El primer artículo del edicto firmado en Nantes el 13 de abril de 1598 es quizá el más profundo, pues Enrique IV instaura la paz interna bajo los auspicios del olvido y del perdón. «Que el recuerdo de todas las cosas pasadas por una parte y otra desde el comienzo del mes de marzo de 1585 hasta nuestra llegada al trono, y durante los otros disturbios anteriores, y con ocasión de ellos, se apague y se olvide como cosa no acaecida. Y no será lícito ni permitido a nuestros fiscales del Tribunal Supremo ni a ninguna otra persona, pública o privada, en cualquier tiempo u ocasión que sea, hacer mención de ello, ni entablar juicio o diligencias en ningún tribunal o jurisdicción». Este principio de amnistía es un principio civilizador: es el único que permite cerrar una guerra civil.
Pero hoy en día, nos hacemos una idea falsa del edicto de Nantes. Jacques Bainville recuerda que «no fue un acto gratuito, debido a la voluntad del rey, en la plenitud de su soberanía, sino un tratado cuyos artículos fueron debatidos como con beligerantes»[79]. Garantizando en todo el reino la libertad de conciencia a los reformados, el edicto les concede la libertad de culto en los lugares en los que el protestantismo se había establecido antes de 1597, así como en los castillos de los 3.500 señores de horca y cuchillo y en dos poblaciones por circunscripción. En Burdeos, Grenoble y Castres, los hugonotes serán juzgados por tribunales compuestos por una mitad de protestantes. Les son concedidos más de cien ciudades, lugares de refugio o plazas de seguridad (entre los que destacan La Rochelle, Saumur, Montauban, Montpellier).
No obstante, el catolicismo sigue siendo la religión de Estado. En París y en las ciudades en que reside la corte, el culto reformado queda prohibido. En su esencia, el edicto de Nantes no es diferente de los demás tratados de pacificación (Saint Germain, Amboise, Beaulieu…) establecidos a lo largo de los años de guerra. Antes de 1598, el culto protestante era ilegal en París, Rouen, Dijon, Toulouse o Lyon. Después del edicto de Nantes, sigue siéndolo. A la inversa, después de 1598, el culto católico queda prohibido en La Rochelle, Saumur, Montauban o Montpellier. En estas regiones de predominio reformado, cuenta Pierre Miquel, los católicos «que quisieran guardar la fe de sus antepasados no podían ir a la iglesia: o estaba destruida, o la puerta estaba atrancada con estacas por orden de un jefe protestante»[80]. Queda formalmente un cuarto del territorio francés bajo control hugonote.
No hay que creer que el edicto de Nantes fue acogido con gritos de alegría. Los parlamentos de París, Rennes, Rouen, Aix y Toulouse —ciudades de la Liga— se niegan a registrarlo, y sólo se resignarán a ello después de diez años, bajo amenazas de Enrique IV. Del lado protestante, Agrippa d’Aubigné prorrumpía en amenazas contra el «edicto abominable». Incluso Étienne Pasquier, modelo de político, tratará el edicto irónicamente de «prodigio» y calificará de «felonía» el uso que harán de él los hugonotes.
Si se mantuvo el edicto de Nantes, se debe a que Enrique IV, como soberano notable, supo imponerlo reuniendo a los moderados de ambos bandos. También porque el país, exangüe, estaba cansado, inmensamente cansado, de la guerra civil. Pero el edicto, más que instaurar la tolerancia entre las dos religiones organiza la coexistencia entre ellas, basada en un reparto territorial, lo que representa una mancha en la tradición unitaria francesa. En realidad, esta transacción permite todo lo más «coexistir en la intolerancia»[81].
