El 12 de octubre de 1492, después de nueve semanas de navegación, Cristóbal Colón avista tierra. Se dirigía hacia las Indias a través del Atlántico, pero se encontró con un continente desconocido. La tierra que ven desde el barco es el archipiélago de las Bahamas, y en cuanto al continente (que ya pisaron los vikingos cinco siglos antes), será bautizado con el nombre de su sucesor, Américo Vespuccio. Con el descubrimiento de América, Colón realizó una de las mayores hazañas de la historia.
En 1992, España conmemora el quinto centenario de este fabuloso acontecimiento. Pero se trasluce un malestar. Más que al navegante, algunos prefieren exaltar las civilizaciones indígenas que los españoles habrían aniquilado. Así, proclaman: «Cristóbal Colón, los indios no te dan las gracias». Es la época en la que lo políticamente correcto, procedente de las universidades americanas, estigmatiza la violación cometida, en el siglo XVI, por los exploradores americanos. Rodada para gustar al público de los Estados Unidos, Cristóbal Colón, la película de Ridley Scott, representa a un Colón (Gérard Depardieu) obsesionado por el pecado del hombre blanco, frente a indios que simbolizan al buen salvaje, tan querido en el siglo XVIII.
La leyenda negra de la América española no es nueva. Fue construida en el siglo XVII, por Théodore de Bry. Entre 1590 y 1623, este flamenco protestante publicó una colección de relatos de viajes a las Indias cuyo objetivo era el de exponer las mil y una infamias a las que los papistas se habían entregado en las colonias. Los filósofos del Siglo de las Luces, y luego los anticlericales del siglo XIX retomaron estas acusaciones. Vuelven ahora con otra perspectiva: se trata de pregonar la igualdad de las culturas y de culpabilizar a las antiguas naciones colonizadoras.
En las guías de viaje dedicadas a Perú o a México, se ha decidido que, de ahora en adelante, hay que extasiarse ante los aztecas y los incas, frente a los cuales, sin respetar su modo de vida, los conquistadores no habrían demostrado más que codicia y brutalidad. Los periódicos nos dan la misma versión. «Los conquistadores se han valido del carácter sanguinario de la religión azteca para exterminar a una civilización juzgada “satánica”, pero no hubo ningún esfuerzo para intentar comprender el significado de algunas prácticas»[66]. Un semanario compara al imperio inca «con los estados europeos de la época o las grandes civilizaciones de la Antigüedad», admitiendo al mismo tiempo que no conocían «ni la escritura, ni la rueda, ni el caballo, ni el buey» (el pie de una foto señala que el animal de tiro de los incas, era… la mujer); y solamente de forma incidental aprenden los lectores que, entre los incas, unas jóvenes «eran ofrecidas a los funcionarios con méritos y otras, al no tener ningún defecto físico, estaban reservadas para los sacrificios humanos»[67].
Curioso. Los mismos que denuncian sin descanso los métodos de la Inquisición española demuestran una indulgencia inagotable para con las costumbres de la América precolombina, a pesar de ser mil veces más crueles. ¿Otra indignación selectiva? ¿O bien es una forma de desprecio, siendo estas civilizaciones tan atrasadas que no se les puede aplicar los mismos criterios morales que a nosotros?
En otoño de 1492, Colón arriba a las Bahamas, luego a Cuba y Santo Domingo. En el transcurso de su segundo viaje (1493-1496), explora la isla de Guadalupe, Puerto Rico y Jamaica. Su tercera expedición (1498-1500) le lleva a la isla de Granada y al delta del Orinoco, con una incursión sobre el territorio de Colombia. Es el primer europeo que entra en contacto con los indios de América. Un mundo que no tiene unidad: salvo México y las altas mesetas de los Andes, estos centenares de tribus que viven en el neolítico hablan otras tantas lenguas.
La gesta de los conquistadores empieza veinte años más tarde.
Cortés ha participado en la conquista de Cuba. Desembarca en México el 19 de febrero de 1519. A la cabeza de 600 hombres, obtiene una victoria sobre el reino de Tlaxcala, que se convierte en aliado. El 8 de noviembre de 1519, se apodera de la capital del imperio azteca (en el sitio actual de la ciudad de México) y pone bajo su tutela al emperador Moctezuma, que ve en él al descendiente de un dios. En la primavera de 1520, al haber regresado Cortés a la costa, los indios se rebelan. En medio de la confusión, un capitán español mata a Moctezuma. El 30 de junio, de regreso a la capital, Cortés ordena la retirada. Después de reconstituir sus tropas, aplasta al ejército azteca el 7 de julio de 1520. Un año más tarde, el 13 de agosto de 1521, reconquista la capital del imperio. La ciudad es arrasada. Retenido cautivo como prenda de sumisión de los indígenas, el ultimo emperador es asesinado en 1525.
