La necesidad de reformar la Iglesia se manifiesta ya en la Edad Media. En esta época, el bajo clero es muy pobre, a menudo ignorante y de costumbres relajadas. En cambio, el alto clero goza de enormes beneficios como herencia del feudalismo. Al no corresponder ya estos beneficios a los servicios prestados, escandalizan a muchos fieles. A partir del siglo XVI, cuando el oro y la plata del Nuevo Mundo afluyen, las tentaciones terrenales no dejan de lado al aparato eclesiástico. A fin de satisfacer sus gastos (corte pontificia, mecenazgo, construcción de San Pedro de Roma), el papado se dedica a la venta de indulgencias. Los pontífices del Renacimiento, preocupados ante todo por los intereses temporales de sus estados, gobiernan la Iglesia de manera bastante relajada, confiando las más altas dignidades a los miembros de su familia. Varios concilios —entre otros, el de Letrán en 1512— deliberan sobre las medidas que hay que tomar para corregir la situación, pero los papas reaccionan tardíamente. Habrá que esperar al concilio de Trento, de 1545 a 1563, para que se inicie una gigantesca reforma (profundización del dogma, puesta a punto del misal y de los textos litúrgicos, normas de disciplina eclesiástica, creación de seminarios para la formación de los sacerdotes, redacción del derecho canónico), obra que configurará la imagen de la Iglesia romana hasta el siglo XX.
Un alemán llevará esta voluntad de reforma hasta la ruptura con Roma. En 1517, poniendo en duda los principios de la penitencia, Martín Lutero, un monje agustino, proclama sus noventa y cinco tesis sobre las indulgencias. El Papa, explica, «es la mierda que el diablo ha cagado en la Iglesia». Excomulgado en 1521, desterrado del Imperio por la Dieta de Worms, encuentra refugio ese mismo año en Wartburg, con el elector de Sajonia. Allí es donde comienza su obra religiosa. Lutero traduce la Biblia al alemán, suprime el culto a los santos, transforma la liturgia, declara la abolición del celibato eclesiástico y seculariza los bienes de la Iglesia.
En 1524, cuando estalla la guerra de los campesinos, una revuelta con tintes de iluminismo religioso, Lutero toma partido por los grandes señores. A partir de entonces, numerosos príncipes se unen a un hombre que defiende el orden social al mismo tiempo que combate a Roma, pues esperan hacerse con los inmensos bienes eclesiásticos, que representan un tercio del suelo alemán.
Carlos V sigue fiel a Roma. Pero como emperador, busca un medio para evitar la fragmentación de sus estados. En 1529, en Spira, la Dieta del Imperio decide que el luteranismo será tolerado allí donde se haya establecido, pero que no se le dejará extenderse por otros lugares. Cinco príncipes y catorce ciudades, convertidos a las tesis de Lutero, elevan entonces una protesta, introduciendo en la historia el término «protestante». En 1530 fracasa una tentativa de conciliación organizada por Carlos V, al rechazar los teólogos católicos la profesión de fe luterana redactada por Melanchthon. Los príncipes protestantes replican fundando una alianza militar, la liga de Smalkalda. En 1547, los ejércitos luteranos son derrotados en Mühlberg. Pero no decae el movimiento reformador: el emperador debe negociar. En 1555, en Augsburgo, se reconoce el luteranismo. Los príncipes tienen la libertad de escoger su religión, pero los fieles están obligados a emigrar, o bien a abrazar la misma religión. En virtud del principio Cujus regio, ejus religio («Así es la religión del príncipe, así la del país»), los dos tercios de Alemania pasan a ser protestantes.
La Reforma francesa no surgió de la Reforma alemana. En la Francia del siglo XVI, algunos círculos expresan el deseo de cambio religioso, aspirando a la vuelta a una cristiandad original erigida en mito. Reformar la Iglesia sería volver a encontrar el empuje y la fe de los primeros creyentes. El humanismo, corriente europea que busca conciliar el estudio de los sabios de la Antigüedad con las enseñanzas del Evangelio, encuentra oídos en el reino. Expresando diez años antes de Lutero su rechazo del latín litúrgico, el humanista Jacques Lefèvre d’Étaples, vicario episcopal de Meaux, traduce al francés las epístolas de San Pablo y luego la totalidad de la Biblia. Le protege su obispo, Guillaume Briconnet. Meaux pasa a ser la ciudad piloto del evangelismo, que anuncia la Reforma.
Se podría haber creído que Francia estaba predispuesta al protestantismo. La independencia de que la monarquía había dado pruebas frente al papado o las teorías pregalicanas, que daban la preeminencia a los concilios episcopales sobre el Papa, eran terreno abonado. Pero en 1516, el concordato de Bolonia, firmado por León X y Francisco I, asegura al rey ventajas en el nombramiento de las dispensas y en el control de las finanzas de la Iglesia. Al contrario que los príncipes alemanes, los Capetos no tienen interés en requisar los bienes eclesiásticos. Este factor demostrará ser decisivo en su fidelidad romana.
