En 1695, el Diccionario histórico y crítico de Pierre Bayle, al esforzarse en desmontar los dogmas religiosos, legitima la libertad de pensamiento. Bayle muere en 1706, pero el éxito de su libro es considerable: se encuentra en todas las bibliotecas del siglo XVIII. En 1721, en sus Cartas persas (publicadas sin nombre de autor), Montesquieu lanza pullas contra las instituciones de su tiempo. Voltaire, historiador, dramaturgo y poeta, se hace polemista en 1734, con las Cartas inglesas: a través de la descripción de sectas y religiones que pululan más allá del canal de la Mancha, toma como diana a la Iglesia católica. Las grandes obras representativas de la Ilustración aparecen entre 1748 y 1770. En Del espíritu de las leyes (1748), Montesquieu entrega el fruto de veinte años de reflexión política; elabora una tipología de los regímenes conectando a cada uno de ellos con una pasión (la monarquía con el honor, la república con la virtud, el despotismo con el miedo) y preconiza la separación de los poderes, única vía capaz, según él, de garantizar las libertades. Voltaire publica su Tratado sobre la tolerancia en 1763 y su Diccionario filosófico en 1764. Rousseau, conocido por su Discurso sobre el origen de la desigualdad de los hombres (1755), corta a partir de 1758 con los filósofos, pero este ginebrino elabora una teoría de la voluntad general (El contrato social, 1762) que establece los principios de la democracia moderna.
No obstante, el instrumento mayor de esta ofensiva intelectual es la Enciclopedia. El proyecto proviene de un librero que quería traducir la Cyclopaedia de Chambers, editada en Londres en 1728. Pero, la Enciclopedia francesa será finalmente una obra original. La empresa se lanza en 1746. El primer volumen aparece en 1751, el último en 1765. La realización de este «Diccionario razonado de las ciencias, de las artes y de los oficios» está dirigida por Diderot y D’Alembert. El primero es ateo, el segundo materialista. En el prospecto que presenta la obra, Diderot escribe que su objetivo es «reunir los conocimientos dispersos sobre la superficie de la tierra, exponer su sistema general a los hombres con los que vivimos, a fin de que nuestros sobrinos, siendo más instruidos, lleguen al mismo tiempo a ser más virtuosos y más felices». Redactada con una perspectiva práctica, presentada como un resumen del saber técnico y científico de la época, la Enciclopedia parte, sin embargo, de un postulado filosófico: si quiere transformar el universo, el hombre debe recurrir a la razón. Lo que significa que debe liberarse de todo prejuicio moral, político o religioso. «Es el optimismo desglosado en artículos», comenta Pierre Gaxotte.[109]
En política, la Enciclopedia da muestras de un conservadurismo prudente. En ciencias, los descubrimientos se utilizan con habilidad, pues a menudo parecen refutar la Biblia. En religión, los artículos principales son ortodoxos. Los ataques contra la Iglesia se disimulan en los textos menos visibles, cuyos títulos son suficientes para traducir la intención: «Prejuicio, Superstición, Fanatismo». Transmiten sus ideas, sobre todo, mediante «llamadas», es decir referencias a otras palabras: el artículo «Nacer» contradice «Alma», «Demostración» echa por tierra a «Dios». No se descuida el arma de la ironía. En «Cristianismo», se puede leer que «el verdadero cristiano debe alegrarse de la muerte de su hijo que acaba de nacer a la felicidad eterna».
Montesquieu, Voltaire, Marmontel, Rousseau, Jaucourt, D’Holbach, Helvétius, Condillac… Todas las plumas «ilustradas» colaboraron en esta obra colectiva. «La Enciclopedia fue más que un libro, fue una facción», escribirá Michelet.
En el momento en que reina Luis XV, el pensamiento de los filósofos lleva a volver a plantear todos los principios religiosos y políticos que constituían los fundamentos de la sociedad: contra la creencia, la duda; contra la autoridad, el libre albedrío; contra la comunidad, el individuo.
