A pesar de todo, el 1 de marzo de 1562, en Wassy, en la región de Champagne, un incidente sangriento hace saltar el polvorín. Empiezan las guerras de Religión. Con pausas, van a durar treinta y seis años.
Los libros escolares evocan frecuentemente la «matanza de Wassy» perpetrada por los católicos en contra de los protestantes. La investigación ha rebajado el número de víctimas de este episodio a unos veinte muertos. No es que no sea nada, pero los acontecimientos posteriores darán lugar a auténticas masacres por parte de ambos bandos. Sobre todo, lo que se está tergiversando es el sentido de esta jornada. El 1 de marzo de 1562, se espera la visita de Francisco de Guisa en Wassy, donde debe asistir a misa. En un granero cercano, quinientos reformados venidos de toda la región se reúnen para cantar salmos. Según los términos del edicto de Saint-Germain, promulgado dos meses antes, esta ceremonia que se desarrolla en el interior de una ciudad es ilegal. Cuando va a comprobar la infracción, el duque de Guisa es recibido a pedradas y herido. Entonces su escolta responde y asalta el granero donde están los hugonotes.
El asunto de Wassy inaugura la táctica permanente del partido reformado: utilizar las ventajas adquiridas buscando extenderlas. Bajo esta óptica, el edicto de Saint-Germain no es más que una etapa. Agrippa d’Aubigné, poeta calvinista, lo reconocerá: «Ascendidos en sus derechos, (los protestantes) consideraban que no quedaban dudas y, con el edicto de enero en el puño, lo extendían más allá de sus límites».
En todo el reino, antes del fin del mes de marzo de 1562, los hugonotes han tomado las armas. La guerra dura un año. Se termina en abril de 1563, con la paz de Amboise. Catalina de Médicis confirma la amnistía total de los protestantes y les deja libertad de conciencia y libertad de culto con ciertos límites territoriales. La segunda guerra estalla en 1567, cuando, en Meaux, los reformados intentan secuestrar a Carlos IX y a su madre. Se concluye una nueva paz en Longjumeau, en 1568, concediendo a los hugonotes las mismas garantías que las ofrecidas en Amboise, pero reconociendo la ciudad de La Rochelle como plaza protestante. Algunos meses más tarde, la caída en desgracia de Michel de l’Hospital provoca una tercera sublevación que se acaba, en 1570, con el tratado de Saint-Germain: los reformados disponen de libertad de culto en dos ciudades por provincia, y de cuatro plazas de seguridad: La Rochelle, La Charité, Montauban y Cognac.
Cuando Carlos IX cumple la mayoría de edad, Catalina de Médicis se retira del poder. En 1571, el rey toma dos decisiones con vistas a reconciliar a las partes. Promete en matrimonio a su hermana, Margarita de Valois, con Enrique de Navarra, abanderado del partido hugonote. Vuelve a llamar a la corte al almirante Coligny, nombrándole consejero: desde hace diez años, este protestante ha participado en todas las guerras. Estos gestos, encaminados a apaciguar los ánimos, sin embargo, van a avivar el fuego que subyace. El incendio estalla el 24 de agosto de 1572, fiesta de San Bartolomé.
Cuatro siglos después, este drama sigue siendo un enigma. ¿Cuál fue el papel de Carlos IX? ¿Cuál fue el de Catalina de Médicis? ¿Y el de España? ¿Dónde situar la frontera entre lo político y lo religioso? Otros tantos debates de interpretación que dividen a los historiadores.
En aquel año de 1572, en el Consejo del rey, Coligny aboga por el acercamiento a los príncipes luteranos de Alemania y la alianza con Inglaterra; en abril, se firmó un tratado defensivo con la muy protestante reina Isabel. En el mismo momento, las provincias calvinistas de los Países Bajos se han levantado en contra de su soberano, Felipe II de España. Coligny empuja a Carlos IX a socorrer a los rebeldes, indicación que acompaña de una amenaza: «Al querer evitar una guerra, el rey podría tener que hacer dos». Alusión clara a un renacer de la guerra civil. Sin embargo, Carlos IX rechaza esta estrategia. Desde la victoria de Lepanto (octubre de 1571), ganada a los turcos, España es una gran potencia, pero el rey quiere resistir a la hegemonía de Madrid sin romper con Felipe II. «El realismo —explica Jean-François Solnon— mandaba en esta política de no alineamiento ya que el reino estaba agotado por diez años de guerra, la tesorería estaba vacía, y su ejército reducido para ahorrar»[74]. Siguiendo esta línea de conducta, el soberano corre el riesgo de disgustar a los reformados, que le reprochan su pusilanimidad con respecto a la católica España, y a los católicos, que le acusan de complicidad con los protestantes.