En 1513, Pizarro forma parte de la expedición que descubre el océano Pacífico, atravesando el istmo de Panamá. Hacia 1522, habiendo oído hablar del Imperio inca, organiza una expedición hacia el Perú. Después de dos viajes de exploración, vuelve a España y regresa, en 1529, con el apoyo de Carlos V. Sale de Panamá en enero de 1531, con 183 soldados y 27 caballos. Debido a una tormenta, se ve obligado a echar ancla y prosigue su itinerario por vía terrestre. Se reúne con unos refuerzos (130 hombres), y deja tras de sí parte de la tropa. Luego, con 67 caballeros y 100 soldados de infantería, tarda más de dos meses en atravesar los 500 km que le separan de la ciudad en la que reside Atahualpa, el soberano inca. Por un golpe de una extraordinaria audacia, de uno contra cien, el 16 de noviembre de 1532, Pizarro se apodera del inca supremo, que será ejecutado el 29 de agosto de 1533. Hicieron falta ocho años para alcanzar el Imperio inca, pero éste se derrumbó en menos de un año.
Sabio explorador, Cristóbal Colón es más bien desinteresado. Atrevidos capitanes, los conquistadores no tienen nada de monaguillos: Cortés vive como un sátrapa y Pizarro, analfabeto, demuestra una rara codicia. En todo caso, el piadoso Colón (Pío IX consideró el beatificarlo) y los rudos Cortés y Pizarro se han visto enfrentados a la misma realidad: las costumbres de los indios, que practicaban la antropofagia y los sacrificios humanos.
En el Caribe, las tribus caníbales, en continuo estado de guerra, efectuaban razias para apoderarse de sus congéneres y comérselos. El imperio azteca, una teocracia, rendía culto al sol, cuya ira debía ser apaciguada con la inmolación de víctimas, escogidas preferentemente entre los enemigos. Todos los conquistadores contaron su asombro después de penetrar en los templos indios: se trataba de osarios invadidos por el hedor y las moscas, en los que los sacerdotes sacrificaban a vírgenes, niños y prisioneros, arrancándoles el corazón para embadurnar de sangre a los ídolos, y luego precipitar los cadáveres fuera del edificio para que fueran despedazados y devorados. Cuenta Bernal Díaz del Castillo en su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España que «cada día, los indios sacrificaban delante de nosotros a tres, cuatro o cinco hombres cuya sangre cubría las paredes. Cortaban brazos, piernas y muslos y se los comían, como en nuestro país se come la carne de carnicería». Los templos aztecas que escalan hoy los turistas eran, antes de la conquista española, el teatro de abominables crueldades. Con los incas, el fenómeno era semejante.
Si Cortés o Pizarro, con tan pocos hombres, pudieron someter a estos poderosos imperios, no se debió sólo a sus artes militares. Lo que en México aseguró la conquista fue el apoyo de los indios sublevados contra la dominación azteca: los tlaxcaltecos proporcionaron a Cortés 6.000 soldados. Pizarro también aprovechó la guerra civil entre dos jefes incas, Atahualpa y Huáscar, habiendo cada uno solicitado la ayuda española en su provecho. Contemplar la civilización precolombina como un universo paradisíaco, manchado por los europeos, es pura fantasmagoría. Para los indios esclavizados por sus semejantes, la conquista fue una liberación.
¿Es esto decir que no se puede imputar a los colonizadores ningún exceso, ninguna falta, ninguna actitud imperdonable? Sería ignorar la debilidad humana. Sobre todo teniendo en cuenta las fabulosas riquezas que estaban en juego y los recursos en metales preciosos descubiertos. Por supuesto, entre los conquistadores se encontraban también militarotes sólo guiados por el afán de lucro. Pero considerar únicamente a éstos, es truncar la realidad.
