Fernand Braudel observa que la Inquisición representaba «el deseo profundo de una muchedumbre». Pero, especifica, «hablar, a propósito de la España del siglo XVI, de “país totalitario”, incluso de racismo, no es razonable. Me niego a considerar a España como culpable del homicidio de Israel»[59]. Joseph Pérez confirma este juicio: «Que se hable de intolerancia, bueno, pero no de genocidio, término que implica en sentido propio la voluntad de hacer desaparecer un pueblo entero. Evidentemente ésa no era la intención de los Reyes Católicos»[60].
En el siglo XV, en España, se produce una ola de antisemitismo popular, con toda la complejidad de sus componentes sociales o religiosos. Sin embargo, con este tema todavía más que con otros, se debe evitar el anacronismo. Hasta 1520, los tribunales inquisitoriales se interesan casi en exclusiva por los conversos judaizantes. Pero el racismo del siglo XX, con su trágica locura exterminadora, no tiene nada que ver aquí. El rey Fernando, al igual que Torquemada, posee antepasados judíos. En el momento de la institución de la Inquisición, los judíos fieles a su fe no tienen nada que temer: al no estar bautizados, no se les puede tachar de herejes. En varias ocasiones, la reina Isabel asegura su protección a los judíos, promesa renovada en 1490, doce años después de la fundación de la Inquisición. En 1487, los judíos de Castilla, dirigiéndose a sus correligionarios de Roma, se alegran de vivir «bajo reyes tan justos». Según Jean Dumont, Isabel preveía, al final de su vida (murió en 1504), suprimir la Inquisición.[61] ¿Acaso desapareció demasiado pronto?
Si los Reyes Católicos hubiesen muerto en 1491, el mundo judío de hoy no los miraría de la misma manera. En 1492, los judíos de España son obligados a marcharse, según los términos de un decreto real firmado el 31 de marzo. La fecha es importantísima, pues aclara las circunstancias psicológicas del asunto. Tres meses antes, el 2 de enero, cayó el reino musulmán de Granada en manos cristianas. La expulsión de los judíos —por muy chocante que sea para nosotros— no procede de una lógica racial: es un acto con vistas a rematar la unidad religiosa de España.
Aunque aparece de forma tardía en la mente de los Reyes Católicos, el proyecto se impone como consecuencia de la lucha contra el cripto-judaísmo. Por relaciones de parentesco o de vecindad, existía una gran porosidad entre judíos y conversos. Se habían verificado numerosos casos de proselitísmo judío entre los nuevos cristianos. Tanto es así que la presencia de los fieles de la ley de Moisés se vio como un obstáculo para la obra de conversión emprendida hacía un siglo. El decreto de 1492 no es un simple aviso de expulsión: pide a los judíos que se conviertan o se vayan del reino. Los que se niegan a bautizarse tienen cuatro meses para irse, después de haber vendido sus bienes.
Parece ser que los Reyes Católicos creyeron sinceramente que la mayoría de los judíos se iba a convertir. Era desconocer el misterio del pueblo de Israel. De los 200.000 judíos de Castilla y Aragón, 50.000 escogieron el bautismo, los demás huyeron del país. Muchos se dirigieron a Portugal (de donde volvieron bastante rápidamente), otros al suroeste de Francia, Flandes, Inglaterra o Italia, y otros a África del Norte o al Imperio otomano.
Léon Poliakov evoca «una gran intensidad religiosa», aparecida después de la toma de Granada, que hizo difícil la cohabitación entre cristianos, y no-cristianos. Es desde luego el factor religioso, y no el racial, el que se encuentra en el origen de la expulsión de los judíos. Pero un factor religioso interpretado a través de la particularidad española, nación de población multirracial. «Había con toda seguridad gente antisemita en España, y en todos los estratos sociales —señala Joseph Pérez—, pero los Reyes no lo eran. Lo que ellos querían no era la eliminación de los judíos, sino su asimilación y la extirpación del judaísmo. Tenían la esperanza de que, enfrentados a una dolorosa elección, la mayoría de los judíos se convertirían y se quedarían en España. Unos antisemitas no hubieran calculado de ese modo»[62].
De hecho, los Reyes Católicos actuaron como todos los príncipes europeos de la época, en virtud del principio «una fe, una ley, un rey», principio que se generalizará a mitad del siglo XVI, estando los súbditos obligados a practicar la religión de sus soberanos. Pero la catolicidad española, hasta la época barroca, se verá fecundada por personalidades de origen judío, tales como Santa Teresa de Ávila, Luis de Granada, Las Casas, Francisco de Vitoria, Luis de León, Juan de Ávila o Diego Laínez, sucesor de Ignacio de Loyola.
Después de los judaizantes, la Inquisición española se ocupará de los musulmanes convertidos (los moriscos) y de los luteranos. Siempre con el mismo objetivo: vigilar, por parte del Estado, la ortodoxia del dogma y la moralidad de los bautizados. Tal propósito sería insoportable en nuestra época en la que la laicidad, la libertad de pensamiento, y la tolerancia filosófica y religiosa se consideran exigencias imprescriptibles. Pero estas nociones no existen en el siglo XV.
Queda establecido, pues, que la Inquisición (que subsistirá hasta la ocupación napoleónica) existió bajo esa forma en España, pero no en otros lugares. Ahora, cuando se multiplican los trabajos de los historiadores que separan los hechos de la leyenda, se conocen mejor las ambivalencias de esta institución tan discutida. Se describe el efecto de hermetismo que impuso, y la disminución de la movilidad social producida por el concepto de «pureza de sangre». Sin embargo, el genio hispánico del Siglo de Oro, simbolizado por Cervantes, Calderón, el Greco, Velázquez o Murillo, se desarrolló en una sociedad en la que reinaba la Inquisición: ésta, por lo tanto, no ahogó todo tipo de vida del espíritu.
Dos últimas observaciones para acabar de zarandear las ideas demasiado simplistas.
En 1492, los judíos de España que se refugiaron en Roma, Nápóles, Venecia o en los Estados Pontificios, alrededor de Aviñón, se instalaron libremente en las ciudades en las que existía la Inquisición pontificia, y ésta les respetó.
Durante la Segunda Guerra Mundial, decenas de miles de judíos que huían de las persecuciones nazis se refugiaron en España. En toda Europa, sólo Madrid reconoció la nacionalidad española a los sefardíes descendientes de los expulsados en 1492. En 1967, el decreto de expulsión de los judíos firmado por los Reyes Católicos fue oficialmente revocado por el Gobierno del general Franco.