1789-1799: diez años de violencia

Cuando se les pregunta qué simboliza mejor la Revolución, una aplastante mayoría de los franceses de hoy contesta que los derechos del hombre. Adoptada por la Asamblea el 26 de agosto de 1789, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, inspirada en la Declaración de Independencia americana de 1776, es hija de la Ilustración. Exalta los derechos naturales (tema de la Ilustración), predica la separación de poderes (defendida por Montesquieu), expresa la teoría de la voluntad general (inventada por Rousseau), y sustituye una moral cristiana por una moral laica (la de Voltaire). «Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en sus derechos», certifica el artículo primero. Dejemos de lado la antinomia conceptual señalada no hace mucho por Solzhenitsyn: los hombres no están dotados de las mismas capacidades, de modo que si son libres, no son iguales, y si son iguales, es que no son libres. Aparte de esta petición de principio, la Declaración proclama derechos positivos: libertad individual, libertad de opinión, derecho de propiedad, derecho a la seguridad, derecho de resistir a la opresión. Pero todos estos derechos, sin excepción, van a ser violados entre 1789 y 1799.

Los poderes públicos han demostrado menos diligencia en 1993 que la que tuvieron en 1989 al celebrar el bicentenario de la Revolución. Se comprende. ¿Quién se hubiera atrevido a conmemorar el Terror? Pero el problema sigue íntegro. ¿Cómo separar 1793 de 1789?

Los libros escolares diferencian tres fases del Terror: una primera crisis con los asesinatos en masa en septiembre de 1792, una segunda que empieza con la ley de sospechosos de septiembre de 1793 y una tercera con el Gran Terror ordenado por Robespierre (junio-julio de 1794). Antes de 1792 y después de 1794 se desconoce el Terror. Sin embargo, el análisis histórico demuestra que el Terror se debe al pleno desarrollo de una política que lo precedió y que se mantuvo mucho más allá de la caída de Robespierre. «La Revolución francesa es un bloque», decía Clemenceau. En este bloque, se busca en vano el respeto a la ley, el culto a las libertades, los valores de concertación y el sentido del diálogo democrático que nacieron, según se nos dice de forma imperturbable, en esta época.

Convocados los Estados Generales por Luis XVI en agosto de 1788, se inauguran en Versalles el 5 de mayo de 1789. Al principio, cada uno de los tres órdenes (clero, nobleza y tercer estado) se reúne por separado. Pero el tercer estado, bajo la presión de su minoría activista, se declara mandatario de toda la población. El 17 de junio se proclama la Asamblea Nacional. El 20 de junio (juramento del Jeu de Paume), los diputados del tercer estado juran no separarse hasta no haber dado una constitución a Francia. Luis XVI resiste. El 23 de junio, en el transcurso de una asamblea plenaria, el rey ordena a los estados reunirse por órdenes. Cuando se retira de la sala de sesiones, la nobleza y parte del clero se retiran. Los representantes del tercer estado se quedan allí: «Estamos aquí por voluntad del pueblo —ruge Mirabeau— y sólo saldremos por la fuerza de las bayonetas». Las bayonetas no llegan, pues el rey transige. El 27 de junio pide al clero y a la nobleza que se reúnan con el tercer estado. Nacida de un abuso de fuerza, la revolución política está hecha: la soberanía ya no reside en el monarca, sino en la Asamblea Nacional. En la práctica, esta Asamblea está dominada por burgueses o nobles. El pueblo, del que alardea Mirabeau, no ha dado su opinión.

«Entre mayo y julio de 1789 —observa Jean Tulard— la Revolución cae en la violencia. El patinazo en la sangre no es de 1792, sino del verano del 89»[126]. El derrumbamiento de la autoridad y las dificultades de abastecimiento de la capital (la cosecha de 1788 fue catastrófica) provocan tensión en la atmósfera. Rápidamente, la situación se transforma en motín.

