Regenerar la humanidad: un proyecto totalitario

«Libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre». Después de dos siglos, la frase, atribuida a madame Roland, que la habría pronunciado mientras subía a la guillotina, mantiene su vibración terrible. Sumando las condenas capitales pronunciadas por la instancia judicial, las ejecuciones sumarias, los fallecimientos en la cárcel y las víctimas de la guerra civil (mezclados ambos bandos), el balance total del Terror alcanza los 200.000 o 300.000 muertos. Es decir, el 1% de la población de la época. A la escala de la Francia actual, ¡alcanzaría cerca de 600.000 muertos!

A pesar de las ideas recibidas, la primera víctima de esta hecatombe fue el pueblo francés. «Los aristócratas a las farolas», canta la Carmagnole. Pero durante la Revolución, un «aristócrata» no es un miembro de la nobleza: ya fuera artesano o campesino, es un rebelde en contra del nuevo régimen. «La palabra aristócrata significa, en general, un enemigo de la Revolución —señala Thomas Paine—. Se utiliza sin darle el sentido particular que se unía antaño a la aristocracia»[134]. Contabilidad macabra, los estudios estadísticos muestran que los guillotinados eran: un 31% obreros o artesanos, un 28% campesinos, un 20% comerciantes o especuladores. Los nobles y los eclesiásticos suministraron respectivamente sólo un 9% y un 7% de las víctimas.

¿Víctimas de la Revolución o víctimas del Terror? ¿Se puede separar la Revolución del Terror? Durante mucho tiempo, los historiadores de izquierdas (Aulard, Mathiez, Lefebvre, Soboul, Vovelle) han asumido el Terror, viendo los comunistas en la Revolución francesa la prefiguración de la Revolución bolchevique: Albert Mathiez saludaba «el rojo crisol donde se elabora la democracia futura sobre las ruinas acumuladas de todo lo que se refería al antiguo orden».

Los historiadores de derechas (Taine, Cochin, Gaxotte), estigmatizando el Terror, subrayaban que el proyecto jacobino —crear un hombre nuevo— estaba obligado a engendrar un sistema coercitivo.

Los liberales del siglo XIX (Thiers, Quinet, Tocqueville) eran los que más apurados se encontraban: ¿cómo alabar la Revolución dejando de lado el año 1793?

A partir de la década de 1960, estas separaciones empezaron a tambalearse. En 1965, François Furet y Denis Richet, dos antiguos comunistas, publicaban una obra que escandalizaba a la Sorbona.

Era la época en la que los estudios universitarios —dominados por Albert Soboul, mandarín de la izquierda— estaban todavía consagrados a la veneración integral de la empresa revolucionaria. En La Revolución francesa, Furet y Richet condenaban el Terror, en el que veían un patinazo que había ocurrido entre 1791 y 1792.[135] Era un primer paso —valiente— para distanciarse de la leyenda oficial.

¿Pero por qué señalar un solo patinazo en la historia de la Revolución? Lo hemos visto, los acontecimientos patinan en junio y julio de 1789, en octubre de 1789, en junio y en julio de 1791, en la primavera de 1792, en agosto y en septiembre de 1792, en marzo y en abril de 1793, en mayo y en junio de 1793. Y después del Terror propiamente dicho (septiembre de 1793), el mecanismo sigue: el Gran Terror de 1794, la Convención termidoriana (1795) y el Directorio (1795 a 1799) enlazan los patinazos.

Esta continuidad no escapó a François Furet. A medida que avanzaba en sus trabajos, hasta su muerte prematura (1997), el historiador fue más lejos. «La cultura política que conduce al Terror —señalaba en 1978— está presente en la Revolución francesa desde el verano de 1789. La guillotina se alimenta de su predicación moral»[136]. «El repertorio político de la Revolución —subrayaba en 1988— jamás ha dejado sitio a la expresión legal del desacuerdo»[137]. «Los hombres de 1789 —añadía en 1995— amaron, proclamaron la libertad de todos los franceses y privaron a muchos de ellos del derecho al voto, y a otros del derecho a ser elegidos»[138].

Furet tuvo un papel insustituible. Pues este hombre de izquierdas, adherido al liberalismo pero jamás a la contrarrevolución, se atreve a mirar la realidad de frente, uniéndose en cierto modo al punto de vista de historiadores a los que no se quería escuchar, por haber sido etiquetados como de derechas. El Terror, explica, está unido a la Revolución —seísmo que echa brutalmente por tierra las relaciones sociales— porque procede de un proyecto explícito de ruptura con el universo anterior, cualquiera que sea su coste humano. Una reforma puede trastocar a los hombres: la Revolución los pulveriza.

En 1989, en el momento del bicentenario, los historiadores críticos con la mitología revolucionaria fueron los que llevaron la voz cantante (Chaunu, Tulard, Bluche). Desde entonces, las investigaciones no han hecho más que confirmar sus demostraciones.

