Por algo se califican de nuevas las ideas de los filósofos. Ya la Reforma había acabado con la unidad espiritual de Europa occidental. Al liquidar lo que queda de la noción medieval de la ecclesia, la Ilustración constituye la segunda ruptura. Cuando toda la historia de Occidente, desde la caída del Imperio romano y la conversión de Europa al cristianismo, descansaba sobre la alianza entre el ámbito temporal y el ámbito espiritual, la «crisis de la conciencia europea», conmoción intelectual, moral y espiritual, en el punto de unión entre el siglo XVII y el XVIII, conduce a disociar la sociedad y la fe. Creer pasa a ser un asunto privado, subjetivo, que se puede revisar. «Nadie debe ser hostigado por sus opiniones, aun religiosas, siempre que su manifestación no perturbe el orden público establecido por la ley», dirá la Declaración de los Derechos del Hombre de 1789. La Ilustración habrá impuesto la idea de que la religión no constituye más que una opinión. Hoy es indispensable un esfuerzo de imaginación —tan integrado está el laicismo en el espíritu del siglo XXI— para medir qué seísmo representa.
Pero esta revolución ideológica se desarrolla en un microcosmos. La casi totalidad de los franceses de entonces son cristianos. Aunque, a partir de 1760, se observe un retroceso religioso en París y en las grandes ciudades, la práctica religiosa sigue siendo muy alta. En el campo, donde vive el 90 por ciento de los habitantes del reino, con excepción de alguna provincia tempranamente descristianizada como la Champagne, la aplastante mayoría de la población por lo menos comulga en Semana Santa. Por lo tanto, sólo una ínfima minoría se adhiere a la Ilustración, que deberá imponer su visión del mundo a la mayoría. El número de suscripciones al primer volumen de la Enciclopedia es de 2.050; cuando se publican los últimos volúmenes, ya se eleva a 4.200. Teniendo en cuenta las reediciones, se estima que existen, antes de 1789 y en un país de 28 millones de habitantes, de 11.000 a 15.000 poseedores de esta obra. En París, los filósofos entran en contacto con 2.000 o 3.000 personas, todas de origen noble o burgués. En provincias, el movimiento repercute por medio de las sociedades de pensamiento —clubes, academias o logias masónicas— que se fundan a partir de 1750 y abundan a partir de 1770. Pero sólo afecta a las élites sociales.
La Ilustración no forma una escuela de pensamiento único. En el plano político, fuertes diferencias distinguen a Montesquieu y su liberalismo aristocrático de Voltaire y su despotismo ilustrado o de Rousseau y su contrato democrático. El denominador común de los filósofos es su mirada optimista sobre el género humano. Creen en el progreso, es decir, en la superioridad del porvenir sobre el pasado. Alaban la capacidad del individuo para servirse de su razón. «El filósofo piensa y actúa según su razón», escribe Diderot. «La razón, suprema facultad del hombre», exclama Voltaire.
Esta razón del siglo XVIII, sin embargo, se limita a los hechos visibles. No se trata de comprender el mundo, sino de transformarlo: «El hombre ha nacido para la acción», afirma Voltaire; y añade: «No estar ocupado o no existir es lo mismo para el hombre». Y la finalidad de la acción es el progreso material y moral, a fin de asegurar la felicidad del hombre. Razón, utilidad, progreso, felicidad: estas palabras salpican la literatura filosófica. No obstante, disimulan una temible lógica.
En primer lugar, esta razón abstracta no se dirige a los hombres tal como son, a los hombres concretos, sino a un ser ideal, soñado, tal como lo imaginan los filósofos, ilustrado y virtuoso. Y la categoría inmediata de la que desconfían los teóricos de la Ilustración, todos aristócratas o burgueses, no es ni más ni menos que el pueblo. Los historiadores demuestran una extraña discreción con respecto al inmenso desprecio expresado por algunas figuras del siglo XVIII por las clases populares. «Es conveniente que el pueblo sea guiado, y no que sea instruido, no es digno de serlo», escribe Voltaire a Damilaville. «El bien de la sociedad requiere que los conocimientos del pueblo no se extiendan más allá de sus labores», afirma La Chalotais en su Essai d’éducation nationale [Ensayo de educación nacional] (1763). Gabriel-François Coyer, autor de Plan d’éducation publique [Plan de educación pública] (1770), anota que de 5.160 alumnos de los colegios de París, 2.460 son hijos del pueblo: propone expulsarlos y devolverlos a sus padres. En sus Vues patriotiques sur l’éducation du peuple [Visiones patrióticas sobre la educación del pueblo] (1783), Philipon de La Madeleine, otro filósofo, expresa el deseo de que la práctica de la escritura sea prohibida a los hijos del pueblo. El pueblo de la Ilustración, el pueblo ideal, es el pueblo sin el pueblo.
En segundo lugar, si el hombre es útil cuando sirve a la felicidad material, los que no entran en esta categoría son considerados inútiles. Y el que no es útil no es virtuoso. Constituye, pues, una amenaza para el Estado: hay que forzarle a ser útil o hacerle desaparecer. Y para los enciclopedistas, el arquetipo del inútil es el contemplativo. Los escritos de combate de la Ilustración contienen miles de páginas en contra de las órdenes religiosas. «Trabajos útiles pueden sustituir a oraciones demasiado largas», asegura D’Holbach. Y Delisle de Sales proclama: «Puesto que la filosofía ha progresado tanto alrededor de los tronos, hace falta que antes de medio siglo hayan desaparecido los monjes en Francia o que lleguen a ser útiles». Hombres o mujeres, los religiosos representan una categoría a extinguir. ¿No es la tolerancia universal?
