Las guerras de Religión, al marcar un retorno a la fragmentación feudal, han interrumpido el proceso de construcción del Estado iniciado por la monarquía a finales del siglo XV. Se recobró el impulso con Enrique IV, y se amplió bajo el reinado de Luis XIII. Un nuevo accidente surge cuando la Fronda sumerge al reino en la guerra civil. Cuando Luis XIV accede al trono, posee un crédito ilimitado, tal es la necesidad de autoridad que se siente. El rey aprovecha para gobernar personalmente, llevando al Estado al más alto grado de poder conocido en la historia de los Capetos. Al llegar al trono Luis XV, el crédito concedido a la monarquía ya no es el mismo. No obstante, El Bienamado es un soberano dotado de un agudo sentido de su función. Pero se levantan fuerzas que obstaculizan el poder real. Lejano reflejo del mundo feudal, paradójicamente, van a unirse con una nueva fuerza que se confirma en el siglo XVIII: la opinión. Luis XVI —aunque, contrariamente a la leyenda, fue un hombre inteligente— no tendrá las cualidades requeridas para enfrentarse a ese desafío. Sus indecisiones y sus dudas serán fatales para la vieja monarquía.
Dotar a Francia de un Estado eficaz significaba crear nuevas instituciones y reformar, o liquidar, las antiguas. En la encrucijada de estas lógicas contrarias es donde surge el bloqueo que provocará la muerte del Antiguo Régimen. A la monarquía, por principio, le repugnaba tomar medidas brutales y respetaba los derechos adquiridos de sus súbditos. Ahora bien, los representantes de las antiguas instituciones se han resistido ferozmente a la modernización del Estado. En cuanto estos privilegiados triunfaron sobre la voluntad del Estado, se dejó abierto el paso a la Revolución.
A principios del siglo XVII, el servicio público está dominado por la burguesía de oficios y por la nobleza de toga. Heredados de la Edad Media, los oficios se apoyan en la compra de cargos al Parlamento. En 1604, Enrique IV convierte los oficios en hereditarios, mediante el pago anual de una tasa, la paulette, que asegura un ingreso para el Tesoro. Concebido para garantizar la fidelidad de los oficiales y los hombres de leyes, este sistema tendrá el efecto contrario, pues al asumir una independencia creciente, los magistrados se transformarán en fuerza de oposición. Con poder para registrar o rechazar las leyes reales, se servirán de ello como arma política, pero en un juego en el que serán juez y parte, ya que se tratará de sus propios privilegios.
En 1648, la decisión de Mazarino de imponer a los parlamentarios una contribución financiera aumentada es una de las causas inmediatas de la Fronda. Cuando Luis XIV empieza a gobernar personalmente, se beneficia, como hemos dicho, de la necesidad de autoridad del país. En 1673, el rey prescribe el registro inmediato de sus ordenanzas, de modo que los parlamentarios conservarán sólo el derecho a hacer «humildes amonestaciones»: hasta la muerte del Rey Sol, el Parlamento quedará refrenado. Paralelamente, el rey crea una administración moderna, multiplicando, alrededor de los intendentes de provincia, los agentes que dependen directamente del Estado. Con la desaparición de Luis XIV en 1715, los parlamentarios recuperan su derecho de amonestación. Ya no lo van a soltar, manteniendo un conflicto crónico contra el regente y luego contra Luis XV. Otro factor agrava la crisis: el jansenismo, que pasa de ser una querella religiosa sobre la gracia y la predestinación, a ser una fuerza de oposición a la monarquía. En el siglo XVIII, el Parlamento se convierte en una ciudadela jansenista. Contrarios a la bula papal Unigenitus (1713), que condena el jansenismo y de la que el Consejo del rey quiere hacer una ley de Estado, los magistrados se enfrentan con Luis XV sobre este tema. Una lucha con repercusiones: en 1732 y en 1753, el rey debe mandar al exilio a los rebeldes.
La oposición es tanto más inexpugnable cuanto que los parlamentarios se valen de la inalienabilidad de su cargo y que los hombres de leyes, en nombre del derecho a la propiedad, se muestran solidarios con los parlamentarios. Pero el antagonismo de fondo procede del concepto de Estado: ¿tradicional o moderno? El problema de la reforma de los impuestos ilustra este dilema en toda su amplitud.
