Una guerra extranjera es un mal más suave que la guerra civil.
MICHEL DE MONTAIGNE
Yo creía que, desde Enrique IV, un francés podía
igualmente rechazar a la Liga y a los hugonotes.
GEORGES BERNANOS
Día 18 de febrero de 1998. Un millar de personas reunidas en la Unesco, en París, celebran el cuarto centenario del edicto de Nantes. La sesión transcurre en presencia del presidente de la República, tres ministros y las autoridades católicas, judías y musulmanas. Después del discurso de Jacques Chirac, toman la palabra los representantes del protestantismo francés. Jean Tartier, presidente (luterano) de la Federación Protestante, concluye su intervención afirmando que el edicto de Nantes (1598) y su revocación (1685) habían convertido a los protestantes en «centinelas de la libertad de conciencia». Michel Bertrand, presidente de la Iglesia Reformada de Francia, alaba en el edicto la prefiguración de una laicidad «que debe mantenernos en guardia ante todas las verdades que se dicen absolutas». Durante todo el año, se nos machaca con el mismo mensaje, por medio de coloquios, periódicos, programas de radio o de televisión: el acta firmada por Enrique IV antecede a todos los combates emprendidos por la tolerancia, la libertad religiosa, los derechos del hombre y la laicidad.
Si creemos a Pierre Miquel, las guerras de Religión habrían «dejado profundas huellas en las mentalidades de los franceses de hoy»[73]. ¿Seguro? Si no fuera por la preocupación suscitada por el islamismo, nuestros contemporáneos vivirían más bien en el «desengaño del mundo», según la fórmula de Marcel Gauchet. En 1996, la polémica desencadenada por el viaje de Juan Pablo II a Reims, con ocasión del decimoquinto centenario del bautismo de Clodoveo, ha afectado a un sector restringido, aunque las repercusiones mediáticas fueron numerosas. En una sociedad secularizada como la nuestra, las disputas metafísicas no mueven a las muchedumbres. Así pues, ponerse en guardia ante las «guerras de Religión», cuando el peligro no existe, es pura fantasmagoría. Pero ese fantasma no es inocente. Por una parte, sirve para desacreditar toda fe basada en una doctrina definida por una jerarquía religiosa y, por otra, para perpetuar la idea de que, durante las guerras de Religión (en el sentido histórico), son las minorías —los protestantes— las que han sido perseguidas por la mayoría. En ambos casos, es al catolicismo al que se pone en tela de juicio.
Afortunadamente, en nuestros días nadie piensa en reavivar las hostilidades entre cristianos. El edicto de Nantes de 1598 fue un gran acto político y, con seguridad, su revocación en 1685 fue un error. Queda la verdad histórica. Una verdad histórica más conocida ahora que hace cincuenta años, debido a una nueva generación de investigadores que se han interesado por las guerras de Religión. Ahora bien, los resultados de sus trabajos pulverizan la visión pacífica que sobrevolaba el edificio de la Unesco el 18 de febrero de 1998, y sigue siendo la verdad oficial de los libros escolares. Los historiadores demuestran que los fanáticos y los hombres de buena voluntad del siglo XVI se encontraban en los dos bandos y que los modernos conceptos de tolerancia y de laicismo no sólo son extraños a los católicos, sino que lo son del mismo modo a sus adversarios. Una vez más, el maniqueísmo es una mentira.