La monarquía de los Capetos, un poder moderado

Le Petit Robert define el absolutismo como un «sistema de gobierno en que el poder del soberano es absoluto, y no está sometido a ningún control». El mismo diccionario observa que el término ha sido inventado en 1796. «Absolutismo» es, pues, un concepto forjado durante la Revolución, a fin de vilipendiar las instituciones anteriores y de justificar la necesidad de haberlas derrocado. De la misma manera que el Antiguo Régimen (expresión creada en 1790), el absolutismo no constituye una categoría científica, sino una figura de propaganda.

En el siglo XVII, el término «absoluto» no es nada peyorativo, la palabra proviene del adjetivo latino absolutus, «acabado, perfecto procedente del verbo absolvere que significa desatar, desligar». La monarquía absoluta no es la monarquía sin límites: es la monarquía sin ataduras. Es decir, un sistema en que la soberanía política se concentra en un hombre que, encarnación del Estado, reúne poder ejecutivo y el poder legislativo. Representante de la legitimidad, el rey está enteramente al servicio de su reino. «Debemos considerar el bien de nuestros súbditos mucho más que el nuestro —afirma Luis XIV—, ya que somos la cabeza de un cuerpo cuyos miembros son ellos». Esta metáfora viene de la teoría del cuerpo místico, la unión de Cristo con su Iglesia, que se encuentra en San Pablo. Fue enunciada, en el siglo XV, por Jean de Terrevermeille, jurista que definió la función real y las reglas de sucesión monárquica. En el siglo XVII, época religiosa, la idea está siempre viva. Mediante la ceremonia de la coronación, el rey, soberano «por la gracia de Dios», es el elegido del Señor, el taumaturgo que cura las escrófulas. Pero nadie duda de esta legitimidad.

Que hoy esto nos indigne o sorprenda no cambia nada: la monarquía absoluta, en su tiempo, no se discute. Cuando se estudian memorias, diarios íntimos o cartas privadas, nadie menciona una falta de libertad, un sentimiento de opresión. Una medida concreta tomada por el rey puede ser fuente de descontento, sus ministros pueden ser impopulares, los grandes del reino pueden ser criticados, pero jamás la persona del monarca ni el principio de su función se ponen en tela de juicio, ni siquiera por los que han sufrido su rigor. Pierre Bayle, calvinista exiliado, observa que «el único y verdadero método para evitar las guerras civiles en Francia es el poder absoluto del soberano, sostenido con vigor y armado con todas las fuerzas necesarias para hacerlo temer». Pasquier Quesnel, jansenista, también exiliado, recalca: «Se debe mirar al rey como ministro de Dios, estar sometido a él y obedecerle perfectamente». La arbitrariedad supuesta de Luís XIV no molesta, pues, más que a la gente que no ha vivido durante su reinado.

El rey y la reina son personajes públicos. Para entrar en su palacio, no hace falta sino alquilar una espada en la entrada. Arthur Young, un inglés que sale a descubrir Francia, se sorprende en el castillo de Versalles: «Pasamos a través de una muchedumbre, y varios de ellos no estaban muy bien vestidos»[98]. Cada domingo, durante el grand couvert, es posible asistir al almuerzo del rey. Bajo Luis XV, lo mejor del espectáculo es la habilidad con la que el monarca abre su huevo pasado por agua con un revés del tenedor. Durante la boda de María Antonieta con el delfín (futuro Luis XVI), la muchedumbre entra en la galería de los espejos en la que está reunida la familia real, separada de los transeúntes por una simple balaustrada. Con la condición de estar limpio, todo el mundo está admitido a desfilar para contemplar a la futura reina. Si el rey hubiese sido un autócrata odiado por su pueblo, hubiera habido cien ocasiones de asesinarle.

