Servir al Estado: un mecanismo de ascenso social

Se enseña de forma inmutable a los escolares que la sociedad prerrevolucionaria se componía de tres órdenes: el clero, la nobleza y el tercer estado. Entre los años 1960 y 1970, la explicación se salpimentaba de materialismo dialéctico, lo que precisaba algunas contorsiones intelectuales, por parte de los profesores, para cuadrar estas categorías con la explicación de la historia por la lucha de clases.

La organización y las jerarquías sociales de la antigua Francia son temas sobre los que los investigadores han trabajado mucho. Sus descubrimientos han sacado a la luz lo que había sido borrado por la leyenda negra de la monarquía y por el marxismo universitario. En el mundo estable de antes de 1789, que razona en términos de linaje, lo que determina el nacimiento cuenta mucho; pero, mucho después de la Revolución, hasta el siglo XX, veremos a hijos que asumen la misma condición que sus padres. Sin embargo, los órdenes del Antiguo Régimen no forman bloques. En el seno de cada estado, existen enormes diferencias, marcando fronteras de infinitos matices. La nobleza no es una clase, no más que el clero. Y, en contra de la idea recibida, múltiples mecanismos de ascensión social pueden trastornar los destinos individuales o familiares.

En la época, la Iglesia constituye una potencia. Sin inmiscuirse en la administración civil, vive en simbiosis con la monarquía: el galicanismo de los Capetos es compartido por el clero francés que únicamente reconoce al Papa una autoridad espiritual. El rey nombra a quien ocupará las sedes episcopales y percibirá los beneficios eclesiásticos; la Santa Sede sólo confirma estos nombramientos. Cada cinco años, la asamblea general del clero vota el «donativo gratuito», un impuesto que se debe al Estado. La Iglesia recupera el importe haciendo pagar el diezmo. Por otra parte, los bienes territoriales eclesiásticos son considerables.

En términos de derecho público, desde nuestro punto de vista, esta situación es desorbitada. Pero precisamente no se debe juzgar según los criterios contemporáneos. Sin evocar de nuevo la laicidad —concepto impensable en el Gran Siglo—, se deben considerar los elementos siguientes. Además de su misión religiosa, la Iglesia asume una carga social que, en nuestros días, abarca los campos de varios ministerios: Salud, Asuntos Sociales, Educación, Enseñanza Superior, Cultura.

La Iglesia atiende a menesterosos y enfermos. Entre los hospitales parisinos actuales, los más antiguos (Hôtel-Dieu, la Charité, Laénnec, Saint-Antoine, Saint-Louis, la Santé, Val-de-Grâce, Necker…) han sido fundados, antes de la Revolución, por sacerdotes o por congregaciones religiosas. San Vicente de Paúl funda la Salpétrière en 1656, siendo al mismo tiempo un hospital para los enfermos y un refugio para pobres y mendigos. Un edicto real de 1662 y una carta del rey a los obispos en 1676 mandan crear hospitales semejantes en todas las ciudades del reino. Más de la mitad del personal de los hospitales forman parte del clero. Ambulatorios, casas para niños abandonados, hospicios para pobres, comedores de beneficencia: tanto en la ciudad como en el campo, innumerables casas de beneficencia son llevadas por religiosas.

La Iglesia asume también la mayor parte de la enseñanza pública. Desde la Edad Media, y más todavía a partir del concilio de Trento, el clero une el aprendizaje de la lectura con la educación religiosa. El 13 de diciembre de 1698, un decreto real ordena establecer, «donde no haya, tantos maestros y maestras como sea posible para instruir a todos los niños». Los padres deben mandar a sus hijos al colegio hasta los catorce años. En la práctica, esta decisión se aplica de forma muy desigual, pero en el plano de los principios es histórica: «La enseñanza obligatoria en Francia, data de Luis XIV y no de Jules Ferry», comenta Jean de Viguerie.[103] En 1688, el 29% de los franceses y el 14% de las francesas pueden firmar su partida de matrimonio; en 1788, estas proporciones se elevan respectivamente al 47% y al 27%. El clero es el que proporciona la mayor parte del personal de las escuelas (esencialmente las religiosas enseñantes). También es el clero quien se ocupa de la enseñanza secundaria en los colegios, incluso en los colegios militares. Jesuítas, oratorianos, benedictinos, padres de la doctrina cristiana abren establecimientos que gozan de la protección real. Los alumnos no sólo son de la nobleza o de la burguesía. En 1681, San Juan Bautista de La Salle creó los Hermanos de las Escuelas Cristianas para la enseñanza gratuita de los hijos del pueblo. El Oratorio de Le Mans, en 1688, cuenta en sus clases de tercero y de segundo con cuarenta y dos hijos de granjeros, labradores o campesinos.

