Se le representa bajo los rasgos de un hombre alto, de rostro anguloso. Bajo su hábito religioso, alberga un alma venenosa. En la obra que le dedica Victor Hugo, encarna la crueldad, el fanatismo, el odio por los desviados: Torquemada simboliza una Inquisición aborrecida. Ahora bien, el papa Gregorio IX fundó la Inquisición en 1231. Torquemada pasó a ser gran inquisidor de España en 1483: dos siglos y medio más tarde, es decir el espacio de tiempo que nos separa a nosotros, franceses del siglo XXI, de Luis XV. A pesar de lo que se piense, la lucha contra los cátaros en el Languedoc y la acción de Torquemada no pertenecen a la misma esfera. En España, la Inquisición se explica en un contexto propio, que no puede compararse. Bartolomé Bennassar escribe: «Es el resultado de una sociedad. Los dogmas y la moral que defendía se reivindicaban en otros países del Occidente cristiano en los que no hubo Inquisición»[49]. Torquemada no es, pues, el fruto del catolicismo: es el producto de una historia nacional.
En 1478, Isabel de Castilla y Fernando de Aragón piden poderes al Papa para establecer una jurisdicción especial. Emplazada bajo la tutela del Estado, su función sería la de combatir la herejía, pero especialmente el movimiento de los cripto-judaizantes, esos judíos convertidos que, manteniendo de forma clandestina prácticas judaicas, son considerados relapsos. El 1 de noviembre de 1478, mediante la bula Exigit sincerae devotionis, Sixto IV concede este derecho. Ha nacido la Inquisición de España.
Isabel es reina de Castilla desde 1474. Fernando, su marido, será rey de Aragón en 1479. Castilla y Aragón conservan sus instituciones, su moneda y su idioma (el castellano prevalecerá), y sus coronas estarán diferenciadas hasta el siglo XVIII. La unión personal de Isabel y Fernando fue, sin embargo, lo que inició la formación de España. El país deberá a los Reyes Católicos —título que les será concedido por el papa Alejandro VI— el fortalecimiento del Estado, la paz interna, el sometimiento de la nobleza y un nuevo equilibrio social. Una obra decisiva, sin la que el resto de la historia española no hubiera podido escribirse.
Además, Isabel destacaba por una intensa piedad. En 1958, se abrió su proceso de beatificación. Fue paralizado por el Vaticano en 1991, para apaciguar la polémica que rodea al acta de expulsión de los judíos de España, firmado por la reina en 1492. Sin embargo, en 2002, la Conferencia Episcopal española decidió volver a realizar las gestiones cerca de la Santa Sede para abrir de nuevo el informe.
Paradoja: La Inquisición española se estableció en un reino católico, Castilla, que poseía una tradición de coexistencia religiosa. Alfonso VII, rey de Castilla y de León (1126-1157), se hacía llamar «emperador de las tres religiones». En 1139, a su entrada en Toledo, las ceremonias de la fiesta unieron a cristianos, judíos y musulmanes. En 1147, cuando reconquista la fortaleza de Calatrava, al sur de Toledo, Alfonso VII confía su defensa a los templarios y el gobierno a Rabí Judá, un judío. En la catedral de Sevilla, el epitafio de la tumba de Fernando III (1217-1252), rey canonizado, se redactó en latín, castellano, árabe y hebreo. Los mudéjares, los musulmanes que vivían en territorio cristiano, eran libres de ejercer su religión. Pasaba lo mismo con los judíos: «En la España cristiana —subraya Joseph Pérez— están más que tolerados; tienen una existencia legal y reconocida[50].
Élite en el seno de la Diáspora, los judíos de la península Ibérica son numerosos. Perseguidos por los visigodos en el siglo VII, no ven con malos ojos la invasión musulmana de 711. Aunque están sometidos, como los cristianos, al estatuto de dhimmi, se autoriza su culto. Algunos llegan a ser consejeros de príncipes musulmanes. En la época del califato, la comunidad judía de Córdoba demuestra una gran vitalidad intelectual. Sin embargo, la cohabitación no existe sin sombras: en 1066, en Granada, el pueblo bajo musulmán, exasperado por las riquezas de los judíos, se lanza a una matanza.
Todo se tambalea en el siglo XI, después de la llegada en dos oleadas sucesivas de sectas berberiscas: los almorávides en 1086 y los almohades en 1172. La conversión al islam o la muerte, ésta es la elección que se deja a los judíos. Muchos de ellos se refugian entonces en los reinos cristianos, Castilla y Aragón. Debido a sus competencias financieras, los soberanos les animan a ello. En los siglos XI, XII y XIII, las comunidades prosperan, siendo sus derechos consignados en cartas (fueros). Los judíos se benefician de la misma autoridad jurídica que los cristianos, pudiendo entre otras cosas llegar a ser propietarios de bienes raíces. Pagan un impuesto especial, pero poseen sus tribunales, sus rabinos, sus lugares de culto, y sus escuelas. El rey de Castilla designa a un gran rabino como interlocutor para toda la comunidad.
¿Cuántos son? Según las fuentes, las cifras varían entre 100.000 en el siglo XIII y 200.000 en el siglo XIV. Una minoría visible: económicamente poderosa y muy organizada, se concentra en ciertas regiones. Campesinos, artesanos, comerciantes o médicos, los judíos también son negociantes o prestamistas. En la administración real, son gestores de las finanzas o recaudadores de impuestos. Estas últimas funciones les valen, sin embargo, una impopularidad que crece con el paso del tiempo.