«El monarca absoluto no es ni un tirano ni un déspota», observa François Bluche.[99] Su poder obedece a unas reglas codificadas. Y si los juristas se han esforzado en definirlas, es precisamente porque el rey no tiene todos los derechos. Antes que nada, los límites de su poder están inscritos en una moral común. A semejanza del más humilde de sus súbditos, el monarca está obligado a obedecer los mandamientos de Dios. Si el rey los viola ostensiblemente, el reino, desligado de su deber de obediencia, podría sublevarse. La teoría del derecho divino, procedente también de San Pablo (Omnis potestas a deo, «todo poder viene de Dios»), expresa una filosofía de la responsabilidad. Remite al momento ineludible en el que cada uno será juzgado sobre el modo en el que haya cumplido con su cometido en la tierra. Por lo tanto, ser rey por derecho divino no significa no tener que rendir cuentas a nadie: al contrario, es gobernar preparándose para comparecer ante el Juez supremo. Esto puede hacer sonreír a los hombres del siglo XXI, pero nunca hizo reír ni a Luis XIV ni a Luis XV.

En el plano del derecho público, el poder del soberano está todavía circunscrito por las leyes fundamentales del reino, que el rey no puede ni transgredir ni modificar. Primero, son las normas de sucesión al trono, empíricamente elaboradas a lo largo de los siglos. Hereditaria, la corona se transmite por orden de primogenitura de varón o por colateralidad. La función real nunca se interrumpe («El rey ha muerto, ¡viva el rey!», grita el canciller de Francia cuando muere el soberano), nadie puede disponer de la corona. Por último, el rey —jurisprudencia avalada por la abjuración de Enrique IV— debe ser católico. Otro principio fundamental es el de la inalienabilidad del territorio. Al igual que en las leyes de sucesión, se sobreentiende que el soberano es usufructuario y no propietario del reino, eclipsándose la persona del rey detrás de su función.

El rey gobierna, pero no solo. Seis hombres tienen rango de ministro: el canciller, el inspector general de Finanzas y los cuatro secretarios de Estado (Guerra, Asuntos Exteriores, Marina y Casa del Rey). Hay que añadir a los altos funcionarios: el superintendente de correos, el director general de los edificios, el director general de las fortificaciones, el teniente general de policía, los intendentes de Finanzas, los cuarenta recaudadores de impuestos. El Consejo del Rey se compone de unas ciento treinta personas, distribuidas en cuatro secciones de gobierno: el Consejo Superior para la política exterior, el Consejo de los despachos para las cuestiones internas y, para los problemas económicos, el Consejo de finanzas y el Consejo de comercio. Saint-Simon odiaba a Luis XIV. En sus Memorias, observa sin embargo que en cincuenta y cuatro años de reinado personal, el rey sólo sobrepasó seis veces los deseos de la mayoría del Consejo.

El rey detenta el poder legislativo. Esto no quiere decir que la ley refleje sus antojos. El bon plaisir (voluntad) es otro mito que disipa el latín. Desde Carlos VII, las cartas patentes de los Capetos terminaban con la expresión: «Pues tal es nuestro plaisir». Y la palabra plaisir, procedente del latín placere, traduce no un capricho, sino una voluntad razonada, una decisión deliberada. Muchos documentos reales son sentencias del Consejo presentadas bajo forma de carta patente. Primero, están preparados por especialistas, luego han dado lugar a una deliberación. Ocurre lo mismo cuando un ministro presenta una ley de su incumbencia: se discute el texto, luego recibe el aval del rey y, por fin, debe estar refrendada por el ministro.

Protección suplementaria, las leyes no pueden ser aplicadas si no han sido registradas y publicadas. Con el Parlamento de París a la cabeza, son los tribunales de justicia soberanos (Tribunal de cuentas, Tribunal de impuestos, consejos superiores) los que detentan el privilegio de registrar los documento reales. A partir del siglo XIV, en caso de desacuerdo, se permiten amonestaciones antes del registro. Si mantienen su oposición, el rey puede obligar al registro una primera vez mediante cartas reales y una segunda vez mediante asiento real en sesión solemne. Todas estas etapas, muy complejas (el Gran Siglo disfruta con los trámites jurídicos), forman otras tantas barreras que preservan de toda arbitrariedad. Hay que añadir que parlamentos, tribunales de cuentas y tribunales de impuestos están constituidos por magistrados que, siendo propietarios de sus cargos, son inamovibles. El Consejo privado (o Consejo de Estado) está presidido por el canciller, también inamovible. Por consiguiente, el monarca no puede pasar por encima de los que tienen facultad de decirle que no. ¿Dónde está la tiranía?