La boda de Enrique de Navarra y de Margarita de Valois se debe celebrar el 18 de agosto, en París. Para los ultras del partido católico, esta unión constituye una provocación. Ya están exasperados por el tratado de alianza con Inglaterra y por el intento de Coligny de formar un ejército privado para ir a combatir a Flandes. El mismo Coligny, en 1563, se regocijaba públicamente del asesinato de Francisco de Guisa, muerto por un hugonote durante el asedio de Orleans. Ahora bien, el pueblo de París adula a los Guisa. Este verano de 1572 es calurosísimo. En la capital, los preparativos de la boda siguen a buen ritmo. El vino corre a borbotones y los ánimos se calientan. Mientras los gentilhombres gascones que acompañan al rey de Navarra se pavonean en la ciudad, en las iglesias, los predicadores despotrican contra «la boda impía». El 16 de agosto, Carlos IX promulga un edicto tributario que, torpemente, grava a los fiscales. A modo de protesta, el Parlamento (dominado por los católicos) se niega a registrar el edicto y anuncia que no asistirá a las festividades nupciales. El día 18, el matrimonio entre Enrique y Margarita se desarrolla en un ambiente tenso.
El 22 de agosto, en una calle de la capital, Coligny es herido de un tiro de arcabuz, disparado desde una ventana. Durante mucho tiempo, la leyenda negra ha atribuido a Catalina de Médicis la responsabilidad de esta tentativa de asesinato. Hipótesis inverosímil. Como nos recuerda Solnon, la reina madre había hecho de la reconciliación de los franceses la piedra angular de su política: no tenía, pues, ningún interés en echarla por tierra. Desde la paz de Saint-Germain, el duque de Anjou, hermano del rey y futuro Enrique III, había sido igualmente artífice de la reconciliación. Por otra parte, acababa de ser elegido rey de Polonia; y, en esta época, los protestantes eran numerosos en el reino de San Wenceslao. Él tampoco tenía nada que ganar eliminando a Coligny. ¿Quién, pues, dirigió el atentado? Es posible que el duque Enrique, jefe de la casa de los Guisa desde 1563, hubiera querido vengar a su padre. No obstante, según Jean-François Solnon, Jean-Louis Bourgeon[75] o Denis Crouzet[76], la pista más probable es la española; Felipe II tenía mucho que temer de la voluntad de Coligny de prestar ayuda a los hugonotes de los Países Bajos.
Después del atentado, el rey está desorientado. Debe, al mismo tiempo, calmar la emoción del pueblo católico de París y tranquilizar a los reformados. Junto con su madre y su hermano, acude a la cabecera del herido. A la espera de los resultados de la investigación, y a fin de serenar los ánimos, el monarca ordena a los Guisa alejarse de París. En vano.
El 23 de agosto, la ciudad está en efervescencia. El embajador de España rompe las relaciones diplomáticas y abandona la corte: si se acusa a los Guisa, deja sobrentendido, la guerra contra Francia estallará. Ahora bien, los ejércitos del duque de Alba, representante de Felipe II, acampan en Bruselas. Dentro de la capital, la milicia burguesa, el Parlamento y el Ayuntamiento están con los Guisa. La guardia del Louvre, a su vez, se solidariza con ellos. Carlos IX se siente rodeado. En plena noche, a fin de preservar su propia seguridad, se ve obligado a hacer salir del palacio a veinte gentilhombres protestantes del entorno de Enrique de Navarra. «¿Dónde está la palabra que les di?», se lamentará más tarde. En la calle, los pobres desgraciados serán asesinados.
El día 24 por la mañana, un grupo dirigido por el duque de Guisa penetra en los aposentos de Coligny, acaba con el herido y echa su cadáver a la calle. Tomando estos asesinatos por una señal, la muchedumbre ya no se contiene y persigue a los protestantes. La sangre corre por toda la ciudad. La matanza de San Bartolomé sigue siendo un misterio. ¿Fue el rey el que tomó la decisión? ¿Acaso cedió a la presión? Para Solnon, es un «patinazo». Según Crouzet, la orden de matar a un número limitado de jefes hugonotes se habría debatido en el Consejo del rey. Según Bourgeon, ante el chantaje español y la voluntad de llegar a las manos del pueblo de París, Carlos IX habría consentido la matanza con tal de adelantarse a una sublevación en su contra, con el peligro de que los Guisa se apoderaran de la corona de Francia; luego, el rey habría tapado el drama a fin de no revelar la impotencia de la monarquía para dominar la situación.
Cualquiera que sea la hipótesis, lo cierto es que Carlos IX ya no controla los acontecimientos. En el transcurso de esos días de locura (la matanza de los hugonotes cesará el 29 de agosto en París para continuar en provincias), el rey escribe varias cartas prohibiendo continuar la matanza, pero no se le obedece. Contrastando diferentes fuentes, se llega a las cifras de 2.000 a 3.000 víctimas en París, y de 8.000 a 10.000 en provincias (Meaux, Orleans, Saumur, Angers, Bourges, Burdeos, Toulouse, Lyon). El 26 de agosto el rey declara ante el Parlamento que su pueblo se había adelantado a un complot fomentado por el almirante Coligny y asume la responsabilidad del drama. Dos años más tarde, en su lecho de muerte, Carlos IX seguirá torturado por el remordimiento.