Paradójicamente, ha sido un español el que más ha contribuido a la leyenda negra del Nuevo Mundo. En 1541, Bartolomé de las Casas dirige a Carlos V la Brevísima relación de la destrucción de las Indias, en la que denuncia la esclavitud y las matanzas de que habrían sido víctimas los autóctonos, reducidos a «la más dura servidumbre, la más horrible y la más implacable que jamás se haya impuesto a hombres y bestias». Hijo de un compañero de Cristóbal Colón, llegado a Cuba en 1502 para ayudar a la conversión de los indígenas, ordenado en 1513 y admitido dominico en 1522, Las Casas hizo de la defensa de los indios un asunto personal. En su tratado De la única manera de anunciar la fe a todo el género humano, desarrolla la idea de que hay que convertir por la dulzura y la sugestión, y no por la coerción. Publicada al final de su vida, su Historia general de las Indias contiene, sin embargo, ingenuidades, exageraciones polémicas y cifras erróneas. Este hombre apasionado idealiza a los indígenas (no obstante, a diferencia de muchos religiosos, no habla sus idiomas) y, al contrario, ensombrece a los conquistadores.
Actualmente, algunos tienen a este monje del siglo XVI por un precursor de los derechos del hombre. Las Casas, al ser dominico, pertenecía a la orden encargada de la Inquisición, cuya doctrina compartía. Los mismos que ven en él al primer portavoz del tercer mundo callan el hecho de que, para proteger a los indios, aconsejó implantar en las colonias a trabajadores traídos de África, bendiciendo la esclavitud de los negros.
Pero, aunque excesivas, las críticas de Las Casas surten un efecto saludable: alertan a Carlos V sobre la situación de los indios. Cuando Cristóbal Colón captura a unos indígenas y los manda como esclavos a España (costumbre normal en el mundo mediterráneo antes de 1492), Isabel de Castilla los hace liberar, dando sus instrucciones. Los indios deben ser tratados «como personas libres y no como esclavos». Instrucción renovada, en 1504, en el testamento de la reina: «Recomiendo y ordeno no admitir ni permitir que los indígenas de las islas y tierra firme sufran ningún daño en sus personas ni en sus bienes, sino al contrario mando que sean tratados con justicia y humanidad». También se llevan a cabo otras medidas para impedir el saqueo de las tierras, cuyos propietarios seguían siendo los autóctonos. Se instituyen encomiendas. Concedidos a los conquistadores, estos títulos personales y revocables de señorío les garantizan una renta, con la condición de proteger a los indios e iniciarlos en el cristianismo. Este sistema, empero, deja un amplio margen a la arbitrariedad de los colonos, por lo que, en 1542, Carlos V, después de tener conocimiento de las advertencias de Las Casas, promulga nuevas leyes limitando las encomiendas y prohibiendo la esclavitud. Las órdenes reales no son forzosamente aplicadas in situ. No obstante, hay un derecho definido: ya es un progreso.
Con objeto de asegurarse de la legitimidad de la acción española en América, en 1550 Carlos V encarga a quince jueces eclesiásticos examinar la manera en que la conquista y la evangelización deben ser llevadas a cabo. Reunidos en Valladolid, los magistrados deliberan durante varios meses. Los dos principales oponentes en este debate son Las Casas y Ginés de Sepúlveda, capellán del emperador. En La controversia de Valladolid —obra sobre la que en 1992 se hizo un telefilme y una novela, y luego una obra de teatro—, Jean-Claude Carrière muestra a unos teólogos ridículos examinando a indios atemorizados, preguntándose si estos salvajes merecen ser convertidos o si más valía reducirlos a la esclavitud. Se ensalza a Las Casas, mientras se caricaturiza a su adversario. Entre líneas, una pregunta: ¿son los indios hombres como los demás?[68] El libro de Carriére, inscrito en los programas escolares, pasa ahora por ser una referencia bibliográfica.
Hay que leer la obra de un especialista del antiguo mundo hispánico, Jean Dumont, para disponer de otra visión de la controversia de Valladolid.[69] Las Casas, defensor de lo que hoy se llama el derecho a ser diferente y resignado ante todas las prácticas de los indios, desea que únicamente algunos religiosos queden en el Nuevo Mundo. Sepúlveda, humanista y letrado, le contesta que, si quiere uno garantizar la seguridad de los nuevos cristianos, primero hay que pacificar el país. En nombre de un concepto que se asemeja al moderno derecho de injerencia, el capellán del emperador defiende la necesidad de una intervención, especialmente para poner fin a los sacrificios humanos entre los indios. La controversia de Valladolid constituye quizá un debate actual, pero no en el sentido de lo históricamente correcto.