El rey es único soberano. Tropieza, sin embargo, con las innumerables barreras más allá de las cuales su poder es impotente. La sociedad del Antiguo Régimen es comunitaria. Cuerpos reales, provinciales, consuetudinarios, municipales, profesionales, cuerpos doctos (universidades, academias), cuerpos de comerciantes, comunidades de artes y oficios, compañías de comercio y de finanzas, cámaras de comercio, compañías y colegios de oficiales, cuerpos de auxiliares de justicia: todo es corporativo, en el sentido amplio. Ahora bien, el rey no puede invadir los derechos, privilegios y costumbres de estos cuerpos. Funck-Brentano escribió: «Francia estaba erizada de libertades. Bullen, innumerables, activas, variadas, enredadas y a menudo confusas, en un inquieto revoltijo»[100].

Aún bajo Luis XVI, al término de un régimen con fama de absolutista, Francia está lejos de hallarse unificada. Tocqueville, viendo en la centralización napoleónica la prolongación de la labor real, asimila centralismo político con centralización administrativa. Pero, si bien no hay duda del centralismo político a partir de Enrique IV, antes de la Revolución, Francia sufre una increíble desigualdad social.

De Lille a Marsella, los franceses no hablan el mismo idioma. Al usarse múltiples dialectos, el francés —lengua del Estado, de la nobleza y de la burguesía— es minoritario. En el plano administrativo y judicial, la diversidad es la misma. El derecho privado varía de una región a otra. Cada una de las provincias conquistadas por la Corona —especialmente las últimas, Flandes, Hainaut, Alsacia, Franco-Condado, Rosellón y Córcega— conserva su derecho público consuetudinario. Los «países de elecciones» forman la mayor parte del territorio. El soberano está ahí representado por un intendente que, siendo a menudo nativo de la provincia y quedándose en el cargo mucho tiempo, no puede ser comparado con el prefecto, aunque bajo sus órdenes se sitúe una administración real, especialmente una administración fiscal, que obedece a normas uniformes. Pero en los «países de estados» como el Languedoc o Bretaña, las asambleas provinciales mantienen una fiscalidad y una administración propias que pueden entrar en conflicto con el gobernador y el intendente nombrados por el rey. Incorporada al reino en 1532, Bretaña mantiene sus estados, su parlamento, su autonomía judicial, sus privilegios íntegros; en esta provincia en la que no ha penetrado la administración real, el primer intendente, nombrado en 1689, se parece más a un embajador que a un administrador. Igualmente escapan al rey todos los escalones jurisdiccionales que conciernen a la Iglesia. Ésta posee sus tribunales, su régimen fiscal y su administración, que son autónomos.

Si la sociedad del Antiguo Régimen es una sociedad de privilegios, la etimología es de nuevo necesaria para comprender de qué se trata. La palabra privilegio viene del latín lex privata, «ley privada»: un privilegio es el disfrute de un régimen jurídico particular. En esta época, todo el entramado social forma una yuxtaposición de estos particularismos. Y éstos garantizan a las comunidades o a las personas el beneficio de derechos inalienables, incluso para el Estado. Con el tiempo, esta abundancia no se ha reducido, bien al contrario.

Cuando crean instancias administrativas, los reyes de Francia no suprimen los organismos anteriores, cuyas prerrogativas se consideran como derechos adquiridos, sino que superponen las nuevas y las antiguas instituciones. Lo que no dejará de plantear problemas —hablaremos de ello más tarde— en cuanto a la capacidad reformadora de la monarquía. Pero, una vez más, no es para nada señal de despotismo.

Michel Antoine observa: «En algunas provincias, los súbditos del rey podían nacer, vivir y morir sin tener que tratar nunca directamente con el Estado»[101]. En principio, el monarca es todopoderoso. En la práctica, el Estado posee un campo de acción limitado, no siendo de su competencia gran número de cuestiones de interés público. Jean-Louis Harouel no teme afirmar que, en nuestros días, el Estado dirige más que bajo el Antiguo Régimen: «La más liberal de las democracias actuales es mucho más absoluta que la monarquía llamada absoluta. En efecto, la autoridad del Estado es mucho más capaz de imponer su voluntad»[102].