Instalada en Versalles en 1682, la corte es la más brillante del mundo. Instrumento de reinado y foco de civilización, sirve y servirá de modelo a toda Europa. La imaginería escolar la reduce sin embargo a una caricatura: no habría tenido otro papel que entretener a los nobles, que estaban todos ociosos. Ahora bien, no toda la nobleza vivía en la corte, y raras veces estaba ociosa. Si los más altos personajes del reino tienen la obligación de aparecer en Versalles, no es el caso de la aristocracia media. De 200.000 nobles, solamente 10.000 frecuentan la corte, y no permanentemente. Permanecen ahí por cuartos, es decir por rotación de un trimestre, honor que está vinculado a la prestación de algún servicio público, como el gobierno de una provincia o un mando en el ejército. En una época en la que no existe el servicio militar, la aristocracia es la única que paga el «impuesto de sangre», y lo paga caro: en los campos de batalla, las balas de cañón llevan el luto a muchas familias. Contrariamente a la leyenda, las pensiones que reparte el rey no arruinan al reino: en 1683, representan el 1,21% del presupuesto, en una época en que el presupuesto del Estado no tiene nada que ver con el nuestro.

En la Francia monárquica, los valores de la nobleza permanecerán hasta el final como valores de referencia. Pero la aristocracia no forma un grupo homogéneo. La alta nobleza goza de los beneficios de sus tierras, de rentas, de pensiones reales o de beneficios eclesiásticos. La riqueza no es necesariamente señal de egoísmo: escuelas, hospitales, casas de beneficencia, conventos, iglesias, mercados de granos, carreteras o puentes, innumerables inversiones de interés general son financiados a sus expensas por las familias nobles. El progreso de las técnicas agrícolas debe mucho al apoyo de algunos grandes señores.

A pesar de todo, desde el Renacimiento, la aristocracia, a la que su estatuto prohíbe las actividades mercantiles, ha sido excluida del movimiento comercial e industrial provocado por la llegada de dinero del Nuevo Mundo. En valor relativo, se ha empobrecido. Después de las guerras de Religión, el proceso de formación del Estado, la formación de la administración real o el fortalecimiento de los parlamentos han vuelto inútiles los poderes de policía y de justicia de la pequeña nobleza. Progresivamente, los nobles rurales han sido despojados de la actividad que justificaba sus derechos feudales. Miles de ellos, militares en tiempo de guerra, se han vuelto agricultores en tiempos de paz. Algunos, con la espada ceñida, labran sus campos o venden sus productos en el mercado cercano. Estos hidalgüelos, a veces analfabetos, viven en medio de los campesinos, comparten las comidas con sus criados. Algunas familias viven en la escasez, a veces en la miseria. A fin de salir a flote, se dirigen al rey. Los nobles que no pueden ser presentados en la corte y que no tienen pensiones compensan su relativo infortunio aumentando los cánones señoriales, incluso, en la segunda mitad del siglo XVIII, volviendo a imponer derechos caídos en desuso. Esta reacción nobiliaria será una de las causas secundarias de la Revolución.

Con objeto de favorecer las inversiones en las empresas mercantiles que se crearon en el siglo XVII (como la Compañía de las Indias), la monarquía promulga derogaciones para la nobleza. En 1669, un edicto de Luis XIV autoriza a ésta a practicar el gran comercio y el negocio de ultramar. Pero las prevenciones son tan fuertes entre los mismos aristócratas, que el resultado será modesto. En realidad, la medida beneficiará a la alta nobleza, que se enriquecerá todavía más. No obstante esta política del rey traduce una voluntad del Estado: velar por la renovación de la nobleza para que no llegue a ser un cuerpo independiente.

Si bien la nobleza es hereditaria, la transmisión por la sangre nunca se instituyó como sistema cerrado, comparable con las castas hindúes. El rey crea a los nobles. Haciéndolo así, admite implícitamente la igualdad de naturaleza entre los hombres. Los saltos de la burguesía a la nobleza son muy numerosos, de lo que se queja el altivo duque de Saint-Simon, calificando el reinado del Rey Sol de «reinado de vil burguesía».

Por otra parte, para el Tesoro real, el ennoblecimiento constituye una fuente de ingresos. La monarquía multiplica, por lo tanto, los cargos que ennoblecen. El oficio de secretario del rey ennoblece a su titular al cabo de veinte años. En una o dos generaciones, militares, magistrados, negociantes, armadores, financieros o manufactureros pueden así acceder a la nobleza, generalmente prosiguiendo su actividad profesional. En el siglo XVII, la capitación es un impuesto sobre el rango, calculado en función de los cuatro criterios de dignidad, poder, fortuna y consideración. Estudiando la tarifa para 1695, François Bluche muestra la imbricación de la nobleza y la burguesía en el apogeo del reinado de Luis XIV, teniendo que pagar más impuestos numerosos miembros del tercer estado que algunos nobles. «Por voluntad del rey, la nobleza había dejado de ser un índice de superioridad absoluta»[104].