En 1999, Alain Gérard publica un libro sobre la guerra de la Vendée pensada como punto focal del Terror. Analizando el concepto del hombre expresado en el discurso de los convencionales, el autor saca esta conclusión: si los vendeanos (y más allá, todos los contrarrevolucionarios o todos los oponentes al gobierno de Salvación Pública) debían ser liquidados, es porque encarnaban una sub-humanidad. «Es por principio humanitario por lo que elimino de la tierra de la Libertad a estos monstruos», afirmaba Laplanche, un representante de la Convención. Matar a la población civil era repudiar el mundo antiguo para regenerar la humanidad, con el objetivo de fabricar un hombre nuevo, digno de vivir en la nueva sociedad. Comentario de Alain Gérard: «La voluntad de liberarse de toda experiencia, de toda tradición, condena a la Revolución a ir a la deriva, y, en su momento, a la violencia integral»[139].

En el año 2000, Patrice Gueniffey dedica al Terror un ensayo en el que desarrolla una reflexión sobre la noción de poder. Según este historiador, la violencia revolucionaria prolonga el absolutismo real, porque, conservando el mismo poder, la soberanía nacional ha sustituido a la soberanía del rey. La tesis es discutible: por una parte, porque todas las barreras sociales que limitaban el poder del Estado han saltado por los aires con el fin del Antiguo Régimen, por otra, porque el mecanismo de la ley de Sospechosos no tiene precedentes en la historia moderna, ni siquiera en el peor momento de las guerras de Religión. Sin embargo, para Gueniffey «el Terror es el producto de la dinámica revolucionaria, y quizá de toda dinámica revolucionaria. En eso, es propia de la naturaleza misma de la Revolución, de toda revolución». Y señala el historiador: «La historia del Terror empieza con la de la Revolución y acaba con ella»[140].

Recordemos el grito de Barnave, el 23 de julio de 1789, después de que fueran asesinados los primeros inocentes: «¿Acaso esta sangre era tan pura?». Estas terribles palabras encierran toda la lógica del Terror. Para los extremistas, hay que purgar a la sociedad. El pueblo real tiene que ser sustituido por un pueblo ideal: los malos desaparecerán de la población, los buenos quedarán. ¿Por qué no mencionar que ese razonamiento se encuentra en algunos escritos de la Ilustración? Rousseau, en El contrato social, mantiene que «todo malhechor que ataca el derecho social, por sus fechorías se convierte en rebelde y traidor a la patria. La conservación del Estado es incompatible con la suya, uno de los dos tiene que perecer. El Terror procede también de la doctrina jacobina del Estado, que aspira a fundar la república sobre un pueblo sublimado, el de la teoría rousseauniana de la voluntad general».

Anticipadamente, es un principio totalitario. Purificar la población de sus elementos indeseables, aunque sea mediante el asesinato en masa, es un proyecto que se pondrá en práctica en el siglo XX, con regímenes monstruosos. Aunque las circunstancias no fueran las mismas, una misma cadena sangrienta une a Robespierre, Lenin, Stalin y Hitler. «Hay que subir más arriba, hasta el piso metafísico —escribe Alain Besançon—, para reconocer el parecido entre el paisaje de la Convención y el de los totalitarismos del siglo XX. El punto esencial es que se comete el mal en nombre del bien. El bien consiste en operar quirúrgicamente al mundo para extraer de él definitivamente el principio maligno»[141].

Después del Consulado, Bonaparte se convierte en el emperador Napoleón. Coronándose, corona la Revolución. No obstante, retoma el hilo de la historia nacional. No en su loca política extranjera, que asoló Europa, sino en su obra interna. Por muy centralizadora y burocrática que fuera, es inmensa. Prolonga la acción de la Constituyente. Retoma igualmente ideas procedentes de más lejos. Gaudin, hombre que restablece las finanzas, entró en la administración a finales del reinado de Luis XV y sus medidas fiscales se inspiran a menudo en el Antiguo Régimen. El Código Civil, marcado por el individualismo revolucionario (Renan le reprochaba el instituir una sociedad en la que el hombre nace huérfano y muere soltero), fue redactado por Tronchet, que era abogado en tiempos de Luis XVI. Este código contiene gran parte de la legislación vigente antes de 1789. Ordenanzas de Colbert se integran así en el derecho contemporáneo. Como señala Jacques Bainville: «La Revolución mantuvo por lo menos tanto como innovó».

La igualdad ante la ley y ante el impuesto, la mejora de los mecanismos de ascensión social, la institución de asambleas representativas… todas esas medidas que la monarquía no supo emprender, se abonan en la cuenta de la Revolución. Pero otros países evolucionaron sin revolución. Es decir, sin ideología, sin ruptura, sin aniquilación, sin dictadura, sin partido único, sin violencia, sin guerra civil, sin Terror. Entre 1789 y 1799, la Revolución inauguró la fe en la utopía. Y legó a nuestra cultura política una profunda incapacidad para la reforma: en Francia, los cambios se dan en términos de relaciones de fuerzas, y a menudo de modo violento. No es seguro que este método sea el adecuado.