Tolerancia: la palabra maestra de la Ilustración. Pero el concepto no está nunca definido. El historiador Jean de Viguerie lo resume en cuatro preceptos: no hacer a los demás lo que no nos gustaría padecer; toda verdad es subjetiva, y por consiguiente nadie tiene derecho a imponer su norma; toda religión no es más que una opinión entre otras; el Estado no tiene por qué intervenir en las cuestiones que implican una definición de la salvación eterna.[113] En realidad, si los filósofos definen la tolerancia es por su antónimo: el fanatismo. Se decreta fanático todo pensamiento basado en dogmas. Ahora bien, el catolicismo no concibe la fe como una opinión entre otras, sino como una verdad revelada. En la Francia del siglo XVIII, estando la Iglesia en situación dominante, el choque es inevitable. Cuando luchan contra el fanatismo —término de propaganda—, los enciclopedistas en realidad entran en guerra contra la religión del 95 por ciento de la población.
Los filósofos no rechazan todo fenómeno religioso. Devotos del «gran arquitecto del universo» o del «gran relojero», son deístas —siendo los materialistas como Diderot, D’Holbach o La Mettrie la excepción—. Pero, en diversos grados, son todos enemigos de la Iglesia católica porque representa una institución dotada de una jerarquía y una doctrina. En el Contrato social, Rousseau afirma que «se deben tolerar todas las religiones que toleran a las demás, en tanto sus dogmas no tengan nada contrario a los deberes de los ciudadanos. Pero cualquiera que se atreva a decir “Fuera de la Iglesia no hay salvación” debe ser expulsado del Estado». Helvetius es igual de explícito: «Hay casos en los que la tolerancia puede llegar a ser funesta para la nación, cuando tolera una religión intolerante como la católica».
Voltaire es el heraldo más ilustre de este anticatolicismo militante. «Aplastemos a la Infame»: fórmula que resuena como un grito de guerra. Utilizando a ratos la ironía o la erudición, el patriarca de Ferney desmenuza la Biblia, jugando con las contradicciones de los textos sagrados para alegar su impostura. Si Jesús no es más que un hombre, los dogmas cristianos —la Encarnación, la Resurrección— son mentiras destinadas a mantener el dominio de los sacerdotes sobre hombres de espíritu débil. Pero Voltaire no es ateo. «Si Dios no existiera, habría que inventarlo»: es lo que contesta a D’Holbach. En realidad, si este gran burgués tiene interés por una religión de Estado, es con la intención de mantener el orden social. «Filosofad todo lo que queráis entre vosotros, escribe en su Diccionario filosófico. Pero guardaos de ejecutar este concierto ante el vulgo ignorante y brutal. Si tenéis una aldea que gobernar, le hace falta una religión». Siempre el miedo al pueblo…
El gran especialista de Voltaire, René Ponceau, reconoce que, «mezquino y generoso a la vez, es capaz de lo peor y de lo mejor»[114]. Las indignaciones del escritor, paladín de la libertad, son en efecto selectivas. Se le habla de la persecución contra los católicos ingleses, y se saca una respuesta de la manga: «No se trataba de una doctrina teológica. La ley del Estado mandaba mirar al soberano y no al Papa como jefe de la religión: era una institución puramente civil, hacia la que toda desobediencia debía ser considerada como una revuelta contra del poder legislativo» (Tratado sobre la tolerancia). En su admiración (de lejos) a Rusia, Voltaire no ve las sombras del reinado de Pedro I o de Catalina II. En su admiración (de cerca) a Prusia, no le choca la intolerancia de Federico II en contra de los fieles de la Iglesia romana. En la época en la que reside en Cirey, madame de Grafigny observa que Voltaire puede ser «más fanático que todos los fanáticos que aborrece».
Con vistas a proteger su notoriedad y su posición semioficial (historiógrafo del rey, es miembro de la Academia francesa), Voltaire recurre a subterfugios. A fin de hacer admitir su anticristianismo, usa, como lo analizó Eric Picard, un antijudaísmo que le permite denunciar la intransigencia de una religión revelada y ridiculizar el Antiguo Testamento.[115] De los 118 artículos del Diccionario filosófico, unos treinta atacan a los judíos con términos de una virulencia increíble: «Sólo encontraréis en ellos un pueblo ignorante y bárbaro, que une desde hace mucho tiempo la más sórdida avaricia con el odio más invencible para con los pueblos que los toleran y los enriquecen». Sobre las raíces de esta hostilidad hacia los judíos, el cardenal Lustiger expone esta doble clave explicativa: «Voltaire no es cristiano y creo que el antisemitismo de Hitler es resultado del antisemitismo de la Ilustración y no de un antisemitismo cristiano»[116]. Léon Poliakov demostró igualmente que el racionalismo científico de la Ilustración es una de las fuentes del racismo nazi.[117]