramuzas se desarrollan en medio de las tumbas del Père-Lachaise. Los supervivientes serán fusilados en la tapia del cementerio, lugar convertido en el legendario muro de los federados.

Los historiadores se ponen de acuerdo en la cifra de 20.000 muertos, partidarios de la Comuna, entre el 21 y el 28 de mayo. Las tropas gubernamentales habrían tenido un millar de muertos. Durante los quince días siguientes, todavía se fusilará a unos miles de insurrectos, después de ejecuciones sumarias o condenas regulares. Pero los tribunales prebostales instituidos por Mac-Mahon juzgan sin clemencia. El 9 de junio de 1870, Paris-Journal anuncia: «Cuando el número de condenados sobrepase los diez hombres, se sustituirá al pelotón de ejecución por una ametralladora». Más tarde, al bajar la tensión, sólo los crímenes constatados conllevarán una condena a muerte: participación armada en la insurrección, asesinatos, incendios voluntarios.

Algunos equiparan la represión de los de Versalles con el Terror. Sin embargo, la escala no es la misma. Patrice Gueniffey señala: «A diferencia de Carrier y Turreau, Thiers no ha ordenado que, habiéndose rebelado París, el conjunto de la población, rebelde o no, mujeres y niños incluidos, sean pasados por las armas»[150]. Se suelta a 8.000 prisioneros. Después de juzgarlos, 11.000 individuos serán condenados a la cárcel, 4.500 deportados a Nueva Caledonia, y sólo 93 a la pena capital. Otros 19.000 acusados serán absueltos. Estamos muy lejos de las cifras del Terror de 1793-1794.

Flaubert asegurará que se debía haber «condenado a galeras a toda la Comuna y obligar a estos sangrientos imbéciles a desescombrar las ruinas de París, cadena al cuello, como simples presidiarios». George Sand no querrá «compadecerse del aplastamiento de semejante demagogia». En La débâcle, Zola evocará así a los de Versalles: «Era la parte sana de Francia, la razonable, la ponderada, la campesina, que suprimía a la parte loca. El baño de sangre era necesario». Estos tres escritores no tienen, sin embargo, fama de reaccionarios…

Es cierto que la represión fue tremenda. El católico Albert de Mun vilipendia a Thiers, a quien considera encarnación del «espíritu de la burguesía de 1830», y estimará «inútilmente cruel y soberanamente impolítico prolongar de alguna manera la guerra civil, amontonando en las cárceles a una multitud de miserables, más inconscientes que culpables».

A los ojos de los historiadores de izquierdas, la acción de Thiers pasa, naturalmente, por un crimen contra la democracia. Pero es al contrario: es la represión de la Comuna lo que ha permitido instituir la república en Francia. Pues al restablecer el orden, el nuevo régimen ha tranquilizado a los conservadores. En comparación con los extremistas, los burgueses republicanos —no solamente Thiers, sino también Jules Ferry, Jules Favre, Jules Simon o Léon Gambetta— se dieron aires de moderados, preparando el advenimiento de la III República.

En provincias (en Lyon, Saint-Étienne, Toulouse, Narbona, Limoges y sobre todo en Marsella), la Comuna conoció breves réplicas. Pero una vez aplastada la insurrección parisina, el partido revolucionario queda diezmado por veinte años. Sin embargo, ha nacido un mito, fecundado por un martirologio que alimentará la imaginación de la izquierda durante un siglo, mito cantado en Le temps des cerises: «De aquel tiempo guardo una herida abierta en el corazón…». Durante mucho tiempo, los comunistas organizarán cada 28 de mayo, una peregrinación al muro de los federados: recuperación abusiva, pues los militantes de la Internacional desempeñaron un modesto papel en el transcurso de los acontecimientos de 1871. Con su mezcla de utopía libertaria, reivindicación igualitaria y provocación ciega, la Comuna más bien constituye, como lo escribió Alfred Fierro, «la última manifestación del romanticismo revolucionario de la pequeña burguesía francesa»[151]. Pero quizá nos hubiésemos ahorrado su desastroso balance si nos hubiéramos preocupado con anterioridad de la miseria popular.