Estaríamos muy equivocados en creer que el Antiguo Régimen fue
una época de servidumbre y de dependencia: reinaba más libertad
que en nuestros días.
ALEXIS DE TOCQUEVILLE
Teniendo en cuenta las instrucciones del Ministerio de Educación, es en segundo[96] cuando un estudiante francés oye hablar, por última vez, del «Gran Siglo» en clase de historia. Y apenas, pues el programa salta del Renacimiento a la época revolucionaria. Abramos un libro escolar y veremos, como un intermedio, una página sobre el «Antiguo Régimen», y luego, como introducción al imponente capítulo dedicado a la Revolución, dieciocho páginas sobre «El final del Antiguo Régimen»[97]. Dieciocho páginas para los dieciocho meses de agonía de la monarquía frente a una página para cubrir los dos siglos en los que reinaron en Francia Enrique IV, Luis XIII, Luis XIV, Luis XV y Luis XVI.
¿Antiguo Régimen? Antiguo quizá, pero bien vivo. Los franceses aplauden el teatro de Molière, se han vuelto forofos de la música barroca, se apiñan en las exposiciones sobre Boucher o Watteau, invaden, durante las Jornadas del Patrimonio, las mansiones del faubourg Saint-Germain, y se muestran atentos a la restauración de los jardines de Versalles devastados por una tormenta. Pero ¿cómo separar esta herencia del mundo en el que se ha desarrollado? ¿Y cómo pensar que tantas obras maestras, joyas de inteligencia y de sensibilidad, habrían podido nacer en una sociedad embrutecida por la servidumbre? Sin embargo, los libros escolares siguen presentando los siglos XVII y XVIII como el universo del «absolutismo». En la cima, el rey y la corte, el mundo de los privilegiados; abajo, la inmensa muchedumbre del pueblo, el mundo de los desgraciados. Aquí, otra vez, la investigación pone los clichés en su lugar.