El 14 de julio, en contra de la leyenda de los libros escolares, la Bastilla no es tomada por una muchedumbre que se moviliza espontáneamente. Llevaron a cabo la operación una banda de agitadores que buscaban fusiles y municiones y que habían entrado por la puerta abierta por el gobernador Launay. Como agradecimiento, éste es asesinado. De la vieja fortaleza —que la administración real ya quería destruir— se libera, como víctimas del absolutismo, a siete prisioneros: cuatro falsificadores, un libertino y dos locos. La leyenda ha convertido esta peripecia en insigne hecho de armas. Michel Vovelle, historiador marxista, reconoce que se trata de una «interpretación simbólica de los hechos». Algunas horas más tarde, el preboste de los mercaderes, Flesselles, es abatido a la salida del Ayuntamiento. Su cuerpo es despedazado y se pasea su cabeza en la punta de una pica, junto con la de Launay. El 22 de julio les toca ser asesinados a Bertier de Sauvigny, intendente de París, y a su suegro, Foulon. Los amotinados les arrancan las vísceras, esgrimen los corazones triunfalmente y plantan las cabezas en picas. En la Asamblea, al conmoverse Lally-Tollendal ante semejantes abominaciones, Barnave le replica: «Nos quieren enternecer, señores, en favor de la sangre que ha sido derramada ayer en París. ¿Acaso esta sangre era tan pura?».

En Estrasburgo, Dijon, Nantes y Burdeos, grupos insurrectos expulsan a las autoridades municipales. En París también, en París sobre todo. Durante los años siguientes, el Ayuntamiento ejercerá un constante chantaje sobre la Asamblea. Manipulación de los diputados, presión de los clubes, amenaza de la calle: el mecanismo revolucionario está lanzado. «Ya no hay rey, ya no hay parlamento, no hay ejército, no hay policía», observa un contemporáneo. Durante el Gran Terror, campesinos exaltados por agentes revolucionarios se arman para hacer frente a bandidos imaginarios. Atacan entonces a los intendentes, los recaudadores, los funcionarios, y queman castillos, a veces con sus ocupantes dentro.

En el transcurso de la noche del 4 de agosto de 1789, en un ambiente exaltado pero durante una maniobra preparada («esta sesión del 4 de agosto estaba preparada desde hacía un mes», señala el conde d’Antraigues), la Asamblea decide el «fin de los privilegios».

Otra palabra clave de la retórica revolucionaria, alimentada por la evolución semántica. Pues lo que se adopta no es sólo la igualdad ante la ley, reforma que Luis XVI no había podido realizar. En unas horas son abolidos todos los estatutos particulares, las franquicias, libertades y costumbres, y las leyes privadas (lex privata, privilegio) que eran propios de la sociedad del Antiguo Régimen. Con un cepillazo legislativo se lima la condición de los franceses, cualquiera que sea su procedencia: la revolución social está hecha.

Mientras, se está elaborando la constitución: el aval de Luis XVI es necesario. En septiembre de 1789, los moderados, para quienes la Revolución ha terminado, fracasan al querer conceder al rey un veto absoluto. Únicamente se adopta un veto suspensivo. Se comprueba que ya es imposible la estabilización del movimiento que se había puesto en marcha. Los días 5 y 6 de octubre de 1789 —iniciativa que, una vez más, no tiene nada de espontánea— la muchedumbre se desplaza hacia Versalles. Guardias reales son asesinados, sus cabezas llevadas en picas. Se trata de un nuevo abuso de fuerza. El rey, que ya no es libre, es conducido a las Tullerías, La Asamblea se instala en la capital.

Desde el 23 de junio, el rey y la Asamblea, estos dos polos del poder, estaban frente a frente. De ahora en adelante están vigilados por un tercer poder, aparecido el 14 de julio: el motín. Durante este mes de octubre de 1789, la municipalidad parisiense establece un comité de investigación encargado de perseguir a los conspiradores, y el doctor Guillotin presenta un invento propio, llamado a tener un gran porvenir.