Los europeos, al encontrarse con los indios, sufrieron un choque intelectual; pero el veredicto de la Iglesia no esperó a la controversia de Valladolid. Un año después del descubrimiento de América, en 1493, el papa Alejandro VI mandó evangelizar el Nuevo Mundo mediante la bula Piis fidelium, afirmando así la unidad del género humano. En 1537, Pablo III, mediante la bula Sublimis Deus, confirmaba este principio: «Los indios son verdaderos hombres, capaces de recibir la fe cristiana por medio del ejemplo de una vida virtuosa. No deben ser privados ni de su libertad, ni del disfrute de sus bienes».
La evangelización ha seguido a la conquista. En México, los franciscanos aprenden las lenguas indias, escribiendo gramáticas, diccionarios y catecismos en los idiomas indígenas (náhuatl, zapoteca, tarasco, otomí). En Lima, en 1552, el primer concilio de América prohíbe la destrucción de los templos y de los ídolos. «Ordenamos —proclaman los obispos— que nadie bautice a ningún indio de más de ocho años sin asegurarse de que lo desea voluntariamente; ni que se bautice a ningún niño indio antes de la edad de juicio en contra de la voluntad de sus padres». Henry Hawks, un inglés protestante, comercia durante cinco años en el Nuevo Mundo. De vuelta a Londres en 1572, publica una relación de su viaje: «Los indios reverencian mucho a los religiosos, pues gracias a ellos y a su influencia se ven libres de la esclavitud». El franciscano Bernardino de Sahagún, padre de la Antropología moderna, redacta una Historia de las cosas de Nueva España donde recopila todas las costumbres, creencias y tradiciones indígenas. El primer arzobispo de Lima, Jerónimo de Loaisa, pasa los diez últimos años de su vida en un reducto del hospital que ha construido para los indios. En México, Vasco de Quiroga, obispo de Michoacán, realiza un completo programa de organización comunitaria para los indígenas, con maternidades, enfermería y hospital.
Conclusión de Bartolomé Bennassar: «La Iglesia del Nuevo Mundo está lejos de haber sido siempre ejemplar. Sin embargo, en conjunto ha ejercido un papel positivo y ha sido la vanguardia de la defensa de los indios en contra de abusos de todas clases»[70]. En 2002, al canonizar en la basílica de Nuestra Señora de Guadalupe, en México, al indio Juan Diego Cuauhdatoatzín (testigo de una aparición de la Virgen), Juan Pablo II consagró esta simbiosis entre la cultura indígena y el cristianismo.
Una última leyenda: el genocidio de los indios. Según algunas fuentes, medio siglo después de la llegada de los europeos habría desaparecido el 80% de la población indígena. En realidad, a falta de documentos fiables, nadie sabría cuantificar con exactitud la despoblación ocurrida entre los autóctonos. Los europeos son ciertamente responsables, pero involuntariamente: introdujeron en el nuevo continente microbios ante los cuales el organismo de los indígenas no estaba preparado para resistir. Médico, director de investigación en el CNRS (Centro Nacional de Investigaciones Científicas) y autor de dos obras sobre la civilización india, Nathan Wachtel piensa que «se conoce la causa principal de este desastre: son las epidemias (gripe, peste, viruela) importadas por los colonizadores. El término genocidio me parece impropio. Ciertamente tuvieron lugar matanzas y violencias de todo tipo, pero no se debe imputar a los europeos el proyecto consciente y razonado de una eliminación sistemática a sangre y fuego»[71].
En la América española, la protección legal de los indios pasaba por la propiedad de las tierras, que limitaba la población europea. ¿Hace falta establecer el paralelismo con América del Norte?
En Estados Unidos, las tierras del oeste se declararon propiedad federal. Bastaba a los pioneros comprarlas al Estado y expulsar a las poblaciones indígenas. La administración americana reconoce actualmente que 17 millones de indios fueron víctimas de la conquista del oeste. Hoy, los indios representan menos del 1% de la población de Estados Unidos; en México, este porcentaje es del 29%, al que hay que añadir un 55% de mestizos; en Perú, la proporción es de 46% de indios y 38% de mestizos. Conclusión: en la América hispánica, no hubo genocidio. Según palabras de Pierre Chaunu: «La presunta matanza de los indios por los españoles en el siglo XVI encubre la matanza objetiva de la colonización en las fronteras, en el siglo XIX, por los americanos. La América no ibérica y Europa del Norte se liberan de su crimen sobre la otra América y la otra Europa»[72].