Los convencionales mandaban cortar el cuello a sus vecinos con una
extrema sensibilidad, para la mayor felicidad de la especie humana.
FRANÇOIS RENE DE CHATEAUBRIAND
En otoño de 2001 se proyecta en Francia una nueva película de Eric Rohmer. Desde Una noche con Maud hasta La rodilla de Claire, debemos a este cineasta unas obras exigentes en cuanto al fondo y elegantes en cuanto a la forma. En general es apreciado por las críticas. Pero la película que presenta, después de varios años de ausencia de las pantallas, no gusta. En La inglesa y el duque, el realizador pone en escena la cara de la Revolución que muchos quieren ignorar: la del Terror. La acción arranca el 13 de julio de 1790, víspera de la fiesta de la Federación. Felipe de Orleans, primo de Luis XVI, se enorgullece de haber contribuido a la caída del Antiguo Régimen. Pero a medida que avanza el guión, se degrada la situación. El 10 de agosto de 1792, la muchedumbre invade las Tullerías y asesina a los guardias suizos. A principios de septiembre, los amotinados ejecutan a los detenidos de las cárceles parisinas. La cabeza de la princesa de Lamballe, confidente de María Antonieta, es mostrada en la punta de una pica. A finales del año, un oficial noble, que había entrado al servicio de la Revolución, no comprende por qué se le arresta…
Lo que describe La inglesa y el duque es la violencia revolucionaria: arrestos arbitrarios, juicios expeditivos, delación organizada, llamamientos al asesinato. Todo lo que la leyenda dorada esconde bajo el celemín. La película suscitó entonces unos debates que parecían adormecidos. Para Jean-François Kahn, sostener que la Revolución francesa es intrínsecamente perversa es un reflejo «revisionista»[124]. Max Gallo reafirma que «la Revolución francesa es la irrupción del pueblo francés en su historia nacional»[125].
A pesar de todos los trabajos de historiadores que han renovado profundamente nuestro conocimiento de la época, vivimos siempre con los clichés del siglo XIX. Durante el decenio de 1790, Francia habría pasado del absolutismo a la libertad, siendo el Terror no sólo un accidente en el recorrido. Por desgracia, esta visión idílica no corresponde a la realidad de los hechos. El impulso de 1789, claro está, ha transmitido aspiraciones profundamente legítimas. La igualdad ante la ley, la igualdad ante el impuesto, la igualdad ante la justicia, la abolición de arcaísmos injustificados, todas estas reformas que la monarquía no había podido lograr y que los franceses esperaban. Esto no impide que, durante la Revolución, la violencia se imponga como método de acción política. A lo largo de todo el proceso revolucionario, sigue omnipresente. A partir de 1789 unas minorías se apoderan del poder y se lo disputan. De manera que el momento fundador de la República francesa lleva en sí una contradicción inconfesable. Dirigida en nombre del pueblo, la Revolución se realizó sin el consentimiento del pueblo, e incluso a menudo contra el pueblo.