Si los soberanos protegen a los judíos, el antijudaísmo religioso se desarrolla. En los ambientes populares, se alimenta de falsas acusaciones de crímenes rituales o de profanación de sagradas formas. Esta intransigencia, a pesar de todo, no es privativa de los cristianos, como lo señala Fernand Braudel: «Un historiador tan simpático para los judíos como el gran Lucio de Acevedo puede mantener que la intolerancia judía, en los albores del siglo XVI, ha sido “seguramente mayor que la de los cristianos”, lo que es, sin duda, decir demasiado. Pero en fin esta intolerancia es evidente»[51]. Esther Benbassa y Jean-Cristophe Attias mencionan también una «literatura de defensa del judaísmo en contra del cristianismo, una literatura fuertemente anticristiana»[52]. Una España compleja: en el momento en el que el antijudaísmo progresa, el maestre de la orden de Santiago manda traducir al castellano un tratado de sabiduría rabínica y el maestre de la orden de Calatrava encarga la traducción del Antiguo Testamento a un sabio judío.
Las órdenes mendicantes emprenden campañas de conversión. En Barcelona, en 1263, una controversia pública opone a unos rabinos y al superior de los franciscanos. La empresa, de momento, es pacífica. Pero en 1293, las Cortes de Castilla toman medidas restrictivas en contra de los privilegios de las comunidades judías. Otra vez será el rey quien ejerza su papel de protector: en 1351, Pedro I de Castilla confirma la legislación que garantiza los derechos de los judíos. En 1391, a pesar de todo, una oleada de revueltas sacude Sevilla, Córdoba, Toledo, Madrid, Burgos, Barcelona y Valencia. Cada vez, los judíos sirven de cabeza de turco. Según Joseph Pérez: «Más que la propaganda religiosa, más que el odio racial, son las dificultades económicas las que explican la violencia popular desviada contra los judíos»[53].
En el transcurso de los veinte años que siguen a los sangrientos acontecimientos de 1391, numerosos judíos se convierten. La mitad quizá. Para diferenciarlos de los «cristianos viejos», se les denomina «conversos». En 1391, el rabino Salomón Halevi se hace bautizar con su familia; algunos años más tarde, con el nombre de Pablo de Santa María, es obispo de Burgos. En 1414, en el momento de la Disputa de Tortosa, trece rabinos de los catorce que habían participado en esta controversia teológica se convierten libremente al cristianismo, seguidos por miles de sus correligionarios. Bien es cierto que, al mismo tiempo, medidas discriminatorias —obligación de vivir en barrios separados, vestir ropa distintiva, prohibiciones profesionales— empujan a la conversión.
A partir de 1420, la situación se relaja. Bajo la dirección de Abraham Benveniste, gran rabino nombrado por el rey, los judíos obtienen el levantamiento de las prohibiciones que les afectan. En treinta años, vuelven a ganar el terreno perdido. En cuanto a los «nuevos cristianos», los conversos, inician una espectacular ascensión social. En las ciudades en las que viven, siendo personajes de influencia, ocupan las finanzas, la recaudación de impuestos, la medicina, los puestos municipales. Poco a poco, las familias de conversos se integran en la Iglesia, la nobleza, las órdenes de caballería. De origen judío por su madre, el rey Fernando el Católico tendrá ministros de origen judío, se rodeará de obispos o sacerdotes de origen judío, y estará servido por notables de origen judío.
Las masas populares, sin embargo, no ceden. Reprochan a los conversos el ser poderosos, arrogantes, y acaparar los mejores puestos. En 1449, en Toledo y en Ciudad Real se promulgan estatutos de «pureza de sangre»: se reservan los empleos públicos a los cristianos viejos. Léon Poliakov, historiador del antisemitismo, recalca que la idea procede de la opinión pública y no de los Reyes Católicos ni de la Iglesia.[54] Teólogos españoles y luego el papa Nicolás V intervienen para condenar este principio: formando todos los bautizados parte de la misma Iglesia, explican, la distinción entre cristianos viejos y judíos convertidos es ilegítima. Estallan nuevas revueltas en Toledo en 1467, en Córdoba y Jaén en 1473, en Segovia en 1474. Dirigida por demagogos, la muchedumbre echa la culpa indistintamente a los judíos y a los conversos.
Puesto que ni el poder real ni la aristocracia logran impedir estos desórdenes, la cohesión social está amenazada. No sin motivo, los cristianos viejos sospechan el cripto-judaísmo entre ciertos conversos: en efecto, algunos se prestan públicamente a sus obligaciones católicas, observando en privado los ritos judaicos. Pero los judíos desprecian a los conversos, y los nuevos cristianos sinceros están resentidos contra los judíos. ¿Quién se ha convertido sinceramente y quién lo ha hecho para evitar la persecución? Éste es el secreto de las almas. Pero estas diferencias no se extienden más allá de la segunda o tercera generación. Para los que lo viven, el doble acatamiento es un drama íntimo. Para la religión medieval, que condena a los relapsos a los peores castigos, es un crimen social. En el corazón de esta aporía se urde la terrible lógica de la Inquisición de España.