A partir de 1520, las doctrinas reformadoras se extienden por Francia. Gozan de la benevolencia de Margarita de Navarra, hermana del rey. Sin embargo, las primeras medidas restrictivas son tomadas por su madre, la regente Luisa de Saboya (desde el desastre de Pavía en 1525, Francisco I está prisionero en España). Liberado, el monarca quiere volver a la lucha contra Carlos V, por lo que concierta una alianza con los príncipes protestantes del Imperio. El rey está, pues, dispuesto a la conciliación con los reformadores.
Pero, al igual que en Alemania, los evangelistas atacan la piedad católica tradicional. En Meaux, se romperán las estampas de oraciones a la Virgen, y se fijarán carteles con proclamas insultando al Papa. En París, en 1528, una estatua de la Virgen es decapitada por un desconocido. La indignación es inmensa, y Francisco I participa en una ceremonia de expiación. Buscando la pureza a cualquier precio, los reformados atacan igualmente las tradiciones populares, en las que ven motivo de pecado. En los lugares que controlan, se prohíben los bailes, la música, el roscón de Reyes o los disfraces de carnaval. Poco a poco, el movimiento evangélico perturba el orden social.
En la noche del 17 al 18 de octubre de 1534, se colocan carteles en París y en Amboise, hasta en la puerta del dormitorio real, denunciando el dogma de la transubstanciación (para los católicos, el pan y el vino consagrados durante la misa se transforman en sustancia del cuerpo y de la sangre de Cristo). Francisco I no puede consentir esta provocación y hace profesión de fe católica públicamente. Luego inicia la represión. En París, son ejecutados unos veinte protestantes. En 1540, el edicto de Fontainebleau promulga una ley condenando a los herejes. Tanto más severo es el rey cuanto más necesita tranquilizar a los católicos, indignados con su política exterior: en el marco de su lucha contra Carlos V, no sólo se ha aliado con los protestantes alemanes, sino también con los turcos.
Las ideas protestantes penetran en el reino desde Ginebra. En 1536, la ciudad se ha convertido en república, echando al obispo. Los magistrados municipales han llamado a un francés convertido a la Reforma: Juan Calvino. Su teología insiste en la corrupción del hombre. Mientras Lutero enseña la justificación por la fe, Calvino sostiene la tesis de la predestinación absoluta y de la gracia divina; mientras Lutero cree en cierta presencia del cuerpo y sangre de Cristo en la eucaristía, la cena calvinista consagra una presencia espiritual. Estas diferencias no son anodinas. Significan que, en Francia, la distancia entre católicos y calvinistas es todavía mayor que la que existe en Alemania con los luteranos.
Habiendo pasado a ser el guía político y religioso de Ginebra en 1541, Calvino hace reinar allí una dictadura teocrática fundada en la estricta aplicación de los principios reformados. Un consistorio compuesto por pastores y laicos (los «ancianos») se encarga especialmente de la vigilancia de la vida privada de los ciudadanos. Juegos, espectáculos, bailes, canciones y tabernas están prohibidos, toda infracción moral (adulterio, violencia, impiedad) se considera como un crimen. Desde Ginebra, la Roma protestante, Calvino dirige la Reforma francesa.
En 1547, Enrique II sucede a Francisco I. Durante los doce años de reinado, aplica el mismo rigor que su padre para con los reformados. Aunque está presente en todo el reino, el protestantismo se implanta especialmente en el tercio suroeste. Se les llama hugonotes, alteración del germánico Eidgenossen, «asociados por juramento». Hacia 1550, un tercio de la nobleza francesa se ha hecho protestante. Después de la muerte accidental de Enrique II, en 1559, la corona recae sobre su hijo Francisco II, un adolescente. Su madre, Catalina de Médicis, ejerce la regencia, lo que llevará a los protestantes a creer que existe un debilitamiento del trono, del que intentarán aprovecharse en marzo de 1560, cuando tratan de secuestrar al joven rey, pero el golpe fracasa. Su objetivo era apartar a Francisco II de la influencia de los Guisa, dinastía de Lorena sobre la que se apoya Catalina de Médicis. El prestigio de los Guisa es inmenso. No hace mucho, el duque Francisco ha defendido Metz contra Carlos V y recuperado Calais contra los ingleses. Con su hermano Carlos, cardenal de Lorena, el duque se pone a la cabeza de lo que se convierte en partido católico. Después de la conjura de Amboise, los Guisa se muestran severos: se ejecuta a 1.200 hugonotes.
La reina siente el peligro. En mayo de 1560, a fin de equilibrar el peso de los Guisa, nombra canciller de Francia al moderado Michel de l’Hospital. A fin de año, Francisco II muere por enfermedad. El nuevo rey, su hermano, tiene diez años; la regencia continúa. En 1561, a iniciativa de Catalina de Médicis y de Michel de l’Hospital, se celebra en Poissy un coloquio teológico cuya finalidad es esbozar un acercamiento entre católicos y reformados. La controversia se abre en presencia de Carlos IX, de la reina madre y del canciller. Aparentemente, son los únicos en esperar un acuerdo: el coloquio es un fracaso. Como la tensión se hace sentir cada vez más, la regencia promulga un edicto en Saint-Germain, en enero de 1562, para preservar la paz civil. Se concede a los protestantes la libertad de conciencia, la libertad de reunión y la libertad de culto fuera de las ciudades.