Se olvida a menudo que en la corte no sólo viven nobles. Además del personal del palacio —guardias, escuderos, criados, obreros, cocineros o lavanderas—, los funcionarios de la administración tienen sus oficinas en las alas de los edificios de los ministros. Secretarios, ujieres u oficiales públicos proceden mayoritariamente de la burguesía. El servicio del Estado sirve así de pasarela entre los diferentes estados de la sociedad. Y el cargo en la jerarquía oficial no determina sistemáticamente la influencia: Jules Hardouin-Mansart o Racine, que son plebeyos, son íntimos de Luis XIV. Al situar a sus ministros por encima de duques y pares, Luis XIV premia el mérito. Con la paulatina desaparición de los prejuicios en el siglo XVIII, los matrimonios entre nobles y burgueses terminan por hacer más flexibles las antiguas barreras sociales. En vísperas de la Revolución, existe en las grandes ciudades un ambiente en el que se mezclan nobles auténticos, nobles de apariencia y burgueses, compartiendo todos el mismo modo de vida.

En 1789, el 80% de los franceses vive en el campo y el 55% vive allí del trabajo de la tierra. Los caracteres de La Bruyére han sido, en gran parte, causa de los clichés sobre la miseria de los campesinos bajo el Antiguo Régimen: «Se retiran por la noche a sus madrigueras, donde viven de pan negro, de agua y de raíces…». Aquí, una vez más, la crítica histórica trata los lugares comunes como se merecen. En 1966, Pierre Goubert, autor de Louis XIV et vingt millions de Français, que retomaba muchas de las ideas recibidas sobre la miseria de los campesinos, reconoció más tarde que no volvería a escribir un libro como ése. En su obra Vie quotidienne des paysans frangais au XVIIeme siécle [Vida cotidiana de los campesinos franceses en el siglo XVII], editado en Francia en 1982, muestra una gran diversidad entre el campesinado, desde la riqueza a la pobreza más extrema. En esta sociedad rural, como en toda Europa, la incertidumbre acerca del clima, la ausencia de métodos de almacenamiento, la práctica del barbecho o las dificultades de comunicación forman otros tantos elementos que pueden provocar años de hambruna. El régimen sociopolítico de Francia no tiene la culpa de ello.

En cambio, el principio de medidas públicas a favor de las víctimas de la crisis económica sí data del Antiguo Régimen. Turgot es intendente en el territorio de Limoges, una de las provincias más pobres del reino. En 1761, inicia los talleres de beneficencia, que se extenderán por toda Francia. Abiertos, por iniciativa de la administración real, con el fin de dar trabajo a los menesterosos, estos talleres construyen carreteras, se dedican a obras de nivelación o de empedrado. Su financiación está asegurada por el Estado, por medio de las contribuciones voluntarias de los propietarios acomodados. Entre 1779 y 1789, hay 622 talleres de este tipo únicamente en la alta Guyena.

Una quinta parte del suelo francés pertenece a familias nobles, con importantes disparidades regionales: el 44% en el distrito de Toulouse, el 12% en el Delfinado. La Iglesia posee alrededor del 10% de las tierras (el 25% en Flandes, pero un 1% en la región de Brive). El resto, es decir, el 70% del territorio, es propiedad de los burgueses o de los campesinos. Según las provincias, los burgueses poseen del 12% al 45% del suelo. A lo largo de los siglos XVII y XVIII, la propiedad campesina no ha dejado de aumentar. Antes de la Revolución, se establece con una media del 40% del territorio, con porcentajes superiores (pero a menudo en parcelas pequeñas) en Auvernia, Limosín, Guyena, Béarn o Languedoc. Pierre Gaxotte observa que «Luis XIV no reinó sobre una Francia miserable, sino sobre una Francia en plena prosperidad»[105]. En el siglo XVIII, en que los años de escasez son excepcionales, el modo de vida de los jornaleros y de los obreros agrícolas sigue siendo precario, pero el estudio de las escrituras de propiedad, contratos de matrimonio y actas notariales sobre sucesiones muestra a un campesinado próspero. Cuando se celebran asambleas dominicales de parroquia, éste acostumbra a deliberar y votar las decisiones que le conciernen directamente. En nuestros días, en los museos o los anticuarios, podemos admirar muchos objetos que atestiguan un desahogo económico y un modo de vida que trascienden su tiempo, más allá de las tribulaciones políticas y sociales vividas por los campesinos.