La organización fiscal del Antiguo Régimen constituye un laberinto inextricable. En función del rango social y de la provincia en la que se vive, los tipos de imposición varían hasta el infinito. En los «países de elecciones», el impuesto directo (la talla) no afecta más que a los plebeyos, pero en los «países de Estado» afecta a todos los bienes. Por regla general, el impuesto indirecto (ayudas, tratas, gabela) es el que predomina. Sin embargo, nobles y burgueses están exentos de ellos. En el siglo XVIII, al ir disminuyendo el número de guerras y al perder la organización militar su carácter feudal, las ventajas de las que goza la aristocracia pierden su sentido. Ya Luis XIV, instaurando la «capitación» (1695) y el «décimo» (1710) había obligado a la nobleza a pagar un impuesto directo.
El interventor general Machault, nombrado ministro en 1749, concibe una idea sin precedentes. Con la creación de un impuesto que obligará a todo francés, sea eclesiástico, noble o plebeyo, quiere introducir el principio de la contribución única. La igualdad fiscal: una verdadera revolución. El proyecto se ve apoyado por Luis XV. Pero, tan pronto como se anuncia, provoca una indignación general. La corte le es hostil. El Parlamento todavía más, porque se considera el encargado de defender las costumbres del reino, entre las que incluye, con complacencia, sus propias exenciones fiscales. No obstante, terminará por claudicar. Se instituye el «vigésimo», que grava un 5% todas las rentas, incluso las de los grandes propietarios nobles y las de los oficiales. La oposición más virulenta procede del clero. A fin de calcular el reparto del impuesto, el rey exige un inventario de los bienes eclesiásticos. El asunto provoca tal escándalo que, amenazado por los anatemas de la Iglesia, Luis XV exonera al clero de la aplicación del vigésimo.
Exiliado en 1753 por una de las peripecias de la crisis jansenista, se forma de nuevo el Parlamento en 1754. Pronto, vuelve a la ofensiva, obstruyendo sistemáticamente las decisiones del rey. En 1756, por un asiento real en una sesión solemne del Parlamento, Luis XV ordena la ejecución inmediata de sus edictos. Los parlamentarios dimiten entonces en masa, lo que produce la suspensión de la aplicación de la justicia. Restablecido en 1757, el Parlamento vuelve a utilizar la misma maniobra a finales del año 1770, después de un asiento real en el que el rey, de nuevo, les ha amonestado.
Harto, Luis XV toma una decisión espectacular. El asunto lo lleva Maupeou, canciller de Francia desde hace dos años. En la noche del 21 al 22 de enero de 1771, ciento treinta y ocho magistrados son exiliados a provincias. Y Maupeou lanza una serie de medidas innovadoras. La fuerza del Parlamento de París primero disminuye, lo que favorece a los justiciables. Se crean nuevos tribunales de apelación. Luego, Maupeou manda evaluar los oficios, prepara su retroventa obligatoria y la extinción de su derecho de compra. Por fin se suprime el Parlamento de París y se le sustituye por un tribunal compuesto por magistrados nombrados por el rey que deben rendir justicia de forma rápida y gratuita. A su vez, los tribunales de provincia son desmantelados y ceden su sitio a consejos superiores nombrados por el rey. Abolición del derecho de compra y de transmisión por herencia de los cargos, gratuidad de la justicia: es más que una reforma, es una revolución.
De 1771 a 1774, liberada del obstruccionismo parlamentario, la administración del interventor general Terray realiza una labor considerable con vistas a la equidad del sistema fiscal. Se prepara la abolición de las imposiciones más vejatorias, mientras se crean tasas modernas, algunas de las cuales serán retomadas en 1790 por la Asamblea constituyente.
En cuanto llega al trono, en 1774, Luis XVI vuelve a llamar al Parlamento. Cree así desarmar a la oposición. Fatal error. El rey escoge un ministro valioso, Turgot, pero las reformas que éste lanza chocan de nuevo con la hostilidad de los privilegiados. Cuando el ministro suprime las prestaciones personales, estableciendo una contribución única que afecta a los bienes nobles y a los plebeyos, los magistrados se niegan a registrar el edicto. Luis XVI, sin embargo, lo impone mediante un asiento real. En 1776, la oposición obliga a Turgot a dimitir. Necker le sustituye. Este banquero debe resolver una crisis financiera paradójica. En efecto, el reino es próspero. Desde la muerte de Luis XIV, se ha cuadruplicado el comercio exterior; armadores y negociantes han adquirido inmensas fortunas; aparecen las primeras grandes manufacturas; se fundan dinastías burguesas (Dietrich, Wendel, Périer) que harán la revolución industrial del siglo XIX. No obstante, en el momento en que Francia posee la mitad del numerario existente en Europa, el Estado carece estructuralmente de dinero. La solución estaría en reorganizar completamente el sistema fiscal, suprimiendo los privilegios financieros e instituyendo la igualdad frente al impuesto. Pero estas medidas son bloqueadas sistemáticamente. Necker es despedido en 1781. Sus sucesores chocan con la misma barrera. En 1787, ante la Asamblea de los notables, Calonne propone la igualdad de todos ante el impuesto, un impuesto único, la «subvención territorial». Es un fracaso, pero los notables (nobles y burgueses juntos), al defender sus privilegios, aparecen como defensores de la libertad por el hecho de oponerse al rey y a sus ministros. En 1788, volviendo con un rebrote de energía a la política de Maupeou, Luis XVI disuelve los parlamentos. Demasiado tarde: el Estado se encuentra al borde de la bancarrota. Necker vuelve, pero se convocan los Estados Generales. Lo que sigue es la Revolución.