En 1723, el Reglamento de la Librairie (Réglement sur l’Imprimerie et la Librairie de Paris) confirma el principio de la censura. Encargados de leer los libros, los censores vigilan que no ultrajen ni la religión, ni al rey, ni la moralidad. La policía persigue las obras prohibidas. Sobre los escalones del Palacio de Justicia, como exorcismo simbólico, se queman algunos títulos prohibidos. Pero el escándalo sólo consigue promocionarlos. Pronto funcionarán imprentas clandestinas. Procedentes de Amsterdam o de Londres, algunos libros circulan de contrabando. En 1757, un edicto prevé penas severas (llegando hasta la muerte) para los impresores y los vendedores ambulantes de libros no autorizados. De hecho, esta legislación no se aplica. En el peor de los casos, los infractores se ganan algunos meses de cárcel. Se persigue también a los autores. Después de su Carta sobre los ciegos para uso de los que ven, Diderot permanece tres meses en la Bastilla. La antigua fortaleza pasa a ser la más encopetada de las cárceles del Estado. Condenado a seis meses de prisión en 1760 (pero liberado al cabo de dos meses), un colaborador de la Enciclopedia, el padre Morellet, atestiguará, con toda lucidez, la clemencia de su destino: «Se puso a mi disposición una biblioteca de novelas, que existía en la Bastilla para el entretenimiento de los prisioneros, y se me dio papel y pluma. Salvo en el tiempo de mis comidas, leía o escribía sin más distracción que la de las ganas de cantar o de bailar solo, que me acometían varias veces al día. No he padecido ninguna de las crueldades que se han reprochado al Antiguo Régimen. Veía la gloria literaria iluminar las paredes de la cárcel: perseguido, iba a ser más conocido»[110].
Frente a esta oleada, la corte está dividida. Cuando se le habla de gente «que piensa», Luis XV ironiza: «¿Que vendan a los caballos?»[111].
La reina María Leszczynska es enemiga de las nuevas ideas, pero madame de Pompadour y gran número de grandes señores les dan su discreto apoyo. Malesherbes, director de la Librairie (es decir, encargado de la censura) de 1750 a 1771, muestra indulgencia. Él mismo les pone sobre aviso, señalándoles sus excesos. Esconde manuscritos en su casa y concede permisos tácitos para ciertos libros que se encuentran en la situación de no estar ni autorizados ni prohibidos. En el fondo, el gobierno mira esta efervescencia intelectual como un juego inocente, propio de una diversión de salón.
La Iglesia tiene poder de jurisdicción. La Sorbona —facultad de Teología de París, que marca la pauta a las universidades de provincia— tiene derecho a condenar los libros ya impresos. Con regularidad, las asambleas del clero piden al rey más severidad. Sin embargo, la Iglesia también está dividida, presa del conflicto que opone a jesuítas y jansenistas. Atacada por los jesuítas desde la aparición del primer volumen, la Enciclopedia ve cómo se le niega la autorización por dos veces, en 1752 y 1759; a su vez, el papa Clemente XIII la condena. Pero la censura provoca una vez más el efecto contrario al deseado: las ventas de la Enciclopedia aumentan. Hacia 1770, la legislación represiva ya sólo constituye un fantasma que perjudica a los defensores de la Iglesia y se vuelve contra ella.
No obstante, existe una respuesta de fondo. Un millar de obras de apologética cristiana se publican entre 1715 y 1789, firmadas por miembros del clero secular, más raramente por monjes (en el siglo XVIII, las órdenes religiosas están en decadencia), pero también por seglares. En contra de las nuevas ideas se comprometen algunos escritores, poetas, novelistas o dramaturgos. «Parecen tan numerosos como sus adversarios —comprueba Jean de Viguerie—, aunque no todos lleguen a ser tan conocidos»[112].
A esta cohorte desconocida no le falta talento, aunque le falte ironía. Su cabecilla, Élie Fréron, lleva el combate antifilosófico, de 1750 a 1770, al frente de un diario, L’Année Littéraire. Voltaire le combate encarnizadamente, pero Fréron sabe responder: «Si los sabios filósofos del siglo, que reclaman la tolerancia con tanto calor e interés, porque la necesitan más que nadie, estuvieran ellos mismos a la cabeza del gobierno y se vieran armados de la espada de la soberanía, quizá fueran los primeros en servirse de ella contra todos los que tuvieran la audacia de contradecir su opinión». Otro brillante contradictor de los enciclopedistas, el padre jesuita Berthier, dirige el Journal de Trévoux de 1745 a 1762. Este periódico de calidad, subtitulado Mémoires pour l’histoire des sciences et des beaux-arts, se dedica a desmentir la supuesta incompatibilidad entre fe y razón. Según Berthier, el que la Iglesia rechace el relativismo en materia de dogma y de moral no significa que deba ser perseguidora. Pero en 1764, cuando se expulsa a su orden, el jesuita se ve obligado a exiliarse. Y en 1775, un año después de la llegada de Luis XVI, se suprime el privilegio que autorizaba a Fréron a editar su periódico. La revolución intelectual tiene el campo libre.