Contrariamente a la idea que se ha repetido machaconamente en 1998[82], la palabra tolerancia no aparece por ninguna parte en el edicto. Por otra parte, en el siglo XVI es un término negativo. Tolerar es sinónimo de soportar o aguantar. La tolerancia es la acción de sufrir con paciencia un mal que no se puede evitar. No se refiere a un ideal, sino a un remedio para salir del paso. Gabriel Audisio destaca: «Si lo que llamamos tolerancia significa aceptar el pensamiento del otro como algo tan verdadero como nuestra propia opinión, esto es totalmente imposible en el siglo XVI. En el aspecto religioso, cada uno está convencido de poseer la verdad. Conociendo ésta, sabiendo que el otro está en el error y se juega su destino eterno, sería criminal abandonarlo y renunciar a lo que llamaríamos un derecho de injerencia para salvarle, por la fuerza si es preciso»[83]. En la mente de sus negociadores, al conceder un derecho revocable, el edicto de Nantes constituye un compromiso político: a título provisional, los representantes de otra confesión cristiana están admitidos sobre el territorio del reino. Se trata, explica Bernard Cottret, de «colocar a los hugonotes bajo libertad vigilada, esperando tranquilamente su desaparición»[84].
Por su parte, los protestantes no juzgan el edicto más que como una pausa forzosa en medio de un combate que habrá que retomar. Actualmente, se ha adquirido la costumbre de estigmatizar la intolerancia y el dogmatismo católicos. Pero se olvida que, del mismo modo, la Reforma condena la libertad religiosa. Théodore de Béze, sucesor de Calvino, declara en 1570: «¿Diremos que hay que permitir la libertad de conciencia? De ninguna manera si se trata de la libertad de adorar a Dios cada uno a su modo. Esto es dogma diabólico». Durante las guerras de Religión, los hugonotes no buscan hacerse admitir como minoría. Este concepto moderno del derecho a ser diferente les es extraño. Toda su estrategia —se ve en varias ocasiones cuando intentan secuestrar al rey— consiste en apoderarse del Estado a fin de imponer su religión, la única verdadera ante sus ojos. En 1586, Catalina de Médicis se dirige al vizconde de Turenne, representante del tribunal protestante de Béarn:
—El rey no quiere más que una religión en sus estados.
—Nosotros también —replica Turenne—. Pero que sea la nuestra.
En su mayoría, los libros escolares de historia omiten de forma extraña el dar cuenta de las violencias cometidas por los hugonotes. Cuando el barón des Adrets, gentilhombre habitual de Francisco I pasado a la Reforma, teniente de Conde en el Midi, toma Valence, Lyon, Grenoble, Montélimar, Vienne y Orange, destaca por su crueldad. En 1562, cuando toma el castillo de Montbrison defendido por los católicos, obliga a los vencidos a tirarse desde lo alto de las murallas sobre las picas de los soldados. Igual procedimiento en Momas de Provenza. En Nimes, el 30 de septiembre de 1566, día de San Miguel, los católicos son masacrados por los protestantes. Reunidos en el patio del obispado, sacerdotes y religiosos son degollados, y su cuerpo tirado en un pozo. La «miguelada» tiene lugar seis años antes de la noche de San Bartolomé. Algunos capitanes hugonotes han manchado su honor con una serie de atrocidades: Colombières, teniente de Coligny en Bayeux, que manda a sus hombres colgarse en los sombreros las orejas de los monjes y de los sacerdotes que han asesinado; el capitán Mathieu Merle, que atemoriza Auvernia y la región de Gévaudan; el conde de Montgomery, que gana en Guyenne el apodo de «Atila hugonote».
Sumemos otras víctimas, que no son de carne y hueso, pero cuya pérdida es inmensa. Durante las guerras de Religión, las tropas de los hugonotes practican sistemáticamente la iconoclastia. En la Histoire du vandalisme [Historia del vandalismo] de Louis Réau, el capítulo que esboza el inventario de los saqueos efectuados por los protestantes ocupa sesenta páginas impresas en letra apretada. «Los hugonotes se han ensañado en destruir las piedras de Francia que daban testimonio de la fe de sus antepasados»[85]. Catedrales, iglesias, capillas, palacios eclesiásticos, casas parroquiales, objetos de culto, estatuas, frescos, reliquias, mobiliario: los reformados destruyen, queman o mutilan los «sacrilegios de la Iglesia romana». En 1561, 1562, 1563, 1567 y 1570, se suceden las oleadas iconoclastas. Al visitante de hoy, en la iglesia primacial de San Juan de Lyon, en la catedral de Vienne o en la de Toulouse, se le habla de las mutilaciones visibles de estos edificios por «las guerras de Religión». Pero ¿se concreta de quiénes fueron obra?