Desde la época de Enrique IV, el Estado real trabajaba en modernizar Francia. A finales del siglo XVIII, las transformaciones ineludibles provocan una reacción de autodefensa de los antiguos estratos dirigentes. Y, por primera vez, la monarquía se detiene ante el obstáculo. Jacques Bainville observa: «La oportunidad de ahorrarnos una revolución no fue en 1789, sino en 1774, a la muerte de Luis XV. La gran reforma administrativa que se anunciaba entonces, sin sacudidas, sin violencia, mediante la autoridad real, era la que esbozarían las asambleas revolucionarias, pero que perecería con la anarquía, la que Napoleón retomaría y llevaría a cabo mediante la dictadura»[106].
Al inclinarse ante los privilegiados, fracasar en la reforma de la igualdad y no medir suficientemente la aspiración a una mayor movilidad social, el Antiguo Régimen se condena. A partir de 1750, la función política de la corte se desvanece, numerosos asiduos a Versalles viven sin cargo. Es entonces cuando la sociedad de la corte adquiere una imagen de ociosidad. Si la monarquía se hubiera vuelto a instalar en París, al menos parcialmente, como señala François Bluche, se hubiera evitado la fisura entre la realeza y la capital. Paradójicamente, el paso de la burguesía hacia la nobleza se hace más difícil bajo Luis XVI que bajo Luis XIV. Con el fin de paliar el creciente empobrecimiento de la pequeña nobleza militar, en 1781 se promulga una ordenanza exigiendo tener escudo de nobleza para obtener el grado de subteniente. Esta medida no resuelve nada: no soluciona los problemas de la aristocracia pobre, pero en cambio es vejatoria para los nuevos nobles o los burgueses deseosos de escoger la carrera de las armas.
Si en la década de 1780 hubiesen sido abolidos los derechos señoriales, si se hubiera promovido el desarrollo de la pequeña propiedad, no se habría extendido en el reino un sentimiento de injusticia. El estudio de los cuadernos de quejas muestra que en 1789 el pueblo pide reformas, pero se las pide al rey: en vísperas de la Revolución, la monarquía sigue siendo inmensamente popular. «Menos privilegios, más igualdad, la tierra para los campesinos; con este programa —observa François Bluche— el Antiguo Régimen se habría mantenido»[107].
La monarquía no se percató, o al menos no lo suficientemente rápido, de la importancia que adquiría el concepto de lo que hoy conocemos como «opinión pública», que triunfa en el siglo XVIII y que servirá a los ilustrados como arma en contra del Antiguo Régimen. Lo que daba prestigio a los parlamentos, ante los ojos de la opinión, era la facultad que tenían los magistrados de emitir su parecer sobre la política del rey. Sin embargo, era necesario atacar los privilegios abusivos de los parlamentarios, aunque hubiera sido preciso, ya que los Estados Generales no se reunían desde hacía lustros (exactamente desde 1614), crear instancias de concertación con el país. Se hicieron intentos: bajo Luis XV se reunió una asamblea provincial en el Boulonnais; bajo Luis XVI se realizó la misma experiencia en el Berry, luego en la alta Guyena. Pero estas medidas llegaban demasiado tarde.
La monarquía esbozó el Estado moderno, pero no terminó de diseñarlo: eso se hará en contra de ella. Si las reformas reales no se llevaron a buen término fue a causa de los escrúpulos que el régimen tenía en trastocar la sociedad. Luis XVI no fue derrocado por ser un tirano, sino porque era tímido y porque el Antiguo Régimen era respetuoso con el derecho.