A partir de entonces, se reinician las hostilidades en todo el reino. Durante esta cuarta guerra, las tropas católicas asedian inútilmente La Rochelle. Se firma la paz en 1573; se restablece, mediante el edicto de Boulogne, la libertad del culto reformado en las casas de los señores de horca y cuchillo, y las guarniciones reales son retiradas de La Rochelle, Nimes y Montauban. Las tres guerras siguientes serán cortas. La quinta estalla en 1575, cuando Enrique III, que acaba de suceder a Carlos IX, se niega a proclamar la igualdad de las dos religiones. El conflicto termina en 1576 con la firma del edicto de Beaulieu, que concede a los protestantes la libertad de culto (con excepción de París y las ciudades cerradas) y ocho plazas fuertes, e instituye las cámaras de justicia compartidas, mitad católicas, mitad protestantes. El tratado es tan favorable a los hugonotes que suscita, como reacción, el nacimiento de la Liga, partido católico cuyo estratega es el duque Enrique de Guisa y el inspirador espiritual su hermano Luis, cardenal de Lorena. La sexta guerra, en 1577, se cierra con el edicto de Poitiers que, renovando las cláusulas de la paz de Beaulieu, disuelve la Liga y la Confederación protestante. La séptima guerra, en 1580, termina con la paz de Fleix que confirma el edicto de Poitiers, pero concede a los protestantes catorce plazas de seguridad durante seis años.
Enrique III no tiene hijos. La muerte de su hermano, el duque de Anjou, en 1584, convierte a su primo Enrique de Navarra en heredero del trono. ¿Un protestante rey de Francia? Para los católicos, es impensable. Enseguida, el duque de Guisa se declara su rival. Su familia afirma descender de Carlomagno: ¿por qué no iba a ceñir la corona? Dispuesta a no ceder, la Liga se reconstituye. Éste será el origen de la octava y última guerra de religión, que durará ocho años.
Enrique III quiere salvar su trono. Para no verse desbordado por los ultras del partido católico, cree que resultará hábil ponerse a la cabeza de la Liga. ¿Es un aliado o un rehén? En 1585, después de haber firmado un tratado en Nemours con el duque de Guisa, el rey entra en persona en la lucha contra los hugonotes. Concede plazas de seguridad a los de la Liga y revoca los edictos que autorizan el culto reformado. Enrique III, sin embargo, se muestra capaz de resistir a las presiones de la Liga. Sin transigir sobre las leyes de sucesión dinástica, no cesa de confirmar a Enrique de Navarra como sucesor suyo, a la vez que da testimonio de una sincera simpatía hacia él.
La capital, partidaria de la Liga, desconfía del rey acusándole de moderación para con los protestantes. En mayo de 1588, tras el acantonamiento de las compañías de Enrique III en París, la ciudad se subleva. Durante la jornada de las barricadas, el monarca se ve obligado a huir y reúne a los Estados Generales en Blois, donde se enfrenta a una violenta oposición de los partidarios de la Liga. Es un momento crucial: Enrique III comprende que ya no es libre. En diciembre de 1588, en Blois, manda asesinar a Enrique de Guisa y a su hermano Luis, cardenal de Lorena. Dictado por la razón de Estado, este doble asesinato escandaliza a la Francia católica que, a partir de entonces, profesará un odio feroz al rey. Al desligar la Sorbona a los franceses del deber de obediencia al príncipe, la mayoría de las grandes ciudades prestan el «juramento de unión» en contra de Enrique III.
Tras la muerte de Catalina de Médicis en enero de 1589, el duque de Mayenne, hermano del duque de Guisa, dirige una sublevación general de las provincias católicas, de modo que, para salvar la corona, el rey no tiene otro recurso que el de acercarse a Enrique de Navarra. Después de haber concluido una alianza, Enrique III y su sucesor asedian París. Es en esta ocasión, en agosto de 1589, cuando Jacques Clément, un monje fanático, apuñala al rey. Antes de morir, Enrique III exige a los señores presentes que juren fidelidad a Enrique de Navarra. De jure, éste es de ahora en adelante Enrique IV. De facto, este rey se ve inmediatamente abandonado por sus soldados católicos.
Enrique IV derrota al duque de Mayenne en Arques (1589) y en Ivry (1590), y en 1591 pone de nuevo sitio a París, donde la Liga ha tomado el poder. El conflicto se eterniza. Para salir del atolladero, el rey hace saber que está dispuesto a convertirse al catolicismo. En 1593, en Saint Denis, Enrique IV abjura definitivamente y en 1594 es coronado en Chartres. Sólo entonces, Carlos de Lorena, cuarto duque de Guisa, y luego el duque de Mayenne se someten junto con los últimos miembros de la Liga. En 1598, la firma del edicto de Nantes pone fin a las guerras de Religión.